Las indias negras
Capítulo XII Las
investigaciones de Jack Ryan
Jack Ryan y tres de sus compañeros, heridos
como él, habían sido transportados a una de las
habitaciones de la hacienda de Melrose, donde se les prodigaron
inmediatamente los cuidados necesarios.
Jack Ryan era el que estaba en peor estado, porque en
el momento en que se arrojaba al mar, atado con la cuerda, las olas
enfurecidas le habían arrastrado por encima de las rocas.
Poco faltó para que sus compañeros no le
sacasen sin vida a la orilla.
El valiente joven estuvo, pues, sujeto en el lecho
algunos días, lo que le disgustó sobremanera. Pero cuando
tuvo permiso para cantar cuanto quisiera, llevó el mal con
paciencia; y la quinta Melrose resonó a todas horas con el
alegre timbre de su voz.
Jack Ryan no sacó de esta aventura mas que, un
vivo sentimiento de temor a esos fantasmas y esos duendes que se
divierten en trastear al pobre mundo, y sólo a ellos
hacía responsables de la catástrofe del Motala. No
habría querido oir a quien le dijese que los fantasmas no
existían, y que aquella luz, rapidamente proyectada sobre las
ruinas, reconocía solamente una causa física. Ningun
razonamiento le hubiese convencido. Sus compañeros eran aun
más obstinados que él en su credulidad. A creerlos, uno
de los fantasmas de fuego había atraído
infernalmente al Motala a la costa. En cuanto a vengarse de ellos,
sería como querer sujetar a una multa al huracán. Los
magistrados podrían decretar todas las persecuciones que
quisieran; pero no se aprisiona una llama, no se encadena un ser
impalpable.
Y es preciso decir que las investigaciones que
posteriormente se hicieron, parecía que daban la razón, a
lo menos en apariencia, a este modo supersticioso de explicar las
cosas. En efecto, el magistrado encargado de dirigir la sumaria
relativa a la pérdida del Motala, fue a interrogar a los
testigos de la catástrofe, y todos estuvieron acordes en que el
naufragio era debido a la aparición sobrenatural del fantasma
de fuego en las ruinas del castillo de Dundonald.
Claro es que la justicia no podía quedar
satisfecha con semejantes razones. No había duda de que en
aquellas ruinas se había producido un fenómeno
físico. Pero esto ¿era casual o criminal? Esto era lo que
el magistrado debía aclarar.
Que esta palabra "criminal" no sorprenda a
nadie. No sería preciso remontarse mucho en la historia de la
Bretaña para encontrar su justificación. Muchos piratas
de restos náufragos del litoral bretón, han tenido por
oficio atraer los buques a la costa, a fin de recoger sus despojos. Ya
un montón de árboles resinosos incendiados por la noche
guiaban a les buques a sitios de donde no podían salir, ya una
antorcha sujeta a los cuernos de un toro y paseada al capricho del
animal, engañaba a una tripulación sobre el camino que
debía seguir. El resultado de estas maldades era inevitablemente
algún naufragio, de la que los malvados se aprovechaban.
Había sido necesario emplear la intervención de la
justicia, y aplicar severos castigos para destruir esas bárbaras
costumbres. ¿Pues no podía suceder que en estas
circunstancias, una mano criminal hubiese reproducido las antiguas
tradiciones de los piratas de naufragios?
Esto pensaba la policía, a pesar de lo que
creían Jack Ryan y sus compañeros. Cuándo
éstos oyeron hablar de sumaria, se dividieron en dos campos:
unos se contentaron con encoger los hombros; otros más
tímidos anunciaron que al provocar así a seres
sobrenaturales, se producirían nuevas catástrofes.
Sin embargo, se hizo la requisitoria con todo cuidado,
La justicia se trasladó al castillo de Dundonald, y
procedió a las investigaciones más rigurosas.
El juez quiso ante todo examinar si había
algunas huellas de pasos, que pudiesen atribuirse a pies que no fuesen
de fantasmas. Pero fue imposible encontrar la más ligera
señal, ni reciente, ni antigua, a pesar de que la tierra,
húmeda aún por la lluvia del día anterior
debería haber conservado alguna huella.
-¡Señales de los pasos de los duendes!
-exclamó Jack Ryan, cuando supo la ineficacia de las
investigaciones. ¡Es lo mismo que buscar las huellas de un fuego
fatuo en el agua de un pantano!
Esta primera parte de la sumaria no produjo, pues,
ningún resultado. No era probable que la segunda le diese
mayor.
Se trataba en efecto, de averiguar cómo
había sido encendido el fuego en lo alto de la torre, qué
elementos habían contribuido a la combustión, y
qué residuos había dejado ésta.
Acerca del primer punto, nada, ni restos de cerillas,
ni de papel que hubiesen podido servir para prender un fuego
cualquiera.
Acerca del segundo, nada tampoco. Ni yerbas secas, ni
restos de leña, ni nada que indicase con que se había
alimentado aquel fuego tan intenso durante la noche.
En cuanto al tercer punto, tampoco pudo hallarse
aclaración alguna. La falta de toda clase de cenizas, de todo
residuo de un combustible cualquiera, no permitió ni aun
determinar el sitio donde había existido el fuego. No
había ningún espacio ennegrecido, ni en la tierra, ni en
la roca. ¿Podría creerse que la llama había sido
tenida en la mano de algún malhechor? Era inverosímil,
puesto que según los testigos, la llama tenía un
desarrollo gigantesco, tal que la tripulación del Motala la
había podido distinguir a muchas millas de distancia, a pesar de
la bruma.
-¡Ah! -dijo Jack Ryan-, el fantastna de fuego,
sabe muy bien pasarse sin cerillas, ni pajuela ¡Con soplar nada
más incendia el aire, y no necesita hogar donde queden las
cenizas!
Resultó de todo esto que los magistrados,
contribuyeron sólo a formar una nueva leyenda, que se
añadió a tantas otras leyendas que debían
perpetuar el recuerdo de la catástrofe del Motala, y afirmar,
más indiscutiblemente aún, la existencia de los fantasmas
de fuego.
Un joven tan animoso y de constitución tan
robusta corno Jack Ryan no podía estar mucho tiempo en la cama.
Algunos golpes y contusiones no eran para tenerle en ella más de
lo que conviniera. No tenía tiempo para estar malo. Y cuando
este tiempo falta, apenas lo está nadie en esas saludables
regiones de los Lawlands.
Jack Ryan se restableció pues en breve. Y
así que estuvo de pie, antes de volver a sus quehaceres en la
hacienda de Melrose, quiso hacer una visita a su amigo Harry para saber
por qué había faltado a la fiesta del clan de Irvine.
Esta ausencia en un hombre como Harry, que no prometía nada sin
cumplirlo, no tenía explicación. Era inverosímil
que el hijo del capataz no hubiese oído hablar de la
catástrofe del Motala, referida con grandes detalles por los
periódicos. Debía saber la parte que Jack Ryan
había tomado en la salvacion de los náufragos y lo que le
había sucedido; y era inexplicable la indiferencia de Harry, que
no había ido siquiera a estrechar la mano de su amigo.
Si Harry no había ido, era seguramente porque
no había podido ir. Jack Ryan hubiera negado antes la existencia
de los duendes, que creer en la indiferencia de Harry hacia
él.
Así, pues, dos días después de la
catástrofe, Jack Ryan, dejó la quinta, como un joven que
no se resiente de sus heridas. Hizo resonar los ecos de la costa con un
alegre cantar en que empleó todos sus pulmones, y llegó a
la estación del ferrocarril de Stirling y Callander.
Allí, mientras esperaba, se fijaron sus ojos en
un cartel colocado con profusión en las paredes, y que
decía así:
"El cuatro de diciembre último, el
ingeniero Jacobo Starr, de Edimburgo, se embarcó en el muelle de
Granton en el vapor Príncipe de Gales. Desembarcó en
Stirling en el mismo día; y desde entonces no se ha vuelto a
saber su paradero. Se ruega al que sepa algo de su suerte se lo
comunique al presidente del Instituto Real en Edimburgo".
Jack Ryan se paró ante uno de estos carteles y
le leyó dos veces con muestras de la mayor sorpresa.
¡El señor Starr! -exclamó. El
cuatro de diciembre le encontré precisamente con Harry en las
escalas del pozo Yarow. ¡Hace ya diez días! ¡Y desde
entonces ha desaparecido! ¿Explicará esto por qué
mi amigo no ha venido a la fiesta de Irvine?
Y sin perder el tiempo en escribir al presidente del
Real Instituto lo que sabía de Jacobo Starr, el joven
subió en el tren con animo de dirigirse inmediatamente al pozo
Yarow.
Allí bajaría hasta el fondo de la mina,
si fuese preciso, para buscar a Harry y al ingeniero.
Tres horas después dejaba el tren en la
estación de Callander y se dirigía rápidamente al
pozo Yarow.
"No ha vuelto a saberse de ellos. ¿Por
qué será?, se decía.
"¿Se lo habrá impedido algún
obstáculo? ¿Será un trabajo cuya importancia les
detiene aún en el fondo de la mina? Yo lo
sabré."
Y Jack Ryan alargando el paso llegó en menos de
una hora al pozo Yarow. Exteriormente nada había cambiado. El
mismo silencio en las orillas del pozo. Ni un ser viviente en aquel
desierto.
Jack Ryan penetró bajo el mismo techo que
cubría la entrada de pozo.
Sondeó con la mirada aquella profundidad ... no
vio nada... no oyo nada.
-¿Y mi lámpara? -exclamó de
pronto. ¡No está en su sitio!
En efecto, la lámpara que usaba en sus visitas
a la choza, estaba siempre en un rincón cerca de la meseta
superior de la escala.
Pero había desaparecido.
-¡Esto es una cómplicación! -dijo
Jack Ryan, que empezaba a alarmarse.
Después, sin vacilar, a pesar de ser tan
supersticioso, dijo:
-Bajaré aunque esté más oscuro
que las mismas cuevas del infierno.
Y comenzó a bajar la larga serie de escalas que
penetraban en el sombrío pozo. Era preciso que Jack Ryan no
hubiese perdido sus antiguos hábitos de minero, y que conociese
muy bien la mina Dochart, para aventurarse así. Por lo
demás, bajó con toda la prudencia posible. Un paso en
falso le hubiera ocasionado una caída mortal en aquella
profundidad de mil quinientos pies. Iba, pues, contando cada uno de los
tramos que dejaba sucesivamente para empezar otro inferior.
Sabía que no pondría los pies en el fondo de la mina sino
después de haber bajado treinta escalas. Una vez allí,
creía que no le costaría gran trabajo seguir hasta la
choza, que estaba situada, como ya sabemos, al extremo de la
galería principal.
Jack Ryan bajó de este modo veintiséis
escalas; y por consiguiente, se encontraba, a lo más, a unos
doscientos pies del suelo.
En aquel sitio bajó el pie para buscar el
primer peldaño de la escala siguiente; pero su pie se
balanceó en el vacío sin encontrar ningún punto de
apoyo. Jack Ryan se arrodilló sobre la meseta, y trató de
buscar y coger con la mano la otra escala. Pero fue en vano.
Era evidente que la vigésima séptima
escala no estaba en su sitio; y que por tanto había sido
quitada.
-¿Habrá pasado por aquí
algún fantasma? -se preguntó, no sin sentir cierto
estremecimento de terror.
Esperó de pie, con los brazos cruzados,
queriendo penetrar en aquella sombra impenetrable.
espués pensó que si él no
podía bajar, los habitantes de la mina no habrían podido
subir. No había en efecto ninguna otra comunicación entre
la superficie del condado y las profundidades de la mina. Si esta
desaparición de las escalas inferiores del pozo Yarow se
había verificado después de su última visita a la
choza ¿qué había sido de Simon Ford, su mujer, su
hijo y el ingeniero?
La ausencia prolongada de Jacobo Starr probaba
evidentemente que no había dejado la mina desde el día en
que Jack Ryan le había encontrado en el pozo Yarow. ¿Y
cómo desde entonces se habían procurado comestibles?
¿No habrían faltado víveres a aquellos infelices,
encerrados a mil quinientos pies bajo tierra?
Todas estas ideas cruzaron por la mente de Jack Ryan.
Conoció en seguida que no podía hacer nada por sí
solo para llegar hasta la choza. ¿Había habido un
pensamiento criminal en esta interrupción de las comunicaciones?
No le parecía dudoso. En todo caso los magistrados lo
averiguarían; pero convenía avisarles cuanto antes.
Entonces se asomó por fuera de la meseta y gritó con voz
esforzada.
-¡Harry, Harry!
El eco repitió varias veces el nombre Harry; y
por fin se apagó en las últimas profundidades del
pozo.
El joven volvió a subir rápidamente las
escalas superiores, y volvió a ver la luz del día.
No perdió un instante. De una tirada
llegó a la estación de Callender, donde no tuvo que
esperar más que algunos minutos al tren express de Edimburgo; y
a las tres de la tarde estaba en casa del Lord Preboste de la
capital.
Allí le fue tomada la declaración. Los
detalles precisos que dio, no permitían sospechar de su
veracidad. El presidente del Instituto Real no solamente colega, sino
amigo de Jacobo Starr, fue advertido en seguida; y pidió dirigir
por sí mismo las investigaciones que iban a hacerse sin demora
en la mina Dochart. Le pusieron a su disposicion varios agentes con
lámparas, picos, escalas de cuerda sin olvidar víveres y
cordiales. Después, guiados por el minero, tomaron
inmediatamente el camino de Aberfoyle.
Aquella misma tarde, W. Elphiston, Jack Ryan y los
agentes llegaron a la entrada del pozo Yarow, y bajaron hasta la escala
vigésima séptima, en que el minero se había
detenido algunas horas antes.
Se bajaron las lámparas atadas a largas
cuerdas, por las profundidades del pozo y se adquirió la
certidumbre de que faltaban las cuatro últimas escalas.
Ya no había duda ninguna de que la
comunicación entre el interior y exterior de la mina
había sido intencionalmente cortada.
-¿Qué esperamos, caballeros?
-preguntó el impaciente Ryan.
-Esperamos a que se suban las lámparas
-respondió Elphiston. Después bajaremos hasta el fondo de
la mina y tú nos guiarás...
-A la choza -dijo Ryan-, y si es preciso hasta los
últimos abismos de la mina.
Así, que se retiraron las lámparas. Los
agentes fijaron a la meseta las escaleras de cuerda, que se
desenrrollaron en el pozo. Las mesetas inferiores subsistían
aún y se pudo bajar de una a otra.
No se hizo; no obstante, sin grandes dificultades.
Jack Ryan se había colgado el primero en estas escalas
vacilantes; y también fue el primero que llegó a la
mina.
W. Elphiston se quedó sorprendido al oir decir
al minero:
-Aquí hay algunos pedazos de las escalas y
están medio quemados.
-¡Quemados! -repitió Sir Elphiston. En
efecto, aquí hay cenizas frías ya hace tiempo.
-¿Piensa usted -preguntó Jack Ryan-, que
el ingeniero Jacobo Starr haya tenido algún interés en
quemar estas escalas y en cortar la comunicación con el
exterior?
-No -respondió W. Elphiston, que se quedo
pensativo. Vamos a la choza allí sabremos la verdad.
Jack Ryan meneó la cabeza, como hombre poco
convencido. Pero cogiendo una lámpara de manos de un agente se
adelantó rápidamente por la galería principal.
Todos le siguieron.
Un cuarto de hora después, Elphiston y sus
compañeros llegaron a la excavación en cuyo fondo estaba
la choza de Simon Ford.
No había ninguna luz que iluminase las
ventanas.
Jack Ryan se precipitó hacia la puerta y la
abrió bruscamente La choza estaba abandonada.
Recorrieron los cuartos de la sombría
habitación. No había ninguna señal de violencia en
el interior.
Todo estaba en orden, como si la vieja Margarita
estuviese allí. La despensa estaba bien provista, y en ella
había víveres para varios días.
La ausencia de los dueños de la choza era,
pues, inexplicable. Pero ¿podía precisarse cuándo
la habían abandonado? Sí; porque en aquella
atmósfera, donde no se sucedían los días y las
noches, Margarita tenía la costumbre de señalar con una
cruz los días de su calendario.
Este calendario estaba colgado en una de las paredes.
La última cruz había sido hecha el 6 de diciembre, es
decir un día despues de la llegada de Jacobo Starr. Esto es lo
único que Jack Ryan pudo asegurar. Era por lo tanto evidente,
que desde el 6 de diciembre, es decir, desde hacía diez
días Simon Ford, su mujer y su hijo habían abandonado la
choza.
¿Podía dar razón de esta ausencia
una exploración mayor de la choza? No, evidentemente.
Así, lo creyó W. Elphiston, que después del
registro, se vio perplejo respecto de lo que debía hacer.
La oscuridad era profunda. El resplandor de las
lámparas, que se movían en la mano de los agentes,
parecía solamente un punto en aquellas impenetrables
tinieblas.
De pronto Jack Ryan dio un grito.
-¡Allí! ¡allí! -dijo.
Y señaló con el dedo un resplandor
bastante vivo que se agitaba en la oscuridad lejana de la
galería.
-¡Amigos, corramos tras él!
-respondió Elphiston.
-¡Un fuego fantástico! -dijo Jack Ryan.
¿Para qué ir trás él? ¡No le
alcanzaremos nunca!
El presidente del Instituto Real y los agentes poco
inclinados a la credulidad, se lanzaron en la dirección indicada
por la movible luz.
Jack Ryan, resolviéndose decididamente, no se
quedó el último.
Fue una pesecución larga y difícil. El
faro luminoso parecía ser llevado por una persona de
pequeña estatura, pero muy agitada. A cada instante
desaparecía detrás de alguna vuelta y se le volvía
a ver en una galería transversal. Otros rápidos
intervalos le hacían desaparecer después. Parecia ya
haber desaparecido, y de pronto la luz de su antorcha arrojaba un vivo
resplandor. En suma no se adelantaba nada, ni se acortaba la distancia;
y Jack Ryan persistía en creer, no sin razón, que nunca
se le alcanzaría.
Durante una hora que duró esta
persecución, Sir Elphiston y sus compañeros penetraron en
la región suroeste de la mina Dochart. Y hasta llegaron
también a preguntarse sino tenían que habérselas
con un ser incorporeo.
En este momento parecía que la distancia se
acortaba. ¿Era que se fatigaba el ser que huía o que
quería atraer a Elphiston y a sus compañeros,
quizá al mismo sitio a donde habían sido atraídos
los habitantes de la choza?
Habría sido difícil resolver la
cuestión.
Sin embargo, los agentes, viendo que se
disminuía la distancia redoblaron el paso. La luz que
había brillado siempre a más de doscientos pasos, estaba
ahora a menos de cincuenta. Y el intervalo seguía disminuyendo.
El ser que llevaba la luz se hizo más visible. Algunas veces,
cuando volvía la cabeza se distinguía un rostro humano, a
menos que el duende no hubiese tomado esta forma. Jack Ryan
convenía en que ya no se trataba de un ser sobrenatural.
Y entonces corriendo velozmente gritó:
-¡Valor, compañeros! ¡Se cansa!
¡Le alcanzaremos, y si habla como corre, ya tendrá que
contarnos!
Pero la persecución se hizo entonces más
difícil. En las últimas profundidades de la mina, se
cruzaban muchos estrechos túneles, como las calles de un
laberinto. En aquel dédalo de caminos, el que llevaba la luz
podía huir mejor de sus perseguidores. Le bastaba en efecto,
apagar la luz y meterse por cualquiera de aquellas cuevas oscuras.
"Y si quiere escaparse, ¿por qué no
lo hace?", pensó Sir Elphiston.
Aquel ser inprehensible no lo había hecho hasta
entonces; pero en el momento mismo en que este pensamiento cruzaba por
la mente de Sir Elphiston, desapareció de pronto la
luz.
Los agentes, continuando la persecución,
llegaron hasta una estrecha abertura que dejaban entre sí las
rocas esquistosas en la extremidad de un estrecho ramal de la
galería.
Pasar por él, después de haber reanimado
la luz de las lámparas y lanzarse en la nueva vía que se
abría ante ellos, fue obra de un momento para Elphiston, Jack
Ryan y sus compañeros.
Pero no habían dado cien pasos en la nueva
galería, más alta y más ancha, cuando se
detuvieron de pronto.
Allí, cerca de la pared había cuatro
cuerpos tendidos en el suelo, cuatro cadáveres tal vez.
-¡Jacobo Starr! -dijo Elphiston.
-¡Harry, Harry! -exclamó Jack Ryan
precipitándose sobre el cuerpo de su compañero.
Eran en efecto el ingeniero, Margarita, Simon Ford y
Harry, que estaban allí sin movimiento.
Uno de estos cuerpos se levantó un poco y se
oyó la voz debilitada de la vieja Margarita, que murmuró
estas palabras:
-¡Ellos, ellos primero!
Todas trataron de reanimar al ingeniero y a sus
compañeros, haciéndoles tragar algunas gotas de esencias
cordiales; y lo consiguieron en breve. Aquellos infelices, secuestrados
hacía diez días en la Nueva Aberfoyle, morían de
inanición.
Y si no habían sucumbido en aquel largo
secuestro -Jacobo Starr se lo dijo a Sir Elphiston-, había sido
porque tres veces habían hallado cerca de sí un pan y un
cántaro de agua. Sin duda, el ser que los había socorrido
y a quien debían la vida, no había podido hacer
más.
Sir Elphiston se preguntó si aquello no
sería obra del ser incorpóreo que los había
atraído al sitio en que yacían Jacobo Starr y sus
compañeros.
De todos modos el ingeniero, Margarita, Simon y Harry
Ford se habían salvado. Fueron llevados a la choza, pasando por
el estrecho agujero, que el misterioso portador de la luz,
parecía haber indicado a Elphiston.
Y si Jacobo Starr y sus compañeros no
encontraron la entrada de la galería que les abrió la
dinamita fue porque aquel orificio había sido sólidamente
tapiado por medio de piedras superpuestas, que en aquella profunda
oscuridad no habían podido ver, ni separar.
Así, pues, mientras que ellos exploraban la
vasta cripta, se había imposibilitado por una mano enemiga toda
comunicación entre la antigua y la Nueva Aberfoyle.

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