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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo XVII
La salida del sol

Un mes después -era el 20 de agosto- Simon Ford y Margarita saludaban con entusiasmo a nuestros viajeros que se preparaban a abandonar la choza.

Jacobo Starr, Harry y Jack Ryan iban a llevar a Elena a un suelo que jamás había pisado: a una brillante atmósfera cuya luz no habían visto nunca sus ojos.

La excursión debía durar dos días. Starr, de acuerdo con Harry, quería que estas cuarenta y ocho horas fuesen tan aprovechadas, que la joven viese en ellas todo lo que no había visto en la sombría mina, es decir, los diversos aspectos de la tierra, como si se desarrollase ante sus ojos un panorama de ciudades, llanuras, montañas, ríos, golfos y mares.

Parecía que la naturaleza había querido precisamente reunir todas estas maravillas en la porción de Escocia comprendida entre Edimburgo y Glasgow; y en cuanto al cielo, estaría allí como en todas partes, con sus nubes cambiantes, su luna serena, o velada, su sol esplendente y su hormiguero de estrellas.

La excursión se había concertado de manera que pudiera satisfacer las condiciones de este programa.

Simon Ford y Margarita habrían acompañado con gusto a Elena; pero no quisieron abandonar ni un día su morada subterránea.

Jacoho Starr iba como observador, como filósofo, como curioso, bajo el punto de vista psicológico, para observar las sencillas impresiones de Elena, y quizá para sorprender algo acerca de los misteriosos sucesos de su infancia.

Harry, algo preocupado, se preguntaba si de aquella rápida iniciación en las cosas del mundo exterior, saldría una joven distinta de la que amaba y de la que había conocido hasta entonces.

En cuanto a Jack Ryan, estaba alegre como un pájaro que echa a volar a los primeros rayos del sol, y esperaba que su alegría se comunicara a sus compañeros de viaje.

Elena estaba pensativa y como en recogimiento.

Jacobo Starr había decidido, y con razón, que la partida fuese por la tarde. Era mejor, en efecto, que la joven pasase por una gradación insensible de las tinieblas de la noche a la claridad del sol. Así, desde la media noche al medio día pasaría por estas fases sucesivas de sombra y de luz, a que su mirada podría habituarse poco a poco.

En el momento de abandonar la choza, Elena, tomando la mano de Harry le dijo:

-Harry, ¿crees necesario que abandone la mina aunque no sea más que por algunos días?

-Sí, Elena, es necesario; es necesario por ti, y por mí.

-Sin embargo, Harry -replico Elena-; desde que vivo aquí con ustedes soy tan feliz como es posible serlo. Tú me has instruido. ¿No basta esto? ¿Qué voy a hacer allá arriba?

Harry la miró sin responder. El pensamiento de Elena era casi el suyo.

-Hija mía -dijo entonces Starr-; comprendo tu vacilación, pero conviene que vengas con nosotros. Los que te aman te acompañarán y te volverán aquí. Si tú quieres después seguir viviendo en la mina como Simon, como Margarita y como Harry, serás libre para hacerlo. No dudo que ha de ser así, y lo apruebo. Pero a lo menos podrás comparar lo que dejas con lo que tomas y obrar con entera libertad. ¡Vamos, pues!

-Ven, mi querida Elena -dijo Harry.

-Estoy dispuesta a seguirte, Harry -respondió la joven.

A las nueve de la noche el último tren del túnel conducía a Elena y a sus acompañantes a la supeficie del condado. Veinte minutos después los dejaba en la estación en que entroncaba el pequeño ramal del ferrocarril de Dumbarton a Stirling, que iba a la Nueva Aberfoyle.

La noche estaba ya oscura. Desde el horizonte al cenit se elevaban algunos vapores densos empujados por una brisa noroeste que refrescaba la atmósfera. El día había sido hermoso, y la noche debía serlo también.

Cuando llegaron a Stirling, Elena y sus compañeros abardaron el tren y bajaron a la estación.

Ante ellos, y entre grandes árboles, se extendía un camino que conducía a las orillas del Forth.

La primera impresión física que experimentó la joven fue la del aire, que sus pulmones aspiraban ávidamente.

-Respira bien, Elena -dijo Starr-, respira este aire cargado de todas las emanaciones del campo.

-¿Qué son esos grandes humos que corren por encima de nuestras cabezas? -preguntó Elena.

-Son las nubes -contestó Harry-; son vapores medio condensados que el viento lleva al occidente.

-¡Ah! -dijo Elena-, ¡con qué placer me dejaría llevar por esos silenciosos torbellinos!

-¿Y qué son esos puntos brillantes que se ven a través de los espacios que dejan las nubes?

-Las estrellas de que te he hablado. Otros tantos soles; otros tantos centros de mundos tal vez semejantes al nuestro.

Las constelaciones se descubrían perfectamente en aquel cielo azul oscuro, que el viento purificaba poco a poco.

Elena rniraba aquellos millares de estrellas brillantes que radiaban sobre su cabeza.

Pero -dijo-, ¿si son soles, cómo puede resistirlos mi vista?

-Hija mía -respondió Starr-, son soles en efecto; pero soles que gravitan a una distancia inmensa. El más próximo de esos millares de astros, cuyos rayos llegan a nosotros, es una estrella de la Lira, llamada Vega, que puedes ver allí, cerca del cenit, y está a cincuenta millones de millones de leguas. Su luz no puede, pues, herir tu vista. Pero mañana se levantará nuestro sol, que está a sólo treinta y ocho millones de leguas, y que no puede ser mirado por la vista humana, porque es más ardiente que el foco de un horno. Pero vamos, Elena, vamos.

Emprendieron el camino. Starr llevaba a la joven de la mano. Harry iba a su lado. Jack iba y venía como un perrillo impaciente por la lentitud de sus amos.

El camino estaba desierto. Elena miraba la silueta de los grandes árboles que agitaba el viento en la sombra. Los hubiera creído gigantes que gesticulaban. El ruido de la brisa en las ramas; el profundo silencio cuando cesaba el viento; la línea del horizonte que se destacaba más fijamente cuando el camino cortaba una llanura, todo le hacía sentir cosas nuevas, y producía en ella impresiones indelebles.

Después de haber hecho algunas preguntas se calló, y todos respetaron su silencio. No querían influir con sus palabras en la imaginación de la joven, y preferían que fueran naciendo las ideas por sí mismas en su espíritu.

A las once y media llegaron a la orilla septentrional del Forth.

Allí les esperaba una barca que había sido fletada por Starr, y que debía llevarles en breves horas al puerto de Edimburgo.

Elena vio el agua brillante que ondulaba a sus pies con el movimiento de la resaca, y parecía sembrada de estrellas temblorosas.

-¿Es un lago? -preguntó.

-No -respondió Harry-, es un gran golfo de aguas corrientes. Es la embocadura de un río, casi un brazo de mar. Coge un poco de agua con la mano, y verás cómo no es dulce como la del lago Malcolm.

La joven se bajó, metió la mano entre las olas, y probó el agua.

-Es salada -dijo.

-Sí -respondió Harry-, la mar ha llegado hasta aquí, porque ahora es la marea alta. Las tres cuartas partes del globo están cubiertas de esta agua salada, que acabas de probar.

-Pero si el agua de los ríos no es más que el agua del mar que les vierten las nubes, ¿por qué es dulce? -preguntó Elena.

-Porque el agua pierde las sales al evaporarse -respondió Starr. Las nubes se forman por la evaporación, y vuelven bajo la forma de lluvia su agua al mar.

-¡Harry! ¡Harry! -gritó la joven-, ¿qué es ese resplandor rojizo que se inflama en el horizonte? ¿Es un bosque ardiendo?

Y Elena señalaba un punto del cielo, en medio de unas brumas muy bajas que se coloreaban al oriente.

-No, Elena -respondió Harry-; es la Luna que sale.

-¡Sí, la Luna! -dijo Jack-, una magnífica bandeja de plata que los genios hacen circular por el cielo, y que va recogiendo un tesoro de estrellas.

-Es verdad, Jack -dijo el ingeniero riendo. No conocía tu habilidad, para las comparaciones atrevidas.

-Señor Starr, mi comparación es exacta; porque ya ve usted que las estrellas desaparecen a medida que la Luna avanza. Supongo, pues, que las recoge.

-Eso es, Jack, que la Luna con su esplendor apaga el de las estrellas de sexta magnitud, :y por eso desaparecen a su paso.

-¡Qué hermoso es todo esto! -exclamó Elena que vivía sólo con la vista. Pero yo creía que la Luna era redonda.

-Y lo es, cuando está llena -respondió Starr-, es decir, cuando se encuentra en oposición con el Sol. Pero esta noche entra en su último cuarto, tiene cuernos, y la bandeja de Jack no es más que una vacía de barbero.

-¡Ah! señor Starr -exclamó Jack-, ¡qué indigna comparación! Precisamente cuando iba yo a cantar en honor de la Luna: bello faro de la noche que vienes a acariciar... Pero no. Ahora es imposible. Su "vacía" me ha cortado la inspiración.

Mientras tanto la Luna seguía elevándose sobre el horizonte. A su paso se desvanecían los vapores. En el cenit y en el occidente, las estrellas brillaban aún sobre un fondo negro que iba blanqueándose con el resplandor del astro. Elena contemplaba en silencio aquel admirable espectáculo y sus ojos recibían sin cansancio aquella luz plateada; pero su mano temblaba en la de Harry, y hablaba por ella.

-Embarquémonos -dijo Starr-, es preciso subir al pico Arturo antes de la salida del sol.

La barca estaba amarrada a una estaca de la orilla, y guardada por un marinero. Elena y sus compañeros entraron en ella. Se izó la vela y se hinchó con el viento sudoeste.

¡Qué nueva impresion sintió entonces la joven! Había navegado alguna vez en los lagos de la Nueva Aberfoyle; pero el remo, por más suavemente manejado que fuese por Harry, hacía traición al remero. Aquí, por primera vez, Elena se sentía arrastrada por un movimiento casi tan suave como el del globo en la atmósfera. El golfo estaba como un lago. Elena medio recostada en la popa se dejaba mecer. En algunos momentos la Luna reflejaba su luz en las olas de modo que la barca parecía caminar sobre una superficie de plata brillante. Las ondas se rompían con suave murmullo en los costados. Aquello era un encanto.

Entonces los ojos de Elena se cerraron involuntariamente. La joven cayó en una especie de adormecimiento, inclinó la cabeza sobre el pecho de Harry, y se durmió tranquilamente.

Harry quiso despertarla para que no perdiese nada de aquella magnífica noche.

-Déjala dormir, hijo mío -le dijo el ingeniero. Dos horas de descanso la prepararán mejor para soportar las impresiones del día.

A las dos de la mañana llegó la embarcación al puerto de Granton, Elena despertó al tocar la tierra.

-¿He dormido? -preguntó.

-No, hija mía -respondió Starr. Has soñado que dormías.

La noche estaba muy clara. La Luna a mitad de su altura sobre el horizonte dispersaba sus rayos por todo el cielo. En el puertecito de Granton no había más que dos o tres barcas de pescadores, que se balanceaban con el flujo del agua. La brisa se calmaba al aproximarse la mañana. La atmósfera, libre de bruma, anunciaba una de esas madrugadas de agosto tan embellecidas por la proximidad al mar. Del horizonte salía una especie de niebla templada; pero tan delicada y transparente que el Sol debía absorberla con sus primeros rayos. La joven pudo, pues, observar el aspecto de la mar, cuando el horizonte se confunde con el cielo. Su mirada se extendía mucho; pero apenas podía resistir la impresión particular que produce el océano, cuando la luz parece retroceder a los límites del infinito.

Harry tomó de la mano a Elena, y ambos siguieron a Starr y Jack que se adelantaron por las calles desiertas. Para Elena aquel arrabal de la capital no era más que un montón de casas sombrías, que le recordaban a Villa Carbón, con la única diferencia de que su techo era más alto y resplandecía con muchos puntos brillantes. Caminaba con paso ligero; de modo que Harry no tuvo nunca que acortar el suyo, para que no se cansara.

-¿No estás cansada? -le preguntó después de media hora de marcha.

-No -respondió. Me parece que apenas toco la tierra con los pies. Está tan alto el cielo que quisiera volar, como si tuviese alas.

-¡Oh! ¡es preciso contenerse! -dijo Jack Ryan. Y tenemos que tratar que la buena Elena no se nos escape. Yo siento lo msmo cuando estoy mucho tiempo sin salir de la mina.

- Eso se debe -dijo Starr-, a que nos sentimos más aplanados que bajo la bóveda de esquisto de Villa Carbón. Parece entonces que el firmamento es un profundo abismo que nos atrae. ¿No es ésto lo que sientes, Elena?

-Sí, señor Starr -respondió la joven-, eso es. Siento como una especie de vértigo.

-Ya te acostumbrarás -dijo Harry. Te acostumbrarás a esta inmensidad del mundo exterior; y quizá olvidarás entonces nuestra oscura mina.

-¡Nunca! Harry -respondió Elena.

Y se cubrió los ojos con la mano como si hubiese querido retener en la memoria el recuerdo de lo que acababa de dejar.

Los viajeros atravesaron por entre las dormidas casas de Seithwalk; dieron la vuelta a Colton-Hill, donde se elevaban en la penumbra, el observatorio y el monumento a Nelson; siguieron la calle del Regente, atravesaron un puente, y llegaron después de una pequeña vuelta a la calle de Canongate. Nada se movía aún en la ciudad. Las dos acababan de dar en el gótico campanario de la iglesia de Canongate.

En este sitio se detuvo Elena.

-¿Qué masa confusa es esa? -preguntó señalando un edificio aislado, que se elevaba en el fondo de una plazoleta.

-¡Esa masa, Elena -respondió Starr-, es el palacio de los antiguos soberanos de Escocia, Holyrood, donde han tenido lugar tantos sucesos fúnebres! ¡Ahí puede el historiador evocar muchas sombras reales; desde la sombra de María Estuardo, hasta la del anciano rey de Francia Carlos X! Mas a pesar de esas fúnebres sombras, cuando venga el día no te parecerá lúgubre esa residencia. Holyrood, con sus cuatro torres almenadas, parece un castillo de recreo, que por capricho de sus propietarios ha conservado el carácter feudal. Pero sigamos nuestro camino. Allí en el circuito de la abadía de Holyrood se elevan las soberbias rocas de Salisbury, que domina el pico Arturo. Allí hemos de subir; porque desde su cima verás aparecer el Sol por el horizonte del mar.

Entraron en el parque del Rey, y después, subiendo siempre, atraversaron Victoria-Drive, magnífico camino circular, que sirve para carruajes, y que Walter Scott se felicita de haber consignado en algunas líneas de una novela.

El pico Arturo no es realmente más que una colina de setecientos cincuenta pies de altura, cuya aislada cima domina los alrededores. En menos de una hora y por un sendero que lo rodea y hace fácil la ascensión, subieron a la cabeza de aquel león, que representa el pico Arturo, cuando se mira desde el poniente.

Allí se sentaron los cuatro, y Jacobo Starr, siempre dispuesto a citar al gran novelista escocés dijo:

-He aquí lo que ha escrito Walter Scott, en el capítulo octavo de La prisión de Edimburgo: "Si yo tuviese que elegir un sitio desde donde ver la salida y postura del Sol, sería precisamente éste." Esperemos, pues, Elena. El sol no ha de tardar en salir, y podrás contemplarle en todo su esplendor.

La joven estaba mirando entonces al oriente.

Harry a su lado observaba con ansiosa atención. ¿No iba a ser profundamente impresionada por los primeros rayos del astro del día? Todos callaban; hasta el mismo Jack Ryan.

Ya empezaba a dibujarse en el horizonte una línea blanca, con matices rosados, sobre un fondo de ligeras brumas. Algunas nubecillas perdidas en el cenit, fueron heridas por el primer rayo de luz. Edimburgo se distinguía confusamente al pie del pico Arturo, en la calma absoluta de la noche. Algunos puntos luminosos rompian aquí y allá la oscuridad. Eran las luces que iban encendiendo los vecinos de la antigua capital. Por detrás, hacia el poniente, el horizonte cortado por siluetas caprichosas, presentaba una serie de picos en cada uno de los cuales iba a encender un punto de fuego el primer rayo del Sol.

El perímetro del mar se dibujaba más claramente al este. La escala de los colores se disponía poco a poco en el mismo orden que tienen en el espectro solar. El rojo de las primeras brumas iba por graduación hasta el violado del cenit. De segundo en segundo, aquella paleta inmensa se hacía más viva; el color rosa se convertía en rojo, y el rojo en fuego. El día empezaba en el punto de contacto del círculo de iluminación con la circunferencia del mar.

En aquel momento las miradas de Elena recorrían el espacio desde el pie de la colina hasta Edimburgo, cuyos cuarteles empezaban a separarse por grupos. Elevados monumentos o algunos campanarios atravesaban el espacio, y se iban perfilando poco a poco. Se esparcía por el ambiente una especie de luz cenicienta. Por fin llegó a los ojos de la joven el primer rayo. Era ese rayo verde, que en la salida y postura del Sol, brota del mar cuando el horizonte está puro.

Medio minuto después, Elena se levantó y señalando un punto que parecía dominar las alturas de la población exclamó:

-¡Un fuego!

-No, Elena -respondió Harry-, no es un fuego. Es un reflejo de oro que pone el Sol en el monumento de Walter Scott.

Y en efecto el extremo del monumento a la altura de doscientos pies, brillaba como un faro de primer orden.

Era ya de día. El Sol apareció. Su disco parecía húmedo como si realmente hubiese salido del mar ensanchado al principio por la refracción, fue disminuyendo hasta tomar la forma circular. Su resplandor, que se hizo insostenible en seguida, era como el de la boca de un horno encendido que hubiese agujereado el cielo.

Elena tuvo que cerrar los ojos; y tuvo también que poner la mano sobre sus delgados párpados. Harry quiso que se volviese de espaldas.

-No, Harry -le contestó-, es preciso que mis ojos se acostumbren a ver lo que ven los tuyos.

A través de la mano, Elena percibía aún una luz rojiza que iba blanqueándose a medida que el sol se elevaba sobre el horizonte. Sus ojos se iban acostumbrando gradualmente.

Por último los abrió y se impregnaron de la luz del día.

La piadosa joven cayó de rodillas exclamando:

-Dios mío ¡qué hermoso es su mundo!

En seguida bajó los ojos y miró. A a sus pies se desarrollaba el panorama de Edimburgo; los barrios nuevos y alineados, el montón confuso de las casas, y el caprichoso laberinto de las calles de Auldrecky. Dos alturas dominaban este conjunto: el castillo sobre su roca de basalto, y Colton-Hill, sosteniendo en su cima redonda las ruinas modernas de un monumento griego. Desde la ciudad al campo radiaban magníficos caminos con árboles.

Al norte un brazo de mar, el golfo de Forth. cortaba profundamente la costa en la cual se abría el puerto de Leith. Por encima, en tercer término, se desarrollaba el pintoresco litoral del condado de Fife. Una vía recta como la del Pireo, unía el mar a esta Atenas del norte.

Al oeste se extendían las bellas playas de Newbauen y de Porto-Bello, cuya arena teñía de amarillo las primeras olas de la resaca. Algunas chalupas animaban las aguas del golfo, y dos o tres buques de vapor arrojaban al cielo un cono de humo negro. Más allá verdeaba la inmensa campiña, y pequeñas colinas rompían la línea de la llanura. Al norte los montes Lomond, y al oeste el Ben-Lomond y Ben-Ledi reflejaban los rayos solares, como si sus cimas estuviesen cubiertas de eterno hielo.

Elena no podía hablar. Sus labios no murmuraban más que palabras vagas. Sus manos temblaban. Sentía vértigos; y por un momento le abandonaron sus fuerzas. En aquella atmósfera tan pura, ante aquel espectáculo sublime, se sentía desfallecer, y cayó en los brazos de Harry, dispuestos para recibirla.

Aquella joven, cuya vida había pasado hasta entonces en las entrañas de la tierra, contemplaba en fin lo que constituye casi todo el universo, como le ha hecho el Creador del mundo. Sus miradas, después de haber recorrido la ciudad y el campo, se dirigieron por primera vez sobre la inmensidad del mar y el infinito del cielo.

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