Las indias negras
Capítulo V La familia
Ford
Diez minutos después, Jacobo Starr y Harry
salían de la galería principal.
El joven y su compañero habían llegado
al fondo de una plazoleta o claro -si es que puede emplearse esta
palabra para designar una vasta y oscura excavación. Sin
embargo, esta excavación no estaba completamente a oscuras.
Llegaban a ella algunos rayos de la luz del día por la boca de
un pozo abandonado, que había sido practicado en los pisos
superiores. Por este conducto se establecía la
ventilación en la mina Dochart. Gracias a su menor densidad el
aire caliente del interior era arrastrado al pozo Yarow.
Penetraba, pues, en este espacio, un poco de aire y de
luz a la vez a través de la espesa bóveda de
esquisto.
Allí era donde Simon Ford y su familia
habitaban hacía diez años, una mansión
subterránea cavada en la masa esquistosa, en el sitio mismo en
que funcionaban en otro tiempo las poderosas máquinas destinadas
a la tracción mecánica de la mina Dochart.
Tal era la habitación -a que él daba el
nombre de choza- donde residía el antiguo capataz. Gracias a
cierto bienestar debido a una larga existencia de trabajo, Simon Ford
hubiera podido vivir en pleno sol, en medio de los árboles, en
cualquier pueblo del reino; pero él y los suyos habían
preferido no abandonar la mina, donde eran felices, teniendo las mismas
ideas y los mismos gustos. Sí, les agradadaba aquella choza
sumergida a mil quinientos pies bajo el suelo escocés. Entre
otras ventajas, no tenían que temer que los agentes del fisco,
los stentmaters encargados de establecer la capitación,
vinieron nunca a expulsar a los huéspedes de la mina.
En aquella época, Simon Ford, el antiguo
capataz de la boca Dochart, llevaba aún vigorosamente sus
sesenta y cinco años. Alto, robusto, bien formado, era uno de
los más naturales sawneys del cantón que da tan
buenos mozos a los regimientos de Highlanders.
Simon Ford descendía de una antigua familia de
mineros; y su genealogía se remontaba a los primeros tiempos en
que fueron explotados los depósitos carboníferos de
Escocia. Sin investigar arqueológicamente si los griegos y los
romanos hicieron uso de la hulla; si los chinos utilizaron las minas de
carbón mucho antes de la era cristiana; sin discutir si
realmente el cornbustible mineral debe su nombre al herrador Houillois,
que vivía en Bélgica en el siglo XIX, puede afirmarse que
las cuencas de la Gran Bretaña fueron las primeras que se
explotaron regularmente. Ya en el siglo XI, Guillermo el Conquistador
repartía entre sus compañeros de armas los productos de
la cuenca de Newcastle. En el siglo XIII se concedió por
Enrique III una licencia para la explotación del carbón
marino. Por último, a fines del mismo siglo se hace ya
mención de los depósitos de Escocia y del país de
Gales.
Por este tiempo fue cuando los antepasados de Simon
Ford penetraron en las entrañas del suelo de Caledonia, para no
salir ya de ellas de padres a hijos. No eran mas que simples obreros.
Trabajaban como forzados en la extracción del combustible. Se
cree que en aquella época los mineros del carbón,
así como los mineros de la sal, eran verdaderos esclavos. En
efecto, esta opinión estaba tan extendida en el siglo XVIII en
Escocia, que durante la guerra del Pretendiente hubo temores de que
veinte mil mineros de Newcastle se sublevasen para reconquistar
una libertad que echaban de menos.
De todos modos, Simon Ford tenía orgullo en
pertenecer a esa gran familia de mineros escoceses. Había
trabajado con sus manos, allí mismo donde sus antepasados
habían manejado el pico, la palanca y el azadón.
A los treinta años era capataz de la mina
Dochart, la más importante de todas las de Aberfoyle.
Tenía pasión por su oficio. Durante muchos años
trabajó con gran celo. Su única pena era ver disminuirse
la capa carbonífera y prever la hora cercana en que se agotase
el combustible.
Entonces se dedicó a la investigación de
nuevos filones en toda la extensión de las minas de Alberfoyle,
que comunicaban entre sí debajo de tierra. Había tenido
la fortuna de descubrir algunos durante el último período
de explotación. Su instinto de minero le servía
maravillosamente, y el ingeniero Jacobo Starr le apreciaba mucho.
Parecía que adivinaba los depósitos de carbón en
las entrañas de la mina, como el hidróscopo adivina los
manantiales bajo la superficie de la tierra.
Pero llegó el momento, según hemos
dicho, en que la materia combustible faltó del todo en la mina.
Por mas que se sondeó no se encontró ningún
resultado. Se adquirió la evidencia de que el depósito
carbonífero estaba completamente agotado. La explotación
cesó: los mineros se retiraron.
¿Habrá quién lo crea? aquello fue
una desesperación para la mayor parte. Todos los que saben que
el hombre en el fondo toma cariño a sus mismas penas no lo
extrañarán. Simon Ford fue sin duda el más
contrariado. Era por excelencia el tipo del minero, cuya vida
está indisolublemente unida a la de su mina. Desde su nacimiento
no había cesado de habitarla; y cuando los trabajos fueron
abandonados, quiso vivir allí todavía. Se quedó,
pues; Harry, su hijo, se encargó de preparar la
habitación subterránea, pero en cuanto a él no
había vuelto a subir a la superficie del suelo diez veces en
diez años.
-¿Ir arriba?, ¿a qué?
repetía, y no abandonaba su sombría morada.
En aquella atmósfera perfectamente sana, en una
temperatura siempre constante, el viejo capataz no conocía ni
los calores del estío, ni los frios del invierno. Todos los
suyos estaban bien: ¿Qué más podía
desear?
En el fondo estaba seriamente entristecido. Echaba de
menos la animación, el movimiento, la vida de otro tiempo en
aquella mina tan laboriosamente explotada. Sin embargo, le
sostenía una idea fija.
"¡No, no, la mina no está
agotada!", decía siempre.
Y seguramente se habría conquistado sus
antipatías el que en su presencia hubiese puesto en duda, que
algún día la antigua Aberfoyle resucitaría de
entre los muertos. No había, pues abandonado nunca la esperanza
de descubrir una nueva capa que devolviese a la mina su esplendor
pasado. Habría vuelto a coger con gusto el pico del minero, y
sus brazos, robustos aún, habrían atacado vigorosamente a
la roca. Andaba siempre por las oscuras galerías, solo, o
acompañado de su hijo, buscando, observando, para volver a
entrar cada día más cansado y más desesperado en
su choza.
La digna compañera de Simon Ford era Margarita,
alta y fuerte, la buena mujer según la expresión
escocesa, que lo mismo que su marido no quiso abandonar la mina.
Participaba de todas sus penas. Le animaba, le impulsaba, le hablaba
con cierta gravedad, que enardecía el corazón del viejo
capataz.
"Aberfoyle no está más que
dorrnida", le decía ella. "Tú tienes
razón. Esto no es más que un reposo; ¡no es la
muerte!"
Margarita sabía también prescindir del
mundo exterior y concentrar la felicidad en la existencia de tres
personas en aquella oscura choza.
A esta choza, pues, llegó Jacobo Starr.
El ingeniero era muy esperado. Simon Ford estaba de
pie en la puerta, y apenas la lámpara de Harry le anunció
la llegada de su antiguo viewer, se adelantó hacia
él.
-¡Sea bienvenido, señor Starr! -le
gritó con una voz que resonaba bajo la bóveda de
esquisto. ¡Sea bienvenido a la choza del pobre capataz! ¡La
casa, la de la familia Ford no es menos hospitalaria por que
esté enterrada a mil quinientos pies bajo la tierra!
-¿Cómo estas, bravo Simon?
-preguntó Jacobo Starr, estrechando la mano que le tendía
su huésped.
-Muy bien, señor Starr. ¿Y cómo
había de pasarlo mal aquí, al abrigo de toda la
intemperie? Sus señoras, que van a respirar los aires de
Newhaven a Porto-Bello durante el verano, harían
mejor en pasar algunos meses en Aberfoyle. No se expondrían a
coger algún fuerte catarro, como en las húmedas calles de
nuestra capital.
-No le contradiré yo, Simon -respondió
Jacobo Starr, que se alegraba de encontrar al viejo capataz lo mismo
que estaba hacía mucho tiempo. ¡En verdad que yo me
pregunto por qué no cambio mi casa en Canongate por alguna choza
próxima a la suya!
-¡Ah, señor Starr, conozco uno de sus
antiguos mineros, a quien encantaría el que no hubiera entre
usted y él más que una pared de medianería!
-¿Y Magde? ... -preguntó. el
ingeniero.
-Mi buena mujer está aún mejor que yo,
si es posible -respondió Simon Ford-, y está
contentísima porque va a verlo a su mesa. ¡Creo que se
excederá a sí misma para recibirlo!
-¡Ya veremos, Simon, ya veremos! -dijo el
ingeniero, que no podía permanecer indiferente al anuncio de un
buen almuerzo después de su largo viaje.
-¿Tiene hambre, señor Starr?
-¡Sí; positivamente hambre! el viaje me
ha abierto el apetito. ¡He venido con un tiempo horrible! ...
-¡Ah! ¿Llueve allá arriba?
-respondió Simon Ford con un aspecto notable de
compasión.
-Sí, Simon; y las aguas del Forth están
hoy agitadas como la del mar.
-Pues bien, señor Starr, aquí no llueve
nunca; pero no debo decirle las ventajas que gozamos, y que usted
conoce tan bien como yo. Ya está en la choza. Esto es lo
principal; ¡sea bienvenido, se lo repito!
Simon Ford, seguido de Harry, hizo entrar en la
habitación, a Jacobo Starr, que se encontró en medio de
una ancha sala iluminada por varias lámparas, una de las cuales
pendía de las vigas coloreadas del techo.
La mesa, cubierta de un mantel de frescos colores no
esperaba más que a los convidados, para los cuales había
cuatro sillas forradas de cuero.
-Buenos días, Madge, dijo el ingeniero.
-Buenos días, señor Starr
-respondió la escocesa, que se levantó para recibir a su
huésped.
-La vuelvo a ver con mucho gusto, Madge.
-Y hace usted bien, porque es un placer el volver a
ver a aquellos para quienes uno ha sido siempre bueno.
-Mujer, la sopa espera -dijo Simon Ford, y no conviene
hacerla esperar, ni tampoco al señor Starr. Tiene un hambre de
minero, y va a ver que nuestro hijo no nos hace carecer de nada en
nuestra choza.
-A propósito Harry -añadió el
capataz volviéndose hacia su hijo-, Jack Ryan ha venido a
verte.
-Ya lo sé, padre. Le hemos encontrado en el
pozo Yarow.
-Es un buen camarada, muy alegre -dijo Simon Ford.
¡Pero parece que se divierte allá arriba! No tenía
verdadera sangre de minero en las venas. A la mesa señor Starr,
y almorcemos abundantemente, porque es posible que no podamos comer
hasta muy tarde. En el momento en que el ingeniero y los
huéspedes iban a sentarse a la mesa, dijo Jacobo Starr:
-Un instante, Simon. ¿Quiere que almuerce con
buen apetito?
-Eso será honrarnos todo lo posible,
señor Starr -respondió Simon Ford.
-Pues bien, es preciso para ello no estar preocupado.
Y yo tengo dos preguntas que hacerle.
-Dígame, señor Starr.
-¿Su carta me dice que me comunicaría
una cosa que me interesaría?
-Es muy interesante, en efecto.
-¿Para usted?
-Para usted y para mí, señor Starr. Pero
no quiero decírsela sino después de la comida y en el
lugar mismo a que se refiere. Sin esta condición usted no me
creería
-Simon -añadió el ingeniero-, ..miradme
bien... aquí... a los ojos. ¿Una comunicación
interesante? Sí... ¡Bueno! No le pregunto más
-añadió, como si hubiese leído la respuesta que
esperaba en los ojos del capataz.
-¿Y la segunda pregunta? -le dijo
éste.
-¿Sabe usted Simon, quién sea la persona
que haya podido escribirme esto? -respondió el ingeniero,
enseñándole la carta anónima que había
recibido.
-Simon Ford la tomó, y la leyó
atentamente.
Después, enseñándosela a su
hijo:
-¿Conoces esta letra? -le dijo.
-No, padre -contestó Harry.
-¿Y tiene el sello de la administración
de correos de Aberfoyle? -preguntó Simon al ingeniero.
-Sí; como la suya -respondió Jacobo
Starr.
-¿Qué piensas tú de esto, Harry?
-dijo Simon Ford, cuya frente se nubló un instante.
-Pienso, padre -contestó Harry-, que hay
alguien que ha tenido un interés cualquiera en impedir al
señor Jacobo Starr venir a la cita que usted le había
dado.
-¡Pero qué! -exclamó el viejo
minero. ¿Quién ha podido penetrar tan adelante en el
secreto de mi pensamiento?....
Y Simon Ford cayó en una meditación de
que le sacó la voz de Margarita.
-Sentémonos, señor Starr -dijo. La sopa
se va a enfriar. Por ahora no pensemos en esa carta.
Y a la invitación de la buena mujer cada uno se
sentó en su sitio. Jacobo Starr, enfrente de Margarita para
servirla, y el padre y el hijo, también uno enfrente de
otro.
Fue una buena comida escocesa. Comieron primero un
hotchpotch, sopa en cuyo excelente caldo nadaban pedazos de
carne. Según decía Simon Ford, su compañera no
tenía rival en esto de preparar el hotchpotch.
Lo mismo decía del cockyleeky, guisado
de gallina con puerros, que no mereció más que elogios.
El todo fue regado con una excelente cerveza de las mejores
fábricas de Edimburgo. Pero el plato principal consistió
en un haggis, pudding nacional hecho de carnes y fécula
de cebada. Este notable plato que inspiró al poeta Burns una de
sus mejores odas, tuvo la suerte reservada a todas las cosas buenas de
este mundo: pasó como un sueño.
Margarita recibió los sinceros cumplimientos de
su huésped.
El almuerzo terminó por unos postres compuestos
de queso y cakes, pasta de avena delicadamente preparada,
acompañada de algunas copas de usquebauh, excelente
aguardiente de uva que tenía veinticinco años, justamente
la edad de Harry.
El almuerzo duró muy bien una hora. Jacobo
Starr y Simon Ford no sólo habían comido, sino hablado en
abundancia, principalmente del pasado de la mina Aberfoyle.
Harry había sido el más callado. Dos
veces había abandonado la mesa y aún la casa.
Era evidente que sentía alguna inquietud desde
el incidente de la piedra, y quería observar los alrededores de
la choza. La carta anónima tampoco era cosa que le
tranquilizaba. Durante una de estas ausencias el ingeniero dijo a Simon
Ford y a Margarita:
-Tienen un bravo muchacho, amigos míos.
-Sí, señor Starr, es un ser bueno y leal
-respondió con presteza el capataz.
-¿Y está contento con usted en la
choza?
-No quiere abandonarnos.
-¿Piensan en casarle, sin embargo?
-¡Casar a Harry! -exclamó Simon Ford..
¿Y con quién? con una joven de allá arriba, que
pensaría en fiestas y en bailes y que preferiría su clan
a nuestra mina. Harry no querría...
-Simon -dijo Margarita-, no exigirás sin
embargo que nuestro Harry no se case nunca.
-Yo no exigiré nada -respondió el
capataz-; pero eso no nos apura ahora. Quién sabe si no le
encontraremos...
Harry entró en este momento y Simon Ford se
calló.
Cuando Margarita se levantó de la mesa, todos
la imitaron y fueron a sentarse un momento a la puerta de la choza.
-Simon -dijo el ingeniero-, ya le escucho.
-Señor Starr -respondió Simon Ford-, no
tengo necesidad de sus oídos, sino de sus piernas ¿ha
descansado ya?
-Estoy descansado y reanimado, Simon, y dispuesto a
acompañarlo donde quiera.
-Harry -dijo Simon, volviéndose hacia su hijo-,
enciende nuestras lámparas de seguridad.
-¿Van a llevar lámparas de seguridad?
-exclamó Jacobo Starr bastante sorprendido, porque en una mina
sin carbón no había que temer las explosiones del
hidrógeno carbonado.
-Sí, señor Starr, por prudencia.
-¿Me va a aconsejar también que me ponga
un traje de minero?
-¡Aún no, señor Starr!
¡Aún no! -respondió el ex capataz cuyos ojos
brillaron extraordinariamente en sus profundas órbitas.
Harry, que había entrado en la choza,
salió casi en seguida trayendo tres lámparas de
seguridad.
Dio una al ingeniero, otra a su padre, y se
quedó con la tercera en la mano izquierda, mientras que en la
derecha llevaba un largo bastón.
-¡En marcha! -dijo Simon Ford, que cogió
un fuerte pico que estaba a la puerta de la choza.
-¡En marcha! -repitió el ingeniero.
¡Hasta la vista, Magde!
-¡Dios los asista! -respondió la
escocesa.
-Una buena cena ¿oyes? -dijo Simon Ford.
Tendremos hambre a la vuelta, y la honraremos.

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