Las indias negras
Capítulo II Por el
camino
Todas las ideas de Jacobo Starr se detuvieron
bruscamente, cuando leyó esta segunda carta, contradictoria con
la primera.
-¿Qué quiere decir esto? -se
preguntó.
Jacobo Starr volvió a coger el sobre, medio
roto.
Llevaba, lo mismo que el otro, el sello de la
administración de correos de Aberfoyle.
Venía, pues, del mismo punto del condado de
Stirling. No era evidentemente, el mismo minero el que la había
escrito; pero evidentemente también el autor de esta segunda
carta conocía el secreto del capataz, puesto que invalidaba la
invitación dirigida al ingeniero para acudir al pozo Yarow.
¿Sería pues, exacto que la primera carta
no tuviese ya objeto? ¿Se querría impedir a Jacobo Starr
que se pusiese en camino, útil o inútilmente? ¿No
habría una malévola intención que tuviera por
objeto destruir los proyectos de Simon Ford?
Esto fue lo que penso Jacobo Starr después de
una madura reflexión. La contradicción que existía
entre las dos cartas, no consiguió sino avivar su deseo de ir a
la mina Dochart. Por otra parte, si en todo esto no había
más que una mistificación, más valía
asegurarse de ello.
Pero le parecía que convenía dar
más crédito a la primera carta que a la segunda, es
decir, a la petición de un hombre como Simon Ford, que el aviso
de su contradictorio anónimo.
"En verdad, puesto que se pretende influir sobre
mi resolución", se dijo, "es que la
comunicación de Simon Ford debe tener una inmensa importancia.
Mañana estaré en el sitio de la cita, y a la hora
convenida."
Cuando llegó la noche, Jacobo Starr hizo sus
preparativos de viaje. Como podía suceder que su ausencia se
prolongase algunos días, previno por medio de una carta a Sir W.
Elphiston presidente del Instituto Real, que no podría asistir a
la próxima sesión de la sociedad; y se quitó
también de encima dos o tres negocios que debían ocuparle
en la semana. Y después de haber dado las órdenes a su
criado, y de haber preparado su saco de viaje, se acostó
más impresionado quizás de lo que convenía al
asunto.
Al día siguiente a las cinco saltaba de la
cama, se vestía, abrigándose, porque caía una
lluvia muy fría y dejaba su casa de la calle de Canongate, para
ir a tomar en el muelle de Granton el vapor, que en tres horas sube el
Forth hasta Stirling.
Por primera vez quizá, Jacobo Starr, al
atravesar la calle de Canongate, que es la principal de Edimburgo, no
se volvió para dirigir una mirada a Holyrood, palacio de los
antiguos soberanos de Escocia. No vio, ante su puerta, a los
centinelas, con el antiguo traje escocés, jubón de tela
verde, capilla de cuadros y escarcela de piel de cabra con largos
mechones, colgada sobre el muslo.
Aunque fuese fanático por Walter Scott, como
todos los hijos de la antigua Caledonia, el ingeniero, que jamás
dejaba de hacerlo, no miró siquiera la posada en que
descansó Waverley, y a la cual el sastre le llevó el
famoso traje de tartán de guerra, que admiraba tan sencillamente
la viuda Flockhart. No saludó tampoco, la pequeña plaza
en que los montañeses descargaron sus fusiles, después de
la victoria del Pretendiente, con exposición de matar a Flora
Mac Ivor.
El reloj de la cárcel mostraba en medio de la
calle su cuadrante; pero no le miró sino para cerciorarse de que
no le faltaría a la hora de la partida. También debemos
declarar que no vio en Nelher-Bow la casa del gran reformador John
Knox, el único hombre a quien no pudieron seducir las sonrisas
de María Estuardo. Pero siguiendo por High-Street, la
calle popular tan minuciosamente descrita en la novela El Abate,
se lanzó hacia el gigantesco puente de Bridge-Street, que
une las tres colinas de Edimburgo.
Algunos minutos después, Jacobo Starr
llegó a la estación del "ferrocarril general";
y media hora más tarde el tren le dejaba en Newhaven, bonito
pueblo de pescadores, situado a una milla de Leith, que forma el puerto
de Edimburgo. La marca ascendente cubría entonces la playa
negruzca y pedregosa del litoral. Las primeras olas bañaban una
estacada, especie de dique sujeto por cadenas. A la izquierda uno de
esos barcos que prestan su servicio en el Forth, entre Edimburgo y
Stirling, estaba amarrado al muelle de Granton.
En este momento la chimenea del Príncipe de
Gales, vomitaba torbellinos de humo negro, y su caldera roncaba
sordamente. Al sonido de la campana, que no dio sino algunos golpes,
los viajeros retrasados se apresuraron a acudir. Había muchos
comerciantes, hacendados y curas: estos últimos se
distinguían por sus calzones, por sus largas levitas y por el
fino alzacuello blanco que rodeaba su cuello.
Jacobo Starr no fue el último que se
embarcó. Saltó ligeramente sobre el puente del
Príncipe de Gales. Aunque la lluvia caía con violencia,
ni uno de estos pasajeros pensaba en buscar un abrigo en el
salón del vapor. Todos estaban inmóviles, envueltos en
sus mantas de viaje; y algunos reanimándose a ratos con la
ginebra o el whisky de sus cantimploras (que es lo que llaman
"abrigarse por dentro").
Sonó una última campanada, se largaron
las amarras, y el Príncipe de Gales giró para salir del
pequeño puerto, que le abrigaba contra las olas del mar del
Norte.
El Firth o Forth, es el nombre que se da al golfo
formado entre las orillas del condado de Fife, al Norte, y las de los
condados de Linlilhgow, de Edimburgo y de Haddington al Sur. Forma la
desembocadura del Forth, río poco importante, especie de
Támesis o de Mersey de aguas profundas, que bajando de la falda
occidental del Ben Lomond, se pierde en el mar en Kincardine.
Sería muy corta la travesía desde el
muelle de Granton a la extremidad de este golfo, si la necesidad de
hacer escala en varias estaciones de ambas orillas, no obligase a dar
muchos rodeos. Los pueblos, las aldeas, las cabañas, se van
descubriendo en las orillas del Forth, entre los árboles de una
fértil campiña.
Jacobo Starr, refugiado bajo la toldilla que se
extendía entre los tambores, no se cuidaba de mirar este
paisaje, rayado por las líneas que descubrían las gotas
de lluvia. Trataba más bien de observar si llamaba la
atención de algún pasajero. ¿Quién sabe si
el autor anónimo de la segunda carta estaba en el vapor? Sin
embargo, el, ingeniero no pudo descubrir ninguna mirada sospechosa.
El Príncipe de Gales, al salir del muelle de
Grantón, se dirigió hacia la pequeña abertura que
forman las dos puntas del Sur -Queensferry y Norte- Queensferry,
más allá de la cual el Forth forma una especie de lago,
practicable para los buques de cien toneladas. Entre las brumas del
fondo aparecían en algunos claros las nevadas cumbres de los
montes Grampianes.
Pronto el vapor perdió de vista la aldea de
Aberdour; la isla de Clom, coronada por las ruinas de un monasterio del
siglo XII; los restos del castillo de Barnbougle; Donibristle, donde
fue asesinado el yerno del regente Murray, y el islote fortificado de
Garvie.
Atravesó el estrecho de Queensferry,
dejó a la izquierda el castillo de Rosyth, donde residió
antiguamente una rama de los Estuardos, con la cual estaba emparentada
la madre de Cromwell; pasó el Blackness-Castle siempre
fortificado, conforme a uno de los artículos, del tratado de la
Unión; y siguió a lo largo de los muelles del puertecito
de Charleston, donde se exporta la cal de las canteras de lord Elgin.
Por fin la campana del Príncipe de Gales señaló la
estación de Combrie-Point.
El tiempo era malísimo. La lluvia, azotada por
una brisa violenta se pulverizaba en medio de esas ráfagas de
viento que pasan como trombas.
Jacobo Starr no dejaba de sentir alguna inquietud.
¿Habría acudido el hijo de Simon Ford a la cita?
Sabía por experiencia que los mineros, acostumbrados a la calma
profunda de las minas sufren menos que los obreros o los labradores
esas grandes inclemencias de la atmósfera. Desde Callander a la
boca Dochart y al pozo Yarow se contaba una distancia de 4 millas.
Ésta era la razón que podía retardar, en cierta
medida, al hijo del viejo capataz. Sin embargo, al ingeniero le
preocupaba más el temor de que la segunda carta hubiera hecho
inútil la cita dada en la primera. Éste era, si hemos de
decir verdad su mayor cuidado.
En todo caso, si Harry Ford no se encontraba
allí a la llegada del tren de Callander, Jacobo Starr estaba
decidido a ir solo a la mina; y si era preciso hasta el pueblo de
Aberfoyle. Allí tendría sin duda noticias de Simon Ford,
y sabría donde residía el capataz.
Entre tanto el Príncipe de Gales continuaba
levantando grandes olas con sus ruedas. No se veían las dos
orillas del río, ni la aldea de Crombie, ni
Toryburn, ni Torry-House, ni Newmills, ni
Carrindenhause, ni Harkgrange, ni Salt-Paus a la derecha. El
puertecito de Bowness, el puerto de Grangemonth, formado en la
embocadura del canal de Clyde, desaparecían en la húmeda
niebla. Culzoss, el antiguo pueblo y las ruinas de su abadía de
Citeaux; Kinkardine y sus canteras de construcción, en las
cuales hizo escala el vapor; Ayrth-Castle y su torre cuadrada del siglo
XIII; Clackmanman y su castillo edificado por Roberto Bruce, tampoco
eran visibles a través de los rayos oblicuos de la lluvia.
El Príncipe de Gales se detuvo en el
embarcadero de Alloa para dejar algunos viajeros. Jacobo Starr
sintió que se oprimía su corazón al pasar
después de diez años de ausencia, cerca de este
pueblecito, centro de la explotación de importantes minas
carboniferas, que mantenían una gran población de
trabajadores. Su imaginación le llevaba a aquel subsuelo, cavado
con tanto provecho por los mineros. ¡Estas minas de Alloa, casi
contiguas a las de Aberfoyle, continuaban enriqueciendo el condado,
mientras que los depósitos vecinos, agotados hacía tantos
años, no tenían ni un solo obrero!
El vapor, al dejar a Alloa, penetró en los
muchos rodeos que da el Forth en una longitud de diecinueve millas,
circulando rápidamente entre los grandes árboles de las
dos orillas. Un instante aparecieron en un claro las ruinas de la
abadía de Cambuskenneth, que data del siglo XII. Después
aparecieron también el castillo de Stirling y el sitio real de
este nombre, donde el Forth, atravesado por dos puentes, no es ya
navegable para los buques de alto bordo.
Apenas se acercó a la costa el Príncipe
de Gales, el ingeniero saltó prestamente al muelle. Cinco
minutos después llegaba a la estación de Stirling. Una
hora más tarde bajaba del tren en Callender, pueblo bastante
grande, situado en la orilla izquierda del Teyth.
Allí, delante de la estación, esperaba
un joven, que se dirigió en seguida hacia el ingeniero.
Era Harry, el hijo de Simon Ford.

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