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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo X
La ida y la vuelta

Al oír la voz de Harry, Jacobo Starr, Margarita y Simon Ford entraron por el agujero que ponía en comunicación la antigua mina con la nueva; y se encontraron en el principio de una ancha galería.

Hubiérase podido creer que estaba hecha por la mano del hombre, que el pico y la pala la habían excavado para la explotación de un nuevo depósito. Los exploradores podían muy bien preguntarse si por una singular casualidad habían sido trasladados a alguna antigua mina que no habían llegado a conocer los mineros más viejos del condado.

¡No! Las capas geológicas habían conservado el espacio de esta galería en la época en que se depositaban los terrenos secundarios. Ta vez le había ocupado y recorrido algún torrente, cuando las aguas superiores se mezclaban, con los vegetales sumergidos; pero ahora estaba tan seca como si hubiese sido formada, algunos miles de pies más abajo, en la profundidad de las rocas graníticas. Al mismo tiempo el aire circulaba en ella confacilidad lo que indicaba que ventiladores naturales la ponían en comunicación con la atmósfera exterior.

Esta observación, hecha por el ingeniero, era exacta; y se conocía que la ventilación se verificaba fácilmente en la nueva mina. En cuanto al carbono que se escapaba antes por los esquistos de la pared, parecía que había estado encerrado en un depósito que se había vaciado completamente; porque en la galería no había vestigio alguno de semejante gas. Sin embargo, Harry por precaución había llevado la lámpara de seguridad con doce horas de luz.

Jacobo Starr y sus compañeros sentían una perfecta alegría; porque aquella era la completa satisfacción de sus deseos. En su derredor no había más que hulla. La emoción les hacía estar callados. El mismo Simon Ford se contenía. Su alegría se manifestaba, no en largas frases, sino en pequeñas interjecciones.

Quizá era una imprudencia entrar tan profundamente en la cripta. Pero ellos no pensaban casi en la vuelta. La galería era practible y poco sinuosa. Ninguna grieta impedía el pase; no había tampoco ninguna emanación maléfica. No había, pues, tampoco razón para detenerse; y por consiguiente, Jacobo Starr, Margarita, Harry y Simon, siguieron adelante por espacio de una hora, sin que nada pudiese indicarles la exacta orientación de aquel túnel desconocido.

Y habrían ido más lejos si no hubiesen tenido que detenerse en el extremo de esta ancha vía, que seguían desde su entrada por el agujero.

La galería terminaba en una enorme caverna cuya altura y profundidad no podría calcularse. ¿A qué elevación se cerraba la bóveda de aquella excavación, y a qué distancia se levantaba su pared opuesta? Las tinieblas que la ocupaban no permitían descubrirlo. Pero a la luz de la lámpara los exploradores pudieron observar que su cúpula cubría una gran extensión de agua tranquila, un estanque o un lago, cuyas pintorescas riberas, formadas por la accidentada superficie de las rocas se perdía en la oscuridad.

-¡Alto! -gritó Simon Ford, deteniéndose bruscamente. ¡Un paso más y rodaremos quizá al fondo de un abismo!

-Descansemos, amigos míos -dijo el ingeniero. Así como así, ya era tiempo de pensar en volver a la choza.

-La lámpara puede aún alumbrarnos diez horas, señor Starr -dijo Harry.

-Pues bien, parémonos -añadió Jacobo Starr. Confieso que mis piernas lo necesitan.

¿Y usted, Madge, no se siene el cansancio de tan larga expedición?

-Aún no, señor Starr -respondió la robusta escocesa. Estamos acostumbrados a exploraciones que duran horas en la antigua mina de Aberfoyle.

-¡Bah! -añadió Simon Ford. Madge andaría diez veces este camino, si fuese preciso. Pero, señor Starr, insisto en mi pregunta, ¿valía la pena la noticia que tenía que darle? Se atreve usted a decir que sí o que no!

-¡Ah compañero, hace mucho tiempo que yo no he sentido satisfacción como esta! -respondió el ingeniero. Lo poco que hemos explorado de esta maravillosa mina, parece indicar que su extensión es considerable, a lo menos en longitud.

-Y en anchura y en profundidad también, señor Starr -replicó Simon Ford.

-Eso lo veremos después.

-¡Pues yo se lo aseguro! Fíese de mi instinto de minero. ¡No me ha engañado nunca!

-Quiero creerle Simon -contestó el ingeniero sonriendo. Pero en fin, por lo que yo puedo juzgar en esta ligera exploración, poseemos los elementos para una explotación que durará siglos.

-¡Siglos! -exclamó Simon Ford. La creo, señor Starr. Se pasarán mil años y más, antes de que se haya extraído el último pedazo de carbón de la nueva mina.

-¡Dios lo oiga! -respondió Jacobo Starr. En cuanto a la calidad de la mina, de esas paredes ...

-¡Soberbia, señor Starr, soberbia! -respondió Simon Ford. ¡Véalo por usted mismo!

-Y diciendo esto arrancó un pedazo de roca negra con su pico.

-¡Mire, mire! -repitió aproximándole a la lámpara. ¡Qué lustrosa es la superficie de este carbón! Tendremos hulla grasa, rica en materias bituminosas. ¡Oh! y se arrancará en grandes panes, casi sin polvo. Señor Starr hace veinte años que este filón habría hecho una terrible concurrencia a Swansea y a Cardiff. Pero los fogoneros se le disputarán aún, y aunque cueste muy poco extraerlo de la mina, no por eso se venderá fuera más barato.

-En efecto -dijo Margarita, que había cogido el pedazo de hulla y lo examinaba como perita en la materia. Es un carbón de buena calidad. Llévalo, Simon, llévalo a casa; quiero que arda en nuestro fogón.

-¡Bien dicho, mujer! -respondió el viejo-, y verás cómo no me he equivocado.

-Señor Starr -preguntó entonces Harry-, ¿tiene usted idea de la orientación probable de esta larga galería que hemos seguido desde nuestra entrada en la nueva mina?

-No, hijo mío -respondió el ingeniero. Con una brújula acaso hubiera podido conocer su dirección general. Pero sin brújula, estoy como un marino en medio del mar, entre las brumas, cuando la ausencia del sol no le permite conocer su situación.

-Sin duda, señor Starr -añadió Simon Ford-, pero le ruego que no compare su situación a la del marino que tiene siempre y en todas partes, el abismo a sus pies.

Nosotros estamos en tierra firme aquí y no tenemos el temor de irnos a pique.

-¡Bien! No le daré ese disgusto, amigo Simon -contestó Jacobo Starr. Lejos de mí la idea de despreciar la nueva mina de Aberfoyle con una comparación injusta. No he querido decir más que una cosa, y es, que no sabemos donde estamos.

-Estamos en el subsuelo del condado de Stirling, señor Starr -respondió Simon Ford, y lo afirmo como si ...

-Escuchen -dijo Harry, interrumpiendo al anciano.

Todos prestaron oidos, como lo hacía el joven minero. El nervio auditivo de Harry, tan ejercitado, había descubierto un ruido sórdo, como si fuese un murmullo lejano. Jacobo Starr, Simon Ford y Margarita no tardaron en percibirle también. Se producía en las capas superiores de la roca como una especie de mugido y se percibía claramente el crescendo y el decrescendo sucesivo, por débil que fuese.

Los cuatro permanecieron algunos minutos sin pronunciar palabra escuchando atentamente.

De pronto dijo Simon Ford.

-¿Es que ruedan ya los vagones en los rieles de la Nueva Aberfoyle?

-Padre -dijo Harry-, creo que es el ruido que hacen las aguas al pasar cerca de una orilla.

-Sin embargo, no estamos debajo del mar -dijo el anciano.

-No -respondió el ingeniero-, pero no sería imposible que estuviésemos debajo del lecho del lago Katrine...

-¿Sería necesario que la bóveda tuviese muy poco espesor en este sitio para oir el ruido del agua?

-Muy poco, en efecto -respondió Jacobo Starr-, y eso es lo que hace que esta excavación sea tan grande.

-Debe usted tener razón, señor Starr -dijo Harry.

-Además, hace tan mal tiempo allá afuera -añadió Jacobo Starr-, que las aguas del lago deben tener el movimiento que las del golfo de Forth.

-¿Y qué importa después de todo? -dijo Simon Ford. El filón carbonífero no será peor porque se extienda bajo el suelo de un lago. No sería esta la primera vez que se buscase la hulla bajo el mismo lecho del océano. Aunque tuviéramos que explotar las profundidades y abismos del canal del norte, ¿dónde estaría el mal?

-Bien dicho, Simon -exclamó el ingeniero, que no pudo contener una sonrisa al ver el entusiasmo del capataz. Llevemos nuestras galerías bajo las aguas del mar. Perforemos como una espumadera él lecho del Atlántico. Vayamos a unirnos, abriéndonos camino con el pico a nuestros hermanos de los Estados Unidos a través del subsuelo del océano. Perforemos hasta el centro del globo, si es preciso para arrancarle su último pedazo de hulla.

-¿Quiere burlarse, señor Starr? -preguntó Simon Ford.

-¡Yo burlarme! ¡pobre Simon! ¡No! Pero usted es tan entusiasta que me arrastra a lo imposible. Mas volvamos a la realidad, que es ya bastante grata. Dejemos aquí nuestros picos, que volveremos a encontrar otro día, y tomemos el camino de la choza.

Y en efecto, no podía hacerse otra cosa. Más adelante volvería el ingeniero acompañado de una brigada de mineros con lámparas y herramientas, y empezaría de nuevo la explotación de la mina Aberfoyle. Pero por ahora era urgente volver a la choza.

El camino era fácil. La galería corría casi rectamente a través de la roca hasta el agujero abierto por la dinamita. No había, pues, peligro de extraviarse.

Pero en el momento en que Jacobo Starr se dirigía hacía la galería, Simon Ford le detuvo.

-Señor Starr -le dijo-, ¿ve usted esta caverna inmensa, este lago subterráneo que cubre, y esta playa que las aguas vienen a bañar a nuestros pies? Pues bien, aquí trasladaré yo mi habitación, aquí construiré mi casa, y si algún buen compañero quiere seguir mi ejemplo, antes de un año habrá un pueblo más en las rocas de nuestra antigua Inglaterra.

Jacobo Starr aprobó con una sonrisa los proyectos de Simon Ford, le estrechó la mano, y los tres precedidos de Margarita, penetraron en la galería, con objeto de llegar a la mina Dochart.

En la primera milla de camino no ocurrió ningún incidente. Harry iba delante levantando la lámpara sobre su cabeza. Seguía cuidadosamente la galería principal, sin apartarse nunca hacia los túneles estrechos que partían a derecha e izquierda. Parecía, pues, que debían terminar su viaje de vuelta tan fácilmente como el de ida, cuando una enojosa contrariedad vino a hacer muy grave la situación de los exploradores.

En efecto, una de las veces que Harry levantaba la lámpara se sintió un rápido soplo de aire, como causado por el movimiento de unas alas invisibles. La lámpara azotada de costado, se escapó de las manos de Harry, y cayó al suelo pedregoso de la galería, y se rompió.

Jacobo Starr y sus compañeros quedaron de pronto sumergidos en una oscuridad absoluta. La lámpara no podía ya servir por haberse derramado el aceite.

-Y ahora, Harry -gritó Ford-, ¿quieres que nos rompamos la crisma al volver a la choza?

Harry no respondió. Estaba meditando. ¿Habría dirigido también la mano del ser misterioso este incidente? ¿Existía en aquella profundidad un enemigo cuyo inexplicable antagonismo podía crear un día graves dificultades? ¿Había alguien que tuviese interés en defender el nuevo filón contra toda tentativa de explotación? Esto era absurdo en verdad, pero los hechos hablaban inconstestablemente, y se acumulaban de manera que convertían en certidumbre las presunciones.

Mientras tanto, la situación de los exploradores era gravísima. Tenían que andar aún en aquellas horribles tinieblas cerca de cinco millas por la galería; y después les quedaba una hora de camino antes de llegar a la choza.

-Sigamos -dijo Simon Ford. No tenemos un instante que perder. Iremos a tientas como ciegos. No es posible que nos perdamos. Los túneles que se abren en las paredes son verdaderos agujeros de topo; y siguiendo la galería principal llegaremos inevitablemente a la abertura que nos ha dado entrada. Entonces estaremos en la antigua mina. La conocemos ya, y no será la primera vez que Harry y yo la hemos andado a oscuras. Además encontraremos allí las lámparas que dejamos. En marcha, pues Harry, anda delante. Señor Jacobo, sígalo. Tú, Madge, detrás, y yo cerraré la marcha. No nos separemos, no sólo hemos de sentir nuestros pasos, sino irnos tocando.

No había más remedio que conformarse con los consejos del anciano. Como decía muy bien, yendo a tientas era casi imposible equivocar el camino. Solamente era preciso remplazar los ojos con las manos y fiarse del instinto, que en Simon Ford y en su hijo habia llegado a ser una segunda naturaleza.

Empezaron, pues, la marcha en el orden indicado. No hablaban; pero no era seguramente porque no pensasen en nada. Era ya evidente que tenían un enemigo. Pero ¿quién era, y cómo defenderse de sus ataques tan misteriosamente preparados? Esta idea nada tranqulizadora, les inquietaba. Sin embargo, los momentos no eran a propósito para desanimarse.

Harry avanzaba con paso seguro, llevando los brazos extendidos, y yendo sucesivamente de una pared a otra de la galería. Reconocía con el tacto todas las sinuosidades y agujeros, grandes o pequeños, y así no se apartaba del camino recto.

Este difícil viaje en una oscuridad absoluta, a que los ojos no podían acostumbrarse, duró cerca de dos horas. Calculando el tiempo empleado, Jacobo Starr suponía que debían estar ya muy cerca del fin de la galería.

En efecto, casi al mismo tiempo Harry se detuvo.

-¿Hemos llegado al fin de la galería? -preguntó Simon Ford.

-Sí -respondió el joven.

-Pues bien, ¿has encontrado el agujero que pone en comunicación la Nueva Aberfoyle con la antigua mina Dochart?

-¡No! -respondió Harry, cuyas manos crispadas no encontraban más que la superficie unida y cerrada de una pared.

El viejo dio algunos pasos y tocó también con sus manos la roca esquistosa.

De su boca se escapó un grito.

O los exploradores se habían extraviado a la vuelta, o el pequeño agujero hecho en la pared por la dinamita había sido tapado recientemente.

Fuese una u otra cosa, Jacobo Starr y sus compañeros quedaban presos en la Nueva Aberfoyle.

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