El camino de Francia
Capítulo I
Yo me llamo Natalis Delpierre. He nacido
en 1761 en Grattepanche, una aldea de la Picardía. Mi padre era
labrador y trabajaba en las tierras del marqués de Estrelle. Mi
madre lo ayudaba en cuanto podía, y mis hermanas y yo
hacíamos lo que mi madre. Mi padre no poseía ninguna
clase de bienes de fortuna; y era tan desdichado en esto, que no
debía tener jamás nada propio. Al mismo tiempo que
cultivador era chantre en la iglesia del pueblo; chantre de los
llamados “confíteor”, pues tenía una fuerte y
hermosa voz, que se oía desde el pequeño cementerio
contiguo a la iglesia. Hubiera, pues, podido ser cura, lo que llamamos
un clérigo de misa y olla. Su voz es todo cuanto yo he heredado
de él, o poca cosa más.
Mi padre y mi madre han trabajado en grande. Los dos
han muerto en el mismo año; en el 79.¡Dios haya acogido su
alma! De mis dos hermanas, la mayor, llamada Firminia, tenía
cuarenta y cinco años por la época en que han pasado las
cosas que voy a referir; la pequeña, Irma, cuarenta; yo, treinta
y uno.
Cuando nuestros padres murieron, Firminia estaba
casada con un individuo de Escarbotin, Denoni Fanthomme, simple obrero
cerrajero, que no pudo jamás llegar a establecerse, aunque era
bastante hábil en su oficio. En cuanto a familia, en el 81
tenían ya tres chiquillos, y aun algunos años más
tarde vino un cuarto a unirse a los anteriores.
Mi hermana Irma había permanecido soltera, y
sigue siéndolo. Yo no podía contar, por consiguiente, ni
con ella ni con los Fanthomme para que me protegieran y me prestaran
ayuda a fin de crearme una posición. Yo me la he creado solo
completamente, y de este modo, en los últimos años de mi
vida, he podido servir de algo a mi familia.
Mi padre murió el primero; mí madre seis
meses después. Estos dos fallecimientos me causaron mucha
pena.¡Si! ¡Así está dispuesto!
¡Así lo quiere el destino! Es preciso perder a los que se
ama, lo mismo que a los que no se ama.
Sin embargo, tratemos de ser de los que son amados
cuando nos llegue la hora de partir.
La herencia paternal, después de pagadas todos
las deudas, no llegaba a ciento cincuenta libras. ¡Las
economías de sesenta años de trabajo! Esta cantidad hubo
que repartirla entro mis dos hermanas y yo; es decir, que tocamos cada
uno a dos veces nada, poco más o menos.
Yo me encontraba, pues, a los diez y ocho años
con una cincuentena de francos. No era mucho, en verdad; pero yo era
robusto, fuerte, bien hecho, acostumbrado a los trabajos rudos, y
además con una buena voz. Sin embargo, tenía la desgracia
de no saber leer ni escribir. No aprendí hasta mucho
después, como se verá. Pero cuando estas cosas no se
comienzan desde temprano, cuesta luego mucho trabajo el llegar a
dominarlas. La forma y manera de expresar las ideas se resiente siempre
de la primera falta, de lo cual daré repetidas pruebas en esta
relación.
¿Qué iba a ser de mi? ¿Continuar
el oficio de mi padre? ¿Derramar mi sudor sobre las tierras de
los otros para recolectar la miseria al cabo de muchos años de
trabajo? Triste perspectiva, que, a la verdad, no es para tentar a
nadie. Una circunstancia vino a decidir mi suerte.
Un primo del marqués de Estrelle, el conde de
Linois, llegó inopinadamente un día a Grattepanche. Era
oficial del ejército, capitán del regimiento de la
Fére. Había obtenido licencia por dos meses, y
venía a pasarlos en casa de su pariente. Se dispusieron grandes
batidas de caza contra el jabalí, la zorra y otras piezas
mayores. Hubo extraordinarios festejos, a los que concurrió
mucha gente, muchos caballeros y bellas damas, sin contar la
señora del Marqués, quo era una guapa marquesa.
Pero yo, entra tanta gente, no veía más
que al capitán Linois. Un oficial muy franco en sus maneras, y
que me hablaba con mucho agrado. Viéndole, me había
entrado la afición de ser soldado. ¿No es esta la mejor
carrera que puede adoptarse cuando es preciso vivir con sus brazos, y
que estos brazos están unidos a un cuerpo sólido y
robusto? Por otra parte, teniendo buena conducta, valor, y siendo un
poco ayudado por la fortuna, no hay razón para quedarse en medio
del camino, aunque se haya emprendido la marcha con el pie izquierdo,
se camina a buen paso.
Antes del 89, muchos gentes se imaginaban que un
simple soldado, hijo de un artesano o de un aldeano, no podía
jamás llegar a ser oficial. Esto es un error. Desde luego, con
resolución y un poco de presencia, se llegaba a suboficial, sin
gran trabajo. Después, cuando se había ejercido este
cargo durante diez años en tiempo de paz, o cinco en tiempo de
guerra, se hallaba uno en condiciones para alcanzar la charretera. De
subteniente se pasaba a teniente; de teniente a capitán.
Después.... ¡Alto ahí! Estaba prohibido ir
más allá. Por supuesto, que esto era ya muy hermoso.
El conde Linois había notado a menudo, durante
las batidas de caza, mi vigor y mi agilidad. Sin duda yo no
valía lo que un perro en olfato y en inteligencia. Sin embargo,
en los días de empeño, no había ojeado capaz de
adelantarme, y los aventajaba a todos, como si hubiese tenido un
instinto sobrenatural.
- Tú me has parecido un muchacho valiente y
sólido, - me dijo un día el conde de Linois.
- Sí, señor conde.
- ¿Y eres fuerte de brazos?
- Levanto trescientas veinte libras.
- ¡Sea enhorabuena!
Y esto fue todo. Pero el asunto no debía parar
aquí, como bien pronto vamos a ver.
En aquella época existía en el
ejército una costumbre muy singular. Ya se sabe cómo se
llevaban a cabo los enganches para la profesión de soldado.
Todos los años, los encargados de reunir gente hacían una
excursión a través del territorio, y hacían beber
a los mozos más de lo que era justo. Se firmaba un papel cuando
se sabía escribir, o se hacía en él una cruz
cuando no se sabía más que cruzar dos palos uno sobre
otro. Esto valía tanto como la firma. Después se cobraba
un par de cientos de libras, que eran bebidas antes que embolsadas, se
hacía la mochila, y se iba uno a hacerse romper la cabeza por
cuenta del Estado.
Pero esta manera de proceder no hubiera podido
convenirme jamás, porque, si bien es verdad que yo tenía
el gusto de servir, no quería, sin embargo, venderme. Me parece
que he de ser perfectamente comprendido de todos aquellos que tienen
alguna dignidad y algún respeto de si. Pues bien: en aquel
tiempo, cuando un oficial había obtenido un permiso o una
licencia, debía, según lo prescribían los
reglamentos, conducir a su vuelta al regimiento uno o dos reclutas. Los
suboficiales estaban también sujetos a esta obligación.
El precio del enganche variaba entonces de veinte a veinticinco
libras.
Yo no ignoraba nada de esto, y tenía formado un
proyecto. Así fue que, cuando la licencia del conde de Linois
llegó a su término, me fui descaradamente a proponerle si
me quería tomar como recluta.
- ¿Tú?.... - me dijo.
- Yo, señor conde.
- ¿Qué edad tienes?
- Diez y ocho años.
- ¿Y quieres ser soldado?
- Si a usted le agrada .....
- No es a mi a quien ha de agradar, sino a
tí.
- A mí si que me agrada.
- ¡Ah! ¡vamos! Por la golosina de las
veinte libras.
- No, señor; por el deseo de servir a mi
país, pues el hecho de venderme me causa vergüenza, tanto,
que no tomaré las veinte libras.
- ¿Cómo te llamas?
- Natalis Delpierre.
- Muy bien, Natalis; eso me gusta.
- Y yo estoy encantado de agradarle, mi
capitán.
- Y si tienes ánimos y voluntad para seguirme,
irás lejos.
- Le seguiré a tambor batiente y con la mente
encendida.
- Te prevengo que voy a dejar el regimiento de la
Fére para embarcarme. ¿No te repugna el mar?
- Absolutamente nada.
- Está bien; pues le pasarás.
¿Has oído decir que allá, muy lejos, se hace la
guerra para arrojar a los ingleses de América.
- ¿Qué es eso de América?
A decir verdad, yo no había oído nunca
hablar de América.
- Un país del diablo -respondió el
capitán de Linois-; un país que se bate por conquistar su
independencia. Allí es donde, desde hace dos años, el
marqués de Lafayette está haciendo hablar de él.
Además, el año último, el rey Luis XVI ha
prometido el concurso de sus soldados para ir en ayuda de los
americanos. El conde de Rochambeau va a partir para dicho punto, con el
almirante Grasso y seis mil hombres. Yo he formado el proyecto de
embarcarme con él para el Nuevo Mundo, y si tú quieres
acompañarme, iremos a libertar la América.
- ¡Vamos a libertar la América!
Y vean ustedes de qué manera tan sencilla, casi
sin saber una palabra, me enganche en el cuerpo expedicionario del
conde de Rochambeau y desembarqué en New Port en
1780.
Allí permanecí, durante tres
años, lejos de Francia. Vi al general Washington, un gigante de
cinco pies y once pulgadas, con grandes pies, grandes manos, una
especie de casaca azul con vueltas de piel y una escarapela negra. Vi
al marino Paul Jones a bordo de su navío El buen Ricardo;
vi al general Anthony Wayne, a quien llamaban el Rabioso; y me
batí en varios encuentros, no sin haber hecho la señal de
la cruz con mi primer cartucho. Tomé parte en la batalla de
Yorktown, en Virginia, donde, después de una resistencia
memorable, lord Cornwallis se rindió a Washington. Volví,
por fin, a Francia en el 83, y pude volver sin heridas ni
rasguños, pero simple soldado como antes. ¡Qué
quieren ustedes!.... No sabía leer.
El conde de Linois había vuelto con nosotros y
quería hacerme enganchar en el regimiento de la Fére,
donde él iba a recobrar su puesto. Pero yo tenía
así como una idea de servir en la caballería. Yo amaba
los caballos por instinto, y para llegar en la infantería a la
categoría de plaza montada, me hubieran sido precisos grado
sobre grado.
Bien sé que es tentador el uniforme de
infantería, que favorece mucho, con la coleta, la peluca
empolvada, las alas de pichón y los correajes blancos cruzados
sobre el pecho1. Pero ¿qué quieren? El
caballo es el caballo; y después de muchas reflexiones, yo me
convencí de mi vocación para ser jinete.
Por consiguiente, di las gracias con todo mi
corazón al conde de Linois, que me recomendó a su amigo
el coronel de Lóstangas, y me alisté en el regimiento
Real de Picardía.
¡Cuánto amo a ese hermoso regimiento!
Ruego que se me perdone si hablo de él con un enternecimiento
que acaso parezca ridículo. He hecho en él casi toda mi
carrera, estimado de mis jefes, cuya protección no me ha faltado
nunca, y que me han empujado como con ruedas, según se dice en
mi aldea.
Por otra parte, algunos años más tarde,
en el 92, el regimiento de la Fére debía tener una
conducta tan extraña en lo tocante a sus relaciones con el
general austríaco Beaulieu, que no tengo motivo alguno para
sentir el haber dejado de pertenecer a él. Pero no hablemos de
esto.
Vuelvo, pues, al Real de Picardía. No
podía darse un regimiento más hermoso. Al poco tiempo,
había llegado a ser para mi, como si dijéramos, mi
familia. Yo, por mi parte, le he permanecido fiel hasta el momento en
que ha sido licenciado y disuelto. Allí se era feliz. Yo silbaba
todos los aires de la charanga y de los organillos, pues he tenido
siempre la mala costumbre de silbar entra dientes; pero me lo pasaban.
En fin: bien se podra comprender todo lo que les digo.
Durante ocho años, no hice más que andar
de guarnición en guarnición. No se presentó la
menor ocasión de disparar un solo tiro ante el enemigo. Pero
¡bah! esta experiencia no carece de encanto cuando se sabe
tomarla por el lado bueno. Y, además, eso de ver tierras,
siempre es una gran cosa para un picardo como yo, que no había
salido de su país.
Después de conocer América, era bueno
ver un poco de Francia, entretanto que llegaba el momento de recorrer a
grandes pasos las grandes etapas a través de la Europa.
Estabamos en Sarrelouis el año 85, en Augers el 88, el 91 en
Josselin, Pontivy, Ploermel y otras poblaciones de Bretaña, con
el coronel Serre de Gras; el 92 en Charleville, con el coronel Wardner,
el coronel de Lostende, el coronel La Roque, y el 93 con el coronel Le
Comte.
Pero me olvidaba decir que el primero de enero de 1791
se había dado una ley que modificaba la organización del
ejército. El Real de Picardía fue clasificado como el
vigésimo tercer regimiento de caballería de batalla. Esta
organización duró hasta 1803. Sin embargo, el regimiento
no perdió por eso su antiguo título. Continuó
siendo el Real de Picardía, aun algunos años
después, cuando ya no había rey de Francia.
Durante el mando del coronel Serre de Gras se me hizo
cabo, con gran satisfacción mía. En tiempo del coronel
Wardner se me nombró sargento, lo cual me produjo mayor
satisfacción todavía.
Yo tenía entonces trece años de
servicio, una campaña y ninguna herida. No se puede menos de
convenir en que era una buena carrera. No podía subir más
arriba, puesto que, ya lo repito, no sabía leer ni escribir. A
pesar de todo, yo continuaba silbando, y, sin embargo,
comprendía que es poco decoroso en un suboficial el hacer
concurrencia a los mirlos.
¡El sargento Natalis Delpierre! Verdaderamente,
había motivo para tener un poquito de vanidad, y para ponerse en
un sitio donde todo el mundo pudiera verme. Por esta razón, mi
reconocimiento para el coronel Wardner no tenia límites, a pesar
de que era rudo como el pan de centeno, y que con él era preciso
adivinar las palabras. Aquel día, los soldados de mi
compañía hicieron fuego sobre mi mochila, y yo me
mandé poner en las mangas unos preciosos galones, que no
debían subir nunca más arriba del codo.
Nos hallábamos de guarnición en
Charleville, cuando pedí y obtuve una licencia de dos meses, que
me fue concedida. Precisamente la historia de esta licencia es la que
he procurado recordar más fielmente. Las razones de esto son las
siguientes. Desde que tomé el retiro, he tenido ocasión
repetidas veces de referir mis campañas, durante nuestras
veladas, en la aldea de Grattepanche. Los amigos que me escuchaban me
han comprendido casi siempre todo al revés o han entendido tan
poco, que bien puede decirse nada. Unas veces, uno decía que yo
había estado a la derecha, cuando precisamente me había
encontrado a la izquierda; otras veces, otro comprendía que me
había hallado en la izquierda, siendo así que yo
había dicho a la derecha. Con este motivo se originaban disputas
y discusiones, que no alcanzaban ni siquiera en opuesta de dos vasos de
sidra o de dos cafés. Sobre todo, en lo que menos se
entendían era lo que me había sucedido durante mi
licencia en Alemania. Por consiguiente, puesto que ya he aprendido a
escribir, me encuentro en el caso de tomar la pluma para contar por
escrito la historia de esta licencia.
Por consiguiente, me he puesto al trabajo. Manos a la
obra, a pesar de que cuento hoy setenta años.
Pero mi memoria es buena, y cuando dirijo la vista
hacia el pasado, veo en él con bastante claridad.
Este relato está, pues, dedicado a mis amigos
de Grattepanche, a los Ternisien, a los Bettembos, a los Irondart, a
los Poinfefer, a los Quenneben, a muchos otros, y espero que no han de
disputar más por mi causa.
Digo, pues, que había obtenido mi licencia el 7
de junio de 1792. Sin duda circulaban entonces algunos rumores de
guerra con Alemania, pero muy vagos todavía.
Se decía que Europa por más que aquello
no le importase mucho, no veía con buenos ojos lo que pasaba en
Francia. El rey continuaba aún en las Tullerías;
había rey de nombre; pero el 10 de agosto se sentía ya, y
soplaba como un viento de república sobre el país.
Así que, por prudencia, me pareció muy
conveniente no decir por qué o para qué pedía la
licencia.
En efecto, yo tenía que hacer en Alemania y aun
en Prusia; por consiguiente, en caso de guerra, me hubiera encontrado
muy impedido para volver a mi puesto, ¿Qué quieren? No se
puede a un tiempo, repicar y andar en la procesión.
Por otra parte, aunque mi permiso fuese para dos
meses, estaba dispuesto a abreviarlo si era preciso. Sin embargo, yo
esperaba todavía que las cosas no irían tan de prisa, ni
pararían en lo peor.
Ahora, para concluir con lo que me concierne y con lo
que atañe a mi bravo regimiento, vean aquí lo que tengo
que contarles en pocas palabras.
Desde luego se verá en que circunstancias
comencé a aprender a leer y después a escribir, lo cual
debía ponerme en condiciones hasta para llegar a ser oficial,
general, mariscal de Francia, conde, duque, príncipe, lo mismo
que un Ney, un Davout o un Marat, durante las guerras del imperio. En
realidad no llegué a pasar del grado de capitán, lo cual
no deja de ser muy hermoso para el hijo de un aldeano, aldeano
también.
En cuanto al Real de Picardía, me
bastarán algunas líneas solamente para acabar su
historia.
Como he dicho antes, había tenido en 1793 a Le
Comte por coronel; y en aquel año fue cuando, a consecuencia del
decreto de veintiuno de febrero, de regimiento que era quedó
convertido en media brigada. Hizo entonces las campañas del
ejército del norte y del ejército de Lumbre y Mosa, hasta
1797. Se distinguió en los combates de Lincelles y de Courtray,
donde yo fui hecho teniente.
Más adelante, después de haber
permanecido en París desde 1797 a 1800, formé parte del
ejército de Italia, y se cubrió de gloria en Marengo,
envolviendo a seis batallones de granaderos austríacos, que
rindieron las armas, después de la derrota de un regimiento
húngaro. En esta batalla fui herido de un balazo en una cadera,
de lo cual no me quejé, pues aquello me valió ser
nombrado capitán. Por último, el regimiento Real de
Picardia fue licenciado en 1803, y yo entré en los dragones, en
los cuales hice todas las guerras del imperio, tomando mi retiro en
1815.
De ahora en adelante, cuando hable de mi,
será únicamente para contar lo que he visto o he hecho
durante mi licencia en Alemania; pero que no se olvide ni un instante
que yo soy muy poco instruido. No tengo tampoco en alto grado el arte
de decir las cosas. Lo que voy a referir no es más que
impresiones, sobre las cuales no trato de razonar. Y, sobre todo, si en
esta sencilla relación se me escapan expresiones o modismos
picardos, espero que me los excusarán, porque no podría
hablar de otra manera. Iré de prisa, de prisa, y además
no me meteré en camisa de once varas, ni pondré los dos
pies en un zapato. Lo diré todo, sin embargo; y puesto que les
pido permiso para expresarme sin reserva, espero que me
responderán: “Con libertad completa,
caballero”.

1. Téngase en
cuenta que habla del uniforme de la infantería francesa de fines
del siglo pasado.
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