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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo III
El subsuelo del Reino Unido

Es conveniente para la inteligencia de este relato, decir algunas palabras que recuerden el origen de la hulla.

Durante las épocas geológicas, cuando el esferoide terrestre estaba todavía en vías de formación, le rodeaba una espesa atmósfera saturada de vapor de agua, y fuertemente impregnada de ácido carbórnico. Poco a poco estos vapores se fueron condensando en muchos y sucesivos diluvios, que cayeron sobre la tierra como si hubieran sido arrojados de las bocas de algunos millones de millones de botellas de agua de Seltz. Era, en efecto, un líquido cargado de ácido carbónico, que se derramaba torrencialmente sobre un suelo pastoso, mal consolidado, sujeto a deformaciones lentas o bruscas y manteniendo al mismo tiempo en este estado semifluido, tanto por el calor procedente del sol, como por el fuego de la masa interior. Este fuego no estaba todavía encerrado en el centro del globo.

La corteza terrestre, poco espesa y no completamente endurecida, le dejaba pasar al través de sus poros. De aquí provenía una vegetación fenomenal, semejante sin duda a la que tal vez existe en la superficie de los planetas inferiores Venus o Mercurio, más proximos que nosotros al astro radiante.

El suelo de los continentes, aún mal fijado, se cubrió, pues, de bosques inmensos. El ácido carbónico, tan propio para el desarrollo del reino vegetal, existía en gran abundancia; y por tanto los vegetales se desarrollaban en forma arborescente. No había ni una sola planta herbácea. Por todas partes se encontraban enormes masas de árboles sin flores, sin frutos, de un aspecto monótono, que no hubieran podido servir para la alimentación de ningún ser viviente.

La tierra no estaba dispuesta todavía para la aparición del reino animal. La composición de estos bosques antediluvianos era la siguiente. Dominaba la clase de los criptógamas vasculares. Las calamitas, variedades de la aspérula arborescente, los lepidodendrones, clase de liecopodias gigantes de veinte y cinco a treinta metros de altura y de un metro de ancho en su base, las asterófilas o radiadas, los helechos, las sigilarias de proporciones gigantescas, y de las cuales se han encontrado huellas en las minas de Saint-Etienne -plantas todas grandiosas, con las cuales no existe ninguna que tenga analogía sino entre los más humildes modelos de las tierras habitables- tales eran poco variados en sus especies, pero enormes en su desarrollo, los vegetales que formaban exclusivamente los bosques de aquella época.

Estos árboles estaban plantados en una especie de laguna inmensa, profundamente humedecida por la mezcla de aguas dulces y de aguas saladas. Se asimilaban rápidamente el carbono, que absorbían poco a poco de la atmósfera, impropia todavía para las funciones de la vida; y estaban, puede decirse, destinados a condensarse bajo la forma de hulla en las entrañas mismas de la tierra.

En efecto, era la época de los temblores de tierra, de esos sacudimientos del suelo producidos por las revoluciones interiores y el trabajo plutónico, que modificaban súbitamente los perfiles, aún inciertos de la superficie terrestre. Aquí, intumescencias que se convertían en montañas; allá hundimientos que debían llenar océanos o mares. Y entonces, bosques enteros se sumergían en la corteza terrestre, a través de sus movibles capas, hasta que encontraban un punto de apoyo, tal como el suelo primitivo de las rocas graníticas, o hasta que por su acumulación formaban un todo resistente.

En efecto, el edificio geológico se presenta en este orden en las entrañas del globo: el suelo primitivo que está sobre la capa de los terrenos primarios; después los terrenos secundarios cuyos depósitos carboníferos ocupan la parte inferior; después los terrenos terciarios y encima los terrenos de aluvión antiguos y modernos.

En esta época, las aguas, que no estaban retenidas por ningún cauce o lecho como ahora, y que se formaban en todos los puntos del globo por la condensación continua, se precipitaban arrancando a las rocas, apenas formadas, los elementos para constituir los esquistos, los gres y las calcáreas; caían sobre los bosques de turba; depositaban los elementos de estos terrenos e iban a sobreponerse al terreno carbonífero. Con el tiempo -en periodos que se escriben por millones de años-; estos terrenos se endurecieron, se distribuyeron en capas y encerraron bajo una espesa caparazon de pudingas, de esquistos, de gres compactos o deleznables y de piedras, toda la masa de los bosques confundidos.

¿Y qué pasó entonces en ese crisol gigantesco en que se acumulaba la materia vegetal a diversas profundidades? Una verdadera operación quimica, una especie de destilación.

Todo el carbono que contenían estos vegetales se aglomeraba, y poco a poco se formaba la hulla, bajo la doble influencia de una presion enorme y de la elevada temperatura que producía el calor interior, tan próximo en aquella época.

Así, pues, en aquella lenta pero enérgica reacción, se transformaba un reino en otro. El vegetal se hacía mineral. Todas aquellas plantas que habían vivido como vegetales, bajo la activa savia de los primeros días, se petrificaban. Algunas de las sustancias encerradas en este vasto herbario incompletamente formadas, dejaban su marca en los demás productos, más rápidamente mineralizados, con una presion semejante a la de una prensa hidráulica de una potencia incalculable.

Al mismo tiempo las conchas, los zoófitos, tales como las estrellas de mar, los políperos, las espiriferas, y hasta los peces y los lagartos, arrastrados por las aguas dejaban sobre la hulla, blanda todavía, su impresión limpia, y como admirablemente grabada.

La presión parece haber desempeñado un papel importante en la formación de los depósitos carboníferos. En efecto, sólo a su menor o mayor influencia se deben las diversas clases de hulla que emplea la industria. Así, en las capas más inferiores del terreno carbonífero, aparece la antracita, que está casi desprovista de materia volátil, y que contiene la mayor cantidad de carbono.

En las capas superiores se encuentra, por el contrario, el lignito y la madera fósil, en las cuales la cantidad de carbono es infinitamente menor. Entre estas dos capas, según el grado de presión que han experimentado, se encuentran los filones de grafito, y las hullas grasas o secas. Y puede afirmarse que sólo por falta de la presión suficiente la capa de las turbas pantanosas, no ha sido modificada completamente.

Así, pues, el origen de los depósitos de carbón, en cualquier punto del globo que se hayan descubierto es éste: penetración en la costa terrestre de los grandes bosques de la época geológica, y después mineralización de los vegetales, realizada por el tiempo, bajo la influencia de la presión y del calor, y bajo la acción del ácido carbónico.

Sin embargo, la naturaleza, tan pródiga de ordinario, no ha transformado bastantes bosques para un consumo que ha de durar miles de años. La hulla faltará un día; es evidente.

Se impondrá una cesantía forzosa a todas las máquinas del mundo, como no se encuentre un nuevo combustible que reemplace al carbón. En una época más o menos remota no habrá ya depósitos carboníferos, como no sean los que cubre una eterna capa de hielo en la Groenlandia, o en las cercanías del mar de Baffin, y cuya explotación es casi imposible. Este es el porvenir inevitable.

Las cuencas carboníferas de América, prodigiosamente ricas aún, las del lago Salado, del Oregon, de la California, no darán un día más que un producto insuficiente. Sucederá lo mismo con los depósitos del Cabo Breton y de San Lorenzo, de los Alleghanis, de la Pensilvania, de la Virginia, del Illinois, de Indiana y de Misouri. Y aunque los depósitos de la América del Norte sean diez veces mayores que todos los del mundo, no se pasarán cien siglos sin que el monstruo de millones de bocas de la industria haya devorado el último pedazo de hulla del globo.

La escasez, como es fácil conocer, se dejará sentir primero en el antiguo mundo. Existen grandes capas de combustible mineral en Abisinia, en Natal: en Zambege, en Mozambique, en Madagascar, pero su explotación regular ofrece grandes dificultades.

Las de la Birmania, de la China, de la Cochinchina y del Japón, y las del Asia central se agotarán en breve. Los ingleses vaciarán la Austria de todo producto carbonífero, tan abundante en su suelo, antes que falte el carbón en el Reino Unido. Y en esa época, los filones de Europa, explotados hasta en sus últimas venas, habrán sido abandonados.

Puede juzgarse por las cifras siguientes de las cantidades de hulla que se han consumido desde el descubrimiento de los primeros depósitos. Las cuencas carboníferas de Rusia, Sajona y Baviera comprenden seiscientas mil hectáreas; las de España ciento cincuenta mil; las de Bohemia y Austria ciento cincuenta mil, las de Bélgica, que ocupan una zona de cuarenta leguas de largo, por tres de ancho, comprenden también ciento cincuenta mil hectáreas, que se extienden por los territorios de Lieja, Namur, Mons y Chaleroi.

En Francia la cuenca situada entre el Loira y el Rodano, Rive-de-Gier, Saint-Etierme, Givors, Epinac, Blanzy, Creusot;1as explotaciones de Gard, Alais, Grand Combe; las de Aveyron en Aubin; los depósitos de Cannaux, Bassac, Graissessac, en el Norte, Ancin, Valenciennes, Lens, Bethune, ocupan cerca de trescientas cincuenta mil hectáreas.

El país más rico en carbón es incontestablemente el Reino Unido. Exceptuando la Irlanda, que carece casi por completo de combustible mineral, posee toda Inglaterra enormes riquezas carboníferas; pero agotables, como todas las riquezas. La más importante de todas estas cuencas es la de Newcastle, que ocupa el subsuelo del condado de Northumberland, que produce al año hasta treinta millones de toneladas, es decir, más de la tercera parte del consumo inglés, y más del doble de la producción en Francia. La cuenca del país de Gales, que ha concentrado toda una poblacion de mineros en Cardiff, Swansea y Newport, produce anualmente diez millones novecientas toneladas de esa hulla tan buscada, que lleva su nombre. En el centro se explotan las cuencas de los condados de York, de Lancaster, de Derby, de Stafford, menos productivas, pero de una riqueza considerable todavía. En fin, en la parte de Escocia situada entre Edimburgo y Glasgow, entre estos dos mares que las penetran tan profundamente, existe uno de los depósitos carboníferos más extensos del Reino Unido. El conjunto de estas diversas cuencas no comprende menos de un millón seiscientas mil hectáreas, y produce anualmente cien millones de toneladas de combustible.

¡Pero qué importa! El consumo llegará a ser tal, por las necesidades de la industria y del comercio, que estas riquezas se agotarán. El tercer millar de años de la Era Cristiana, verá antes de terminar que la mano del obrero ha vaciado ya en Europa esos almacenes en los cuales según una imagen exacta se ha concentrado el calor solar de los primeros días.

Pero precisamente en la época a que se refiere esta historia, una de las más importantes minas de la cuenca escocesa había sido agotada por una explotación demasiado rápida.

En este terreno, que se extiende entre Edimburgo y Glasgow, y en una anchura media de diez a doce millas, era donde existía la mina de Aberfoyle, cuyo ingeniero Jacobo Starr, había dirigido sus trabajos por espacio de tanto tiempo.

Pero hacía ya diez años que estas minas habían sido abandonadas. No se habían podido descubrir nuevos depósitos, aunque se había sondeado hasta la profundidad de mil quinientos y aún de dos mil pies; y cuando Jacobo Starr se había retirado, estaba seguro de que se había explotado el más pequeño filón, hasta su último átomo.

Era, pues, más que evidente que en tales condiciones el descubrimiento de una nueva cuenca carbonífera en las profundidades del subsuelo inglés, hubiera sido un suceso importantísimo. ¿Se refería la noticia anunciada por Simon Ford a un hecho de esta naturaleza? Esto era lo que se preguntaba Jacobo Starr, y lo que quería esperar.

En una palabra, ¿había un nuevo rincón de esas ricas Indias Negras,desde donde se le llamaba para hacer una nueva conquista? Quería creerlo.

La segunda carta había trastornado un momento sus ideas en este punto; pero ahora no hacía ya caso de ella.

Por otra parte, el hijo del viejo capataz estaba allí; esperándole en el sitio de la cita. La carta anónima no tenía, pues, ningún valor.

En el momento en que el ingeniero, ponía el pie en tierra, el joven se adelantó hacia él.

-¿Eres Harry Ford? -le preguntó vivamente Jacobo Starr-, sin mas preámbulos.

-Sí, señor Starr.

-¡No te hubiera conocido, buen mozo! ¡Ah! ¡Y es que en diez años te has hecho un hombre!

-Yo le he conocido - respondió el joven minero -, que tenía la gorra en la mano. Esta igual, señor. ¡Usted fue quien me abrazó el día que nos despedimos en la mina Dochart! Estas cosas no se olvidan nunca.

-Cúbrete, Harry -dijo el ingeniero-. Llueve a cántaros, y la cortesía no debe llegar hasta el constipado.

-¿Quiere que nos pongamos a cubierto, señor Starr? -preguntó Harry Ford.

-No, Harry. El tiempo es de agua. Lloverá todo el día; y yo tengo prisa. Partamos.

-Estoy a sus órdenes -respondió el joven.

-Dime, Harry, ¿y tu padre está bien?

-Perfectamente, señor Starr.

-¿Y tu madre?

-Mi madre también.

-¿Es tu padre el que me ha escrito dándome una cita en el pozo Yarow?

-No; he sido yo.

-Pero ¿Simon Ford no me ha escrito una segunda carta, diciendo que no acudiera a la invitación? -preguntó rápidamente el ingeniero.

-No, señor Starr -respondió el joven.

-¡Bien! -dijo Jacobo Starr; y no volvió a hablar de la carta anónima.

Después, continuando:

-Y tú ¿puedes decirme lo que quiere el viejo Simon? -preguntó al joven.

-Señor Starr, mi padre se ha reservado el decirlo.

-Pero tú, ¿lo sabes?...

-Yo lo sé.

-Pues bien, Harry, yo no te pregunto más. Vamos, porque tengo prisa de hablar con Simon Ford.

-Y a propósito, ¿dónde vive?

-En la mina.

-¡Cómo! ¿En la mina Dochart?

-Sí, señor Starr -respondió Harry Ford.

-¡Cómo! ¿Tu familia no ha abandonado la antigua mina, después de la cesación de los trabajos?

-Ni un sólo día, señor Starr. Ya conoce a mi padre. ¡Allí ha nacido, y allí quiere morir!

-Lo comprendo, Harry; lo comprendo. ¡Su mina natal! ¡No ha querido abandonarla! ¿Y estan allí contentos?...

-Sí, señor Starr -respondió el joven-, porque nos amamos cordialmente, y tenemos pocas necesidades.

-Bien Harry -dijo el ingeniero- ¡En marcha!

Y Jacobo Starr, siguiendo al joven, atravesó las calles de Callander.

Diez minutos después ambos dejaron el pueblo.

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