Las indias negras
Capítulo X La ida y la
vuelta
Al oír la voz de Harry, Jacobo Starr, Margarita
y Simon Ford entraron por el agujero que ponía en
comunicación la antigua mina con la nueva; y se encontraron en
el principio de una ancha galería.
Hubiérase podido creer que estaba hecha por la
mano del hombre, que el pico y la pala la habían excavado para
la explotación de un nuevo depósito. Los exploradores
podían muy bien preguntarse si por una singular casualidad
habían sido trasladados a alguna antigua mina que no
habían llegado a conocer los mineros más viejos del
condado.
¡No! Las capas geológicas habían
conservado el espacio de esta galería en la época en que
se depositaban los terrenos secundarios. Ta vez le había ocupado
y recorrido algún torrente, cuando las aguas superiores se
mezclaban, con los vegetales sumergidos; pero ahora estaba tan seca
como si hubiese sido formada, algunos miles de pies más abajo,
en la profundidad de las rocas graníticas. Al mismo tiempo el
aire circulaba en ella confacilidad lo que indicaba que ventiladores
naturales la ponían en comunicación con la
atmósfera exterior.
Esta observación, hecha por el ingeniero, era
exacta; y se conocía que la ventilación se verificaba
fácilmente en la nueva mina. En cuanto al carbono que se
escapaba antes por los esquistos de la pared, parecía que
había estado encerrado en un depósito que se había
vaciado completamente; porque en la galería no había
vestigio alguno de semejante gas. Sin embargo, Harry por
precaución había llevado la lámpara de seguridad
con doce horas de luz.
Jacobo Starr y sus compañeros sentían
una perfecta alegría; porque aquella era la completa
satisfacción de sus deseos. En su derredor no había
más que hulla. La emoción les hacía estar
callados. El mismo Simon Ford se contenía. Su alegría se
manifestaba, no en largas frases, sino en pequeñas
interjecciones.
Quizá era una imprudencia entrar tan
profundamente en la cripta. Pero ellos no pensaban casi en la vuelta.
La galería era practible y poco sinuosa. Ninguna grieta
impedía el pase; no había tampoco ninguna
emanación maléfica. No había, pues, tampoco
razón para detenerse; y por consiguiente, Jacobo Starr,
Margarita, Harry y Simon, siguieron adelante por espacio de una hora,
sin que nada pudiese indicarles la exacta orientación de aquel
túnel desconocido.
Y habrían ido más lejos si no hubiesen
tenido que detenerse en el extremo de esta ancha vía, que
seguían desde su entrada por el agujero.
La galería terminaba en una enorme caverna cuya
altura y profundidad no podría calcularse. ¿A qué
elevación se cerraba la bóveda de aquella
excavación, y a qué distancia se levantaba su pared
opuesta? Las tinieblas que la ocupaban no permitían descubrirlo.
Pero a la luz de la lámpara los exploradores pudieron observar
que su cúpula cubría una gran extensión de agua
tranquila, un estanque o un lago, cuyas pintorescas riberas, formadas
por la accidentada superficie de las rocas se perdía en la
oscuridad.
-¡Alto! -gritó Simon Ford,
deteniéndose bruscamente. ¡Un paso más y rodaremos
quizá al fondo de un abismo!
-Descansemos, amigos míos -dijo el ingeniero.
Así como así, ya era tiempo de pensar en volver a la
choza.
-La lámpara puede aún alumbrarnos diez
horas, señor Starr -dijo Harry.
-Pues bien, parémonos -añadió
Jacobo Starr. Confieso que mis piernas lo necesitan.
¿Y usted, Madge, no se siene el cansancio de
tan larga expedición?
-Aún no, señor Starr -respondió
la robusta escocesa. Estamos acostumbrados a exploraciones que duran
horas en la antigua mina de Aberfoyle.
-¡Bah! -añadió Simon Ford. Madge
andaría diez veces este camino, si fuese preciso. Pero,
señor Starr, insisto en mi pregunta, ¿valía la
pena la noticia que tenía que darle? Se atreve usted a decir que
sí o que no!
-¡Ah compañero, hace mucho tiempo que yo
no he sentido satisfacción como esta! -respondió el
ingeniero. Lo poco que hemos explorado de esta maravillosa mina, parece
indicar que su extensión es considerable, a lo menos en
longitud.
-Y en anchura y en profundidad también,
señor Starr -replicó Simon Ford.
-Eso lo veremos después.
-¡Pues yo se lo aseguro! Fíese de mi
instinto de minero. ¡No me ha engañado nunca!
-Quiero creerle Simon -contestó el ingeniero
sonriendo. Pero en fin, por lo que yo puedo juzgar en esta ligera
exploración, poseemos los elementos para una explotación
que durará siglos.
-¡Siglos! -exclamó Simon Ford. La creo,
señor Starr. Se pasarán mil años y más,
antes de que se haya extraído el último pedazo de
carbón de la nueva mina.
-¡Dios lo oiga! -respondió Jacobo Starr.
En cuanto a la calidad de la mina, de esas paredes ...
-¡Soberbia, señor Starr, soberbia!
-respondió Simon Ford. ¡Véalo por usted mismo!
-Y diciendo esto arrancó un pedazo de roca
negra con su pico.
-¡Mire, mire! -repitió
aproximándole a la lámpara. ¡Qué lustrosa es
la superficie de este carbón! Tendremos hulla grasa, rica en
materias bituminosas. ¡Oh! y se arrancará en grandes
panes, casi sin polvo. Señor Starr hace veinte años que
este filón habría hecho una terrible concurrencia a
Swansea y a Cardiff. Pero los fogoneros se le disputarán
aún, y aunque cueste muy poco extraerlo de la mina, no por eso
se venderá fuera más barato.
-En efecto -dijo Margarita, que había cogido el
pedazo de hulla y lo examinaba como perita en la materia. Es un
carbón de buena calidad. Llévalo, Simon, llévalo a
casa; quiero que arda en nuestro fogón.
-¡Bien dicho, mujer! -respondió el
viejo-, y verás cómo no me he equivocado.
-Señor Starr -preguntó entonces Harry-,
¿tiene usted idea de la orientación probable de esta
larga galería que hemos seguido desde nuestra entrada en la
nueva mina?
-No, hijo mío -respondió el ingeniero.
Con una brújula acaso hubiera podido conocer su dirección
general. Pero sin brújula, estoy como un marino en medio del
mar, entre las brumas, cuando la ausencia del sol no le permite conocer
su situación.
-Sin duda, señor Starr -añadió
Simon Ford-, pero le ruego que no compare su situación a la del
marino que tiene siempre y en todas partes, el abismo a sus pies.
Nosotros estamos en tierra firme aquí y no
tenemos el temor de irnos a pique.
-¡Bien! No le daré ese disgusto, amigo
Simon -contestó Jacobo Starr. Lejos de mí la idea de
despreciar la nueva mina de Aberfoyle con una comparación
injusta. No he querido decir más que una cosa, y es, que no
sabemos donde estamos.
-Estamos en el subsuelo del condado de Stirling,
señor Starr -respondió Simon Ford, y lo afirmo como si
...
-Escuchen -dijo Harry, interrumpiendo al anciano.
Todos prestaron oidos, como lo hacía el joven
minero. El nervio auditivo de Harry, tan ejercitado, había
descubierto un ruido sórdo, como si fuese un murmullo lejano.
Jacobo Starr, Simon Ford y Margarita no tardaron en percibirle
también. Se producía en las capas superiores de la roca
como una especie de mugido y se percibía claramente el
crescendo y el decrescendo sucesivo, por débil que
fuese.
Los cuatro permanecieron algunos minutos sin
pronunciar palabra escuchando atentamente.
De pronto dijo Simon Ford.
-¿Es que ruedan ya los vagones en los rieles de
la Nueva Aberfoyle?
-Padre -dijo Harry-, creo que es el ruido que hacen
las aguas al pasar cerca de una orilla.
-Sin embargo, no estamos debajo del mar -dijo el
anciano.
-No -respondió el ingeniero-, pero no
sería imposible que estuviésemos debajo del lecho del
lago Katrine...
-¿Sería necesario que la bóveda
tuviese muy poco espesor en este sitio para oir el ruido del agua?
-Muy poco, en efecto -respondió Jacobo Starr-,
y eso es lo que hace que esta excavación sea tan grande.
-Debe usted tener razón, señor Starr
-dijo Harry.
-Además, hace tan mal tiempo allá afuera
-añadió Jacobo Starr-, que las aguas del lago deben tener
el movimiento que las del golfo de Forth.
-¿Y qué importa después de todo?
-dijo Simon Ford. El filón carbonífero no será
peor porque se extienda bajo el suelo de un lago. No sería esta
la primera vez que se buscase la hulla bajo el mismo lecho del
océano. Aunque tuviéramos que explotar las profundidades
y abismos del canal del norte, ¿dónde estaría el
mal?
-Bien dicho, Simon -exclamó el ingeniero, que
no pudo contener una sonrisa al ver el entusiasmo del capataz. Llevemos
nuestras galerías bajo las aguas del mar. Perforemos como una
espumadera él lecho del Atlántico. Vayamos a unirnos,
abriéndonos camino con el pico a nuestros hermanos de los
Estados Unidos a través del subsuelo del océano.
Perforemos hasta el centro del globo, si es preciso para arrancarle su
último pedazo de hulla.
-¿Quiere burlarse, señor Starr?
-preguntó Simon Ford.
-¡Yo burlarme! ¡pobre Simon! ¡No!
Pero usted es tan entusiasta que me arrastra a lo imposible. Mas
volvamos a la realidad, que es ya bastante grata. Dejemos aquí
nuestros picos, que volveremos a encontrar otro día, y tomemos
el camino de la choza.
Y en efecto, no podía hacerse otra cosa.
Más adelante volvería el ingeniero acompañado de
una brigada de mineros con lámparas y herramientas, y
empezaría de nuevo la explotación de la mina Aberfoyle.
Pero por ahora era urgente volver a la choza.
El camino era fácil. La galería
corría casi rectamente a través de la roca hasta el
agujero abierto por la dinamita. No había, pues, peligro de
extraviarse.
Pero en el momento en que Jacobo Starr se
dirigía hacía la galería, Simon Ford le
detuvo.
-Señor Starr -le dijo-, ¿ve usted esta
caverna inmensa, este lago subterráneo que cubre, y esta playa
que las aguas vienen a bañar a nuestros pies? Pues bien,
aquí trasladaré yo mi habitación, aquí
construiré mi casa, y si algún buen compañero
quiere seguir mi ejemplo, antes de un año habrá un pueblo
más en las rocas de nuestra antigua Inglaterra.
Jacobo Starr aprobó con una sonrisa los
proyectos de Simon Ford, le estrechó la mano, y los tres
precedidos de Margarita, penetraron en la galería, con objeto de
llegar a la mina Dochart.
En la primera milla de camino no ocurrió
ningún incidente. Harry iba delante levantando la lámpara
sobre su cabeza. Seguía cuidadosamente la galería
principal, sin apartarse nunca hacia los túneles estrechos que
partían a derecha e izquierda. Parecía, pues, que
debían terminar su viaje de vuelta tan fácilmente como el
de ida, cuando una enojosa contrariedad vino a hacer muy grave la
situación de los exploradores.
En efecto, una de las veces que Harry levantaba la
lámpara se sintió un rápido soplo de aire, como
causado por el movimiento de unas alas invisibles. La lámpara
azotada de costado, se escapó de las manos de Harry, y
cayó al suelo pedregoso de la galería, y se
rompió.
Jacobo Starr y sus compañeros quedaron de
pronto sumergidos en una oscuridad absoluta. La lámpara no
podía ya servir por haberse derramado el aceite.
-Y ahora, Harry -gritó Ford-, ¿quieres
que nos rompamos la crisma al volver a la choza?
Harry no respondió. Estaba meditando.
¿Habría dirigido también la mano del ser
misterioso este incidente? ¿Existía en aquella
profundidad un enemigo cuyo inexplicable antagonismo podía crear
un día graves dificultades? ¿Había alguien que
tuviese interés en defender el nuevo filón contra toda
tentativa de explotación? Esto era absurdo en verdad, pero los
hechos hablaban inconstestablemente, y se acumulaban de manera que
convertían en certidumbre las presunciones.
Mientras tanto, la situación de los
exploradores era gravísima. Tenían que andar aún
en aquellas horribles tinieblas cerca de cinco millas por la
galería; y después les quedaba una hora de camino antes
de llegar a la choza.
-Sigamos -dijo Simon Ford. No tenemos un instante que
perder. Iremos a tientas como ciegos. No es posible que nos perdamos.
Los túneles que se abren en las paredes son verdaderos agujeros
de topo; y siguiendo la galería principal llegaremos
inevitablemente a la abertura que nos ha dado entrada. Entonces
estaremos en la antigua mina. La conocemos ya, y no será la
primera vez que Harry y yo la hemos andado a oscuras. Además
encontraremos allí las lámparas que dejamos. En marcha,
pues Harry, anda delante. Señor Jacobo, sígalo.
Tú, Madge, detrás, y yo cerraré la marcha. No nos
separemos, no sólo hemos de sentir nuestros pasos, sino irnos
tocando.
No había más remedio que conformarse con
los consejos del anciano. Como decía muy bien, yendo a tientas
era casi imposible equivocar el camino. Solamente era preciso remplazar
los ojos con las manos y fiarse del instinto, que en Simon Ford y en su
hijo habia llegado a ser una segunda naturaleza.
Empezaron, pues, la marcha en el orden indicado. No
hablaban; pero no era seguramente porque no pensasen en nada. Era ya
evidente que tenían un enemigo. Pero ¿quién era, y
cómo defenderse de sus ataques tan misteriosamente preparados?
Esta idea nada tranqulizadora, les inquietaba. Sin embargo, los
momentos no eran a propósito para desanimarse.
Harry avanzaba con paso seguro, llevando los brazos
extendidos, y yendo sucesivamente de una pared a otra de la
galería. Reconocía con el tacto todas las sinuosidades y
agujeros, grandes o pequeños, y así no se apartaba del
camino recto.
Este difícil viaje en una oscuridad absoluta, a
que los ojos no podían acostumbrarse, duró cerca de dos
horas. Calculando el tiempo empleado, Jacobo Starr suponía que
debían estar ya muy cerca del fin de la galería.
En efecto, casi al mismo tiempo Harry se detuvo.
-¿Hemos llegado al fin de la galería?
-preguntó Simon Ford.
-Sí -respondió el joven.
-Pues bien, ¿has encontrado el agujero que pone
en comunicación la Nueva Aberfoyle con la antigua mina
Dochart?
-¡No! -respondió Harry, cuyas manos
crispadas no encontraban más que la superficie unida y cerrada
de una pared.
El viejo dio algunos pasos y tocó
también con sus manos la roca esquistosa.
De su boca se escapó un grito.
O los exploradores se habían extraviado a la
vuelta, o el pequeño agujero hecho en la pared por la dinamita
había sido tapado recientemente.
Fuese una u otra cosa, Jacobo Starr y sus
compañeros quedaban presos en la Nueva Aberfoyle.

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