Las indias negras
Capítulo VII Un experimento de
Simon Ford
Daba la hora del medio día en el antiguo reloj
de madera de la sala, cuando Jacobo Starr y sus dos compañeros
salían de la choza.
La luz que penetraba por el pozo de ventilación
iluminaba vagamente la rotonda. La lámpara de Harry hubiese sido
inútil entonces; pero no debía tardar en servir, porque
el viejo capataz iba a conducir al ingeniero al mismo extremo de la
mina Dochart.
Después de haber seguido por espacio de dos
millas la galería principal, los tres exploradores -ya se
verá que se trataba de una exploración- llegaron a la
entrada de un estrecho túnel; era como una nave de menor altura,
cuya bóveda descansaba sobre una armadura de madera tapizada de
una especie de musgo blanquecino. Seguía, sobre poco mas o
menos, la línea que trazaba a mil quinientos pies de altura el
curso del Forth.
Por si Jacobo Starr hubiese olvidado algún
detalle del dédalo de la mina Dochart, Simon Ford tenía
cuidado de irle explicando la disposicion del plano general,
comparándole con el trazado geográfico del suelo.
Jacobo Starr y Simon Ford iban, pues, andando y
hablando.
Delante iba Harry alumbrando el camino, trataba de
descubrir alguna sombra sospechosa, proyectando bruscamente los vivos
resplandores de la lámpara sobre las oscuras sinuosiuades de la
pared.
-¿Vamos muy lejos? -preguntó a Simon el
ingeniero.
-Nos falta aún media milla, señor Starr.
¡En otro tiempo habríamos recorrido este camino en
carruaje por los tranvías mecánicos! ¡Pero
cuán lejos están aquellos tiempos!
-¿Nos dirigimos hacia el extremo del
último filón? -preguntó Jacobo Starr.
-Sí; veo que aún conoce muy bien la
mina.
-¡Oh! Simon, sería difícil ir
más lejos, si no me equivoco.
-En efecto, señor Starr. ¡Allí es
donde nuestros azadones arrancaron el último pedazo de hulla del
depósito! ¡Lo recuerdo como si fuese ahora mismo!
¡Yo fui quien dio este último golpe, que resonó en
mi pecho más violentamente que en la roca! ¡Ya no
había más que arena o esquistos a nuestro alrededor; y
cuando el vagón de cargo rodó hacia el pozo de
extracción le seguí con el corazón conmovido, como
se sigue el entierro de un pobre! ¡Me parecía que se iba
con él el alma de la mina!
La gravedad con que el viejo capataz pronunció
estas palabras, impresionó al ingeniero, que estaba dispuesto a
participar de tales sentimientos. Los mismos que los del marino
queabandona su buque desamparado, los del noble que ve arruinarse la
casa de sus antepasados, Jacobo Starr estrechó la mano de Simon
Ford. Pero a su vez éste tomó la mano del ingeniero, y
oprimiéndolá fuertemente, dijo:
-¡Ese día nos equivocamos todos! No.
¡La mina no estaba muerta! ¡No era un cadáver que
los mineros abandonaban! ¡Me atrevo a asegurárselo,
señor Starr, que su corazón late todavía!
-¡Hable, Simon! ¿Ha descubierto usted un
nuevo filón? -preguntó el ingeniero, que no fue
dueño de contenerse. ¡Ya lo sabía! ¡Su carta
no podía significar otra cosa! ¡Una noticia que darme, y
en la mina Dochart! ¿Qué hubiera podido interesarme
más que el descubrimiento de una capa carbonífera?...
-Señor Starr -respondió Simon Ford, no
he querido indicárselo a nadie más que a usted...
-Ha hecho usted muy bien, Simon, pero dígame,
¿cómo? ¿por qué medios ha adquirido la
seguridad?...
-Escúcheme, señor Starr
-respondió Simon Ford. No es un depósito lo que yo he
encontrado...
-¿Pues qué es?
-Es solamente la prueba de que ese
depósito...
-¿Y es prueba? ...
-¿Puede creer que se desprende el carburo de
hidrógeno de las entrañas del suelo, si no hay hulla que
lo produzca?
-No, ciertamente -respondió el ingeniero. Sin
carbono no hay carburos. No hay efecto sin causa...
-Como no hay humo sin fuego.
-¿Y ha demostrado usted de nuevo la presencia
del hidrógeno protocarbonado?...
-Un minero veterano no se dejaría
engañar -respondió Simon Ford. ¡He reconocido a
nuestro antiguo enemigo: el carburo!
-¡Pero, y si fuese otro gas! -dijo Jacobo Starr.
El carburo es casi inodoro, incoloro. Su presencia le vende casi
sólo por la explosión...
-Señor Starr -respondió Simon Ford,
¿quiere permitirme que le cuente lo que he hecho... y
cómo lo he hecho..., a mi manera, evitándome rodeos?
Jacobo Starr conocía al ex capataz y
sabía que lo mejor era dejarle hablar.
-Señor Starr -continuó Simon Ford, en
diez años no se ha pasado un sólo día en que Harry
y yo no hayamos pensado en volver a la mina su antigua prosperidad.
¡no! ¡ni un día! Si existiera un nuevo
depósito estábamos decididos a descubrirle.
¿Qué medios emplear? ¿La sonda? No nos era
posible. Pero teníamos el instinto del minero; y muchas veces se
va más derecho al fin por el instinto que por la razón. A
lo menos ésta es mi creencia...
-Que yo no contradigo -respondió el
ingeniero.
-Harry había observado una o dos veces durante
sus excursiones en el occidente de la mina resplandores que se apagaban
en seguida, y que aparecían algunas veces a través del
esquisto o del piso de las galerías extremas. ¿Qué
causa encendía estos resplandores? No podía, ni puedo
decirlo aún. Pero seguramente estos fuegos no eran producidos
sino por la presencia del hidrógeno carbonado, y para mí
el hidrógeno carbonado es el filón de hulla.
-¿Y no producían ninguna
explosión? -preguntó vivamente el ingeniero.
-Sí; pequeñas explosiones parciales
-respondió Simon Ford-, que he provocado yo mismo cuando he
querido cerciorarme de la presencia de este gas. ¿Se acuerda de
qué modo se evitaba antiguamente la explosión en las
minas antes que nuestro buen genio, Humphy Davy, inventase su
lámpara de seguridad?
-Sí -respondió Jacobo Starr.
¿Quiere hablar del "penitente"? Pero yo no lo he visto
practicar nunca.
-En efecto, señor Starr, usted es demasiado
joven, a pesar de sus cincuenta y cinco años, para haberlo
visto. Pero yo, con diez años más que usted, he visto
funcionar al último penitente de la mina. Se le llamaba
así porque llevaba un largo hábito de fraile. Su
verdadero nombre era fireman o sea hombre de fuego. En aquella
época no había otro medio de destruir el gas
maléfico que descomponiéndole por medio de
pequeñas explosiones, antes de que su ligereza le condenase en
grandes cantidades en lo alto de las galerías. He aquí
por qué el penitente, con el rostro enmascarado, la cabeza
cubierta con un capuchón y el cuerpo envuelto en su sayal, iba
arrastrándose por el suelo. Respiraba en las capas inferiores
cuyo aire es puro, y en la mano derecha llevaba, elevándola por
encima de su cabeza, una antorcha encendida. Cuando el carburo se
encontraba mezclado con el aire formando una mezcla detonante, se
producía la explosión sin ser funesta; y renovando varias
veces esta operación, se conseguía evitar las
catástrofes. Alguna vez el penitente, herido por la
explosión, moría. Otro le reemplazaba.
Así se hacía hasta que la lámpara
de Davy fue adoptada en todas las minas. Pero yo conocía este
procedimiento, y es el que he empleado y el que me ha hecho conocer la
presencia del carburo de hidrógeno, y por consiguiente la de un
nuevo depósito carbonífero en la mina Dochart.
Todo lo que el capataz había dicho respecto del
penitente era rigurosamente exacto. Así se hacía
antiguamente en las minas de carbón para purificar el aire de
las galerías.
El hidrógeno protocarbonado o gas de los
pantanos incoloro, casi inodoro, con un poder poco iluminante, es
impropio para la respiración. El minero no podría vivir
en una atmósfera de este gas maléfico, del mismo modo que
no podría vivir en un gasómetro lleno de gas del
alumbrado.
Además lo mismo que éste, que es el
hidrógeno bicarbonado, el grisu forma una mezcla detonante
así que se une al aire en una proporción de ocho y
aún de cinco por ciento. La inflamación se produce por
una causa cualquiera, y se origina una explosión casi siempre
acompañada de catástrofes espantosas.
Para evitar este peligro se usa la lámpara de
Davy, en que oscilando la llama de la luz en un tubo de tela
metálica, quema el gas en el interior del tubo, sin dejar que la
inflamación se propague al exterior. Esta lámpara de
seguridad ha sido modificada de mil maneras. Si llega a romperse, se
apaga. Si a pesar de la prohibición formal que se ordena
siempre, el minero quiere abrirla, se apaga también. ¿Por
que, pues, hay todavía explosiones? Porque nada puede evitar la
imprudencia del obrero que quiere encender su pipa, ni el choque de una
herramienta que puede producir una chispa.
No todas las minas están infectadas por este
gas. En aquellas en que no se produce, está autorizado el uso de
la lámpara ordinaria. Tal es entre otras la mina Thiers en la
cuenca de Anzin. Pero cuando la hulla del depósito es grasa,
contiene cierta cantidad de materias volátiles, y el carburo se
forma en gran abundancia.
La lámpara de seguridad está hecha de
manera que impide siempre las explosiones, que son tanto más
terribles, cuanto que los mineros que no han sido directamente atacados
por ella, corren también el peligro de quedar asfixiados
instantáneamente en las galerías por el gas
deletéreo que se forma después de la explosión; es
decir, por el ácido carbónico.
Siguiendo el camino Simon Ford explicó al
ingeniero lo que había hecho para llegar a su objeto, y
cómo se había cerciorado de que el desprendimiento del
hidrógeno protocarbonado se verificaba en el fondo mismo del
extremo de la galería, en la parte occidental; de qué
manera había conseguido, con la aproximación de la llama
a las láminas de esquisto, algunas explosiones parciales o
más bien ciertas inflamaciones, que no dejaban duda alguna sobre
la naturaleza del gas, cuya fuga se verificaba en pequeñas
dosis; pero de una manera constante.
Una hora después de haber abandonado la choza,
Jacobo Starr y sus dos compañeros habían recorrido una
distancia de cuatro millas. El ingeniero impulsado por el deseo y la
esperanza había andado este camino, sin pensar remotamente en su
extensión.
Reflexionaba sobre todo lo que le decía el
minero veterano. Pesaba mentalmente los argumentos que éste le
daba en favor de su tesis. Creía como él que esta
emisión continua de hidrógeno protocarbonado, indicaba
con certidumbre la existencia de un depósito de hulla. Si no
hubiese habido más que una especie de balsa llena de gas, como
sucede algunas veces entre los esquistos, se habría vaciado
prontamente y el fenómeno habría desaparecido. Pero lejos
de suceder esto, según decía Simon Ford, el
hidrógeno se desprendía sin cesar, y por lo lanto
podía deducirse de aquí la existencia de un importante
filón carbonífero. En consecuencia las riquezas de la
mina Dochart, podían no haberse agotado completamente. Pero
¿se trataba de una capa cuyo producto sería poco
importante, o de un depósito que ocuparía una gran
extensión del piso del terreno carbonífero? Aquí
estaba verdaderamente la cuestión principal.
Harry que precedía a su padre y al ingeniero,
se detuvo.
-Ya hemos llegado -dijo el viejo. Gracias a Dios,
señor Starr, usted está aquí y vamos a
saber...
La voz firme del pobre hombre temblaba
ligeramente.
-Mi querido Simon -le dijo el ingeniero-,
¡cálmese! ¡Estoy tan conmovido como usted; pero no
conviene perder el tiempo!
El extremo de la galería formaba
ensanchándose una especie de caverna oscura. En aquel sitio no
se había hecho ningún pozo y la galería
profundamente excavada en las entrañas de la tierra, no
tenía comunicación directa con la superficie del condado
de Stirling.
Jacobo Starr, profundamente interesado, examinaba
seriamente el sitio en que se encontraba.
Aún se veía sobre la pared, que
terminaba esta caverna, la señal de los últimos
azadonazos y los agujeros de algunos barrenos, que habían
producido la rotura de la roca, en los últimos días de la
explotación.
Esta materia esquistosa era muy dura; y no
había habido necesidad de igualar los salientes de la piedra de
este último callejón, donde debían detenerse los
trabajos. Allí, en efecto, acababa el filón
carbonífero, entre los estratos y la arenisca del terreno
terciario.
Allí, en aquel mismo sitio había sido
extraido el último pedazo de combustible de la mina Dochart.
-Aquí es, señor Starr -dijo Simon
levantando su pico-; aquí fue donde encontramos ya el esquisto y
la arenisca, donde terminaba el carbón. Pero detrás de
esta pared, a una profundidad mayor o menor está seguramente el
filón cuya existencia le aseguro.
-¿Y es aquí, en la superficie de estas
rocas donde ha encontrado el carburo?
-Aquí mismo, señor Starr
-respondió Simon Ford-, y he podido inflamarle sólo con
acercar mi lampara a las capas de los esquistos.
Harry lo ha hecho también como yo.
-¿A qué altura? -preguntó
Starr.
-A diez pies sobre el suelo -respondió
Harry.
Jacobo Starr se había sentado sobre una
roca.
Parecía que después de haber olfateado
el aire de la caverna, miraba a los dos mineros como si estuviese
dispuesto a dudar de sus palabras, por terminantes que fuesen.
En efecto, el hidrógeno protocarbonado no es
completamente inodoro; y el ingeniero estaba asombrado de que su
olfato, que era muy delicado, no le revelase la presencia de gas
explosivo.
En todo caso, si este gas estaba mezclado al aire
ambiente era en una dosis muy pequeña. No había, pues,
explosión que temer y se podía sin peligro abrir la
lámpara de seguridad para hacer el experimento como lo
había hecho el minero.
Lo que inquietaba a Jacobo Starr no era que hubiese
demasiada cantidad de gas, sino que no hubiera bastante, o que no
hubiese ninguna.
-¡Se habrán engañado!
-murmuró. ¡No! No son hombres para eso. Y sin
embargo...
Esperaba, pues, no sin cierta ansiedad que se
realizase en su presencia el fenómeno señalado por Simon
Ford. Pero en este momento le pareció que lo que él
acababa de observar, es decir, la ausencia del olor
característico del carburo era notado por Harry porque
éste, con voz alterada, dijo:
-Padre, parece que la fuga del gas no es por las hojas
del esquisto.
-¿Que no es? -exclamó el anciano.
Y Simon Ford cerrando herméticamente sus
labios, aspiró fuertemente por las narices varias veces.
Después, de pronto, y haciendo un brusco
movimiento, dijo:
-Dame tu lámpara, Harry.
Simon Ford cogió la lámpara con mano
agitada. Febrilmente, separó la cubierta de tela metálica
que rodeaba la mecha, y la llama empezó a arder en el aire
libre.
Como se había temido no se produjo ninguna
explosión; pero lo que es más grave, ni siquiera se
produjo ese ligero ruido que indica la presencia del carburo en
pequeñas dosis.
Simon Ford cogió el bastón que
tenía Harry y fijando la lámpara a su extremo, la
elevó hacia las capas de aire superiores, a donde el gas, en
razón de su ligereza específica, debería
acumularse por pequeña que fuera la dosis en que existiera.
La llama de la lámpara recta y blanca no
manifestó ninguna señal del hidrógeno
protocarbonado.
-¡A la pared! -dijo el ingeniero.
-Sí -añadió Simon Ford llevando
la lámpara pegada a la pared, a través de la cual su hijo
y él también, habían notado el día anterior
la fuga de gas.
El brazo del viejo temblaba, tratando de llevar la
lámpara a la altura de las grietas del ojoso esquisto.
-¡Hazlo tú Harry! -dijo.
Harry cogió el palo y presentó
sucesivamente la lámpara a los puntos, de la pared en que las
hojas parecían abrirse... pero, sacudía la cabeza
tristemente, porque sus oídos no percibían ese ruido
especial del carburo que se escapa.
No hubo pues, inflamación. Era evidente que no
pasaba un átomo de gas por aquella pared.
-¡Nada! -exclamó Simon Ford, cerrando el
puño, más bien con una expresión de cólera,
que de disgusto.
Entonces Harry dio un grito.
-¿Qué tienes? -preguntó
rápidamente Jacobo Starr.
-¡Han tapado las grietas del esquisto!
-¡De veras! exclamó el minero.
-¡Mire, padre!
Harry no se había engañado. La
obstrucción de las grietas era visible a la luz de la
lámpara. Se veía claramente una mezcla de cal reciente,
que se extendía como una larga capa blanquecina mal cubierta con
polvo de carbón.
-¡Él! -exclamó Harry-, no puede
ser más que él.
-¡Él! -repitió Jacobo Starr.
-Sí -continuó el joven-, ese ser
misterioso que vaga por nuestra mina, y a quien he seguido los pasos
cien veces sin poder alcanzarle; el autor indudable, desde ahora, de
esa carta que quería impedir que usted viniera a la cita dada
por mi padre, señor Starr; en fin el que nos ha arrojado aquella
piedra en la galería del pozo Yarow. ¡Ah! no hay duda
posible. En todo esto anda la mano de un hombre.
Harry había hablado con tal energía, que
su convicción penetró completa e instantáneamente
en el ánimo del ingeniero. En cuanto al viejo no había ya
que convencerle, veía un hecho innegable, la obturación
de las grietas por donde se escapaba el gas la víspera.
-Coge el pico Harry -dijo Simon Ford-, súbete
sobre mis hombros, hijo mío. Aún estoy bastante fuerte
para sostenerte.
Harry comprendió en seguida. Su padre se
arrimó a la pared. Harry se subió sobre sus hombros, de
modo que su pico pudiese llegar a la señal bastante visible de
la cal. En seguida descubrió con unos cuantos golpes la parte de
roca esquitosa que había sido tapada y se produjo un
pequeño ruido semejante al del vino de Champagne cuando se
escapa de una botella, ruido que en las minas inglesas se conoce con el
nombre onomatopéyico da puf.
Harry cogió entonces su lámpara, y la
aproximó a la grieta...
Se oyó una ligera detonación y
brotó una llamita roja, azulada en su contorno, que vagó
por la pared, como un fuego de San Telmo.
Harry saltó a tierra y el viejo, no pudiendo
contener su alegría, cogió las manos del ingeniero
gritando:
-¡Hurra! ¡hurra! ¡hurra!
señor Starr. ¡El gas arde; luego el filón
está ahí!

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