Las indias negras
Capítulo IX La nueva
Aberfoyle
Si los ingenieros, ayudados por algún poder
sobrehumano hubiesen podido levantar de un golpe y en un espesor de mil
pies toda esta porción de la corteza terrestre que sostiene el
conjunto de lagos, de ríos, de golfos y las tierras
ribereñas de los condados de Stirling, de Dombarton y de
Renfrew, habrían hallado debajo de esta enorme cubierta una
excavación inmensa, no comparable a ninguna otra del mundo
más que a la célebre gruta de Mamuth en Kentucky.
Esta excavación se componía de muchos
centenares de alvéolos de todas magnitudes y de todas formas.
Representaba una colmena con sus innumerables pisos de células
caprichosamente dispuestas; y que en lugar de abejas hubiese sido capaz
de alojar todos los ictiosaurios, megaterios y pterodáctilos de
la época geológica.
Era un laberinto de galerías, unas mas elevadas
que las otras como bóvedas de las catedrales, y las naves
laterales estrechas y tortuosas; siguiendo éstas la línea
horizontal, o bajando aquéllas oblicuamente, reuniéndose
después todas estas cavidades y dejando libre la
comunicación entre sí.
Las columnas que sostenían estas
bóvedas, cuyas curvas admitían todos los estilos, las
gruesas murallas sólidamente asentadas entre las
galerías, las mismas naves en este piso de terrenos secundarios,
eran de areniscas y de rocas estratificadas. Pero entre estas capas,
inútiles a la explotación y fuertemente oprimidas por
ellas, había ricas venas de carbón, como si la sangre
negra de esta extraña mina circulase a través de esta
inextricable red de conductos. Estos depósitos ocupaban una
extensión de cuarenta millas de norte a sur, y llegaban a
penetrar bajo el canal del norte. La importancia de esta cuenca no
podía ser apreciada sino por la sonda, pero debía exceder
a la de las capas carboníferas de Cardiff, en el país de
Gales, y a los depósitos de Newcastle, en el condado de
Nortumberland.
Es preciso añadir que la explotación de
esta mina iba a ser muy fácil, porque por una disposicion
caprichosa de los terrenos secundarios, por un inexplicable movimiento
de las materias minerales en la época geológica, en que
esta masa se solidificaba, la naturaleza había multiplicado las
galerías y los túneles de la Nueva Aberfoyle.
¡Sí, sólo la naturaleza! A primera
vista podría creerse en el descubrimiento de alguna
explotación abandonada hacía siglos. Pero no era
así. No se desprecian tales riquezas. Los termitas humanos no
habían roído nunca esta porción del subsuelo de
Escocia; la naturaleza había hecho todo esto. Pero, repetimos,
ningún hipogeo de la época egipcia, ninguna catacumba de
la época romana habrían podido compararse a esta cavidad,
sino las célebres grutas de Mamuth, que, en una extensión
de más de veinte millas, cuentan doscientas veintiséis
calles, once lagos, siete ríos, ocho cataratas, treinta y dos
pozos insondables y cincuenta y siete bóvedas, algunas de las
cuales están suspendidas a más de cuatrocientas cincuenta
pies de altura.
Lo mismo que estas grutas, la Nueva Aberfoyle era
obra, no de los hombres, sino del Creador.
Tal era esta nueva mina de incomparable riqueza, cuyo
descubrimiento pertenecía propiamente al antiguo capataz. Diez
años de morada en la mina, una rara tenacidad en las
exploraciones, una fe absoluta auxiliada por un marivolloso instinto de
minero; todas estas condiciones habían sido necesarias para
hallar un resultado donde tantos otros habrían recibido un
desengaño. ¿Por qué los trabajos de sonda,
practicados bajo la dirección de Jacobo Starr en los
últimos años de explotación, se habían
detenido precisamente en este límite en la frontera misma de la
nueva mina? Por la casualidad, que tiene una gran parte en las
investigaciones de este género.
Pero, sea como fuere, había en el subsuelo
escocés una especie de condado subterráneo, al cual no
faltaba para ser habitable más que los rayos del sol, y en su
defecto la claridad de un astro especial.
El agua estaba localizada en algunas depresiones
formando vastos estanques, o lagos mayores que el lago Katrine, situado
precisamente encima. Sin duda estos lagos no tenían el
movimiento de las aguas, las corrientes, la resaca, no reflejaban el
perfil de algún castillo gótico; ni el abedul, ni la
encina se inclinaban sobre sus ondas, ni las montañas pintaban
grandes sombras sobre su superficie, ni los vapores los surcaban, ni se
reflejaba ninguna luz en su espejo, ni el sol impregnaba sus olas con
sus brillantes rayos, ni la Luna se elevaba nunca sobre su horizonte. Y
sin embargo, estos lagos profundos, cuya tersura no arrugaba la brisa,
no habrían dejado de tener encantos a la luz de un astro
eléctrico, y reunidos por una serie de canales que completaban
la geografía de esta extraña región.
Aunque era impropio para los productos vegetales,
aquel subsuelo habría podido servir de morada a toda una
población. ¿Y quién sabe si en aquella
atmósfera de temperatura constante, en el fondo de aquellas
minas de Aberfoyle, lo mismo que en las de Newcastle, de Alloa o
de Cardiff, quién sabe si agotados sus depósitos,
llegará un día en que la clase pobre del Reino Unido
busque allí un refugio?

Subir
|