Las indias negras
Capítulo XI Los fantasmas de
fuego
Ocho días después de estos sucesos, los
amigos de Jacobo Starr estaban muy intranquilos. El ingeniero
había desaparecido sin que pudiese explicarse de ningún
modo su ausencia. Se había sabido, preguntando a su criado, que
se había embarcado en Granton; y por el capitán del vapor
Príncipe de Gales, que había desembarcado en Stirling.
Pero desde aquel momento nada se sabía.
La carta de Simon Ford le había recomendado el
secreto; y el ingeniero no había dicho nada de su viaje a las
minas de Aberfoyle.
No se hablaba, pues, en Edimburgo más que de la
desaparición inexplicable del ingeniero. Sir W.
Elphiston, presidente del Instituto Real, comunicó a sus colegas
la carta que le había dirigido Jacobo Starr,
manifestándole que no podía asistir a la próxima
sesión de la sociedad. Otras dos o tres personas
enseñaron cartas análogas. Pero si estos documentos
probaban que Jacobo Starr había salido de Edimburgo -lo que ya
se sabía- nada indicaban de lo que le había sucedido; y
esta ausencia respecto de tal persona y tan fuera de sus costumbres,
debía causar sorpresa primero e inquietud después, porque
se prolongaba.
Ninguno de sus amigos podía suponer que hubiese
ido a las minas de Aberfoyle. Se sabía que no encontraría
placer alguno en volver a ver el teatro de sus trabajos. No
había vuelto a poner allí los pies desde el día en
que había subido a la superficie del suelo la última
tonelada de carbón. Sin embargo, como el vapor le había
dejado en el desembarcadero de Stirling, se hicieron algunas
investigaciones por aquel sitio.
Pero nada se consiguió. Nadie se acordaba de
haber visto al ingeniero; sólo Jack Ryan, que le había
encontrado en compañía de Harry en las escalas del pozo
Yarow, hubiese podido satisfacer la curiosidad pública. Pero el
alegre joven, como se sabe, trabajaba en la hacienda de Melrose, a
cuarenta millas de distancia en el sudoeste del condado de Renfrew, e
ignoraba la inquietud que había causado la desaparición
de Jacobo Starr. Ocho días después de su visita a la
choza, Jack Ryan habría seguido cantando en las veladas del clan
de Irvine, si no hubiese tenido también motivo de gran
trastorno, de que hablaremos en breve.
Jacobo Starr era un hombre demasiado considerado, no
solamente en la capital, sino en toda Escocia, para que un hecho de
este género pasase inadvertido. El lord Prevoste,
magistrado de Edimburgo, las autoridades, los consejeros, cuya mayor
parte eran amigos del ingeniero, empezaron las más activas
pesquisas, y se enviaron agentes por el campo en su busca. Pero nada se
descubrió.
Entonces se creyó conveniente publicar en los
principales periódicos del Reino Unido una nota relativa al
ingeniero Jacobo Starr, dando sus señas e indicando la fecha en
que había salido de Edimburgo. Y se esperó, porque no
podía hacerse otra cosa, por grande que fuese la ansiedad
pública. La gente ilustrada de Inglaterra se iba acostumbrando a
creer en la desaparición definitiva de uno de sus más
distinguidos individuos.
Al mismo tiempo que había esta inquietud
respecto de la persona del ingeniero, Harry era también objeto
de grandes inquietudes. Solamente que el hijo del viejo capataz, en vez
de ocupar la atención pública, turbaba nada más el
buen humor de su amigo Jack Ryan.
El lector recordará que al encontrarse en el
pozo Yarow, Jack Ryan había invitado a Harry a ir ocho
días después a la fiesta del clan de Irvine. Había
habido aceptación y promesa formal de Harry para esta ceremonia.
Jack Ryan sabía por experiencia que su compañero era
hombre de palabra, y que en él cosa prometida era cosa
hecha.
Pero en la función de Irvine nada había
faltado, ni cantares, ni baile, ni diversiones de todo género;
sólo había faltado Harry Ford.
Jack Ryan había empezado por culparle, porque
la ausencia de su amigo influía en su buen humor. Perdió
la memoria en una de sus mejores canciones, y por la primera vez en su
vida, se quedó parado en un baile que le valía siempre
merecidos aplausos.
Es preciso decir aquí que la nota relativa a
Jacobo Starr, publicada por los periódicos, no había
llegado a noticia de Jack Ryan. Este buen amigo no tenía, pues,
ningún cuidado por la ausencia de Harry, aunque creía que
sólo un grave motivo le habría podido obligar a faltar a
su promesa. Así al día siguiente de la fiesta pensaba
tomar el tren de Glasgow para ir a la mina Dochart; y lo habría
hecho a no habérselo impedido un accidente, que estuvo a pique
de costarle la vida.
Véase lo que había sucedido en la noche
del 12 de diciembre; y en verdad que lo hecho era para dar la
razón a todos los partidarios de lo sobrenatural, que eran
muchos en la hacienda de Melrose.
Irvine, pueblo marítimo del condado de Renfrew,
que cuenta siete mil habitantes, está situado en un brusco
recodo que hace la costa escocesa, casi en la embocadura del golfo de
Clyde. Su puerto, bastante bien abrigado de los vientos, está
iluminado por un faro importante que señala la barra; de tal
modo, que un marino prudente no puede engañarse.
Así los naufragios eran muy raros en esta parte
del litoral; y los buques costeros u otros de más larga
travesía, que quisieran embocar en el golfo de Clyde, para ir a
Glasgow, o entrar en la bahía de Irvine, podían maniobrar
sin peligro, aun en las noches oscuras.
Cuando un pueblo tiene historia, por pequeña
que sea, y cuando su castillo ha pertenecido en otro tiempo a un
Roberto Estuardo, nunca deja de tener algunas ruinas.
Y en Escocia todas las ruinas están llenas de
duendes. Tal es a lo menos la creencia vulgar en la alta y baja
Escocia.
Las ruinas más antiguas y también las de
peor fama en toda esta parte del litoral eran precisamente las del
castillo de Roberto Estuardo, que llevaba el nombre de Dundonald.
En esta época el castillo de Dundonald, refugio
de todos los duendes errantes de la comarca, estaba completamente
abandonado. Apenas iba nadie a visitarle sobre la roca que ocupaba,
casi encima del mar, a dos millas del pueblo. Alguna vez un extranjero
se proponía visitar aquellos antiguos restos históricos;
pero tenía que ir solo. Los habitantes de Irvine no le hubieran
acompañado por ningún precio. En efecto, todo el mundo
sabía algunas historias de los fantasmas de fuego que habitaban
el antiguo castillo. Los más supersticiosos afirmaban haber
visto, con sus mismos ojos, a estos fantásticos seres.
Naturalmente Jack Ryan era de estos últimos.
La verdad es que de tiempo en tiempo aparecían
grandes llamas, ya sobre un trozo de muralla medio derruida, ya en el
extremo de la torre, que domina un conjunto de las ruinas del
castillo.
¿Tenían estas llamas forma humana, como
se decía? ¿Merecían el nombre de fantasmas de
fuego que les habían dado los escoceses del litoral?
Indudablemente, aquello no era más que una ilusión de los
cerebros, llevados a la credulidad; y la ciencia habría
explicado físicamente este fenómeno.
De todos modos los fantasmas de fuego tenían en
todo el país una fama inquebrantable de frecuentar las ruinas
del castillo, y de entregarse a extrañas zarabandas en las
noches oscuras. Jack Ryan no se hubiera atrevido nunca, a pesar de sus
aficiones, a acompañarlas con su cornamusa.
Con el viejo Nick (el diablo) tienen bastante,
decía, y no les hago falta para su orquesta infernal.
Como era natural, estas fantásticas apariciones
eran el texto obligado de la conversación por las noches. Jack
Ryan poseía todo un repertorio de leyendas sobre los fantasmas
de fuego; y jamás le faltaba materia cuando se trataba de hablar
de este asunto.
Durante, pues, la última velada, y entre
cerveza, brandy y whiskey, Jack Ryan no había dejado de
hablar de su tema favorito con gran placer, y aun con gran espanto, de
sus oyentes.
Esta velada con que terminaba la fiesta del clan de
Irvine, se celebraba en una espaciosa granja de la hacienda Melrose,
cerca de la costa. Una buena lumbre de cok ardía en medio
de los concurrentes en una estufa de palastro.
Afuera hacía muy mal tiempo. Espesas brumas
rodaban sobre las olas, que una fuerte brisa traía del lago. Era
una noche oscura; ni una luz entre las nubes; la tierra, el cielo, el
agua, se confundían en profundas tinieblas... por lo cual
habría sido muy difícil atracar en la bahía de
Irvine a cualquier buque que se hubiese aventurado a hacerlo con
aquellos vientos que azotaban la costa. El puertecito de Irvine no era
frecuentado -a lo menos por buques de cierto porte. Los barcos
mercantes de vela o de vapor atracaban más arriba, hacia el
norte, cuando querían llegar al golfo de Clyde.
Pero aquélla noche algún pescador
atracado a la orilla, hubiera visto, no sin sorpresa, un buque que se
dirigía hacia la costa. Y si de pronto hubiese aparecido el
día, habría visto, no ya con sorpresa, sino con espanto,
que aquel buque corria delante del viento a toda vela. Equivocada la
entrada del golfo, no tenía ya ningún refugio entre las
rocas formidables del litoral. Y si aquel buque se obstinaba en seguir,
¿cómo podría salvarse?
La velada iba a concluir con una última
historia de Jack Ryan. Sus oyentes, transportados al mundo de las
fantasmas, estaban en condiciones a propósito para convertir en
un acto de credulidad cualquier suceso infausto.
De pronto se oyeron gritos afuera.
Jack Ryan suspendió en seguida su cuento, y
todos dejaron precipitadamente la granja. La noche era
oscurísima. Grandes ráfagas de viento y de lluvia
corrían por la playa. Dos o tres pescadores, cerca de una roca,
para resistir mejor los golpes de viento, daban grandes gritos.
Jack Ryan y sus compañeros corrieron hacia el
grupo que formaban.
Pero aquellos gritos no se dirigían a los
habitantes de la quinta, sino a una embarcación, que sin
saberlo, corría a su perdición.
En efecto, a algunos cables de distancia,
aparecía confusamente una masa sombría. Era un buque,
como se conocía fácilmente por sus luces; porque llevaba
en el palo de mesana una luz blanca, a estribor una luz verde y a babor
una luz roja. Se le veía, pues, por la proa, y era evidente que
se dirigía velozmente hacia la costa.
-¡Un buque en peligro! -dijo Jack Ryan.
-Sí -respondió uno de los pescadores; le
conviene virar de bordo y no podrá hacerlo..
-¡Señales, señales! -gritó
un escoces.
-¿Y cuál? -preguntó el pescador.
Con esta borrasca no puede tenerse ni una luz encendida.
Mientras se cambiaban estas frases, daban nuevas
voces. Pero ¿cómo habían de oirlas en medio de
aquella tempestad? El buque no tenía ya probabilidad alguna de
escapar del naufragio.
-¿Por qué maniobrará así?
-preguntó un marino.
-Querrá tomar tierra -respondió
otro.
-El capitán no conocerá el faro de
Irvine -dijo Jack Ryan.
-Así debe ser, a menos que no haya sido
engañado por alguna ...
El pescador no había acabado su frase cuando
Jack Ryan dio un grito formidable. ¿Le oiría el buque? En
todo caso era ya tarde para que el buque evitase la línea de las
rompientes, que blanqueaba en las tinieblas de la noche.
Pero aquel grito no era como hubiera podido creerse
una suprema advertencia al buque en peligro. Jack Ryan volvía en
aquel momento la espalda a la mar. Sus compañeros también
se volvieron y un punto situado a media milla dentro de la playa.
Era el castillo de Dundonald. Una ancha llama oscilaba
con el viento en el extremo de la antigua torre.
-¡El fantasma de fuego! ¡el fantasma de
fuego! gritaron los pescadores y los aldeanos aterrados.
Todo se explicaba entonces. Era evidente que el buque
desorientado en las brumas había equivocado el camino y
había tomado aquella llama encendida en lo alto del castillo
Dundonald por el faro de señales de Irvine. Se creía,
pues, a la entrada del golfo, situado diez millas más al norte,
y corría hacia una costa que no lo ofrecía refugio
alguno.
¿Qué podía hacerse para salvarlo,
si era tiempo aún? Quizá lo mejor hubiera sido subir a
las ruinas y apagar aquel fuego para que no se confundiese más
tiempo con el faro de Irvine.
Indudablemente esto era lo que convenía hacer
sin perder tiempo. Pero ¿dónde había un
escocés que se hubiese atrevido a pensar, y depués de
pensar a tener la audacia de desafiar a los fantasmas de fuego? Tal vez
sólo Jack Ryan, porque era animoso, y su credulidad, por fuerte
que fuese, no podía contener sus generosos sentimientos.
Pero ya era tarde. De pronto resonó un horrible
golpe en medio de la tormenta. Las luces del buque se apagaron. La
línea blanquecina de la barra pareció rota un
instante.
El buque había llegado a ella, se había
ladeado y se hacía pedazos contra el arrecife.
En aquel mismo instante, por una coincidencia debida
seguramente a la casualidad, la llama del castillo desapareció,
como si hubiese sido arrebatada por una violenta ráfaga.
La mar, el cielo, la playa, todo quedó
sumergido en las más profundas tinieblas.
-¡El fantasma de fuego! -gritó otra vez
Jack Ryan, cuando se borró esta aparición, sobrenatural
para él y para sus compañeros.
Pero entonces el valor que aquellos supersticiosos
escoceses no habrían tenido contra un peligro quimérico,
se manifestó poderoso ante un peligro real, cuando se trataba de
salvar a sus semejantes. Los elementos desencadenados no les
detuvieron, y se lanzaron heróicamente al socorro del buque
náufrago, por medio de cuerdas arrojadas al agua.
Felizmente llegaron a tiempo, no sin que algunos -y
Jack Ryan entre ellos- fuesen estropeados en las rocas; pero el
capitán del buque, y los ocho hombres de tripulación
pudieron ser sacados sanos y salvos sobre la playa.
Aquel buque era el brick noruego Motala,
cargado de maderas del norte, que se dirigía a Glasgow.
Había sido verdad. El capitán
engañado por aquella luz encendida en la torre del castillo de
Dundonald, había venido a tropezar en la costa en vez de entrar
en la embocadura del golfo de Clyde.
Y del Motala no quedaba ya más que algunos
restos, que la resaca acababa de hacer pedazos en las rocas del
litoral.

Subir
|