Las indias negras
Capítulo XIX La última
amenza
Aquel día en la Nueva Aberfoyle se trabajaba
como siempre; se oían desde lejos los barrenos de dinamita, que
hacían saltar el filón carbonífero. Aquí
resonaban los golpes del pico y la palanca; allí el ruido de los
perforadores, que atravesaban la arenisca y el esquisto; ruidos todos
cavernosos. El aire aspirado por las máquinas corría por
los pozos de ventilación; y las puertas de madera se cerraban
bruscamente por estas corrientes. En los túneles inferiores los
vagones mecánicos pasaban con una velocidad de quince millas por
hora; y los timbres automáticos avisaban a los trabajadores que
se alejasen de la vía.
Las cargas subían y bajaban sin descanso,
movidas por las inmensas máquinas de la superficie del suelo.
Los discos iluminaban con luz de fuego a Villa Carbón. La
explotación se hacía, pues, con la mayor actividad. El
filón se desgranaba en los vagones, que se vaciaban a cientos en
las cajas que subían por los pozos de extracción.
Una parte de los mineros descansaha del trabajo de la
noche, y los demás no perdían un momento.
Simon Ford y Margarita habían acabado de comer,
y se habían sentado en el patio de la casa. El viejo iba a
dormir su siesta, y fumaba una pipa de tabaco francés. Cuando
los dos esposos hablaban, no tenían más que una
conversación; Elena, su hijo, el ingeniero y la excursión
a la superficie de la tierra. ¿Dónde estarían?
¿Qué harían en aquel momento? ¿Cómo
podían estar tanto tiempo fuera, sin sentir la nostalgia de la
mina?
En aquel momento se oyó un mugido
extraordinario. Parecía que una catarata se precipitaba en la
mina.
Simon y Margarita se levantaron
rápidamente.
Casi al mismo tiempo las aguas del lago Malcolm se
hincharon. Una ola semejante a la de la marea creciente, invadió
las orillas y fue a romperse contra la casa.
Simon, cogiendo a Margarita, la subió
rápidamente al piso principal. Por todas partes se oían
gritos en la mina, amenazada por esta inundación repentina.
Sus habitantes buscaban un refugio hasta en las altas
rocas esquistosas que rodeaban el lago.
El terror llegaba al colmo. Algunas familias, medio
locas, se precipitaban hacia el túnel para ganar los pisos
superiores. Podía temerse que el mar hubiese entrado en la mina,
porque las últimas galerías llegaban al canal del norte.
Y en este caso la cripta habría sido inundada, y no se hubiera
escapado ni uno sólo de los habitantes de Aberfoyle.
Pero en el momento en que los primeros fugitivos
llegaban a la entrada del túnel, se encontraron enfrente de
Simon, que había salido de la choza.
-¡Deténganse, deténganse! -les
gritó-; si fuese una inundación del mar correría
más de prisa que ustedes. Ninguno se escaparía. Pero las
aguas no crecen; el peligro parece que ha pasado.
-¿Y nuestros compañeros que estaban
trabajando abajo? -dijeron algunos mineros.
-No tienen nada que temer -contestó Simon. La
explotación se hace en un sitio más alto que el nivel del
lago.
Los hechos debían darle la razón. La
invasión del agua se había verifícado
súbitamente, pero repartida en el fondo de la mina, no
había producido más efecto que elevar algunos pies las
aguas del lago. La población no estaba pues, en peligro, y era
de esperar que el agua arrastrada a las profundidades inferiores de la
mina, que no estaban aún explotadas, no hubiese causado ninguna
víctima.
En cuanto a si la inundación había sido
producida por la elevación de una capa inferior, a través
de las grietas de la roca, o por alguna corriente de agua del suelo que
se había precipitado perdiendo su fondo, ni Simon Ford ni sus
compañeros podían decirlo. Por lo demás, no
cabía duda de que se trataba de un simple accidente, como otros
muchos que suceden en la explotación minera.
Pero aquella misma tarde ya sabían a qué
atenerse. Los periódicos del condado publicaban la
descripción de este curioso fenómeno. Elena, Harry, Starr
y Jack Ryan, que habían vuelto apresuradamente a la mina,
confirmaron la noticia, y supieron con gran satisfacción que
todo estaba reducido a algunas pérdidas materiales en la Nueva
Aberfoyle.
El lago Katrine se había, pues, desfondado. Sus
aguas habían entrado a la mina por un gran agujero.
Al lago favorito del novelista escocés, no le
quedaba ya agua para que pudiese mojar sus lindos pies la Dama del
Lago... a lo menos en la parte meridional. Todo había quedado
reducido a un estanque de algunas hectáreas, donde el lecho era
más elevado que la parte del Sur.
¡Qué ruido causó este extremo
acontecimiento! Era sin duda la priniera vez que un lago se vaciaba en
un instante en las entrañas de la tierra. Había que
borrarle de los mapas del Reino Unido, hasta que volviese a llenarse
-por una suscripción nacional,- después de haber cerrado
el agujero. Walter Scott se hubiese muerto de pena si hubiese vivido
aún. Después de todo, el accidente era explicable. En
efecto, los terrenos secundarios que servían de bóveda a
la mina y de lecho al lago, se habían reducido a una capa
delgada por su disposición geológica.
Pero aunque este suceso parecía debido a una
causa natural, Starr, Simon y Jack se preguntaron si podía
atribuirse a la malevolencia. Las sospechas volvieron a inquietarles
con mayor fuerza. ¿Volverían a empezar las persecuciones
del genio malhechor contra la explotación de la rica mina?
Algunos días después, Jacobo Starr
hablaba con el viejo y su hijo de este suceso.
-Simon -decía-, aunque el hecho puede
explicarse por sí mismo, yo tengo como un presentimiento de que
pertenece a esos cuya causa buscamos.
-Pienso lo mismo, señor Starr -respondió
Simon-; pero si quiere creerme, callémonos, e investiguemos por
nosotros mismos.
-¡Oh! -dijo el ingeniero; sé desde luego
el resultado.
-¿Cuál?
-Hallaremos la prueba de la maldad, pero no al
criminal.
-Pero si existe ¿dónde se oculta? Un
sólo ser, por perverso que sea, ¿puede tener una idea tan
infernal como provocar el desfondamiento de un lago? Concluiré
por creer, como Jack, que hay algún duende en la mina, que nos
odia por invadir sus dominios.
No hay para qué decir que Elena había
permanecido alejada de estos conciliábulos. Ella, por su parte,
ayudaba a los que guardaban este silencio; pero su actitud demostraba
que tenía los mismos temores que su familia adoptiva. En su
rastro se pintaban las huellas de los combates interiores que
sufría.
Resolvióse, pues, que Starr, Símon y
Harry fuesen al lugar de la irrupción del agua, y buscasen la
causa A nadie hablaron de su proyecto; porque quien no conociese los
antecedentes del hecho, tendría por admisible la opinión
del ingeniero y de sus amigos.
Algunos días después, los tres en una
ligera canoa que dirigía Harry, fueron a examinar los pilares
que sostenían la bóveda en que reposába el lago
Katrine.
Este examen les dio la razón. Los pilares
habían sido minados. Aún eran visibles las manchas
negruzcas, porque las aguas habían ya bajado a consecuencia de
las filtraciones, y se podía llegar a descubrir hasta la base de
la cripta.
La caída de una parte de la bóveda
había sido premeditada y ejecutada por la mano de un hombre.
-Ya no hay duda -dijo Starr. ¡Y quién
sabe lo que habría sucedido, si en vez de este pequeño
lago hubiese dado paso a las aguas del mar!
-¡Sí! -exclamó Simon con cierta
presunción-, se necesita un mar para llenar nuestra Aberfoyle.
¿Pero qué interés puede tener nadie en la ruina de
nuestra explotación?
-Esto es incomprensible -respondió Jacobo
Starr. No se trata de una partida de malhechores vulgares, que desde el
antro en que se refugian, se extiende por el país para robar y
saquear. Sus crímenes en tres años habrían
descubierto su existencia. No se trata tampoco, como he pensado, de
algunos monederos falsos, ocultos en algún ignorado
rincón de estas cavernas, para ejercer su culpable industria e
interesados por lo tanto en expulsarnos. No se hace contrabando, ni
moneda falsa para guardarlo. Y sin embargo, hay un enemigo implacable
que ha jurado la pérdida de la Nueva Aberfolyle, y que tiene un
gran interés en realizar su odio. Es débil, sin duda,
para obrar abiertamente; y por eso prepara en la sombra sus emboscadas,
pero la inteligencia que ha desplegado, hace de él un ser
temible. Posee mejor que nosotros los secretos de nuestra casa; porque
desde hace mucho tiempo se escapa a nuestras pesquisas. Es un hombre
del oficio, hábil entre los hábiles seguramente, Simon.
Lo prueba evidentemente cuanto hemos descubierto de sus obras. Vamos a
ver. ¿Tiene usted algún enemigo personal de quién
sospechar? ¡Mírelo bien! Hay monomanías de odio que
el tiempo no borra nunca. Recuerde toda su vida, si es preciso. Todo
esto parece obra de una locura fría y paciente, que exige que
usted recuerde hasta los menores recuerdos.
Simon no respondió. El pobre capataz, antes de
hablar, examinaba con candor todo su pasado. Por fin levantando la
cabeza, dijo:
-¡No! Creo ante Dios que ni Margarita ni yo
hemos hecho mal a nadie. No podemos tener un enemigo, ¡ni uno
sólo!
-¡Ah! -dijo el ingeniero-, si Elena quisiese
hablar...
-Señor Starr, y usted, padre mío -dijo
Harry-, les ruego que conservemos aún el secreto de nuestras
pesquisas. ¡No interroguen a mi pobre Nell! La veo ya inquieta y
angustiada. Creo que hay en su pecho una pena que la ahoga. Si se calla
es porque no tiene nada que decir, o porque no cree conveniente hablar.
No podemos dudar de su cariño a todos nosotros; pero si
más adelante me dijese algo, yo se los comunicaría en
seguida.
-Sea Harry -dijo el ingeniero-; y sin embargo ese
silencio es inexplicable, si Elena sabe algo.
Y como Harry se dispusiese a replicar,
añadió:
-Ten tranquilidad. No diremos nada a la que ha de ser
tu mujer.
-Y que lo será sin esperar más, si usted
quiere, padre mío.
-Hijo -contestó Simon-, dentro de un mes te
casarás. Usted hará de padre de Elena, señor
Starr.
-Cuente conmigo, Simon -respondió el
ingeniero.
Starr y sus compañeros volvieron a la choza.
Nada dijeron del resultado de su exploración; por consiguiente
para todo el mundo la inundación fue un simple accidente, sin
más consecuencia que haber un lago menos en Escocia.
Elena había vuelto a sus ocupaciones
habituales. De su visita al condado conservaba recuerdos imperecederos,
que Harry utilizaba para su instrucción, pero no le había
quedado ninguna pena; amaba como antes su sombría morada, en que
pensaba vivir siendo mujer, como había vivido siendo niña
y joven.
El próximo matrimonio de Elena y Harry
hacía gran ruido en la mina. Los obsequios y felicitaciones
llovían sobre la choza. Jack Ryan no fue el último en
llevar los suyos. Muchas veces lo sorprendieron retirado, ensayando sus
mejores canciones para una fiesta en que debía tomar parte toda
la población minera.
Pero durante el mes que precedió al matrimonio,
la nueva Aberfoyle sufrió mayores pruebas que nunca.
Parecía que la aproximación de este acto provocaba
catástrofes. Los accidentes se verificaban principalmente en los
trabajos más profundos, sin que se supiese su causa.
Un incendio devoró todo el maderaje de una
galería inferior; y se encontró la lámpara que
había usado el incendiario.
Harry y sus compañeros tuvieron que arriesgar
su vida para apagar aquel fuego que amenazaba destruir el
depósito; y no lo consiguieron sino empleando bombas llenas de
agua con ácido carbónico, de que la mina estaba
prudentemente provista.
Otra vez hubo un desprendimiento, debido a la ruptura
de los puntales de un pozo; y Starr hizo ver que habían sido
cortados por una sierra. Harry, que estaba vigilando estos trabajos,
fue sepultado entre los escombros, y escapó milagrosamente de la
muerte.
Algunos días después los vagones del
tranvía mecánico, en que iba Harry, tropezaron en un
obstáculo, y volcaron. En la vía se encontró una
viga colocada intencionalmente. Estos hechos se multiplicaron de modo
que se declaró el pánico en la mina. Sólo la
presencia de los jefes contenía en el trabajo a los mineros.
"Sin duda es una cuadrilla de malhechores",
decía Simon, "y ¡no podemos coger a uno
sólo!."
Volvieron a las investigaciones. La policía del
condado vigiló noche y día; pero nada descubrió.
Starr prohibió a Harry, que parecía ser el objeto
principal de la malevolencia, aventurarse sólo fuera, del centro
de los trabajos.
Se tomó la misma precaución con Elena, a
quien ocultaban, sin embargo, todas estas tentativas criminales, que
podían recordarle su pasado. Simon y Margarita las guardaban
constantemente con cierta severidad o más bien con cierta
solicitud terrible. La pobre niña lo observaba; pero
jamás salió de sus labios ni una palabra, ni una queja.
¿Comprendería que esto se hacía en interés
suyo? Es probable que sí. Sin embargo, ella también, a su
manera parecía velar por los demás; y sólo estaba
tranquila cuando sus amigos estaban reunidos en la choza. Por la noche,
cuando volvía Harry no podía contener un movimiento de
loca alegría, pero conforme con su genio ordinariamente
más reservado que expansivo por la mañana se levantaba
antes que los demás. Su inquietud empezaba así que
llegaba la hora del trabajo.
Harry hubiese querido, para tranquilizarla, estar ya
casado. Le parecía que ante ese acto irrevocable la enemistad,
siendo inútil, cedería. Starr sentía la misma
impaciencia, lo mismo que Simon y Margarita. Cada uno contaba los
días que faltaban.
La verdad era que todos tenían siniestros
presentimientos. Comprendían que nada de lo que se
refería a Elena era indiferente a aquel enemigo oculto invisible
e inatacable. El matrimonio de Harry, podía ser, pues, ocasion
de alguna nueva maquinación de su odio.
Una mañana, ocho días antes de la
época convenida para este acto, Elena prevenida sin duda por
algún presentimiento, había salido la primera de la casa
para observar los alrededores.
Al llegar a la puerta, se escapó de su boca un
grito de indecible angustia.
Este grito resonó en toda la casa, y atrajo a
Simon, a Margarita y a Harry.
Elena estaba pálida como la muerte,
desfigurada, con el espanto en el rostro. Sin poder hablar, fijaba la
vista en la puerta que acababa de abrir. Su mano crispada
señalaba las siguientes líneas, que habían sido
trazadas durante la noche, y cuya lectura la aterraba.
"Simon Ford: me has robado el último
filón de nuestra antigua mina ¡Harry tu hijo, me ha robado
a Elena! ¡Malditos sean! ¡Malditos todos! ¡Maldita la
Nueva Aberfoyle!
SILFAX."
-¡Silfax! -dijeron a un tiempo Simon y
Margarita.
-¿Quién es ese hombre? -preguntó
Harry, cuyas miradas iban alternativamente de su padre a la joven.
-¡Silfax! -dijo Elena con desesperación-,
¡Silfax!
Y temblaba de pies a cabeza, al pronunciar este
nombre, mientras que Margarita, cogiéndola en brazos, la entraba
en la casa.
Starr, que acudió en seguida, después de
leer varias veces la frase amenazadora exclamó:
-La mano que ha trazado esas líneas es la misma
que me escribió la carta contraria a la suya. Simon, ¡ese
hombre se llama Silfax! ¡Conozco en su turbación que usted
lo conoce! ¿Quién es ese Silfax?

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