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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo IX
La nueva Aberfoyle

Si los ingenieros, ayudados por algún poder sobrehumano hubiesen podido levantar de un golpe y en un espesor de mil pies toda esta porción de la corteza terrestre que sostiene el conjunto de lagos, de ríos, de golfos y las tierras ribereñas de los condados de Stirling, de Dombarton y de Renfrew, habrían hallado debajo de esta enorme cubierta una excavación inmensa, no comparable a ninguna otra del mundo más que a la célebre gruta de Mamuth en Kentucky.

Esta excavación se componía de muchos centenares de alvéolos de todas magnitudes y de todas formas. Representaba una colmena con sus innumerables pisos de células caprichosamente dispuestas; y que en lugar de abejas hubiese sido capaz de alojar todos los ictiosaurios, megaterios y pterodáctilos de la época geológica.

Era un laberinto de galerías, unas mas elevadas que las otras como bóvedas de las catedrales, y las naves laterales estrechas y tortuosas; siguiendo éstas la línea horizontal, o bajando aquéllas oblicuamente, reuniéndose después todas estas cavidades y dejando libre la comunicación entre sí.

Las columnas que sostenían estas bóvedas, cuyas curvas admitían todos los estilos, las gruesas murallas sólidamente asentadas entre las galerías, las mismas naves en este piso de terrenos secundarios, eran de areniscas y de rocas estratificadas. Pero entre estas capas, inútiles a la explotación y fuertemente oprimidas por ellas, había ricas venas de carbón, como si la sangre negra de esta extraña mina circulase a través de esta inextricable red de conductos. Estos depósitos ocupaban una extensión de cuarenta millas de norte a sur, y llegaban a penetrar bajo el canal del norte. La importancia de esta cuenca no podía ser apreciada sino por la sonda, pero debía exceder a la de las capas carboníferas de Cardiff, en el país de Gales, y a los depósitos de Newcastle, en el condado de Nortumberland.

Es preciso añadir que la explotación de esta mina iba a ser muy fácil, porque por una disposicion caprichosa de los terrenos secundarios, por un inexplicable movimiento de las materias minerales en la época geológica, en que esta masa se solidificaba, la naturaleza había multiplicado las galerías y los túneles de la Nueva Aberfoyle.

¡Sí, sólo la naturaleza! A primera vista podría creerse en el descubrimiento de alguna explotación abandonada hacía siglos. Pero no era así. No se desprecian tales riquezas. Los termitas humanos no habían roído nunca esta porción del subsuelo de Escocia; la naturaleza había hecho todo esto. Pero, repetimos, ningún hipogeo de la época egipcia, ninguna catacumba de la época romana habrían podido compararse a esta cavidad, sino las célebres grutas de Mamuth, que, en una extensión de más de veinte millas, cuentan doscientas veintiséis calles, once lagos, siete ríos, ocho cataratas, treinta y dos pozos insondables y cincuenta y siete bóvedas, algunas de las cuales están suspendidas a más de cuatrocientas cincuenta pies de altura.

Lo mismo que estas grutas, la Nueva Aberfoyle era obra, no de los hombres, sino del Creador.

Tal era esta nueva mina de incomparable riqueza, cuyo descubrimiento pertenecía propiamente al antiguo capataz. Diez años de morada en la mina, una rara tenacidad en las exploraciones, una fe absoluta auxiliada por un marivolloso instinto de minero; todas estas condiciones habían sido necesarias para hallar un resultado donde tantos otros habrían recibido un desengaño. ¿Por qué los trabajos de sonda, practicados bajo la dirección de Jacobo Starr en los últimos años de explotación, se habían detenido precisamente en este límite en la frontera misma de la nueva mina? Por la casualidad, que tiene una gran parte en las investigaciones de este género.

Pero, sea como fuere, había en el subsuelo escocés una especie de condado subterráneo, al cual no faltaba para ser habitable más que los rayos del sol, y en su defecto la claridad de un astro especial.

El agua estaba localizada en algunas depresiones formando vastos estanques, o lagos mayores que el lago Katrine, situado precisamente encima. Sin duda estos lagos no tenían el movimiento de las aguas, las corrientes, la resaca, no reflejaban el perfil de algún castillo gótico; ni el abedul, ni la encina se inclinaban sobre sus ondas, ni las montañas pintaban grandes sombras sobre su superficie, ni los vapores los surcaban, ni se reflejaba ninguna luz en su espejo, ni el sol impregnaba sus olas con sus brillantes rayos, ni la Luna se elevaba nunca sobre su horizonte. Y sin embargo, estos lagos profundos, cuya tersura no arrugaba la brisa, no habrían dejado de tener encantos a la luz de un astro eléctrico, y reunidos por una serie de canales que completaban la geografía de esta extraña región.

Aunque era impropio para los productos vegetales, aquel subsuelo habría podido servir de morada a toda una población. ¿Y quién sabe si en aquella atmósfera de temperatura constante, en el fondo de aquellas minas de Aberfoyle, lo mismo que en las de Newcastle, de Alloa o de Cardiff, quién sabe si agotados sus depósitos, llegará un día en que la clase pobre del Reino Unido busque allí un refugio?

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