Las indias negras
Capítulo XV Elena en la
choza
Dos horas. después, Harry que no había
recobrado en seguida el uso de los sentidos, y la criatura, cuya
debilidad era extrema, llegaban a la choza, con ayuda de Jack Ryan y de
sus compañeros.
Allí refirieron a Simon todo lo sucedido; y
Margarita prodigó sus cuidados a la pobre criatura, a quien
acababan de salvar.
Harry había creído retirar un
niño del abismo... Era una joven de quince a dieciseis
años, a lo más. Su mirada vaga y llena de asombro, su
rostro enflaquecido y alargado por los padecimientos, su color rubio
que parecía no haber sido herido jamás por la luz; su
cuerpo pequeño y débil; todo hacía de ella un ser
extraño y encantador. Jack Ryan con alguna razón la
comparó a un duende de aspecto un poco sobrenatural. Por
consecuencia, sin duda, de circunstancias particulares, y de la
atmósfera en que tal vez había vivido hasta entonces,
parecía que no pertenecía más que a medias a la
humanidad. Su fisonomía era extraña. Sus ojos, que no
podían resistir la luz de las lámparas de la choza, lo
miraban todo confusamente, como si todo fuese nuevo para ellos.
Margarita fue la primera que dirigió la palabra
a este ser singular, que yacía en su cama, y que volvió a
la vida como quien sale de un largo sueño.
-¿Cómo te llamas? -le
preguntó.
-Nell -respondió la joven.
-¿Nell -dijo Margarita-, te sientes mal?
-Tengo hambre -contestó Elena. No he comido
desde... desde ..
Por estas pocas palabras que pronunció
dejó conocer que no estaba acostumbrada a hablar. La lengua que
hablaba era el antiguo dialecto de Gales, que alguna vez usaban
también Simon Ford y los suyos.
Margarita en cuanto lo oyó, le llevó
algunos alimentos. Elena se moría de hambre.
¿Desde cuándo estaba en el fondo de
aquel pozo? No podía decirse.
-¿Cuántos días has estado
allá abajo hija mía? -le preguntó Margarita.
¡Elena no contestó! Parecía que no
había comprendido la pregunta.
-¿Cuántos días hace?...
-repitió Margarita.
-¿Días?... -respondió Elena, para
quien parecía que no tenía significación esta
palabra.
Después sacudió la cabeza como una
persona que no comprende lo que se le pregunta. Margarita había
cogido la mano de Elena, y la acariciaba para inspirarle confianza.
-¿Qué edad tienes, hija mía?
-preguntó dirigiéndole una mirada llena de
cariño.
-El mismo signo negativo de Elena.
-Sí, sí -repitió Margarita-,
¿cuántos años?
-¿Años?... -respondió Elena.
Y esta palabra, lo mismo que la palabra día,
parecía no tener significación para ella.
Simon Ford, Harry, Jack Ryan y sus compañeros
la contemplaban con un doble sentimiento de compasión y de
simpatía. El estado de aquella pobre niña, vestida con
una miserable falda de gruesa tela, era en efecto propio para
impresionarles.
Harry, más que ningún otro, se
sentía irresistibiemente atraído por lo extraordinario de
Elena.
Se aproximó entonces y cogiendo la mano que
Margarita acababa de soltar, miró frente a frente a Elena, cuyos
labios apenas dibujaron una sonrisa, y le dijo:
-Elena ... allá abajo... en la mina...
¿estabas sola?
-¡Sola! ¡sola! -exclamó la joven
levantándose.
En su fisonomía se pintó el terror. Sus
ojos, cuya expresión se había dulcificado ente la mirada
de Harry tomaron una expresión salvaje.
-¡Sola! ¡sola! -repitió, y
cayó sobre el lecho como si le hubiesen faltado las fuerzas de
pronto.
-Esta pobre niña está aún muy
debil para respondernos -dijo Margarita, después de haber
colocado bien a la joven. Algunas horas de reposo y un poco de alimento
le devolverán las fuerzas. Ven, Simon, ven, Harry. Vengan todos
y dejémosla dormir.
Siguiendo el consejo de Harry, Elena quedó
sola, y puede asegurarse que un momento después dormía
profundamente.
Este suceso causó mucho ruido, no sólo
en la mina, sino en el condado de Stirling y en todo el Reino Unido.
Creció la fama de aquel ser extraño. Se había
encontrado una joven encerrada en la roca esquistosa, como uno de esos
seres antediluvianos, que son separados de la ganga en que descansan
por un azadonazo, y esto era bastante para ser extraordinario.
Elena sin saberlo llegó a ser un objeto de
moda. Los supersticiosos encontraron un nuevo texto para sus leyendas
fantásticas, pensaban que Elena era el genio de la mina; y
cuando Ryan se lo decía a su amigo Harry, éste le
contestaba:
-Sea lo que tú quieras para acabar, Jack. Pero
en todo caso es el buen genio. Es el que nos ha socorrido, el que nos
ha llevado el agua y el pan cuando estábamos en la mina. No
puede ser más que él. Y en cuanto al genio malo, si sigue
en la mina, ya le descubriremos.
Como es fácil suponer, el ingeniero Jacobo
Starr, supo todo esto en cuanto ocurrió.
Así que la joven, al día siguiente de
ser llevada a la choza, recobró algún tanto sus fuerzas,
fue interrogada con gran solicitud por el ingeníero.
Parecía que ignoraba la mayor parte de las cosas de la vida.
Pero era inteligente, por más que careciese de ciertas nociones
elementales, como la del tiempo, entre otras. Se conocía que no
estaba acostumbrada a dividir el tiempo por horas ni por días, y
que estos mismos nombres le eran desconocidos. Además sus ojos,
acostumbrados a la noche, se deslumbraban con el brillo de los discos
eléctricos; pero en la oscuridad, su mirada poseía una
delicadeza extraordinaria, y su pupila anchamente dilatada, le
permitía ver en medio de las más profundas tinieblas.
También se sospechó que su cerebro no había
recibido nunca las impresiones del mundo exterior; que nunca se
había desarrollado a sus ojos más horizonte que el de la
mina, y que para ella el mundo y la humanidad no se extendían
más allá de aquella cripta. ¿Sabía aquella
pobre niña que había un sol y estrellas, y ciudades y
campos, y un universo en el cual se mueven los mundos? No podía
conocerse hasta que las palabras fuesen teniendo para ella una
significación precisa que ahora ignoraba.
En cuanto a la cuestión de saber si Elena
vivía sola en las profundidase de la Nueva Aberfoyle, Jacobo
Starr tuvo que renunciar a resolverla. En efecto, la menor
alusión respecto de este punto, aterrorizaba a la pobre
criatura. O no podía, o no quería responder, pero
seguramente había algún secreto que ella podía
decubrir.
-¿Quieres quedarte con nosotros?
¿Quieres volver a donde estabas? -le había perguntado
Jacobo Starr.
A la primera de estas preguntas había dicho:
"¡Oh, sí!". A la segunda había contestado
con un grito de terror, pero nada más.
Ante aquel silencio obstinado, Jacobo Starr y con
él Simon Ford y Harry, no dejaban de tener cierta inquietud. No
podían olvidar los hechos inexplicables que habían
acompañado al descubrimiento de la mina. Y aunque hacía
ya tres años que no ocurría ninguno, era de esperar
todavía alguna agresión por parte de aquel enemigo
invisible. Por esta razón quisieron explorar el pozo misterioso.
Lo hicieron bien armados y acompañados.
Pero no encontraron señal alguna sospechosa. El
pozo comunicaba con los pisos inferiores de la cripta, excavados en las
capas carboníferas.
Starr, Simon y Harry hablaban mucho de esto. Elena
podía haberles dicho si había uno o muchos seres enemigos
en la mina, si preparaban alguna emboscada; pero nada había
hablado.
La menor alusión al pasado de la joven
provocaba en ella crisis terribles; y les pareció lo mejor no
insistir en este punto. Con el tiempo lo sabrían.
Quince días después de su llegada a la
choza Elena, era la ayuda más celosa e inteligente de Margarita.
Creía lo más natural no abandonar ya nunca aquella casa
donde había sido tan bien acogida; y aún se imaginaba que
no podía vivir en otra parte. La familia Ford llenaban su vida;
y no hay para que decir que Elena era, desde que entró en la
choza, una hija adoptiva.
Elena era, en verdad, encantadora. Su nueva existencia
la embellecía, porque aquellos eran los primeros días
felices de su vida. Sentía una inmensa gratitud hacia aquellas
personas a quienes se los debía. Margarita tenía par ella
una simpatía maternal. El viejo se apasionó
también a su vez. Todos la amaban. Jack Ryan no sentía
más que una cosa: no haberla salvado él mismo. Iba con
frecuencia a la choza, donde cantaba; y Elena, que no había
oído cantar nunca, hallaba en oírle un placer. Pero
hubiese sido fácil conocer que prefería a las alegres
canciones de Jack, las conversaciones serias de Harry, que poco a poco
le iban enseñando muchas cosas del mundo exterior.
Es preciso decir que desde que Elena había
tomado la forma natural para aquellas buenas gentes, Jack Ryan se
había visto obligado a convenir en que sus creencias respecto de
los duendes se debilitaban algo.
Además, dos meses después su credulidad
recibió un nuevo golpe.
En efecto, por este tiempo Harry hizo un
descubrimiento algo inesperado; pero que explicaba en parte la
aparición de las fantasmas de fuego en las ruinas del castillo
de Dundonald.
Un día, después de una larga
exploración en la parte meridional de la mina
-exploración que había durado varios días en las
últimas galerías de aquella enorme construcción
subterránea-, Harry subió con gran trabajo una estrecha
galería, que ocupaba un hueco de la roca de esquisto. De pronto
se encontró sorprendido al verse respirando el aire libre. La
galería, después de subir oblicuamente hacia la
superficie del suelo, terminaba precisamente en las ruinas del castillo
de Dundonald. Existia, pues, una comunicación secreta entre la
Nueva Aberfoyle y la colina en que se elevaba el antiguo castillo.
Habría sido muy difícil descubrir la boca superior de
esta galería, porque estaba obstruida con piedras y maleza.
Así los magistrados, no habían podido penetrar en
ella.
Algunos días después, Jacobo Starr,
guiado por Harry, reconoció esta nueva galería.
-Ya tenemos aquí -dijo-, con qué
convencer a los supersticiosos de la mina. Adiós duendes,
adiós brujas, adiós fantasmas de fuego.
-No creo, señor Starr -contestó Harry-,
que debemos felicitarnos. Los que reemplazan a los duendes no valen
más que ellos, y pueden ser peores seguramente.
-En efecto, Harry -respondió el ingeniero.
Pero, ¿qué le hemos de hacer?
Evidentemente los seres que se ocultan en la mina, se comunican por
esta galería con la superficie de la tierra; y son sin duda, los
que con luces en la mano, en esa noche de tormenta, atrajeron al Motala
a la costa, y como los antiguos ladrones de naufragios, hubiesen robado
los restos del buque, si Jack Ryan y sus compañeros no hubiesen
estado allí. Pero ya todo se explica. ¿Y los que
habitaban esta galería estarán aquí
todavía?
-¡Sí, porque Elena tiembla en cuanto se
habla de ellos! -dijo Harry con convicción. Sí, porque
Elena no se atreve aún a hablar de ellos.
Harry debía tener razón. Si los
huéspedes misteriosos de la mina la hubiesen abandonado, o
hubiesen muerto, ¿por qué la joven había ya de
guardar silencio?
Jacobo Starr deseaba a toda costa penetrar este
secreto. Presentía que el porvenir de la explotación
podía depender de él. Tomó, pues, de nuevo, las
más serias precauciones. Previno a la policía, y algunos
agentes ocuparon secretamente las ruinas del castillo de Dundonald.
Harry mismo se ocultó algunas noches entre la maleza que
cubría la colina.
Pero todo fue en vano: nada se descubrió.
Ningún ser humano apareció por la entrada de la
galería.
Llegóse, pues, a creer que los malhechores
habían abandonado definitivamente la Nueva Aberfoyle; y que
creían que Elena había muerto en el fondo del pozo en que
le habían abandonado. Antes de la explotación, la mina
podía ofrecerles un asilo seguro al abrigo de toda
persecución. Pero después las circunstancias no eran ya
las mismas; pues era difícil ocultarse. Era por lo tanto, lo
más verosímil suponer que no había ya que temer
nada para el porvenir. Sin embargo, Jacobo Starr no las tenía
todas consigo. Harry tampoco; así es que solía
repetir.
-Elena ha jugado indudablemente en todo este misterio.
Si no tuviese nada que temer, ¿a qué guardar ese
silencio? No puede dudarse que se cree feliz viviendo con nosotros.
Nos ama y adora a mi madre. Si se calla todo lo que
del pasado podría darnos seguridad para el porvenir, es que hay
algún secreto terrible que su conciencia no le permite revelar
aún a pesar suyo. Tal vez guarda este misterio más por
interés nuestro que por interés suyo.
Como consecuencia de estas reflexiones y por un
acuerdo común, se había convenido en alejar de la
conversación todo lo que pudiese recordar su pasado a la
joven.
Un día, sin embargo, Harry tuvo que decir a
Elena, lo que todos ellos creían deber a su
intervención.
Era un día de fiesta Los obreros descansaban lo
mismo en el condado de Stirling sobre la tierra, que en la mina debajo
de ella.
Los mineros paseaban por todas partes. Se oía
cantar en veinte sitios diferentes bajo las bóvedas de la Nueva
Aberfoyle.
Harry y Elena habían salido de la choza, y
seguían a paso lento la orilla izquierda del lago Malcolm.
Allí la luz eléctrica se proyectaba con menos violencia;
y sus rayos se quebraban caprichosamente en los ángulos de
algunas pintorescas rocas, que sostenían la cúpula. Esta
penumbra convenía a los ojos de Elena, que se acostumbraban muy
difícilmente a la luz.
Después de una hora de paseo, Harry y Elena
llegaron enfrente de la capilla de San Gil, situada sobre una especie
de meseta natural que dominaba las aguas del lago.
-Elena -dijo Harry-, tus ojos no están
acostumbrados al día, y no podrán resistir la luz del
sol.
-Sin duda -contestó la joven-, si el sol es
como tú me lo has pintado.
-Pero con palabras no puedo yo darte una idea exacta
de su esplendor, ni de las bellezas de ese universo desconocido para
ti. Más dime ¿es posible que desde el día en que
naciste en las profundidades de la mina no hayas subido a la superficie
del suelo?
-Nunca, Harry; ni creo tampoco que me hayan llevado
mis padres siendo muy pequeña; porque conservaría
algún recuerdo.
-Lo creo -respondió Harry. Por lo demás
en aquella época había muchos como tú, que no
salían nunca de la mina. La comunicación con el exterior
era difícil, y yo he conocido más de un joven de tu edad,
que ignoraba todo lo que tú ignoras de las cosas de allá
arriba. Pero ahora en algunos minutos el ferrocarril del túnel
nos lleva a la superficie del condado. Cuánto deseo oírte
decir: Vamos, Harry, mis ojos pueden ya soportar la luz del día;
¡quiero ver el sol! ¡Quiero ver la obra de Dios!
-Ya te lo diré, Harry -respondió la
joven-; te lo diré pronto, según creo. Iré a
admirar contigo ese mundo exterior; y sin embargo...
-¿Qué quieres decir Elena?
-preguntó vivamente Harry. ¿Tendrias algún
sentimiento al abandonar el sombrío abismo en que has vivido
durante los primeros años de la vida, y de donde te hemos sacado
medio muerta?
-No, Harry -respondió Elena. Pensaba
sólo que las tinieblas también son hermosas. Si tú
supieras todo lo que ven los ojos habituados a la oscuridad. Hay
sombras que pasan, cuyo vuelo se seguía con gusto. A veces son
como círculos que se cruzan ante la mirada, y de los cuales no
quisiera una salir nunca. Existen en el fondo de la mina, cavidades
negras, pero llenas de una vaga luz. Además hay en ella ruidos
que hablan... Es preciso haber vivido así para comprender lo que
yo siento, y no puedo expresar.
-¿Y no tenías miedo cuando estabas
sola?
-¡Harry, cuando estaba sola era cuando no
tenía miedo!
La voz de Elena se alteró ligeramente al
pronunciar estas palabras. Harry, sin embargo, creyó conveniente
apurar un poco la conversación, y le dijo:
-Pero es muy fácil perderse en estas
galerías. ¿No temías extraviarte?
-No, conocía todos los rincones de la mina.
-¿No salías alguna vez?...
-Sí... alguna vez... -respondió dudando
la joven-; alguna vez venía hasta la antigua mina de
Alberfoyle.
-¿Conocías nuestra choza?
-La choza... sí... pero de muy lejos a los que
la habitaban.
-Eramos mi padre, mi madre y yo. No habíamos
querido abandonar nuestra antigua casa.
-¿Quién sabe si habría sido mejor
para ustedes? -murmuró la joven.
-¿Y por qué Elena? ¿No ha sido
nuestra obstinación en no abandonarla, lo que nos ha hecho
descubrir la nueva mina? ¿No ha tenido este descubrimiento la
feliz ocasión de crear un pueblo que vive del trabajo
comodámente, y de volverte a ti a la vida en medio de personas
que te aman entrañablemente?
-¡Felicidad para mí! -contestó
rápidamente Elena... Sí. Sea lo que fuere, lo que puede
suceder. En cuanto a los demás... quién sabe.
-¿Qué quieres decir?
-Nada... nada. Pero era peligroso entrar entonces en
la nueva mina. Sí, muy peligroso, Harry. Un día algunos
imprudentes penetraron en estos abismos. Fueron muy lejos, muy lejos se
perdieron...
-¡Se perdieron! -exclamó Harry, mirando a
Elena.
-Sí, se perdieron... -continuó Elena,
cuya voz temblaba. Se les apagó la lámpara. No pudieron
encontrar el camino.
-Y allí estuvieron encerrados ocho días
y cercanos a la muerte, Elena. Y sin un ser benéfico que Dios
les envió, un ángel quizá que les llevó
secretamente algún alimento, sin un guía misterioso que
después guió hasta ellos a sus libertadores, no hubieran
salido de aquella tumba.
-¿Y cómo lo sabes? -preguntó la
joven.
-Porque esos hombres eran Starr, mi padre y yo.
Elena levantó la cabeza; cogió la mano
de Harry y le miró con una fijeza tal, que le turbó hasta
en lo más profundo de su alma.
-¡Tú! -exclamó la joven.
-Sí -respondió Harry después de
un momento de silencio; y a tí es a quien debemos la vida, Elena
¡No podía ser a nadie más que a tí!
Elena dejó caer la cabeza entre sus manos sin
responderle. Harry no la había visto nunca tan impresionada.
-Elena, los que te han salvado -añadió
con voz conmovida-, ¡te debían ya la vida! ¿Crees
que puedan olvidarlo?

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