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Las indias negras
Editado
© Ariel Pérez
9 de febrero del 2002
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Las indias negras
Capítulo II
Por el camino

Todas las ideas de Jacobo Starr se detuvieron bruscamente, cuando leyó esta segunda carta, contradictoria con la primera.

-¿Qué quiere decir esto? -se preguntó.

Jacobo Starr volvió a coger el sobre, medio roto.

Llevaba, lo mismo que el otro, el sello de la administración de correos de Aberfoyle.

Venía, pues, del mismo punto del condado de Stirling. No era evidentemente, el mismo minero el que la había escrito; pero evidentemente también el autor de esta segunda carta conocía el secreto del capataz, puesto que invalidaba la invitación dirigida al ingeniero para acudir al pozo Yarow.

¿Sería pues, exacto que la primera carta no tuviese ya objeto? ¿Se querría impedir a Jacobo Starr que se pusiese en camino, útil o inútilmente? ¿No habría una malévola intención que tuviera por objeto destruir los proyectos de Simon Ford?

Esto fue lo que penso Jacobo Starr después de una madura reflexión. La contradicción que existía entre las dos cartas, no consiguió sino avivar su deseo de ir a la mina Dochart. Por otra parte, si en todo esto no había más que una mistificación, más valía asegurarse de ello.

Pero le parecía que convenía dar más crédito a la primera carta que a la segunda, es decir, a la petición de un hombre como Simon Ford, que el aviso de su contradictorio anónimo.

"En verdad, puesto que se pretende influir sobre mi resolución", se dijo, "es que la comunicación de Simon Ford debe tener una inmensa importancia. Mañana estaré en el sitio de la cita, y a la hora convenida."

Cuando llegó la noche, Jacobo Starr hizo sus preparativos de viaje. Como podía suceder que su ausencia se prolongase algunos días, previno por medio de una carta a Sir W. Elphiston presidente del Instituto Real, que no podría asistir a la próxima sesión de la sociedad; y se quitó también de encima dos o tres negocios que debían ocuparle en la semana. Y después de haber dado las órdenes a su criado, y de haber preparado su saco de viaje, se acostó más impresionado quizás de lo que convenía al asunto.

Al día siguiente a las cinco saltaba de la cama, se vestía, abrigándose, porque caía una lluvia muy fría y dejaba su casa de la calle de Canongate, para ir a tomar en el muelle de Granton el vapor, que en tres horas sube el Forth hasta Stirling.

Por primera vez quizá, Jacobo Starr, al atravesar la calle de Canongate, que es la principal de Edimburgo, no se volvió para dirigir una mirada a Holyrood, palacio de los antiguos soberanos de Escocia. No vio, ante su puerta, a los centinelas, con el antiguo traje escocés, jubón de tela verde, capilla de cuadros y escarcela de piel de cabra con largos mechones, colgada sobre el muslo.

Aunque fuese fanático por Walter Scott, como todos los hijos de la antigua Caledonia, el ingeniero, que jamás dejaba de hacerlo, no miró siquiera la posada en que descansó Waverley, y a la cual el sastre le llevó el famoso traje de tartán de guerra, que admiraba tan sencillamente la viuda Flockhart. No saludó tampoco, la pequeña plaza en que los montañeses descargaron sus fusiles, después de la victoria del Pretendiente, con exposición de matar a Flora Mac Ivor.

El reloj de la cárcel mostraba en medio de la calle su cuadrante; pero no le miró sino para cerciorarse de que no le faltaría a la hora de la partida. También debemos declarar que no vio en Nelher-Bow la casa del gran reformador John Knox, el único hombre a quien no pudieron seducir las sonrisas de María Estuardo. Pero siguiendo por High-Street, la calle popular tan minuciosamente descrita en la novela El Abate, se lanzó hacia el gigantesco puente de Bridge-Street, que une las tres colinas de Edimburgo.

Algunos minutos después, Jacobo Starr llegó a la estación del "ferrocarril general"; y media hora más tarde el tren le dejaba en Newhaven, bonito pueblo de pescadores, situado a una milla de Leith, que forma el puerto de Edimburgo. La marca ascendente cubría entonces la playa negruzca y pedregosa del litoral. Las primeras olas bañaban una estacada, especie de dique sujeto por cadenas. A la izquierda uno de esos barcos que prestan su servicio en el Forth, entre Edimburgo y Stirling, estaba amarrado al muelle de Granton.

En este momento la chimenea del Príncipe de Gales, vomitaba torbellinos de humo negro, y su caldera roncaba sordamente. Al sonido de la campana, que no dio sino algunos golpes, los viajeros retrasados se apresuraron a acudir. Había muchos comerciantes, hacendados y curas: estos últimos se distinguían por sus calzones, por sus largas levitas y por el fino alzacuello blanco que rodeaba su cuello.

Jacobo Starr no fue el último que se embarcó. Saltó ligeramente sobre el puente del Príncipe de Gales. Aunque la lluvia caía con violencia, ni uno de estos pasajeros pensaba en buscar un abrigo en el salón del vapor. Todos estaban inmóviles, envueltos en sus mantas de viaje; y algunos reanimándose a ratos con la ginebra o el whisky de sus cantimploras (que es lo que llaman "abrigarse por dentro").

Sonó una última campanada, se largaron las amarras, y el Príncipe de Gales giró para salir del pequeño puerto, que le abrigaba contra las olas del mar del Norte.

El Firth o Forth, es el nombre que se da al golfo formado entre las orillas del condado de Fife, al Norte, y las de los condados de Linlilhgow, de Edimburgo y de Haddington al Sur. Forma la desembocadura del Forth, río poco importante, especie de Támesis o de Mersey de aguas profundas, que bajando de la falda occidental del Ben Lomond, se pierde en el mar en Kincardine.

Sería muy corta la travesía desde el muelle de Granton a la extremidad de este golfo, si la necesidad de hacer escala en varias estaciones de ambas orillas, no obligase a dar muchos rodeos. Los pueblos, las aldeas, las cabañas, se van descubriendo en las orillas del Forth, entre los árboles de una fértil campiña.

Jacobo Starr, refugiado bajo la toldilla que se extendía entre los tambores, no se cuidaba de mirar este paisaje, rayado por las líneas que descubrían las gotas de lluvia. Trataba más bien de observar si llamaba la atención de algún pasajero. ¿Quién sabe si el autor anónimo de la segunda carta estaba en el vapor? Sin embargo, el, ingeniero no pudo descubrir ninguna mirada sospechosa.

El Príncipe de Gales, al salir del muelle de Grantón, se dirigió hacia la pequeña abertura que forman las dos puntas del Sur -Queensferry y Norte- Queensferry, más allá de la cual el Forth forma una especie de lago, practicable para los buques de cien toneladas. Entre las brumas del fondo aparecían en algunos claros las nevadas cumbres de los montes Grampianes.

Pronto el vapor perdió de vista la aldea de Aberdour; la isla de Clom, coronada por las ruinas de un monasterio del siglo XII; los restos del castillo de Barnbougle; Donibristle, donde fue asesinado el yerno del regente Murray, y el islote fortificado de Garvie.

Atravesó el estrecho de Queensferry, dejó a la izquierda el castillo de Rosyth, donde residió antiguamente una rama de los Estuardos, con la cual estaba emparentada la madre de Cromwell; pasó el Blackness-Castle siempre fortificado, conforme a uno de los artículos, del tratado de la Unión; y siguió a lo largo de los muelles del puertecito de Charleston, donde se exporta la cal de las canteras de lord Elgin. Por fin la campana del Príncipe de Gales señaló la estación de Combrie-Point.

El tiempo era malísimo. La lluvia, azotada por una brisa violenta se pulverizaba en medio de esas ráfagas de viento que pasan como trombas.

Jacobo Starr no dejaba de sentir alguna inquietud. ¿Habría acudido el hijo de Simon Ford a la cita? Sabía por experiencia que los mineros, acostumbrados a la calma profunda de las minas sufren menos que los obreros o los labradores esas grandes inclemencias de la atmósfera. Desde Callander a la boca Dochart y al pozo Yarow se contaba una distancia de 4 millas. Ésta era la razón que podía retardar, en cierta medida, al hijo del viejo capataz. Sin embargo, al ingeniero le preocupaba más el temor de que la segunda carta hubiera hecho inútil la cita dada en la primera. Éste era, si hemos de decir verdad su mayor cuidado.

En todo caso, si Harry Ford no se encontraba allí a la llegada del tren de Callander, Jacobo Starr estaba decidido a ir solo a la mina; y si era preciso hasta el pueblo de Aberfoyle. Allí tendría sin duda noticias de Simon Ford, y sabría donde residía el capataz.

Entre tanto el Príncipe de Gales continuaba levantando grandes olas con sus ruedas. No se veían las dos orillas del río, ni la aldea de Crombie, ni Toryburn, ni Torry-House, ni Newmills, ni Carrindenhause, ni Harkgrange, ni Salt-Paus a la derecha. El puertecito de Bowness, el puerto de Grangemonth, formado en la embocadura del canal de Clyde, desaparecían en la húmeda niebla. Culzoss, el antiguo pueblo y las ruinas de su abadía de Citeaux; Kinkardine y sus canteras de construcción, en las cuales hizo escala el vapor; Ayrth-Castle y su torre cuadrada del siglo XIII; Clackmanman y su castillo edificado por Roberto Bruce, tampoco eran visibles a través de los rayos oblicuos de la lluvia.

El Príncipe de Gales se detuvo en el embarcadero de Alloa para dejar algunos viajeros. Jacobo Starr sintió que se oprimía su corazón al pasar después de diez años de ausencia, cerca de este pueblecito, centro de la explotación de importantes minas carboniferas, que mantenían una gran población de trabajadores. Su imaginación le llevaba a aquel subsuelo, cavado con tanto provecho por los mineros. ¡Estas minas de Alloa, casi contiguas a las de Aberfoyle, continuaban enriqueciendo el condado, mientras que los depósitos vecinos, agotados hacía tantos años, no tenían ni un solo obrero!

El vapor, al dejar a Alloa, penetró en los muchos rodeos que da el Forth en una longitud de diecinueve millas, circulando rápidamente entre los grandes árboles de las dos orillas. Un instante aparecieron en un claro las ruinas de la abadía de Cambuskenneth, que data del siglo XII. Después aparecieron también el castillo de Stirling y el sitio real de este nombre, donde el Forth, atravesado por dos puentes, no es ya navegable para los buques de alto bordo.

Apenas se acercó a la costa el Príncipe de Gales, el ingeniero saltó prestamente al muelle. Cinco minutos después llegaba a la estación de Stirling. Una hora más tarde bajaba del tren en Callender, pueblo bastante grande, situado en la orilla izquierda del Teyth.

Allí, delante de la estación, esperaba un joven, que se dirigió en seguida hacia el ingeniero.

Era Harry, el hijo de Simon Ford.

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