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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo XVI
En la escala oscilante

Mientras tanto, los trabajos de explotación de la Nueva Aberfoyle eran dirigidos con gran aprovechamiento. No hay para que decir que el ingenero Starr y Simon Ford, primeros descubridores de este rico depósito carbonífero, participaban ampliamente de los beneficios. Harry tenía, pues, un buen porvenir; pero no pensaba en abandonar la choza. Había reemplazado a su padre en el cargo de capataz, y cuidaba asiduamente de todo aquel mundo de mineros.

Jack Ryan estaba contentísimo con todo lo bueno que sucedía a su compañero, y por su parte todo iba bien igualmente. Los dos amigos se veían con frecuencia en la choza o en el trabajo. Jack Ryan no había dejado de observar los sentimientos de Harry hacia la joven.

Harry, en verdad, no lo confesaba; pero Jack Ryan se reía en grande cuando su amigo meneaba la cabeza negándolo.

Conviene decir que uno de los mayores deseos de Jack Ryan era acompañar a Elena cuando hiciera su primera visita a la superficie del condado. Quería observar su asombro, su admiración, ante una naturaleza desconocida para ella. Esperaba que Harry le llevara consigo en esta expedición; pero le inquietaba un poco que aún no le hubiese dicho nada.

Un día Jack Ryan bajaba a uno de los pozos de ventilación que comunicaban los pisos inferiores de la mina con la superficie del suelo. Había tomado una de esas escalas que bajaban y subían por oscilaciones sucesivas, y permitían ascender o descender sin cansancio. Había bajado unos ciento, cincuenta pies cuando en una estrecha meseta se encontró con Harry, que subía al trabajo.

-¿Eres tú? -dijo Jack, mirando a su compañero iluminado por la luz eléctrica del pozo.

-Sí, Jack -respondió Harry-, y me alegro de verte porque tengo que décirte una cosa.

-No te escucho hasta que no me digas cómo está Elena -dijo Jack.

-Muy bien, y tanto que creo que dentro de un mes...

-¿Te casarás, Harry?

-¡No sabes lo que dices, Jack!

-Es posible; pero sé muy bien lo que yo haría.

-¿Y qué harías tú?

-Yo me casaría con ella, si tú no te casabas -dijo Jack soltando una carcajada. Me gusta la graciosa Nell. Una joven, que no ha salido nunca de la mina, es la mujer que conviene a un minero. Es huérfana como yo, y por poco que tú pienses en ella...

Harry miraba gravemente a Jack. Le dejaba hablar, sin tratar de contestarle.

-¿No tendrás celos por lo que te digo? -preguntó Jack, con un tono más serio.

-No -respondió tranquilamente Harry..

-Sin embargo no tendrás la pretensión, si tú no te casas con ella, de que se quede para vestir imágenes.

-Yo no tengo ninguna pretensión -respondió Harry.

Una oscilación de la escala separó un poco a los dos amigos. Sin embargo continuaron la conversación.

-Harry -dijo Jack-, ¿crees que te he hablado seriamente sobre Elena?

-No, Jack -contestó Harry.

-Pues bien, ahora voy a hacerlo.

-¡Tú! ¿hablas con seriedad?

-Querido Harry, yo soy capaz de dar un buen consejo a un amigo.

-Dámelo, Jack.

-Pues bien, óyeme. Tú amas a Elena con todo el amor que merece. Tu padre, el anciano Simon, tu madre, la pobre Margarita, la quieren también como a una hija. Tú puedes hacer que lo sea; ¿por qué no te casas?

-Para hablarme así, Jack, ¿sabes lo que piensa Elena?

-Todos lo saben menos tú Harry; y por esto tú no tienes celos, ni de mí, ni de nadie... pero se baja la escala y...

-¡Espera Jack! -dijo Harry, deteniendo a su amigo, cuyo pie estaba ya en el primer peldaño de la escala en movimiento.

-¡Querido Harry -dijo Jack riendo-, que me vas a hacer caer!

-Óyeme con formalidad -dijo Harry-... te hablo con toda formalidad.

-Te escucho... pero sólo hasta la primera oscilación de la escala.

-Jack -dijo Harry-, yo no tengo que ocultarte que amo a Elena, y que no deseo sino que sea mi mujer.

-Y entonces...

-Pero en su situación tengo un escrúpulo de conciencia en pedirle que tome una resolución que ha de ser irrevocable.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir, Jack, que Elena no ha abandonado nunca estas profundidades de la mina, en que sin duda ha nacido. No sabe nada, no conoce nada del mundo. Tiene que aprenderlo todo por los ojos y tal vez por el corazón. ¿Y quién sabe lo que pensará cuando sienta nuevas impresiones? No tiene nada de terrestre y me parece que sería engañarla el que se decidiera sin pleno conocimento a preferir a todo el vivir en la mina. ¿Me comprendes Jack?

-Sí... vagamente. Sobre todo comprendo que me vas a hacer perder también la próxima oscilación.

-Jack -contestó Harry, en tono grave-, aun cuando estos aparatos no volviesen a funcionar, aun cuando nos faltase la escala bajo los pies, me escucharás lo que tengo que decirte.

-¡Gracias a Dios! Así quiero que hables. Decíamos, pues, que antes de casarte con Elena querías enviarla a un colegio de Edimburgo.

-No, Jack -respondió Harry-, yo sabré educar a la que ha de ser mi mujer.

-Y eso será mejor, Harry.

-Pero antes quiero como acabo de decirte que Elena conozca el mundo exterior. Una comparación, Jack. Si amases a una mujer ciega y si te dijeran: dentro de un mes estará curada, ¿no esperarías a que lo estuviera para casarte?

-A fe que sí -contestó Jack Ryan.

-Pues bien, Elena está aún ciega, y antes de hacerla mi mujer quiero que sepa quien soy yo y cuales son las condiciones de mi vida, que ella prefiere y acepta. Quiero, en una palabra, que sus ojos se abran a la luz del día.

-Bien, Harry, muy bien -exclamó Jack Ryan. Ahora te comprendo. ¿Y en qué tiempo?...

-Dentro de un mes -respondió Harry. Los ojos de Elena se van acostumbrando poco a poco a la claridad de nuestros discos. Esto no es más que una preparación; pero dentro de un mes espero que habrá visto la tierra y sus maravillas, el cielo y sus esplendores. Sabrá que Dios ha dado a la vista humana horizontes más extensos que los de una sombría mina; ¡verá que los límites del universo son infinitos!

Pero mientras Harry se dejaba arrastrar así por su imagnación, Jack Ryan dejando la meseta saltó sobre la escala oscilante.

-Jack! -dijo Harry-, ¿dónde estás?

-¡Debajo de tí! -respondió riéndose el alegre amigo. Mientras tú te elevas al infinito, yo bajo al abismo.

-Adiós Jack -dijo Harry subiendo también su escala. Te recomiendo que no hables a nadie de lo que acabo de decirte.

-¡A nadie! -dijo Jack-, pero con una condición.

-¿Cuál?

-Que los acompañaré en la primera excursión que haga Elena a la superficie del globo.

-Sí; te lo prometo.

Un nuevo movimiento de la escala separó más a los dos amigos; de modo que apenas se oían sus palabras. Sin embargo , Harry pudo todavía oír gritar a Jack.

-Y cuando Elena haya visto las estrellas, la Luna y el Sol ¿sabes a quien preferirá?

-¡No, Jack!

-¡Pues a tí, amigo mío, a tí siempre!

Y su voz se extinguió.

Mientras tanto Harry dedicaba todas sus horas desocupadas a la educación de Elena. Le había enseñado a leer y escribir, en lo cual la joven hizo rápidos progresos. Podría decirse que sabía por instinto; porque jamás ninguna inteligencia triunfó tan pronto de la ignorancia. Era un asombro para los que lo veían.

Simon y Margarita estaban cada día más apasionados de su hija adoptiva, cuyo pasado no dejaba de preocuparles a pesar de esto. Habían conocido muy bien el sentimiento de Harry hacia Elena, y no les desagradaba.

El lector recordará que en la primera visita a la choza, el capataz había dicho al ingeniero: "¿Para qué se ha de casar mi hijo? ¿Qué mujer de allá arriba puede convenir a un joven, cuya vida ha de pasarse en las profundidades de la mina?"

Parecía que la Providencia le había enviado la única compañera que podía convenir a su hijo. ¿No era esto un favor del cielo?

Así, el viejo capataz pensaba que si se realizaba este matrimonio había de haber en Villa Carbón una fiesta que formaría época.

Es preciso añadir que había otra persona que deseaba no menos ardientemente el matrimonio de Harry y de Elena: el ingeniero Jacobo Starr. Ciertamente la felicidad de estos dos jóvenes era en él un deseo eficacísimo; pero además tenía un motivo de interés general para desearlo.

Ya se sabe que Jacobo Starr había conservado ciertos temores aunque en aquel momento nada los justificase. Sin embargo, lo que había sucedido ya, podía suceder otra vez. Ahora bien, Elena era evidentemente la única que conocía este misterio de la nueva mina, y si el porvenir guardaba nuevos peligros a los mineros de Aberfoyle ¿cómo prevenirse contra ellos, sino conociendo a lo menos su causa?

-Elena no ha querido hablar, se decía muchas veces; pero lo que aquí ha callado a todos se lo dirá en breve a su marido; porque el peligro amenazará a Harry como nos amenazaría a nosotros. Por lo tanto un matrimonio que hace la felicidad de los dos esposos y nos da seguridad a los demás, es un buen matrimonio.

Así razonaba, no sin alguna logica, el ingeniero Jacobo Starr; y llegó a comunicar sus razonamientos a Simon Ford, a quien no dejaron de agradar. Nada parecía pues, oponerse al matrimonio de Elena y Harry.

¿Y quién hubiera podido ponerse? Harry y Elena se amaban. Sus padres no pensaban en otra compañera para su hijo. Los amigos de Harry le daban la enhorabuena, reconociendo que la merecía. La joven no dependía más que de sí misma, ni tenía que pedir más consentimiento que el de su corazón.

Pero si nadie podía oponerse a este casamiento, ¿por qué cuando los discos eléctricos se apagaban en la hora del reposo, cuando se hacía la noche en la ciudad obrera, cuando los habitantes de Villa Carbón se cerraban en sus chozas, por qué, decimos, se deslizaba en las tinieblas de la mina un ser misterioso que salía de uno de los más sombríos rincones?

¿Qué instinto guiaba a aquel fantasma a través de ciertas galerías tan estrechas que parecían impracticables? ¿Por qué aquel ser enigmático cuyos ojos veían en la más profunda oscuridad, venía arrastrándose a las orillas del lago Malcolm? ¿Por qué se dirigía obstinadamente a la habitación de Simon Ford con tanta prudencia, que hasta entonces había burlado toda vigilancia? ¿Por qué ponía el oído en las ventanas y trataba de sorprender las conversaciones a través de las puertas? Y cuando llegaban hasta él algunas palabras, ¿por qué se levantaba su brazo amenazando con el puño aquella tranquila morada? ¿Por qué, en fin, se escapaban estas palabras de sus labios contraídos por la cólera?

-¡Ella y él! ¡Jamás!

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