Las indias negras
Capítulo III El subsuelo del
Reino Unido
Es conveniente para la inteligencia de este relato,
decir algunas palabras que recuerden el origen de la hulla.
Durante las épocas geológicas, cuando el
esferoide terrestre estaba todavía en vías de
formación, le rodeaba una espesa atmósfera saturada de
vapor de agua, y fuertemente impregnada de ácido
carbórnico. Poco a poco estos vapores se fueron condensando en
muchos y sucesivos diluvios, que cayeron sobre la tierra como si
hubieran sido arrojados de las bocas de algunos millones de millones de
botellas de agua de Seltz. Era, en efecto, un líquido cargado de
ácido carbónico, que se derramaba torrencialmente sobre
un suelo pastoso, mal consolidado, sujeto a deformaciones lentas o
bruscas y manteniendo al mismo tiempo en este estado semifluido, tanto
por el calor procedente del sol, como por el fuego de la masa interior.
Este fuego no estaba todavía encerrado en el centro del
globo.
La corteza terrestre, poco espesa y no completamente
endurecida, le dejaba pasar al través de sus poros. De
aquí provenía una vegetación fenomenal, semejante
sin duda a la que tal vez existe en la superficie de los planetas
inferiores Venus o Mercurio, más proximos que nosotros al astro
radiante.
El suelo de los continentes, aún mal fijado, se
cubrió, pues, de bosques inmensos. El ácido
carbónico, tan propio para el desarrollo del reino vegetal,
existía en gran abundancia; y por tanto los vegetales se
desarrollaban en forma arborescente. No había ni una sola planta
herbácea. Por todas partes se encontraban enormes masas de
árboles sin flores, sin frutos, de un aspecto monótono,
que no hubieran podido servir para la alimentación de
ningún ser viviente.
La tierra no estaba dispuesta todavía para la
aparición del reino animal. La composición de estos
bosques antediluvianos era la siguiente. Dominaba la clase de los
criptógamas vasculares. Las calamitas, variedades de la
aspérula arborescente, los lepidodendrones, clase de liecopodias
gigantes de veinte y cinco a treinta metros de altura y de un metro de
ancho en su base, las asterófilas o radiadas, los helechos, las
sigilarias de proporciones gigantescas, y de las cuales se han
encontrado huellas en las minas de Saint-Etienne -plantas todas
grandiosas, con las cuales no existe ninguna que tenga analogía
sino entre los más humildes modelos de las tierras habitables-
tales eran poco variados en sus especies, pero enormes en su
desarrollo, los vegetales que formaban exclusivamente los bosques de
aquella época.
Estos árboles estaban plantados en una especie
de laguna inmensa, profundamente humedecida por la mezcla de aguas
dulces y de aguas saladas. Se asimilaban rápidamente el carbono,
que absorbían poco a poco de la atmósfera, impropia
todavía para las funciones de la vida; y estaban, puede decirse,
destinados a condensarse bajo la forma de hulla en las entrañas
mismas de la tierra.
En efecto, era la época de los temblores de
tierra, de esos sacudimientos del suelo producidos por las revoluciones
interiores y el trabajo plutónico, que modificaban
súbitamente los perfiles, aún inciertos de la superficie
terrestre. Aquí, intumescencias que se convertían en
montañas; allá hundimientos que debían llenar
océanos o mares. Y entonces, bosques enteros se sumergían
en la corteza terrestre, a través de sus movibles capas, hasta
que encontraban un punto de apoyo, tal como el suelo primitivo de las
rocas graníticas, o hasta que por su acumulación formaban
un todo resistente.
En efecto, el edificio geológico se presenta en
este orden en las entrañas del globo: el suelo primitivo que
está sobre la capa de los terrenos primarios; después los
terrenos secundarios cuyos depósitos carboníferos ocupan
la parte inferior; después los terrenos terciarios y encima los
terrenos de aluvión antiguos y modernos.
En esta época, las aguas, que no estaban
retenidas por ningún cauce o lecho como ahora, y que se formaban
en todos los puntos del globo por la condensación continua, se
precipitaban arrancando a las rocas, apenas formadas, los elementos
para constituir los esquistos, los gres y las calcáreas;
caían sobre los bosques de turba; depositaban los elementos de
estos terrenos e iban a sobreponerse al terreno carbonífero. Con
el tiempo -en periodos que se escriben por millones de años-;
estos terrenos se endurecieron, se distribuyeron en capas y encerraron
bajo una espesa caparazon de pudingas, de esquistos, de gres compactos
o deleznables y de piedras, toda la masa de los bosques
confundidos.
¿Y qué pasó entonces en ese
crisol gigantesco en que se acumulaba la materia vegetal a diversas
profundidades? Una verdadera operación quimica, una especie de
destilación.
Todo el carbono que contenían estos vegetales
se aglomeraba, y poco a poco se formaba la hulla, bajo la doble
influencia de una presion enorme y de la elevada temperatura que
producía el calor interior, tan próximo en aquella
época.
Así, pues, en aquella lenta pero
enérgica reacción, se transformaba un reino en otro. El
vegetal se hacía mineral. Todas aquellas plantas que
habían vivido como vegetales, bajo la activa savia de los
primeros días, se petrificaban. Algunas de las sustancias
encerradas en este vasto herbario incompletamente formadas, dejaban su
marca en los demás productos, más rápidamente
mineralizados, con una presion semejante a la de una prensa
hidráulica de una potencia incalculable.
Al mismo tiempo las conchas, los zoófitos,
tales como las estrellas de mar, los políperos, las espiriferas,
y hasta los peces y los lagartos, arrastrados por las aguas dejaban
sobre la hulla, blanda todavía, su impresión limpia, y
como admirablemente grabada.
La presión parece haber desempeñado un
papel importante en la formación de los depósitos
carboníferos. En efecto, sólo a su menor o mayor
influencia se deben las diversas clases de hulla que emplea la
industria. Así, en las capas más inferiores del terreno
carbonífero, aparece la antracita, que está casi
desprovista de materia volátil, y que contiene la mayor cantidad
de carbono.
En las capas superiores se encuentra, por el
contrario, el lignito y la madera fósil, en las cuales la
cantidad de carbono es infinitamente menor. Entre estas dos capas,
según el grado de presión que han experimentado, se
encuentran los filones de grafito, y las hullas grasas o secas. Y puede
afirmarse que sólo por falta de la presión suficiente la
capa de las turbas pantanosas, no ha sido modificada completamente.
Así, pues, el origen de los depósitos de
carbón, en cualquier punto del globo que se hayan descubierto es
éste: penetración en la costa terrestre de los grandes
bosques de la época geológica, y después
mineralización de los vegetales, realizada por el tiempo, bajo
la influencia de la presión y del calor, y bajo la acción
del ácido carbónico.
Sin embargo, la naturaleza, tan pródiga de
ordinario, no ha transformado bastantes bosques para un consumo que ha
de durar miles de años. La hulla faltará un día;
es evidente.
Se impondrá una cesantía forzosa a todas
las máquinas del mundo, como no se encuentre un nuevo
combustible que reemplace al carbón. En una época
más o menos remota no habrá ya depósitos
carboníferos, como no sean los que cubre una eterna capa de
hielo en la Groenlandia, o en las cercanías del mar de Baffin, y
cuya explotación es casi imposible. Este es el porvenir
inevitable.
Las cuencas carboníferas de América,
prodigiosamente ricas aún, las del lago Salado, del Oregon, de
la California, no darán un día más que un producto
insuficiente. Sucederá lo mismo con los depósitos del
Cabo Breton y de San Lorenzo, de los Alleghanis, de la Pensilvania, de
la Virginia, del Illinois, de Indiana y de Misouri. Y aunque los
depósitos de la América del Norte sean diez veces mayores
que todos los del mundo, no se pasarán cien siglos sin que el
monstruo de millones de bocas de la industria haya devorado el
último pedazo de hulla del globo.
La escasez, como es fácil conocer, se
dejará sentir primero en el antiguo mundo. Existen grandes capas
de combustible mineral en Abisinia, en Natal: en Zambege, en
Mozambique, en Madagascar, pero su explotación regular ofrece
grandes dificultades.
Las de la Birmania, de la China, de la Cochinchina y
del Japón, y las del Asia central se agotarán en breve.
Los ingleses vaciarán la Austria de todo producto
carbonífero, tan abundante en su suelo, antes que falte el
carbón en el Reino Unido. Y en esa época, los filones de
Europa, explotados hasta en sus últimas venas, habrán
sido abandonados.
Puede juzgarse por las cifras siguientes de las
cantidades de hulla que se han consumido desde el descubrimiento de los
primeros depósitos. Las cuencas carboníferas de Rusia,
Sajona y Baviera comprenden seiscientas mil hectáreas; las de
España ciento cincuenta mil; las de Bohemia y Austria ciento
cincuenta mil, las de Bélgica, que ocupan una zona de cuarenta
leguas de largo, por tres de ancho, comprenden también ciento
cincuenta mil hectáreas, que se extienden por los territorios de
Lieja, Namur, Mons y Chaleroi.
En Francia la cuenca situada entre el Loira y el
Rodano, Rive-de-Gier, Saint-Etierme, Givors, Epinac, Blanzy,
Creusot;1as explotaciones de Gard, Alais, Grand Combe; las de Aveyron
en Aubin; los depósitos de Cannaux, Bassac, Graissessac, en el
Norte, Ancin, Valenciennes, Lens, Bethune, ocupan cerca de trescientas
cincuenta mil hectáreas.
El país más rico en carbón es
incontestablemente el Reino Unido. Exceptuando la Irlanda, que carece
casi por completo de combustible mineral, posee toda Inglaterra enormes
riquezas carboníferas; pero agotables, como todas las riquezas.
La más importante de todas estas cuencas es la de Newcastle, que
ocupa el subsuelo del condado de Northumberland, que produce al
año hasta treinta millones de toneladas, es decir, más de
la tercera parte del consumo inglés, y más del doble de
la producción en Francia. La cuenca del país de Gales,
que ha concentrado toda una poblacion de mineros en Cardiff, Swansea y
Newport, produce anualmente diez millones novecientas toneladas de esa
hulla tan buscada, que lleva su nombre. En el centro se explotan las
cuencas de los condados de York, de Lancaster, de Derby, de Stafford,
menos productivas, pero de una riqueza considerable todavía. En
fin, en la parte de Escocia situada entre Edimburgo y Glasgow, entre
estos dos mares que las penetran tan profundamente, existe uno de los
depósitos carboníferos más extensos del Reino
Unido. El conjunto de estas diversas cuencas no comprende menos de un
millón seiscientas mil hectáreas, y produce anualmente
cien millones de toneladas de combustible.
¡Pero qué importa! El consumo
llegará a ser tal, por las necesidades de la industria y del
comercio, que estas riquezas se agotarán. El tercer millar de
años de la Era Cristiana, verá antes de terminar que la
mano del obrero ha vaciado ya en Europa esos almacenes en los cuales
según una imagen exacta se ha concentrado el calor solar de los
primeros días.
Pero precisamente en la época a que se refiere
esta historia, una de las más importantes minas de la cuenca
escocesa había sido agotada por una explotación demasiado
rápida.
En este terreno, que se extiende entre Edimburgo y
Glasgow, y en una anchura media de diez a doce millas, era donde
existía la mina de Aberfoyle, cuyo ingeniero Jacobo Starr,
había dirigido sus trabajos por espacio de tanto tiempo.
Pero hacía ya diez años que estas minas
habían sido abandonadas. No se habían podido descubrir
nuevos depósitos, aunque se había sondeado hasta la
profundidad de mil quinientos y aún de dos mil pies; y cuando
Jacobo Starr se había retirado, estaba seguro de que se
había explotado el más pequeño filón, hasta
su último átomo.
Era, pues, más que evidente que en tales
condiciones el descubrimiento de una nueva cuenca carbonífera en
las profundidades del subsuelo inglés, hubiera sido un suceso
importantísimo. ¿Se refería la noticia anunciada
por Simon Ford a un hecho de esta naturaleza? Esto era lo que se
preguntaba Jacobo Starr, y lo que quería esperar.
En una palabra, ¿había un nuevo
rincón de esas ricas Indias Negras,desde donde se le llamaba
para hacer una nueva conquista? Quería creerlo.
La segunda carta había trastornado un momento
sus ideas en este punto; pero ahora no hacía ya caso de
ella.
Por otra parte, el hijo del viejo capataz estaba
allí; esperándole en el sitio de la cita. La carta
anónima no tenía, pues, ningún valor.
En el momento en que el ingeniero, ponía el pie
en tierra, el joven se adelantó hacia él.
-¿Eres Harry Ford? -le preguntó
vivamente Jacobo Starr-, sin mas preámbulos.
-Sí, señor Starr.
-¡No te hubiera conocido, buen mozo! ¡Ah!
¡Y es que en diez años te has hecho un hombre!
-Yo le he conocido - respondió el joven minero
-, que tenía la gorra en la mano. Esta igual, señor.
¡Usted fue quien me abrazó el día que nos
despedimos en la mina Dochart! Estas cosas no se olvidan nunca.
-Cúbrete, Harry -dijo el ingeniero-. Llueve a
cántaros, y la cortesía no debe llegar hasta el
constipado.
-¿Quiere que nos pongamos a cubierto,
señor Starr? -preguntó Harry Ford.
-No, Harry. El tiempo es de agua. Lloverá todo
el día; y yo tengo prisa. Partamos.
-Estoy a sus órdenes -respondió el
joven.
-Dime, Harry, ¿y tu padre está bien?
-Perfectamente, señor Starr.
-¿Y tu madre?
-Mi madre también.
-¿Es tu padre el que me ha escrito
dándome una cita en el pozo Yarow?
-No; he sido yo.
-Pero ¿Simon Ford no me ha escrito una segunda
carta, diciendo que no acudiera a la invitación?
-preguntó rápidamente el ingeniero.
-No, señor Starr -respondió el
joven.
-¡Bien! -dijo Jacobo Starr; y no volvió a
hablar de la carta anónima.
Después, continuando:
-Y tú ¿puedes decirme lo que quiere el
viejo Simon? -preguntó al joven.
-Señor Starr, mi padre se ha reservado el
decirlo.
-Pero tú, ¿lo sabes?...
-Yo lo sé.
-Pues bien, Harry, yo no te pregunto más.
Vamos, porque tengo prisa de hablar con Simon Ford.
-Y a propósito, ¿dónde vive?
-En la mina.
-¡Cómo! ¿En la mina Dochart?
-Sí, señor Starr -respondió Harry
Ford.
-¡Cómo! ¿Tu familia no ha
abandonado la antigua mina, después de la cesación de los
trabajos?
-Ni un sólo día, señor Starr. Ya
conoce a mi padre. ¡Allí ha nacido, y allí quiere
morir!
-Lo comprendo, Harry; lo comprendo. ¡Su mina
natal! ¡No ha querido abandonarla! ¿Y estan allí
contentos?...
-Sí, señor Starr -respondió el
joven-, porque nos amamos cordialmente, y tenemos pocas
necesidades.
-Bien Harry -dijo el ingeniero- ¡En marcha!
Y Jacobo Starr, siguiendo al joven, atravesó
las calles de Callander.
Diez minutos después ambos dejaron el
pueblo.

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