Las indias negras
Capítulo I Dos cartas
contradictorias
Al Sr. J. R. Starr, ingeniero
30, Canongate
Edimburgo
“Si el Sr. Jacobo Starr tiene a bien pasarse
mañana por las minas de Aberfoyle, galerías y Dochart,
pozo Yarow, se le comunicará una cosa que ha de
interesarle.
“El Sr. Jacobo Starr será esperado todo el día en
la estación de Callandar, por Harry Ford, hijo del antiguo
capataz Simon Ford.
“Se le encarga que conserve el secreto respecto de esta
carta”.
Tal fue la carta que Jacobo Starr recibió por
el primer correo del 3 de diciembre de 18..., carta que llevaba el
timbre de la administración de correos de Aberfoyle, condado de
Stirling, Escocia.
Esta carta excitó vivamente la curiosidad del
ingeniero. No se le ocurrió siquiera que pudiera encerrar un
engaño. Conocía hacía mucho tiempo a Simon Ford;
uno de los más antiguos capataces de las minas de Aberfoyle, de
las cuales había sido veinte años director, que es lo que
en las minas inglesas se llama viewer.
Jacobo Starr era un hombre de constitución
robusta; y sus cincuenta y cinco años no le pesaban más
que si hubiese tenido cuarenta. Pertenecía a una antigua familia
de Edimburgo; siendo uno de sus más distinguidos individuos. Sus
trabajos honraban al respetable cuerpo de ingenieros, que devoran poco
a poco el subsuelo carbonífero del Reino Unido, lo mismo en
Cardiff y en Newcastle, que en los bajos condados de la Escocia. Pero
su nombre había conquistado la estimación general,
principalmente en el fondo de las misteriosas galerías
carboníferas de Aberfoyle, que confinan con las minas de Alloa,
y ocupan una parte del condado de Stirling. Además, Jacobo Starr
pertenecía a la sociedad de anticuarios escoceses, en la cual
había sido nombrado presidente. Era también uno de los
miembros más activos del Instituto Real; y la Revista de
Edimburgo publicaba frecuentemente artículos con su firma. Era,
pues, uno de los sabios prácticos a quienes Inglaterra debe su
prosperidad; y ocupaba una elevada posícion en esa antigua
capital de Escocia, que ha merecido el nombre de Atenas del Norte, no
sólo bajo el punto de vista físico, sino también
bajo el punto de vista moral.
Sabido es que los ingleses han dado al conjunto de sus
vastas minas de hulla un nombre muy significativo: las llaman
justamente Las Indias Negras. Y en efecto; estas indias han
contribuido tal vez más que las Indias Orientales, a aumentar la
sorprendente riqueza del Reino Unido. Allí, en efecto, trabaja
día y noche todo un pueblo de mineros para extraer del subsuelo
británico el carbón, ese precioso combustible, elemento
indispensable de la vida industrial.
Por esta época, el límite del tiempo
calculado por los hombres especiales para que se agotaran las minas de
carbón estaba muy lejano: y por tanto no era de temer la penuria
en un breve plazo. Aún quedaban por explotar los
depósitos carboníferos de dos mundos. Las
fábricas, las locomotoras, las locomóviles, los buques de
vapor; las máquinas de gas, etc., no estaban amenazadas de
carecer de carbón mineral.
Sólo en estos últimos años ha
sido cuando el consumo se ha aumentado de tal manera, que han sido
agotadas algunas capas, aún en los más ricos filones; y
abandonadas ahora estas minas, perforan y taladran el suelo
inútilmente con sus pozos olvidados y sus galerías
desiertas.
Éste era precisamente el estado de las minas de
Aberfoyle.
Hacía diez años que el último
carro se había llevado la última tonelada de hulla de
este depósito. El material de fondo; máquinas destinadas
a la tracción mecánica por los rails de las
galerías; vagones que forman los trenes subterráneos,
tranvías; cajones para desocupar los pozos de extracción;
tubos en que el aire comprimido servía de perforador; en una
palabra, todo lo que constituye el material de explotación,
había sido retirado de las profundidades de las galerías
y abandonado sobre la superficie del suelo. La mina agotada era como el
cadáver de un mastodonte de magnitud fantástica, a quien
se han quitado los órganos de la vida, dejándole
sólo la osamenta.
De este material no quedaban más que largas
escalas de madera, que comunicaban con las profundidades de la mina por
el pozo Yarow, único que daba acceso a las galerías
inferiores de la boca Dochart, desde la cesación de los
trabajos.
En el exterior, y los edificios que servían
para los trabajos de día indicaban aún el sitio donde
habían sido perforados los pozos de esta boca, completamente
abandonada, lo mismo que todas las demás, que constituían
la mina de Aberfoyle.
Triste fue el día en que los mineros
abandonaron por última vez, la mina en que habían vivido
tantos años.
El ingeniero Jacobo Starr reunió aquellos miles
de obreros que formaban la activa y enérgica población de
la mina. Cavadores, arrastradores, conductores, pisoneros,
leñadores, canteros, maquinistas, herreros, carpinteros, todos:
hombres, mujeres, ancianos. Obreros del fondo y del día se
reunieron en la gran rotonda de la galería Dochart, llena en
otros tiempos de los abundantes productos de la mina.
Aquellas buenas gentes, que iban a dispersarse por las
necesidades de la existencia, y que durante tantos años se
habían sucedido de padres a hijos en la mina, esperaban, antes
de abandonarla para siempre, el último adiós del
ingeniero. La Compañía les había mandado
distribuir, como gratificación, los beneficios del año
corriente, que eran en verdad poca cosa; porque los productos de los
filones habían excedido en poco los gastos de
explotación; pero al fin esto podía permitirles esperar
el ser colocados en las minas de las cercanías, o en las
haciendas o fábricas del condado.
Jacobo Starir estaba de pie ante la puerta del extenso
techado, bajo el cual habían funcionado tanto tiempo las
poderosas máquinas de vapor del pozo de extracción.
Simon Ford, el capataz de la mina Dochart, que
tenía entonces cincuenta y cinco años, y algunos otros
conductores le rodeaban.
Jacobo Starr se descubrió. Los mineros con la
gorra en la mano, guardaban un profundo silencio.
Esta despedida tenía un carácter
conmovedor, que no carecía de grandeza.
"Amigos míos, les dijo el ingeniero, ha
llegado el momento de separarnos. La mina de Aberfoyle, que desde hace
tantos años nos reunía en un trabajo común, se ha
agotado.Nuestras exploraciones no han podido descubrir un nuevo
filón, y acaba de ser extraído el último pedazo de
hulla de la mina Dochart."
Y en apoyo de sus palabras Jacobo Starr
señaló a los mineros un pedazo de carbón, que
había sido guardado en el fondo de una barrica.
"Ese pedazo de hulla, amigos míos,
continuó Jacobo Starr, es como el último glóbulo
de la sangre que circulaba en las venas de la mina. Le conservaremos
como hemos conservado el primer fragmento de carbón que se
sacó hace ciento cincuenta años de los filones de
Aberfoyle. ¡Cuántas generaciones de trabajadores se han
sucedido en nuestras galerías entre estos dos pedazos!
¡Ahora todo ha concluido! ¡Las últimas palabras que
les dirige su ingeniero son un adiós. Han vivido de la mina, que
se ha vaciado en sus manos. El trabajo ha sido duro; pero no sin
provecho para ustedes. Nuestra gran familia va a dispersarse, y es
probable que el porvenir no vuelva a reunir jamás sus esparcidos
miembros. Pero no olviden que hemos vivido mucho tiempo juntos, y que
en los mineros de Aberfoyle es un deber el ayudarse mutuamente. Sus
antiguos jefes no lo olvidaron nunca. Los que trabajan juntos no pueden
mirarse como extraños. Nosotros velarernos por ustedes, y donde
quiera que vayan, siendo honrados, les seguirán nuestras
recomendaciones. ¡Adiós, pues, amigos míos, y que
el cielo los ampare!"
Dicho esto, Jacobo Starr, abrazó al más
anciano de los trabajadores, cuyos ojos se habían humedecido,
con las lágrimas. Después los capataces de los
departamentos vinieron a estrechar la mano del ingeniero, mientras que
los mineros agitaban sus gorras; gritando:
-¡Adiós, Jacabo Starr, nuestro jefe y
nuestro amigo! Esta despedida debía dejar un recuerdo indeleble
en aquellos nobles corazones.
Poco a poco aquella población abandonó
tristemente la galería. El vacío rodeó a Jacobo
Starr. El suelo negro de las vías, que conducíán a
la boca Dochart, resonó una última vez bajo los pies de
los mineros, y el silencio sucedió a aquella bulliciosa
animación, que hasta entonces había dado vida a la mina
de Aberfoyle.
Sólo un hombre había quedado cerca de
Jacobo Starr.
Era el capataz Simon Ford. Cerca de él
había también un joven de quínce años; su
hijo Harry, que hacía algún tiempo estaba ya empleado en
los trabajos del interior de la mina.
Jacobo Starr y Simon Ford se conocían, y
conociéndose, se estimaban mutuamente.
-¡Adiós, Simon! -dijo el ingeniero.
-¡Adiós, señor Jacobo!
-respondió el capataz; o más bien, déjeme decir:
¡hasta la vista!
-¡Sí, hasta la vista, Simon!
-respondió Jacobo Starr. ¡Sabe que tendré un placer
en volver a verlo y en hablar del pasado de nuestra vieja
Aberfoyle!
-Ya lo sé, señor Starr.
-Mi casa de Edimburgo estará siempre abierta
para usted.
-¡Está muy lejos Edimburgo!
-contestó el capataz meneando la cabeza. ¡Sí!
¡Muy lejos de la mina Dochart!
-¡Lejos, Simon! ¿Pues dónde piensa
vivir?
-Aquí mismo, señor Starr.
¡Nosotros no abandonaremos la mina, que es nuestra madre, porque
su sustancia nos ha alimentado! Mi mujer, mi hijo y yo nos arreglaremos
como podamos para serle fieles.
-¡Adiós, pues, Simon! -dijo el ingeniero,
cuya voz, a pesar suyo, demostraba su emoción.
-¡No! le repito, ¡hasta la vista,
señor Starr, respondió el capataz, y no adiós! A
fe de Simon Ford, Aberfoyle volverá a vernos.
El ingeniero no quiso quitar esta última
ilusión al capataz. Abrazó al joven Harry, que le miraba
con sus grandes ojos conmovidos. Apretó por última vez la
mano de Simon Ford, y abandonó defintivamente la mina.
Esto era lo que había pasado hacía diez
años. Pero a pesar del deseo que había manifestado el
capataz de volver a verle, Jacobo Starr, no había vuelto a
oír hablar de él.
Habían pasado, pues, diez años de
separación, cuando la carta de Simon Ford le invitaba a tomar
sin dilación el camino de la antigua mina carbonífera de
Aberfoyle.
¡Una noticia que debía interesarle!
¿Qué sería? ¡La mina Dochart! ¡El foso
Yarow! ¡Qué recuerdos traían a su
imaginación estos nombres! ¡Síl ¡El buen
tiempo del trabajo, de la lucha; el mejor tiempo de su vida de
ingeniero!
Jacobo Starr no hacía más que leer la
carta. La daba vueltas en todas direcciones. Sentía que Simon
Ford no hubiese añadido siquiera un renglón más.
Le culpaba de haber sido muy lacónico.
¿Era posible que el antiguo capataz hubiese
descubierto algún nuevo filón qué explotar?
-¡No!
Jacobo Starr recordaba el minucioso cuidado con que
habían sido exploradas las entrañas de Aberfoyle, antes
de cesar definitivamente los trabajos.
Él mismo había hecho las últimas
calicatas sin encontrar ningun nuevo depósito en aquel suelo
arruinado por una explotación excesiva. Se había tratado
hasta de buscar el terreno carbonífero bajo las capas, que son
siempre más inferiores, como el gres rojo devoniono; pero sin
resultado.
Jacobo Starr había, pues, abandonado la mina
con la absoluta convicción de que ya no poseía un
átomo de combustible.
-¡No, se decía, no! ¿Cómo
creer que lo que se haya podido escapar a mis investigaciones, lo
habrá podido encontrar Simon Ford? ¡Y sin embargo, mi
antiguo capataz debe saber muy bien que sólo una cosa en el
mundo puede interesarme! ¡Y esta invitación que debo
guardar en secreto, para ir a la mina Dochart! ...
Jacobo Starr, venía siempre a parar a lo
mismo.
Por otra parte, el ingeniero tenía a Simon Ford
por un hábil minero, dotado particularmente del instinto del
oficio. No le había vuelto a ver desde que había sido
abandonada la explotación de Aberfoyle, y hasta ignoraba
qué había sido del pobre capataz. No podía decir
en qué se ocupaba, ni siquiera dónde vivía con su
mujer y su hijo. Todo lo que sabía era que le daba una cita en
el pozo Yarow; y que Harry, el hijo de Simon Ford le esperaba en la
estación de Callander todo el día siguiente. Se trataba,
pues, sin duda de visitar la mina Dochart.
-¡Iré, iré! se decía Jacobo
Starr, que sentía crecer su excitación a medida que
avanzaba el tiempo.
Este digno ingeniero pertenecia a esa categoría
de personas apasionadas, cuyo cerebro está siempre en
ebullicion, como una vasija de agua colocada sobre una llama ardiente.
Hay vasijas de éstas en que las ideas cuecen a borbotones y
otras en que se evaporan pacíficamente. Aquel día, las
ideas de Jacobo Starr, estaban en completa ebullición.
Pero en estos momentos sucedió un incidente
inesperado, que fue la gota de agua fría destinada a producir
instantáneamente la condensación de todos los vapores de
aquel cerebro.
En efecto, a las seis de la tarde, por el tercer
correo, el criado de Jacobo Starr le llevó una nueva carta.
Esta carta estaba encerrada en un sobre grosero, cuyo
sobrescrito indicaba una mano poco amaestrada en el manejo de la
pluma.
Jacobo Starr rompió el sobre. No
contenía más que un pedazo de papel, que amarilleaba de
viejo, y que parecía haber sido arrancado de algún
cuaderno fuera ya de uso.
En este papel no había más que una
frase, que decía así:
"Es inútil que el ingeniero Jacobo Starr
se ponga en camino; la carta de Simon Ford ya no tiene
objeto."
Y no tenía firma.

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