Las indias negras
Capítulo IV La mina
Dochart
Harry Ford era un joven alto de veinticinco
años, vigoroso y de sueltos ademanes. Su fisonomía un
poco seria, y su aspecto habitualmente pensativo, le habían
distinguido desde la infancia entre sus compañeros en la mina.
Sus facciones regulares, sus ojos profundos y dulces, sus cabellos
fuertes, más bien castaños que rubios, el encanto natural
de su persona, contribuía a darle el aspecto completo del
lowlander, es decir, del escocés de la llanura.
Endurecido desde su infancia en el trabajo de la mina, era al mismo
tiempo que un seguro compañero, una naturaleza fuerte y buena.
Guiado por su padre y llevado por sus instintos, había trabajado
y se había instruido muy pronto; y en la edad en que los
demás apenas son aprendices, él era ya alguien -uno de
los primeros de su condición- en un país que tiene pocos
ignorantes, porque hace todo lo posible para suprimir la
ignorancia.
Y aunque en los primeros años de su vida no
dejó de la mano el pico, no tardó en adquirir los
conocimientos suficientes para elevarse en la jerarquía de la
mina; y seguramente habría sucedido a su padre en el cargo de
capataz, si la mina no hubiera sido abandonada. Jacobo Starr era un
buen andarín todavía; y sin embargo, no habría
podido seguir fácilmente a su guía si éste no
hubiéra moderado el paso.
La lluvia caía ya con menos violencia. Sus
anchas gotas se pulverizaban antes de llegar al suelo. Eran más
bien ráfagas húmedas, que atravesaban la
atmósfera, llevadas por una fresca brisa.
Harry Ford y Jacobo Starr -el joven llevaba el ligero
equipaje del ingeniero-, siguieron la orilla izquierda del río,
apróximadamente una milla. Después de haber recorrido su
playa sinuosa, tomaron una senda que se perdía en las tierras,
bajo grandes árboles que goteaban el agua de la lluvia. Extensos
pastos se extendían a uno y otro lado, alrededor de casas de
campo aisladas. Algunos rebaños pacian tranquilamente la yerba,
siempre verde de aquellas praderas de Escocia. Eran vacas sin cuernos,
o pequeños carneros de lana sedosa, que se asemejaban a los de
los juegos de niños. No se veía ningún castor, por
que estaban, sin duda, refugiados, en el hueco de algún
árbol; pero el colley, perro particular de esta
región del Reino Unido, tan afamado por su vigilancia, rondaba
alrededor del rebaño.
El pozo Yarow estaba situado cerca de cuatro millas de
Callander. Jacobo Starr no dejaba de ir muy impresionado. No
había vuelto a ver aquel país desde el día en que
la última tonelada de la mina de Aberfoyle había sido
cargada en el ferrocarril de Glasgow.
La vida agrícola reemplazaba ahora a la vida
industrial, siempre más bulliciosa más activa. Y el
contraste era tan lo más notable, cuanto que durante el invierno
los trabajos del campo tienen una especie de descanso. Era otro tiempo,
en todas las estaciones la población minera animaba aquel
territorio por encima y por debajo del suelo. Los grandes carros de
carbón pasaban constantemente noche y día. Los
rails, ahora enterrados en sus traviesas podridas, se
estremecían bajo el peso de los vagones. Ahora el camino de
piedra y de tierra sustituia poco a poco a los tranvías de
explotación. Jacobo Starr creía atravesar un
desierto.
El ingeniero miraba, pues, en su derredor con tristes
ojos. Se detenía con frecuencia para tomar aliento. Escuchaba.
El aire no transmitía ya lejanos silbidos, ni el ruido anhelante
de las maquinarias. En el horizonte no se veía ni uno de esos
vapores negruzcos, que el industrial ve con placer mezclados con
grandes nubes. Ninguna chimenea cilíndrica o prismática
arrojaba humo, después de haberse alimentado en el
depósito mismo; ningún tubo de escape arrojaba su vapor
blanco, como el soplo de sus pulmones. El suelo, ennegrecido en otro
tiempo por el polvo del carbón, tenía una limpieza a que
no estaba acostumbrada la vida de Jacobo Starr.
Cuando el ingeniero se detenía, Harry Ford se
detenía también. El joven minero esperaba en silencio.
Conocía muy bien lo que pasaba en el alma de su
compañero, y particapaba de su emoción. El hijo de la
mina, cuya vida había transcurrido en las profundidades de aquel
suelo.
-¡Sí, Harry, todo está cambiado!
-dijo Jacobo Starr. ¡Pero a fuerza de sacarlos, preciso era que
los tesoros de hulla se agotasen alguna vez! ¡Tú te
acuerdas con pena de ese tiempo!
-Sí, señor Starr -respondió
Harry. El trabajo era duro, ¡pero interesaba como toda lucha!
-Sin duda, hijo mío. La lucha constante, el
peligro de los desprendimientos, de los incendios, de las inundaciones,
del grisu, que hieren como el rayo. ¡Era preciso estar preparado
y combatir estos peligros! Dices bien. ¡Era la lucha, y por
consiguiente la vida de emociones!
-Los mineros de Alloa han tenido más fortuna
que los de Aberfoyle, señor Starr.
-Sí, Harry -respondió el ingeniero.
-En verdad -exclamó el joven-, es sensible que
todo el globo terráqueo no esté únicamente
compuesto de carbón. ¡Habría habido para millones
de años!
-Sin duda, Harry, pero es preciso confesar que la
naturaleza ha sido previsora, formando nuestro esferoide más
principalmente de gres, de calcáreas, de granito, que no puede
consumir el fuego...
-¿Quiere decir que los hombres hubiesen
concluido por quemar todo el globo?
-Sí, entero, hijo mío -respondió
el ingeniero. La tierra habría pasado hasta el último
átomo a los hornos de las locomotoras, de las
locomóviles, de los buques de vapor, de las máquinas de
gas; ¡y así habría concluido nuestro mundo un
día!
-¡Ya no hay ese temor, señor Starr!
¡Pero también las minas se acabarán, sin duda,
más rápidamente de lo que creen los
estadísticos!
-Sí, sucederá, Harry, y en mi
opinión Inglaterra hace mal en cambiar su combustible por el oro
de las demás naciones.
-En efecto -respondió Harry.
-Yo sé muy bien -contestó el ingeniero-,
que ni la hidráulica ni la electricidad han dicho aún su
últirna palabra, y que llegará un día en que estas
fuerzas se utilicen más completamente. Pero no importa.
¡La hulla es de un uso tan práctico, y se presta tan
fácilmiente a las necesidades variadas de la industria!
¡Desgraciadamente los hombres no pueden producirla a voluntad! Si
los bosques de la superficie de la tierra crecen incesantemente por la
influencia del calor y del agua, los bosques interiores no se
reproducen, y el globo no se encontrará ya nunca en las
condiciones necesarias para volverlos a crear.
Jacobo Starr y su guía, hablando siempre,
seguían su marcha con paso rápido. Una hora
después de haber salido de Callander llegaban a la boca
Dochart.
La persona más indiferente se hubiese
impresionado ante el triste aspecto que presentaba aquella industria
abandonada. Era como el esqueleto de lo que había tenido tanta
vida.
En un extenso cuadro sembrado de algunos secos
árboles, el suelo desaparecía aún bajo el negro
polvo del combustible mineral; pero no se veían ni escorias, ni
residuos ni un sólo fragmento de hulla; todo había sido
recogido y consumido hacía mucho tiempo.
Sobre una colina poco elevada se destacaba el perfil
de una enorme obra de madera consumida lentamente por el sol y la
lluvia. En la parte superior se descubría una gran rueda, y
más abajo se veían los grandes tornos en que se
arrollaban los cables que subían los cajones de combustible a la
superficie del suelo.
En el piso inferior se descubría el
salón arruinado de las máquinas, que en otro tiempo
brillaban en las partes de su mecanismo, que eran de acero o de bronce;
algunos trozos de tabique yacían en tierra en medio de vigas
rotas y enverdecidas por la humedad. Restos de las palancas que
movían las barras de las bombas de extracción; cojinetes
rotos o aplastados, ruedas desdentadas, aparatos basculares derribados,
algunos escalones fijos en los caballetes, que parecían
colosales espinas de ictiosaurios, rieles unidos a alguna traviesa
rota, que sostenían aún dos o tres maderos vacilantes de
los tranvías, que no hubieran podido resistir el peso del
más pequeño vagón vacío. Tal era el aspecto
desolado de la mina Dochart.
Las bocas de los pozos con las piedras desunidas
desaparecían bajo el espeso musgo. Aquí se veían
restos de un cajón, allá vestigios del sitio donde se
almacenaba el carbón, que se clasificaba según su calidad
o su magnitud. En fin, restos de cubas de que pendía un pedazo
de cadena, fragmentos de caballetes gigantescos, planchas de alguna
caldera rota, pistones torcidos, grandes palancas que se inclinaban
sobre el agujero del pozo de las bombas, toldos que temblaban con el
viento, paredes verdosas, techos agrietados que cubrían
chimeneas de ladrillos desunidos, y parecian esos cañones
modernos cuya culata está cubierta de anillos cilíndricos
... y de todo ésto resultaba una impresión, de abandono,
de miseria, de tristeza, que no tienen las ruinas de un antiguo
castillo de piedra, ni los restos de una fortaleza desmantelada.
-¡Esto es una desolación! -dijo Jacobo
Starr mirando al joven, que no respondió.
Ambos penetraron entonces bajo la techumbre que
cubría el orificio del pozo Yarow, cuyas escalas daban a un
acceso a las galerías inferiores de aquella boca.
El ingeniero se inclinó sobre el pozo; desde
allí se oía en otro tiempo el soplo poderoso del aire
aspirado por los ventiladores. Ahora era un abismo silencioso.
Parecía que se asomaba al cráter de un volcán
apagado.
Jacobo Starr y Harry pusieron el pie en el primer
peldaño.
En la época de los trabajos había
ingeniosos aparatos en algunos pozos de las minas de Aberfoyle, que
bajo este punto de vista estaban perfectamente explotadas, cajones
provistos de paracaídas automáticos que se deslizaban
suavemente; escalas oscilantes llamadas engine-men, que por un
simple movimiento de oscilación permitían a los mineros
bajar sin peligro o subir sin cansancio.
Pero estos aparatos perfeccionados habían
desaparecido después de la cesación de los trabajos. No
quedaba en el pozo Yarow más que una larga sucesión de
escalas separadas por mesetas estrechas, de cincuenta en cincuenta
pies. Treinta de estas escalas colocadas así, una después
de otra, permitían bajar hasta la base de la galería
inferior, a una profundidad de mil quinientos pies. Era la única
vía de comunicación que existía entre el fondo de
la boca Dochart y el suelo. En cuanto a la ventilación se
verificaba por el pozo Yarow, que comunicaba por medio de las
galerías con otro pozo, cuyo extremo se abría a un nivel
superior, saliendo naturalmente el aire caliente por esta especie de
sifón invertido.
-Te sigo -dijo el ingeniero, haciendo una seña
al joven para que le precediera.
-Estoy a susórdenes, señor Starr.
-¿Llevas lámpara?
-Sí y ojalá fuese la lámpara de
seguridad de que nos servíamos en otro tiempo.
-¡En efecto -dijo Starr-, la formación de
grisu no es ahora temible!
Harry llevaba solamente una lámpara de aceite,
cuya mecha encendió.
En la mina, vacía de carbón, no
podían ya producirse las fugas de gas hidrógeno
carbonado. No habiendo, pues, ninguna explosión que, temer, y
ninguna necesidad de interponer entre la llama y el aire ambiente, la
tela metálica que impide a este gas inflamarse, la
lámpara de Davy, tan perfeccionada entonces, no tenía en
este momento aplicación.
Pero si el peligro no existía, era porque
había desaparecido su causa, y con su causa el combustible, que
era la riqueza de la mina Dochart.
Harry bajó los primeros peldaños de la
escala superior. Jacobo Starr le siguió.
Bien pronto se encontraron ambas en una oscuridad
profunda, que sólo rompía la luz de la lámpara. El
joven la elevaba por encima de su cabeza, a fin de iluminar mejor a su
compañero.
Bájaron diez escalas con ese paso mesurado
habitual al minero. Las escalas estaban aún en muy buen
estado.
Jacobo Starr, observaba curiosamente lo que la
insuficiente luz de la lámpara le dejaba ver de las paredes del
sombrío pozo, que conservában aún medio podrido el
revestimiento de madera.
Cuando llegaron a la quinta meseta, es decir, a la
mitad del camino, se pararon algunos instantes.
-¡Decididamente, yo no tengo tus piernas, hijo
mío -dijo el ingeniero, respirando largamente; pero en fin
todavía puedo!
-Usted es muy fuerte, señor Starr
-respondió Harry-; de algo sirve, ya lo verá, haber
vivido tanto tiempo en la mina.
-Tienes razón, Harry. Cuando yo tenía
veinte años, habría bajado sin respirar. ¡Vamos, en
marcha!
Pero en el momento, en que ambos iban a abandonar la
meseta, oyeron una voz, aunque lejana, en las profundidades de la
mina.
-¡Eh! ¡Quién está
ahí! -preguntó el ingeniero deteniendo a Harry.
-No puedo decirlo -contestó el joven
minero.
-¿No es tu anciano padre?
-¡Él! No, señor Starr.
-¿Algún vecino, entonces?...
-No tenemos vecinos en el fondo de la mina
-respondió Harry. Estamos solos, completamente solos.
-¡Bueno, dejemos pasar a este intruso! -dijo
Jacobo Starr. Los que bajan deben ceder el paso a los que suben.
Ambos esperaron.
La voz resonaba en aquel momento con un
magnífico timbre, como si fuese conducida por un gran
pabellón acústico; y pronto llegaron a los oídos
del joven minero algunas palabras de una canción escocesa.
-¡La canción de los lagos!
-exclamó Harry. Me asombraría si saliera de otros labios
que no fueran los de Jack Ryan.
-¿Y quién es ese Jack Ryan, que canta de
un modo tan soberbio? -preguntó Jacobo Starr.
-Un antiguo camarada de la mina -respondió
Harry.
Después inclinándose fuera de la meseta
gritó:
-¡Eh! ¡Jack!
-¿Eres tú Harry? -contestó la
voz. Espérame que subo.
Y siguió la canción perfectamente.
Algunos instantes después, aparecía en
el fondo del cono luminoso que proyectaba su linterna, y ponía
el pie en el descanso de la décima quinta escala, un joven alto
de veinticinco años, de cara alegre, ojos risueños, boca
sonriente, y cabellos de un rubio subido. Lo primero que hizo fue
estrechar fuertemente la mano que le tendía Harry.
-¡Cuánto me alegro de encontrarte!
-exclamó. Sí yo hubiese sabido que subirías a la
tierra hoy, me habría evitado haber bajado al pozo Yarow.
-El señor Jacobo Starr -dijo entonces Harry,
dirigiendo su lámpara hacia el ingeniero, que se había
quedado en la sombra.
-¡El señor Starr! -respondió Jack
Ryan. ¡Ah! señor ingeniero, no lo hubiera conocido.
¡Desde que dejé la mina, mis ojos no están ya
acostumbrados como antes a ver en la oscuridad!
-Y yo, me acuerdo de un picarillo que estaba cantando
siempre hace ya diez años, hijo mío. Sin duda eras
tú.
-Yo mismo, señor Starr; y al cambiar de oficio
no he cambiado de humor. Ya lo ve. ¡Bah! Reír y cantar,
creo que vale más que llorar y gemir.
-Sin duda, Jack Ryan. ¿Y qué haces desde
que dejaste la mina?
-Trabajo en la hacienda de Melrose, cerca de Invine,
en el condado de Renfrew, a cuarenta millas de aquí. ¡Ah!
Pero eso no vale lo que nuestra mina de Aberfoyle. ¡Mi mano
manejaba mejor el pico que la pala o la ahijada! Además, en la
vieja mina había rincones sonoros, ecos alegres, que
volvían caprichosamente las canciones, mientras que allá
arriba... Pero, ¿va usted a visitar al viejo Simon, señor
Starr?
-Sí, Jack -respondió el ingeniero. No
quiero detenerte...
-Dime Jack -le preguntó Harry-,
¿qué te ha traído hoy a nuestra choza?
-Quería verte, camarada -respondió Jack
Ryan-, e invitarte a la fiesta del clan de Irvine. Ya sabes que yo soy
el piper de la comarca; ¡cantaremos, bailaremos!
-Gracias, Jack, pero me es ímposible.
-¿Imposible?
-Sí; la visita del señor Starr puede
prolongarse, y yo debo acompañarle a Callander.
-¡Bah! Harry, la fiesta del clan de Irvine no es
hasta dentro de ocho días. De aquí a entonces
habrá terminado la visita del señor Starr, según
creo, y nada te detendrá en tu choza.
-En efecto Harry -respondió Jacobo Starr. Es
necesario aprovechar la invitación que te hace tu camarada
Jack.
-Pues bien, acepto -dijo Harry. Dentro de ocho
días nos encontraremos en la fiesta de Irvine.
-Dentro de ocho días; convenido
-respondió Jack Ryan. Adios Harry. ¡Soy su servidor
señor Starr! Estoy muy contento de haber vuelto a verlo.
Podré dar noticias de usted a los amigos. Nadie lo ha olvidado,
señor ingeniero.
-Yo tampoco he olvidado a nadie -dijo Jacobo
Starr.
-Gracias, en nombre de todos, señor
-respondió Jack Ryan.
-Adiós, Jack -dijo Harry, apretando por
última vez la mano de su camarada.
Y Jack Ryan, volviendo a su canción,
desapareció en seguida en las alturas del pozo, vagamente
iluminada por la lámpara.
Un cuarto de hora después, Jacobo Starr y Harry
bajaban la última escala y ponían el pie en el suelo del
último piso de la mina.
Alrededor de la rotonda, que formaba el fondo del pozo
Yarow, radiaban diversas galerías, que habían servido
para la explotación del último filón
carbonífero de la mina.
Penetraban en la masa de los esquistos y de los gres;
la mayor parte estaban apuntalados por trapecios de gruesos maderos
apenas escuadrados, y las otras cubiertas de un espeso revestimiento de
piedra. Por todas partes reemplazaban las explanadas a las venas de
combustible devorados por la explotación. Los pilares
artificiales estaban hechos de piedras arrancadas en las canteras de
las cercanías; y ahora sostenían el suelo, es decir, el
doble piso de los terrenos terciarios y cuaternarios, que antes
descansaban sobre el mismo depósito.
La oscuridad llenaba entonces estas galerías
que antes iluminaba la lámpara de los mineros, o la luz
eléctrica, cuyo uso se había introducido en la mina en
los últimos años de su explotación. Pero los
sombríos túneles no resonaban ya con el chirrido de los
vagones, rodando sobre sus rieles, ni con el ruido de los ventiladores
que se cerraban bruscamente ni con las voces de los maquinistas, ni con
los relinchos de los caballos, ni de las mulas, ni con los golpes del
pico del obrero, ni con las detonaciones de los barrenos que
hacían estallar las rocas.
-¿Quiere descansar un instante, señor
Starr? -preguntó el joven.
-No -respondió el ingeniero-, porque tengo
prisa por llegar a la choza del viejo Simon.
-Pues sígame, señor Starr. Lo voy a
guiar; y sin embargo, estoy seguro de que usted reconocería el
camino en este oscuro dédalo de galerías.
-¡Sí, ciertamente! Tengo aún en la
cabeza el plano de toda mi antigua mina.
Harry, seguido del ingeniero y levantando su
lámpara para alumbrar mejor, penetró en una alta
galería semejante a una nave de una catedral. Sus pies
tropezaban aún en las traviesas de madera que sostenían
los rieles en el tiempo de la explotación. Pero apenas
habían andado cincuenta pasos cuando una enorme piedra vino a
caer a los pies de Jacobo Starr.
-Tenga cuidado, señor Starr! -exclamó
Harry cogiendo del brazo al ingeniero.
-¡Una piedra, Harry! ¡Ah! estas viejas
bóvedas no están ya bastante seguras sin duda, y...
-¡Señor Starr! -respondió Harry
Ford-, ¡me parece que la piedra ha sido arrojada... y arrojada
por la mano de un hombre! ...
-¡Arrojada! -exclamó Jacobo Starr.
¿Qué quieres decir?
-Nada, nada, señor Starr... -respondió
evasivamente Harry, cuya mirada severa habría querido atravesar
aquellos espesos muros. Sigamos nuestro camino. Agárrese de mi
brazo, se lo ruego, y no tenga miedo de dar un paso en falso.
-¡Ya estoy, Harry!
Y siguieron caminando, mientras que Harry miraba hacia
atrás, proyectando el resplandor de su lámpara en las
profundidades de la galería.
-¿Llegaremos pronto? preguntó el
ingeniero.
-En diez minutos a lo más.
-Bien.
-Pero -murmuró Harry-¡qué
extraño es esto! es la primera vez que me sucede semejante cosa.
¡Ha sido preciso que esta piedra cayese en el momento mismo en
que pasábamos!...
-¡Harry, no hay en eso más que una
casualidad!
-¡Casualidad! ... -respondió el joven
meneando la cabeza. ¡Sí... una casualidad! ...
Al decir esto se detuvo y escuchó.
-¿Qué hay? -preguntó el
ingeniero.
-He creído oír pasos detrás de
nosotros -respondió el joven minero, que prestó el
oído más atentamente.
Después añadió:
-No, me habré equivocado. Apóyese bien
en mi brazo, señor Starr. Sírvase de mí como de un
báculo...
-Un robusto báculo.. Harry -respondió
Jacobo Starr. ¡No hay mejor báculo que un joven como
tú!
Y continuaron caminando silenciosamente por la
sombría nave.
Con frecuencia Harry, que iba preocupado
evidentemente, se volvía tratando de sorprender algún
ruido lejano o alguna lejana luz.
Pero delante y detrás de él no
había más que silencio y tinieblas.

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