Las indias negras
Capítulo XXI El casamiento de
Elena
Se separaron después de haber convenido en que
los huéspedes de la choza tendrían la mayor vigilancia.
La amenaza de Silfax era demasido directa, para despreciarla; y estaban
en el caso de preguntarse si el antiguo penitente dispondría de
algún medio terrible para aniquilar la Nueva Aberfoyle.
Pusieron guardias armados en las varias salidas de la
mina, con orden de vigilar noche y día. Todo extraño
debía ser llevado ante el ingeniero para identificar su persona.
No creyeron conveniente decir a los habitantes de Villa Carbón
las amenazas de que eran objeto; porque no teniendo Silfax
inteligencias en la plaza, no podía haber traición.
Dieron cuenta a Elena de todas las medidas tomadas, y
aunque no se tranquilizó por completo, se quedó
más serena. Sin embargo nada contribuyó a hacerla
abandonar la idea de huir, como la promesa de Harry de seguirla adonde
fuese.
En la semana que precedió al casamiento no hubo
ningún accidente que turbara la paz de la mina; de modo que sus
habitantes, sin abandonar la vigilancia, perdieron el pánico que
había puesto en peligro la explotación.
Mientras tanto Starr continuaba buscando a Silfax. El
vengativo anciano había declarado que Elena no se casaría
con Harry, y era de sospechar que no retrocedería ante nada para
impedirlo. Lo mejor hubiese sido apoderarse de su persona, respetando
su vida.
Se empezó, pues, de nuevo el registro de la
mina. Se recorrieron las galerías hasta los pisos superiores,
que llegaban a las ruinas del castillo de Dundonald, pues se sospechaba
con razón que por allí se comunicaba con el exterior, y
que entraría los alimentos necesarios para su pobre existencia,
comprándolos o cogiéndolos. En cuanto a los fantasmas de
fuego, Starr creyó que Silfax había podido encender
algún escape de carburo en aquella parte de la mina. No se
engañaba; pero sus investigaciones fueron inútiles.
Jacobo Starr, en esta lucha continua contra un ser
invisible, fue, sin dejarlo conocer, el más desgraciado de los
hombres. A medida que se aproximaba el día del matrimonio, se
aumentaban sus temores, y había creído conveniente hablar
de ello, por una excepción, al capataz, que llegó a estar
más intranquilo que él.
Por fin llegó el día.
Silfax no había dado señales de
vida.
Desde por la mañana todos los habitantes de
Villa Carbón estaban de pie. Se habían suspendido los
trabajos; porque maestros y obreros querían hacer un homenaje al
capataz y a su hijo, pagando una deuda de gratitud a los dos hombres
atrevidos y perseverantes, que habían vuelto a la mina su
prosperidad.
La ceremonia debía verificarse a las once en la
capilla de San Gil, elevada a orillas del lago Malcolm.
A esta hora salieron de la casa, Harry dando el brazo
a su madre, y Simon a Elena.
Seguían el ingeniero, impasible en apariencia,
pero en el fondo esperindolo todo, y Jack Ryan, soberbio con su traje
de piper.
Después iban los demás ingenieros de la
mina, los notables de Villa Carbón, los amigos, los
compeñeros del capataz, los miembros de aquella gran familia de
mineros, que formaba la población especial de la Nueva
Aberfoyle.
Era uno de esos días calurosos de agosto, que
son tan fatigosos en los países del norte.
El aire tempestuoso penetraba hasta las profundidades
de la mina, donde se había elevado la temperatura de un modo
anormal. La atmósfera se saturaba de electricidad, a
través de los pozos de ventilación y del vasto
túnel de Malcolm.
El barómetro había bajado
considerablemente, fenómeno muy raro en Villa Carbón, y
era cosa de preguntarse si iba a estallar una tempestad bajo la
bóveda de esquisto, que formaba el cielo de la inmensa
cripta.
Pero la verdad es que allí nadie pensaba en las
amenazas atmosféricas de fuera.
Todos se habían puesto sus mejores trajes.
Margarita llevaba uno que recordaba los pasados
tiempos; llevaba en la cabeza un toy, como las antiguas
matronas, y en sus hombros flotaba el rokelay, especie de
mantilla de cuadros, que las escocesas llevan con cierta gracia.
Elena se había propuesto no dejar conocer la
agitación de su pensamiento. Prohibió latir a su
corazón, y venderla a sus secretas angustias, y consiguió
mostrar a todos un rostro tranquilo.
Iba vestida sencillamente; y esta sencillez, que
había preferido a trajes más ricos, daba más
encanto a su persona. En la cabeza llevaba solamente un snood,
cinta de varios colores con que se adornan las jóvenes de
Caledonia.
Simon llevaba un traje que no hubiera despreciado el
digno alcalde Nicolás Jarvie de Walter Scott.
Todos se dirigieron hacia la capilla, que estaba
lujosamente decorada.
En el cielo de Villa Carbón, los discos
eléctricos, reavivados por corrientes intensas,
resplandecían como otros tantos soles. Una atmósfera
luminosa llenaba toda la Nueva Aberfoyle.
En la capilla, las lámparas eléctricas
proyectaban tan viva luz, que los vidrios de colores brillaban como
caleidoscopios de fuego.
Iba a oficiar el reverendo Guillermo Hobson, que
esperaba a los esposos en la puerta de San Gil.
El acompañamiento se aproximaba siguiendo la
orilla del lago.
En aquel momento resonó el órgano, y las
dos parejas, precedidas del reverendo Hobson, se dirigieron hacia el
crucero de San Gil.
Ante todo, pidieron la bendición del cielo;
después Harry y Elena quedaron solos ante el ministro, que
tenía el libro sagrado en la mano.
-Harry -preguntó el reverendo Hobson-,
¿quiere a Elena por esposa y jurá amarla siempre?
-Lo juro -respondió el joven con voz
fuerte.
-Y usted, Elena -añadió el ministro-,
¿quiere a Harry Ford por esposo y...
La joven no pudo responder porque un inmenso clamor
resonó afuera.
Una de aquellas enormes rocas que había a
orillas del lago, a cien pasos de la capilla, se desplomó
súbitamente, sin explosión, como si su caída
hubiese estado preparada de antemano. Las aguas se precipitaron por
debajo, en una excavación profunda, que nadie sabía que
existiese.
Después, de pronto, por entre las rocas
desplomadas apareció una canoa, que con un impulso vigoroso se
lanzó a la superficie del lago.
En aquella canoa iba de pie un anciano, vestido con un
hábito sombrío con los cabellos erizados y una larga
barba, que caía sobre su pecho. Llevaba en la mano una
lámpara de Davy, en la cual brillaba una llama, protegida por la
tela metálica del aparato.
Al mismo tiempo gritó con una voz fuerte:
-¡El carburo! ¡El carburo!
¡Maldición sobre todos! ¡Maldición!
En aquel momento, el ligero olor que caracteriza al
hidrógeno protocarbonado, se extendió por la
atmósfera.
La caída de la roca había dado paso a
una enorme cantidad de gas explosivo, encerrado en grandes
depósitos, cerrados por los esquistos. La corriente de carburo
subía a las bóvedas, con una presión de cinco o
seis atmósferas.
El viejo conocía la existencia de esos
depósitos y los había abierto bruscamente para hacer
detonante la atmósfera de la cripta.
Jacobo Starr y algunos otros salieron precipitadamente
de la capilla.
-¡Fuera de la mina! ¡Fuera de la mina!
-gritó el ingeniero, que habiendo comprendido todo el peligro,
fue a dar el grito de alarma a la puerta de la capilla.
-¡El carburo! ¡El carburo! -gritaba el
viejo, adelantando en su canoa por el lago.
Harry, arrastrando a su novia, a su padre y a su
madre, había salido precipitadamente de la capilla.
-¡Fuera de la mina! ¡Fuera de la mina!
-repetía Starr.
¡Era tarde para huir!
Silfax estaba allí dispuesto a cumplir su
última amenaza, y a impedir el casamiento de Elena, sepultando a
todos los habitantes de la mina entre sus ruinas.
Por encima de su cabeza volaba el enorme buho con sus
manchas negras en las plumas.
Pero entonces se precipitó un hombre, en el
agua del lago, nadando vigorosamente hacia la canoa.
Era Jack Ryan, que se esforzaba por llegar hasta el
loco, antes de que cumpliese su obra de destrucción.
Silfax le vio. Rompió el vidrio de su
lámpara, y arrancando la mecha encendida, la paseó por el
aire.
Un silencio de muerte sucedió en toda aquella
gente aterrada. Jacobo Starr, resignado, se asombraba de que ya la
explosión no hubiese destruido la Nueva Aberfoyle. Silfax
comprendía que el carburo por su ligereza se había
acumulado en las capas elevadas del aire.
Pero entonces el buho obedeciendo a un gesto de
Silfax, cogió con la pata la mecha incendiaria, como
hacía en otro tiempo en las galerías de la mina Dochart,
y empezo a elevarse hacia la bóveda, que el viejo le
señalaba con la mano.
Unos cuantos segundos más, y la Nueva Aberfoyle
habría sido destruida.
En aquel momento Elena se escapó de los brazos
de Harry.
Serena e inspirada a la vez, corrió hasta la
orilla del agua y desde allí llamó al pajaro con voz
clara, diciendo: ¡Ven, ven a mí! El fiel pájaro,
asombrado, dudó un instante. Pero de pronto, recordando la voz
de Elena, dejó caer la mecha encendida en el agua del lago, y
describiendo un ancho círculo vino a posarse a los pies de la
joven.
La llama no llegó a las altas capas, donde se
había acumulado el carburo.
Entonces se oyó un grito terrible, que
resonó en la bóveda. Fue el último grito de
Silfax.
En el momento en que Jack Ryan iba a poner la mano
sobre la canoa, el viejo, viendo que se le escapaba la venganza, se
arrojó al lago.
-¡Sálvenlo! ¡Sálvenlo!
-gritó Élena con voz conmovida.
Harry lo oyó, y arrojándose a su vez al
lago, se unió a Jack y se sumergió varias veces. Pero sus
esfuerzos fueron inútiles.
Las aguas del lago Malcolm no devolvieron a su presa y
se cerraron para siempre sobre el viejo Silfax.

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