Las indias negras
Capítulo XVII La salida del
sol
Un mes después -era el 20 de agosto- Simon Ford
y Margarita saludaban con entusiasmo a nuestros viajeros que se
preparaban a abandonar la choza.
Jacobo Starr, Harry y Jack Ryan iban a llevar a Elena
a un suelo que jamás había pisado: a una brillante
atmósfera cuya luz no habían visto nunca sus ojos.
La excursión debía durar dos
días. Starr, de acuerdo con Harry, quería que estas
cuarenta y ocho horas fuesen tan aprovechadas, que la joven viese en
ellas todo lo que no había visto en la sombría mina, es
decir, los diversos aspectos de la tierra, como si se desarrollase ante
sus ojos un panorama de ciudades, llanuras, montañas,
ríos, golfos y mares.
Parecía que la naturaleza había querido
precisamente reunir todas estas maravillas en la porción de
Escocia comprendida entre Edimburgo y Glasgow; y en cuanto al cielo,
estaría allí como en todas partes, con sus nubes
cambiantes, su luna serena, o velada, su sol esplendente y su
hormiguero de estrellas.
La excursión se había concertado de
manera que pudiera satisfacer las condiciones de este programa.
Simon Ford y Margarita habrían
acompañado con gusto a Elena; pero no quisieron abandonar ni un
día su morada subterránea.
Jacoho Starr iba como observador, como
filósofo, como curioso, bajo el punto de vista
psicológico, para observar las sencillas impresiones de Elena, y
quizá para sorprender algo acerca de los misteriosos sucesos de
su infancia.
Harry, algo preocupado, se preguntaba si de aquella
rápida iniciación en las cosas del mundo exterior,
saldría una joven distinta de la que amaba y de la que
había conocido hasta entonces.
En cuanto a Jack Ryan, estaba alegre como un
pájaro que echa a volar a los primeros rayos del sol, y esperaba
que su alegría se comunicara a sus compañeros de
viaje.
Elena estaba pensativa y como en recogimiento.
Jacobo Starr había decidido, y con
razón, que la partida fuese por la tarde. Era mejor, en efecto,
que la joven pasase por una gradación insensible de las
tinieblas de la noche a la claridad del sol. Así, desde la media
noche al medio día pasaría por estas fases sucesivas de
sombra y de luz, a que su mirada podría habituarse poco a
poco.
En el momento de abandonar la choza, Elena, tomando la
mano de Harry le dijo:
-Harry, ¿crees necesario que abandone la mina
aunque no sea más que por algunos días?
-Sí, Elena, es necesario; es necesario por ti,
y por mí.
-Sin embargo, Harry -replico Elena-; desde que vivo
aquí con ustedes soy tan feliz como es posible serlo. Tú
me has instruido. ¿No basta esto? ¿Qué voy a hacer
allá arriba?
Harry la miró sin responder. El pensamiento de
Elena era casi el suyo.
-Hija mía -dijo entonces Starr-; comprendo tu
vacilación, pero conviene que vengas con nosotros. Los que te
aman te acompañarán y te volverán aquí. Si
tú quieres después seguir viviendo en la mina como Simon,
como Margarita y como Harry, serás libre para hacerlo. No dudo
que ha de ser así, y lo apruebo. Pero a lo menos podrás
comparar lo que dejas con lo que tomas y obrar con entera libertad.
¡Vamos, pues!
-Ven, mi querida Elena -dijo Harry.
-Estoy dispuesta a seguirte, Harry -respondió
la joven.
A las nueve de la noche el último tren del
túnel conducía a Elena y a sus acompañantes a la
supeficie del condado. Veinte minutos después los dejaba en la
estación en que entroncaba el pequeño ramal del
ferrocarril de Dumbarton a Stirling, que iba a la Nueva Aberfoyle.
La noche estaba ya oscura. Desde el horizonte al cenit
se elevaban algunos vapores densos empujados por una brisa noroeste que
refrescaba la atmósfera. El día había sido
hermoso, y la noche debía serlo también.
Cuando llegaron a Stirling, Elena y sus
compañeros abardaron el tren y bajaron a la estación.
Ante ellos, y entre grandes árboles, se
extendía un camino que conducía a las orillas del
Forth.
La primera impresión física que
experimentó la joven fue la del aire, que sus pulmones aspiraban
ávidamente.
-Respira bien, Elena -dijo Starr-, respira este aire
cargado de todas las emanaciones del campo.
-¿Qué son esos grandes humos que corren
por encima de nuestras cabezas? -preguntó Elena.
-Son las nubes -contestó Harry-; son vapores
medio condensados que el viento lleva al occidente.
-¡Ah! -dijo Elena-, ¡con qué placer
me dejaría llevar por esos silenciosos torbellinos!
-¿Y qué son esos puntos brillantes que
se ven a través de los espacios que dejan las nubes?
-Las estrellas de que te he hablado. Otros tantos
soles; otros tantos centros de mundos tal vez semejantes al
nuestro.
Las constelaciones se descubrían perfectamente
en aquel cielo azul oscuro, que el viento purificaba poco a poco.
Elena rniraba aquellos millares de estrellas
brillantes que radiaban sobre su cabeza.
Pero -dijo-, ¿si son soles, cómo puede
resistirlos mi vista?
-Hija mía -respondió Starr-, son soles
en efecto; pero soles que gravitan a una distancia inmensa. El
más próximo de esos millares de astros, cuyos rayos
llegan a nosotros, es una estrella de la Lira, llamada Vega, que puedes
ver allí, cerca del cenit, y está a cincuenta millones de
millones de leguas. Su luz no puede, pues, herir tu vista. Pero
mañana se levantará nuestro sol, que está a
sólo treinta y ocho millones de leguas, y que no puede ser
mirado por la vista humana, porque es más ardiente que el foco
de un horno. Pero vamos, Elena, vamos.
Emprendieron el camino. Starr llevaba a la joven de la
mano. Harry iba a su lado. Jack iba y venía como un perrillo
impaciente por la lentitud de sus amos.
El camino estaba desierto. Elena miraba la silueta de
los grandes árboles que agitaba el viento en la sombra. Los
hubiera creído gigantes que gesticulaban. El ruido de la brisa
en las ramas; el profundo silencio cuando cesaba el viento; la
línea del horizonte que se destacaba más fijamente cuando
el camino cortaba una llanura, todo le hacía sentir cosas
nuevas, y producía en ella impresiones indelebles.
Después de haber hecho algunas preguntas se
calló, y todos respetaron su silencio. No querían influir
con sus palabras en la imaginación de la joven, y
preferían que fueran naciendo las ideas por sí mismas en
su espíritu.
A las once y media llegaron a la orilla septentrional
del Forth.
Allí les esperaba una barca que había
sido fletada por Starr, y que debía llevarles en breves horas al
puerto de Edimburgo.
Elena vio el agua brillante que ondulaba a sus pies
con el movimiento de la resaca, y parecía sembrada de estrellas
temblorosas.
-¿Es un lago? -preguntó.
-No -respondió Harry-, es un gran golfo de
aguas corrientes. Es la embocadura de un río, casi un brazo de
mar. Coge un poco de agua con la mano, y verás cómo no es
dulce como la del lago Malcolm.
La joven se bajó, metió la mano entre
las olas, y probó el agua.
-Es salada -dijo.
-Sí -respondió Harry-, la mar ha llegado
hasta aquí, porque ahora es la marea alta. Las tres cuartas
partes del globo están cubiertas de esta agua salada, que acabas
de probar.
-Pero si el agua de los ríos no es más
que el agua del mar que les vierten las nubes, ¿por qué
es dulce? -preguntó Elena.
-Porque el agua pierde las sales al evaporarse
-respondió Starr. Las nubes se forman por la evaporación,
y vuelven bajo la forma de lluvia su agua al mar.
-¡Harry! ¡Harry! -gritó la joven-,
¿qué es ese resplandor rojizo que se inflama en el
horizonte? ¿Es un bosque ardiendo?
Y Elena señalaba un punto del cielo, en medio
de unas brumas muy bajas que se coloreaban al oriente.
-No, Elena -respondió Harry-; es la Luna que
sale.
-¡Sí, la Luna! -dijo Jack-, una
magnífica bandeja de plata que los genios hacen circular por el
cielo, y que va recogiendo un tesoro de estrellas.
-Es verdad, Jack -dijo el ingeniero riendo. No
conocía tu habilidad, para las comparaciones atrevidas.
-Señor Starr, mi comparación es exacta;
porque ya ve usted que las estrellas desaparecen a medida que la Luna
avanza. Supongo, pues, que las recoge.
-Eso es, Jack, que la Luna con su esplendor apaga el
de las estrellas de sexta magnitud, :y por eso desaparecen a su
paso.
-¡Qué hermoso es todo esto!
-exclamó Elena que vivía sólo con la vista. Pero
yo creía que la Luna era redonda.
-Y lo es, cuando está llena -respondió
Starr-, es decir, cuando se encuentra en oposición con el Sol.
Pero esta noche entra en su último cuarto, tiene cuernos, y la
bandeja de Jack no es más que una vacía de barbero.
-¡Ah! señor Starr -exclamó Jack-,
¡qué indigna comparación! Precisamente cuando iba
yo a cantar en honor de la Luna: bello faro de la noche que vienes a
acariciar... Pero no. Ahora es imposible. Su "vacía"
me ha cortado la inspiración.
Mientras tanto la Luna seguía elevándose
sobre el horizonte. A su paso se desvanecían los vapores. En el
cenit y en el occidente, las estrellas brillaban aún sobre un
fondo negro que iba blanqueándose con el resplandor del astro.
Elena contemplaba en silencio aquel admirable espectáculo y sus
ojos recibían sin cansancio aquella luz plateada; pero su mano
temblaba en la de Harry, y hablaba por ella.
-Embarquémonos -dijo Starr-, es preciso subir
al pico Arturo antes de la salida del sol.
La barca estaba amarrada a una estaca de la orilla, y
guardada por un marinero. Elena y sus compañeros entraron en
ella. Se izó la vela y se hinchó con el viento
sudoeste.
¡Qué nueva impresion sintió
entonces la joven! Había navegado alguna vez en los lagos de la
Nueva Aberfoyle; pero el remo, por más suavemente manejado que
fuese por Harry, hacía traición al remero. Aquí,
por primera vez, Elena se sentía arrastrada por un movimiento
casi tan suave como el del globo en la atmósfera. El golfo
estaba como un lago. Elena medio recostada en la popa se dejaba mecer.
En algunos momentos la Luna reflejaba su luz en las olas de modo que la
barca parecía caminar sobre una superficie de plata brillante.
Las ondas se rompían con suave murmullo en los costados. Aquello
era un encanto.
Entonces los ojos de Elena se cerraron
involuntariamente. La joven cayó en una especie de
adormecimiento, inclinó la cabeza sobre el pecho de Harry, y se
durmió tranquilamente.
Harry quiso despertarla para que no perdiese nada de
aquella magnífica noche.
-Déjala dormir, hijo mío -le dijo el
ingeniero. Dos horas de descanso la prepararán mejor para
soportar las impresiones del día.
A las dos de la mañana llegó la
embarcación al puerto de Granton, Elena despertó al tocar
la tierra.
-¿He dormido? -preguntó.
-No, hija mía -respondió Starr. Has
soñado que dormías.
La noche estaba muy clara. La Luna a mitad de su
altura sobre el horizonte dispersaba sus rayos por todo el cielo. En el
puertecito de Granton no había más que dos o tres barcas
de pescadores, que se balanceaban con el flujo del agua. La brisa se
calmaba al aproximarse la mañana. La atmósfera, libre de
bruma, anunciaba una de esas madrugadas de agosto tan embellecidas por
la proximidad al mar. Del horizonte salía una especie de niebla
templada; pero tan delicada y transparente que el Sol debía
absorberla con sus primeros rayos. La joven pudo, pues, observar el
aspecto de la mar, cuando el horizonte se confunde con el cielo. Su
mirada se extendía mucho; pero apenas podía resistir la
impresión particular que produce el océano, cuando la luz
parece retroceder a los límites del infinito.
Harry tomó de la mano a Elena, y ambos
siguieron a Starr y Jack que se adelantaron por las calles desiertas.
Para Elena aquel arrabal de la capital no era más que un
montón de casas sombrías, que le recordaban a Villa
Carbón, con la única diferencia de que su techo era
más alto y resplandecía con muchos puntos brillantes.
Caminaba con paso ligero; de modo que Harry no tuvo nunca que acortar
el suyo, para que no se cansara.
-¿No estás cansada? -le preguntó
después de media hora de marcha.
-No -respondió. Me parece que apenas toco la
tierra con los pies. Está tan alto el cielo que quisiera volar,
como si tuviese alas.
-¡Oh! ¡es preciso contenerse! -dijo Jack
Ryan. Y tenemos que tratar que la buena Elena no se nos escape. Yo
siento lo msmo cuando estoy mucho tiempo sin salir de la mina.
- Eso se debe -dijo Starr-, a que nos sentimos
más aplanados que bajo la bóveda de esquisto de Villa
Carbón. Parece entonces que el firmamento es un profundo abismo
que nos atrae. ¿No es ésto lo que sientes, Elena?
-Sí, señor Starr -respondió la
joven-, eso es. Siento como una especie de vértigo.
-Ya te acostumbrarás -dijo Harry. Te
acostumbrarás a esta inmensidad del mundo exterior; y
quizá olvidarás entonces nuestra oscura mina.
-¡Nunca! Harry -respondió Elena.
Y se cubrió los ojos con la mano como si
hubiese querido retener en la memoria el recuerdo de lo que acababa de
dejar.
Los viajeros atravesaron por entre las dormidas casas
de Seithwalk; dieron la vuelta a Colton-Hill, donde se elevaban en la
penumbra, el observatorio y el monumento a Nelson; siguieron la calle
del Regente, atravesaron un puente, y llegaron después de una
pequeña vuelta a la calle de Canongate. Nada se movía
aún en la ciudad. Las dos acababan de dar en el gótico
campanario de la iglesia de Canongate.
En este sitio se detuvo Elena.
-¿Qué masa confusa es esa?
-preguntó señalando un edificio aislado, que se elevaba
en el fondo de una plazoleta.
-¡Esa masa, Elena -respondió Starr-, es
el palacio de los antiguos soberanos de Escocia, Holyrood, donde han
tenido lugar tantos sucesos fúnebres! ¡Ahí puede el
historiador evocar muchas sombras reales; desde la sombra de
María Estuardo, hasta la del anciano rey de Francia Carlos X!
Mas a pesar de esas fúnebres sombras, cuando venga el día
no te parecerá lúgubre esa residencia. Holyrood, con sus
cuatro torres almenadas, parece un castillo de recreo, que por capricho
de sus propietarios ha conservado el carácter feudal. Pero
sigamos nuestro camino. Allí en el circuito de la abadía
de Holyrood se elevan las soberbias rocas de Salisbury, que domina el
pico Arturo. Allí hemos de subir; porque desde su cima
verás aparecer el Sol por el horizonte del mar.
Entraron en el parque del Rey, y después,
subiendo siempre, atraversaron Victoria-Drive, magnífico
camino circular, que sirve para carruajes, y que Walter Scott se
felicita de haber consignado en algunas líneas de una
novela.
El pico Arturo no es realmente más que una
colina de setecientos cincuenta pies de altura, cuya aislada cima
domina los alrededores. En menos de una hora y por un sendero que lo
rodea y hace fácil la ascensión, subieron a la cabeza de
aquel león, que representa el pico Arturo, cuando se mira desde
el poniente.
Allí se sentaron los cuatro, y Jacobo Starr,
siempre dispuesto a citar al gran novelista escocés dijo:
-He aquí lo que ha escrito Walter Scott, en el
capítulo octavo de La prisión de Edimburgo:
"Si yo tuviese que elegir un sitio desde donde ver la salida y
postura del Sol, sería precisamente éste."
Esperemos, pues, Elena. El sol no ha de tardar en salir, y
podrás contemplarle en todo su esplendor.
La joven estaba mirando entonces al oriente.
Harry a su lado observaba con ansiosa atención.
¿No iba a ser profundamente impresionada por los primeros rayos
del astro del día? Todos callaban; hasta el mismo Jack Ryan.
Ya empezaba a dibujarse en el horizonte una
línea blanca, con matices rosados, sobre un fondo de ligeras
brumas. Algunas nubecillas perdidas en el cenit, fueron heridas por el
primer rayo de luz. Edimburgo se distinguía confusamente al pie
del pico Arturo, en la calma absoluta de la noche. Algunos puntos
luminosos rompian aquí y allá la oscuridad. Eran las
luces que iban encendiendo los vecinos de la antigua capital. Por
detrás, hacia el poniente, el horizonte cortado por siluetas
caprichosas, presentaba una serie de picos en cada uno de los cuales
iba a encender un punto de fuego el primer rayo del Sol.
El perímetro del mar se dibujaba más
claramente al este. La escala de los colores se disponía poco a
poco en el mismo orden que tienen en el espectro solar. El rojo de las
primeras brumas iba por graduación hasta el violado del cenit.
De segundo en segundo, aquella paleta inmensa se hacía
más viva; el color rosa se convertía en rojo, y el rojo
en fuego. El día empezaba en el punto de contacto del
círculo de iluminación con la circunferencia del mar.
En aquel momento las miradas de Elena recorrían
el espacio desde el pie de la colina hasta Edimburgo, cuyos cuarteles
empezaban a separarse por grupos. Elevados monumentos o algunos
campanarios atravesaban el espacio, y se iban perfilando poco a poco.
Se esparcía por el ambiente una especie de luz cenicienta. Por
fin llegó a los ojos de la joven el primer rayo. Era ese rayo
verde, que en la salida y postura del Sol, brota del mar cuando el
horizonte está puro.
Medio minuto después, Elena se levantó y
señalando un punto que parecía dominar las alturas de la
población exclamó:
-¡Un fuego!
-No, Elena -respondió Harry-, no es un fuego.
Es un reflejo de oro que pone el Sol en el monumento de Walter
Scott.
Y en efecto el extremo del monumento a la altura de
doscientos pies, brillaba como un faro de primer orden.
Era ya de día. El Sol apareció. Su disco
parecía húmedo como si realmente hubiese salido del mar
ensanchado al principio por la refracción, fue disminuyendo
hasta tomar la forma circular. Su resplandor, que se hizo insostenible
en seguida, era como el de la boca de un horno encendido que hubiese
agujereado el cielo.
Elena tuvo que cerrar los ojos; y tuvo también
que poner la mano sobre sus delgados párpados. Harry quiso que
se volviese de espaldas.
-No, Harry -le contestó-, es preciso que mis
ojos se acostumbren a ver lo que ven los tuyos.
A través de la mano, Elena percibía
aún una luz rojiza que iba blanqueándose a medida que el
sol se elevaba sobre el horizonte. Sus ojos se iban acostumbrando
gradualmente.
Por último los abrió y se impregnaron de
la luz del día.
La piadosa joven cayó de rodillas
exclamando:
-Dios mío ¡qué hermoso es su
mundo!
En seguida bajó los ojos y miró. A a sus
pies se desarrollaba el panorama de Edimburgo; los barrios nuevos y
alineados, el montón confuso de las casas, y el caprichoso
laberinto de las calles de Auldrecky. Dos alturas dominaban este
conjunto: el castillo sobre su roca de basalto, y Colton-Hill,
sosteniendo en su cima redonda las ruinas modernas de un monumento
griego. Desde la ciudad al campo radiaban magníficos caminos con
árboles.
Al norte un brazo de mar, el golfo de Forth. cortaba
profundamente la costa en la cual se abría el puerto de Leith.
Por encima, en tercer término, se desarrollaba el pintoresco
litoral del condado de Fife. Una vía recta como la del Pireo,
unía el mar a esta Atenas del norte.
Al oeste se extendían las bellas playas de
Newbauen y de Porto-Bello, cuya arena teñía de amarillo
las primeras olas de la resaca. Algunas chalupas animaban las aguas del
golfo, y dos o tres buques de vapor arrojaban al cielo un cono de humo
negro. Más allá verdeaba la inmensa campiña, y
pequeñas colinas rompían la línea de la llanura.
Al norte los montes Lomond, y al oeste el Ben-Lomond y Ben-Ledi
reflejaban los rayos solares, como si sus cimas estuviesen cubiertas de
eterno hielo.
Elena no podía hablar. Sus labios no murmuraban
más que palabras vagas. Sus manos temblaban. Sentía
vértigos; y por un momento le abandonaron sus fuerzas. En
aquella atmósfera tan pura, ante aquel espectáculo
sublime, se sentía desfallecer, y cayó en los brazos de
Harry, dispuestos para recibirla.
Aquella joven, cuya vida había pasado hasta
entonces en las entrañas de la tierra, contemplaba en fin lo que
constituye casi todo el universo, como le ha hecho el Creador del
mundo. Sus miradas, después de haber recorrido la ciudad y el
campo, se dirigieron por primera vez sobre la inmensidad del mar y el
infinito del cielo.

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