Las indias negras
Capítulo XVIII Del lago Lomond
al lago Katrine
Harry llevando a Elena en sus brazos, y seguido de
Jacobo Starr y de Jack Ryan bajó la falda del pico Arturo.
Después de algunas horas de descanso, y de un desayuno reparador
en Lambert's Hotel, pensaron en completar la
excursión con un paseo por el país de los lagos.
Elena había recobrado sus fuerzas. Sus ojos
podían ya abrirse enteramente a la luz, y sus pulmones aspirar
aquel aire vivificante y saludable. El verde de los árboles, los
colores de las plantas, el azul del cielo habían desplegado ya
todos sus matices ante su vista.
Tomaron el tren en la estación del ferrocarril
general y llegaron a Glasgow. Allí desde el último puente
sobre el Clyde, pudieron admirar el curioso movimiento marítimo
del río. Después pasaron la noche en el Hotel Real de
Comrie.
Al día siguiente el tren les condujo
rápidamente desde la estación del ferrocarril de
Edimburgo y Glasgow, pasando por Dumbarton y Balloch, al extremo
meridional del lago Lomond.
-Este es el país de Rob Rey y de Fergus Mac
Gregor -dijo Jacobo Starr-; el territorio tan poéticamente
celebrado por Walter Scott. ¿No conoces este país,
Jack?
-Le conozco por sus canciones, señor Starr
-respondió Jack Ryan-; y cuando un país ha sido bien
cantado debe ser bueno.
-Y lo es, en efecto -dijo el ingeniero. Elena
conservará de él un grato recuerdo.
-Con un guía como usted, señor Starr
-dijo Harry-, será más agradable porque contará su
historia mientras nosotros le miramos.
-Sí, Harry -respondió el ingeniero-,
mientras mi memoria me lo permita; pero lo haré con una
condición: que el alegre Jack me ayude. Cuando yo me canse de
hablar, él cantará.
-No tendrá usted que decírmelo dos veces
-dijo Ryan, lanzando una nota vibrante, como si hubiese querido poner
su garganta a la del diapasón.
El ferrocarril de Glasgow a Balloch, entre la
metrópoli comercial de Escocia y la punta meridional del lago
Lomond, no tiene más que veinte millas.
El tren pasó por Dumbarton, sitio real y
capital del condado, cuyo castillo siempre fortificado, conforme al
tratado de la Unión, está pintorescamente situado sobre
los dos picos de una gran roca de basalto.
Dumbarton está situado en la confluencia del
Clyde y el Leven. Con este motivo Jacobo Starr refirió algunas
particularidades de la historia novelesca de María Estuardo. De
este sitio salió para ir a casarse con Francisco II y ser reina
de Francia. Allí también, en 1815 el ministerio
inglés determinó internar a Napoleón; pero
prevaleció la elección de Santa Elena; y el prisionero de
Inglaterra fue a morir sobre una roca del Atlántico, para mayor
gloria de su vida legendaria.
El tren se detuvo en Balloch, cerca de una estacada de
madera que bajaba hasta el lago. Un barco de vapor, el Sinclair,
esperaba a los viajeros que hacen excursiones por el lago. Elena y sus
compañeros se embarcaron, después de tomar billetes para
Inversnaid en el extremo norte del lago Lomond.
El día empezaba con un cielo despejado, sin
esas brumas británicas que le cubren ordinariamente.
Ningún detalle de aquel paisaje, que abrazaba treinta millas,
debía pasar inadvertido para los viajeros del Sinclair. Elena,
sentada a popa, entre Starr y Harry aspiraba por todos sus sentidos la
poesía de que está impregnada la naturaleza en
Escocia.
Jack Ryan iba y venía sobre el puente del
Sinclair preguntando sin cesar al ingeniero, a pesar de que éste
no tenía necesidad de ser interrogado, pues iba describiendo
como un admirador entusiasta el país de Rob Roy, a medida que la
descubriera.
Así que entraron en el lago y empezaron a
descubrir multitud de islas e islotes. Parecía un semillero de
islas. El Sinclair costeaba sus escarpadas orillas, y los viajeros iban
observando en ellas, ya un valle solitario, ya una garganta
selvática erizada de rocas salientes.
-Elena -dijo Starr-, cada uno de estos islotes tiene
su leyenda y quizá su canción, lo mismo que los montes
que rodean el lago. Suele decirse que la historia de esta región
está escrita con caracteres gigantescos de islas y de
montañas.
-¿Sabes -dijo Harry-, lo que me recuerda esta
parte del lago Lomond?
-¿Qué, Harry?
Las mil islas del lago Ontario, tan admirablemente
descritas por Cooper. Tú debes sentir esta semejanza como yo, mi
querida Elena, porque hace pocos días te he leído esta
novela, que merece llamarse la obra maestra del escritor
armericano.
-En efecto -respondió la joven-, es el mismo
aspecto; y el Sinclair se desliza entre estas islas, como en el lago
Ontario, se deslizaba el barco de Jasper.
-Pues bien -dijo el ingeniero-, eso prueba que los dos
sitios merecían ser cantados por dos poetas.
No conozco esas mil islas del lago Ontario, pero dudo
que su aspecto sea más variado que el de este
archipiélago de Lomond. ¡Miren qué paisaje!
Allí está la isla Murray con su antiguo fuerte de
Lennose, donde residió la duquesa de Albany, después de
la muerte de su padre, de su esposo y de sus dos hijos, decapitados por
orden de Jacobo I. Aquí la isla Clar, la isla Cro, la isla Torr,
unas roquizas, salvajes, sin vegetación, otras con su cima verde
y redonda. Aquí alerces y abedules; allí brezos amarillos
y secos. ¡En verdad, es difícil que las mil islas del lago
Ontario ofrezcan tanta variedad!
-¿Qué puerto es este? -preguntó
Elena que miraba la orilla oriental del lago.
-Ese es Balmaha, que forma la entrada de los Highlands
-respondió Starr. Esas ruinas que se descubren son de un antiguo
convento de monjas; y esas tumbas esparcidas contienen individuos de la
familia de Mac Gregor, cuyo nombre es aún célebre en todo
el país.
-Célebre por la sangre que esa familia ha
derramado y ha hecho derramar -observó Harry.
-Tienes razón -continuó Starr-, es
preciso confesar que la celebridad debida a las batallas es aún
la más ruidosa. Esas narraciones de combates, pasan las
edades...
-Y se perpetúan por las canciones
-añadió Jack Ryan.
Y en apoyo de sus palabras entonó la primera
estrofa de un antiguo canto de guerra, que refería las
hazañas de Alejandro Mac Gregor, del valle Srae, contra Humphry
Colquhour, de Luss..
Elena escuchaba; pero sentía una triste
impresión con esta conversación de batallas. ¿Por
qué se había derramado tanta sangre en aquellas llanuras,
que parecían inmensas a la joven, y donde a nadie podía
faltar un lugar?
Las orillas del lago, que miden de tres a cuatro
millas, se van aproximando hacia el puertecito de Luss. Elena pudo ver
un momento la torre del antiguo castillo. Después el Sinclair
puso la proa al norte y los viajeros descubrieron el Ben Lomond, que se
eleva a tres mil pies sobre el nivel del lago.
-¡Admirabe montaña! -dijo Elena-,
¡qué hermosas vistas debe haber en su cumbre!
-Sí -respondió el ingeniero. Mira
cómo esa cima se separa orgullosamente del ramillete de encinas,
abedules y alerces que tapizan la zona inferior del monte. Desde
allí se descubren las dos terceras partes de nuestra vieja
Caledonia. Allí residía habitualmente el clan de Mac
Gregor. No lejos las cuestiones de los jacobistas y de los
hannoverianos han ensangrentado más de una vez esos valles.
Allí se eleva en las noches despejadas esa pálida luna,
que las leyendas llaman "la linterna de Mac Farlane".
Allí los ecos repiten aún los nombres inmortales de Rob
Roy y de Mac Gregor Campbell. El Ben Lomond, último pico de la
cadena de los Grampianes, merece verdaderamente haber sido cantado por
el célebre novelista escocés. Como hizo observar el
ingeniero, hay otras montañas más altas, cuya cumbre
está cubierta de nieves perpetuas, pero no hay ninguna
más poética en ninguna parte del mundo.
-¡Y cuando pienso que el Ben Lomond pertenece
todo al duque de Montrose! Su gracia posee una montaña, como un
barrio de Londres, como una calle de su jardín.
Durante este tiempo, el Sinclair llegaba al pueblo de
Tarbet, en la orilla opuesta del lago, donde dejó a los viajeros
que iban a Inverary. Desde este sitio el Ben Lomond se presentaba en
toda su belleza. Sus laderas, surcadas por torrentes, brillaban como
arroyos de plata fundida.
A medida que el Sinclair costeaba la base de la
montaña, el país se hacía cada vez más
salvaje; apenas se veía algún árbol aislado entre
aquellos sauces, cuyas varas servían en otro tiempo para
castigar a los plebeyos.
-¡Para economizar las correas! -dijo Jacobo
Starr.
El lago se estrechaba y se alargaba hacia el norte;
porque le encerraban las montañas laterales. El vapor
pasó de largo algunos islotes, como Inveruglas y Eilad-Whou, en
que se veían los restos de una fortaleza, que pertenecía
a los Mac Farlane.
Por último, las dos orillas se unieron; y el
Sinclair se detuvo en la estación de Imberslaid.
Allí, mientras preparaban el almuerzo, Elena y
sus compañeros fueron a visitar un torrente que se precipitaba
en el lago desde una gran altura, y parecía haber sido colocado
ahí, como una decoración, para agradar a los viajeros. Un
puente vacilante saltaba por cima de las aguas tumultuosas por entre
una nube de polvo líquido. Desde este punto la vista abrazaba
una gran parte del Lomond; y el Sinclair no parecia ya más que
un punto en su superficie.
Concluido el almuerzo se trataba de ir al lago
Katrine. Varios coches con las armas de la familia Breadalbane -la
familia que aseguraba a Rob Roy fugitivo el agua y el fuego- estaban a
disposición de los viajeros, y les ofrecían toda la
comodidad que tienen los coches ingleses.
Harry colocó a Elena en el imperial,
según la moda del día, y los demás se sentaron a
su lado. Los caballos eran guiados por un magnífico cochero con
librea roja. El coche empezó a subir la montaña costeando
el sinuoso lecho del torrente.
El camino era muy escarpado. A medida que se elevaba
parecía modificarse la forma de las cimas que le rodeaban. Se
veía crecer la cadena de la orilla opuesta del lago, y las
cumbres del Arroquhar dominando el valle de Inverruglas. A la izquierda
se elevaba el Ben Lomond que descubría su rápida ladera
septentrional.
El país comprendido entre el lago Lomond y el
Katrine presentaba un aspecto salvaje.
El valle empezaba por estrechos desfiladeros que
terminaban en la cuenca de Aberfoyle.
Este nombre recordó a la joven aquellos
abismos, llenos de espanto, en cuyo fondo había pasado su
infancia. Jacobo Starr se apresuró a distraerla con sus
narraciones.
El paisaje se prestaba a ello. En las orillas del
pequeño lago de Ard se verificaron los principales
acontecimientos de la vida de Rob Roy. Allí se elevaban rocas
calcáreas de aspecto siniestro, sembradas de piedras, que la
acción del tiempo y de la atmósfera había
endurecido, como cemento. Algunas barracas miserables, casi como
cuevas, sobresalían entre corrales arruinados. No hubiera podido
decirse si estaban habitados por criaturas humanas o por bestias
salvajes. Algunos chicos con los cabellos decolorados por la intemperie
del clima, miraban pasar el tren con ojos espantados.
-Éste es el que puede llamarse más
particulannente el país de Rob Roy -dijo Starr. Aquí fue
preso por los soldados del conde Lennox el buen alcalde Nicolás
Jarvie, digno hijo de su padre el diácono. En este mismo sitio
fue donde quedó suspendido por los calzones, que por fortuna
eran de buen paño escocés, y no de esas telas ligeras de
Francia. No lejos del nacimiento del Forth, alimentado por los
torrentes de Ben Lomond se ve aún el vado que atravesó el
héroe para escapar de los soldados del duque de Monrose.
¡Ah! Si hubiese conocido los sombríos rincones de nuestra
mina, habría podido desafiar todas las persecuciones. Ya ven,
amigos míos, que no puede darse un paso en esta comarca, tan
maravillosa, sin encontrar los recuerdos del pasado en que se ha
inspirado Walter Scott, cuando ha parafraseado en estrofas
magníficas, el llamamiento a las armas del clan de Mac
Gregor.
-Todo eso está muy bien, señor Starr
-dijo Jack-; pero si es cierto que Nicolás Jarvie quedó
suspendido de los calzones, ¿de dónde viene nuestro
proverbio: Sólo el diablo puede coger a un escocés del
calzón?
-A fe que tienes razón -respondio riendo
Starr-; y eso prueba sencillamente que aquel día el alcalde no
estaba vestido a la moda de sus antepasados.
-Hizo mal, señor Starr.
-No digo que no.
El coche, después de haber subido las
ásperas orillas del torrente, bajó a un valle sin
árboles y sin aguas, y cubierto solamente de brezos. En algunos
puntos se elevaban montañas piramidales de piedras.
-Esas son las tumbas -dijo Starr. Antes, todos los que
pasaban debían poner una piedra para honrar la memoria de los
héroes enterrados ahí. De esta costumbre viene la frase:
"Maldito el que pasa por una tumba sin poner la piedra del
último saludo". Si los hijos hubiesen conservado la
tradición de los padres esos montones serían hoy
montañas. En este país todo contribuye a esa
poesía natural iniciada en el corazón de los
montañeses. Lo mismo sucede en todos los países
montañosos. La imaginación está excitada por estas
maravillas, y si los griegos hubiesen vivido en una llanura, no
hubiesen inventado la mitología.
Durante esta conversación y otras semejantes,
el coche entraba en los desfiladeros de un valle estrecho que era muy
propio para las reuniones de las brujas, familiares de la gran
Meg-Merillies.
Dejaron el lago Arkiet a la derecha, y tomaron una
senda muy pendiente que conducía a la posada de Stronachlacar a
orillas del lago Katrine.
Allí se balanceaba un barco, que llevaba
naturalmente el nombre de Rob-Roy. Los viajeros se embarcaron en el
momento en que iba a partir.
El lago Katrine no tiene más que diez millas de
longitud por dos de ancho a lo más. Las primeras colinas del
litoral son también características del pais.
-Miren el lago que ha sido siempre comparado a una
anguila -dijo el ingeniero. Se dice que no se hiela nunca. Yo no lo
sé, pero lo que no puedo olvidar es que ha sido el teatro de las
aventuras de la dama del lago. Estoy seguro de que si Jack mira bien,
verá aún deslizarse por su superficie la ligera sombra de
la bella Elena Douglas.
-Ciertamente, señor Starr -respondió
Jack-; ¿y por qué no la he de ver? ¿Por qué
esa belleza no ha de ser tan visible sobre las aguas del lago Katrine,
como los duendes de la mina en el lago Malcolm?
En aquel momento se oyó una cornamusa en la
popa del Rob-Roy.
En efecto, un highlander, con el traje
nacional, preludiaba en su cornamusa de tres bordones que
correspondían al sol, al si y a la octava de sol. La flauta de
tres agujeros daba una escala de sol mayor con el fa natural.
La canción del higlander era sencilla y
tierna. Es probable que esos cantos nacionales no hayan sido escritos
por nadie; y sean una mezcla del soplo de la brisa, del murmullo de las
aguas y del ruido de las hojas. La canción se componía de
tres compases a dos tiempos y un compás de tres tiempos.
Si en aquel momento había un hombre
verdaderamente feliz, era Jack Ryan. Así, mientras el
highlander le acompañaba, él cantó con su
sonora voz un himno consagrado a las leyendas poéticas de la
antigua Caledonia. Era un himno lleno de poesía en que se
convocaban todos los recuerdos de la historia escocesa y todas las
leyendas fantásticas que habían nacido en los lagos y las
montañas; mezcla caprichosa de hechos reales y de
supersticiones, en que se hablaba de los héroes y de las brujas,
sin olvidar, por supuesto, a Rob Roy, a Flora Mac Ivor, a Waverley y al
entusiasta novelista irlandés Walter Scott.
Eran las tres de la tarde. La orilla occidental del
lago Katrine se destacaba en el doble cuadro del Ben Arr y del Ben
Venue. Ya a media milla se dibujaba el pequeño golfo en que el
Rob-Roy iba a desembarcar a los viajeros que volvían a Stirling
por Callander.
Elena estaba como aplanada por la continua
tensión de su espíritu. De sus labios no salía
más que una sola frase: ¡Dios mío, Dios mío!
Y la repetía siempre que asomaba a su vista un nuevo objeto de
admiración. Necesitaba algunas horas de reposo para fijar el
recuerdo de tantas maravillas.
Harry, cogiendo su mano, la miró con emocion y
le dijo:
-¡Elena, mi querida Elena, pronto habremos
vuelto a nuestra sombría casa! ¿No echarás de
menos lo que has visto en estas horas a la plena luz del
día?
-No, Harry -respondió la joven. Me
acordaré, sí, pero volveré gustosa contigo a
nuestra amada mina.
-Elena -le preguntó Harry con una voz, cuya
emoción quería contener en vano-, ¿quieres que nos
una para siempre un vinculo sagrado ante Dios y los hombres?
-Lo quiero, Harry -contestó la joven
mirándole con sus ojos serenos; y si tú crees que yo
pueda llenar tu vida...
No había acabado Elena esta frase, en que se
resumía todo el porvenir de Harry, cuando se verificó un
fenómeno inexplicable.
El Rob-Roy, que estaba aún a media milla de la
orilla, experimentó un choque brusco.
Su quilla había tropezado con el fondo del
lago, y la máquina no le podía arrancar. La causa era que
la parte oriental del lago acababa de vaciarse súbitamente, como
si en su fondo se hubiese abierto una inmensa grieta. En algunos
segundos se había secado como una playa, después de una
marea de equinoccio. Casi todo su contenido había pasado a las
entrañas de la tierra.
-Amigos -exclamó Jacobo Starr, como si hubiese
descubierto rápidamente la causa del fenómeno.
¡Dios salve a la Nueva Aberfoyle!

Subir
|