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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo I

Yo me llamo Natalis Delpierre. He nacido en 1761 en Grattepanche, una aldea de la Picardía. Mi padre era labrador y trabajaba en las tierras del marqués de Estrelle. Mi madre lo ayudaba en cuanto podía, y mis hermanas y yo hacíamos lo que mi madre. Mi padre no poseía ninguna clase de bienes de fortuna; y era tan desdichado en esto, que no debía tener jamás nada propio. Al mismo tiempo que cultivador era chantre en la iglesia del pueblo; chantre de los llamados “confíteor”, pues tenía una fuerte y hermosa voz, que se oía desde el pequeño cementerio contiguo a la iglesia. Hubiera, pues, podido ser cura, lo que llamamos un clérigo de misa y olla. Su voz es todo cuanto yo he heredado de él, o poca cosa más.

Mi padre y mi madre han trabajado en grande. Los dos han muerto en el mismo año; en el 79.¡Dios haya acogido su alma! De mis dos hermanas, la mayor, llamada Firminia, tenía cuarenta y cinco años por la época en que han pasado las cosas que voy a referir; la pequeña, Irma, cuarenta; yo, treinta y uno.

Cuando nuestros padres murieron, Firminia estaba casada con un individuo de Escarbotin, Denoni Fanthomme, simple obrero cerrajero, que no pudo jamás llegar a establecerse, aunque era bastante hábil en su oficio. En cuanto a familia, en el 81 tenían ya tres chiquillos, y aun algunos años más tarde vino un cuarto a unirse a los anteriores.

Mi hermana Irma había permanecido soltera, y sigue siéndolo. Yo no podía contar, por consiguiente, ni con ella ni con los Fanthomme para que me protegieran y me prestaran ayuda a fin de crearme una posición. Yo me la he creado solo completamente, y de este modo, en los últimos años de mi vida, he podido servir de algo a mi familia.

Mi padre murió el primero; mí madre seis meses después. Estos dos fallecimientos me causaron mucha pena.¡Si! ¡Así está dispuesto! ¡Así lo quiere el destino! Es preciso perder a los que se ama, lo mismo que a los que no se ama.

Sin embargo, tratemos de ser de los que son amados cuando nos llegue la hora de partir.

La herencia paternal, después de pagadas todos las deudas, no llegaba a ciento cincuenta libras. ¡Las economías de sesenta años de trabajo! Esta cantidad hubo que repartirla entro mis dos hermanas y yo; es decir, que tocamos cada uno a dos veces nada, poco más o menos.

Yo me encontraba, pues, a los diez y ocho años con una cincuentena de francos. No era mucho, en verdad; pero yo era robusto, fuerte, bien hecho, acostumbrado a los trabajos rudos, y además con una buena voz. Sin embargo, tenía la desgracia de no saber leer ni escribir. No aprendí hasta mucho después, como se verá. Pero cuando estas cosas no se comienzan desde temprano, cuesta luego mucho trabajo el llegar a dominarlas. La forma y manera de expresar las ideas se resiente siempre de la primera falta, de lo cual daré repetidas pruebas en esta relación.

¿Qué iba a ser de mi? ¿Continuar el oficio de mi padre? ¿Derramar mi sudor sobre las tierras de los otros para recolectar la miseria al cabo de muchos años de trabajo? Triste perspectiva, que, a la verdad, no es para tentar a nadie. Una circunstancia vino a decidir mi suerte.

Un primo del marqués de Estrelle, el conde de Linois, llegó inopinadamente un día a Grattepanche. Era oficial del ejército, capitán del regimiento de la Fére. Había obtenido licencia por dos meses, y venía a pasarlos en casa de su pariente. Se dispusieron grandes batidas de caza contra el jabalí, la zorra y otras piezas mayores. Hubo extraordinarios festejos, a los que concurrió mucha gente, muchos caballeros y bellas damas, sin contar la señora del Marqués, quo era una guapa marquesa.

Pero yo, entra tanta gente, no veía más que al capitán Linois. Un oficial muy franco en sus maneras, y que me hablaba con mucho agrado. Viéndole, me había entrado la afición de ser soldado. ¿No es esta la mejor carrera que puede adoptarse cuando es preciso vivir con sus brazos, y que estos brazos están unidos a un cuerpo sólido y robusto? Por otra parte, teniendo buena conducta, valor, y siendo un poco ayudado por la fortuna, no hay razón para quedarse en medio del camino, aunque se haya emprendido la marcha con el pie izquierdo, se camina a buen paso.

Antes del 89, muchos gentes se imaginaban que un simple soldado, hijo de un artesano o de un aldeano, no podía jamás llegar a ser oficial. Esto es un error. Desde luego, con resolución y un poco de presencia, se llegaba a suboficial, sin gran trabajo. Después, cuando se había ejercido este cargo durante diez años en tiempo de paz, o cinco en tiempo de guerra, se hallaba uno en condiciones para alcanzar la charretera. De subteniente se pasaba a teniente; de teniente a capitán. Después.... ¡Alto ahí! Estaba prohibido ir más allá. Por supuesto, que esto era ya muy hermoso.

El conde Linois había notado a menudo, durante las batidas de caza, mi vigor y mi agilidad. Sin duda yo no valía lo que un perro en olfato y en inteligencia. Sin embargo, en los días de empeño, no había ojeado capaz de adelantarme, y los aventajaba a todos, como si hubiese tenido un instinto sobrenatural.

- Tú me has parecido un muchacho valiente y sólido, - me dijo un día el conde de Linois.

- Sí, señor conde.

- ¿Y eres fuerte de brazos?

- Levanto trescientas veinte libras.

- ¡Sea enhorabuena!

Y esto fue todo. Pero el asunto no debía parar aquí, como bien pronto vamos a ver.

En aquella época existía en el ejército una costumbre muy singular. Ya se sabe cómo se llevaban a cabo los enganches para la profesión de soldado. Todos los años, los encargados de reunir gente hacían una excursión a través del territorio, y hacían beber a los mozos más de lo que era justo. Se firmaba un papel cuando se sabía escribir, o se hacía en él una cruz cuando no se sabía más que cruzar dos palos uno sobre otro. Esto valía tanto como la firma. Después se cobraba un par de cientos de libras, que eran bebidas antes que embolsadas, se hacía la mochila, y se iba uno a hacerse romper la cabeza por cuenta del Estado.

Pero esta manera de proceder no hubiera podido convenirme jamás, porque, si bien es verdad que yo tenía el gusto de servir, no quería, sin embargo, venderme. Me parece que he de ser perfectamente comprendido de todos aquellos que tienen alguna dignidad y algún respeto de si. Pues bien: en aquel tiempo, cuando un oficial había obtenido un permiso o una licencia, debía, según lo prescribían los reglamentos, conducir a su vuelta al regimiento uno o dos reclutas. Los suboficiales estaban también sujetos a esta obligación. El precio del enganche variaba entonces de veinte a veinticinco libras.

Yo no ignoraba nada de esto, y tenía formado un proyecto. Así fue que, cuando la licencia del conde de Linois llegó a su término, me fui descaradamente a proponerle si me quería tomar como recluta.

- ¿Tú?.... - me dijo.

- Yo, señor conde.

- ¿Qué edad tienes?

- Diez y ocho años.

- ¿Y quieres ser soldado?

- Si a usted le agrada .....

- No es a mi a quien ha de agradar, sino a tí.

- A mí si que me agrada.

- ¡Ah! ¡vamos! Por la golosina de las veinte libras.

- No, señor; por el deseo de servir a mi país, pues el hecho de venderme me causa vergüenza, tanto, que no tomaré las veinte libras.

- ¿Cómo te llamas?

- Natalis Delpierre.

- Muy bien, Natalis; eso me gusta.

- Y yo estoy encantado de agradarle, mi capitán.

- Y si tienes ánimos y voluntad para seguirme, irás lejos.

- Le seguiré a tambor batiente y con la mente encendida.

- Te prevengo que voy a dejar el regimiento de la Fére para embarcarme. ¿No te repugna el mar?

- Absolutamente nada.

- Está bien; pues le pasarás. ¿Has oído decir que allá, muy lejos, se hace la guerra para arrojar a los ingleses de América.

- ¿Qué es eso de América?

A decir verdad, yo no había oído nunca hablar de América.

- Un país del diablo -respondió el capitán de Linois-; un país que se bate por conquistar su independencia. Allí es donde, desde hace dos años, el marqués de Lafayette está haciendo hablar de él. Además, el año último, el rey Luis XVI ha prometido el concurso de sus soldados para ir en ayuda de los americanos. El conde de Rochambeau va a partir para dicho punto, con el almirante Grasso y seis mil hombres. Yo he formado el proyecto de embarcarme con él para el Nuevo Mundo, y si tú quieres acompañarme, iremos a libertar la América.

- ¡Vamos a libertar la América!

Y vean ustedes de qué manera tan sencilla, casi sin saber una palabra, me enganche en el cuerpo expedicionario del conde de Rochambeau y desembarqué en New Port en 1780.

Allí permanecí, durante tres años, lejos de Francia. Vi al general Washington, un gigante de cinco pies y once pulgadas, con grandes pies, grandes manos, una especie de casaca azul con vueltas de piel y una escarapela negra. Vi al marino Paul Jones a bordo de su navío El buen Ricardo; vi al general Anthony Wayne, a quien llamaban el Rabioso; y me batí en varios encuentros, no sin haber hecho la señal de la cruz con mi primer cartucho. Tomé parte en la batalla de Yorktown, en Virginia, donde, después de una resistencia memorable, lord Cornwallis se rindió a Washington. Volví, por fin, a Francia en el 83, y pude volver sin heridas ni rasguños, pero simple soldado como antes. ¡Qué quieren ustedes!.... No sabía leer.

El conde de Linois había vuelto con nosotros y quería hacerme enganchar en el regimiento de la Fére, donde él iba a recobrar su puesto. Pero yo tenía así como una idea de servir en la caballería. Yo amaba los caballos por instinto, y para llegar en la infantería a la categoría de plaza montada, me hubieran sido precisos grado sobre grado.

Bien sé que es tentador el uniforme de infantería, que favorece mucho, con la coleta, la peluca empolvada, las alas de pichón y los correajes blancos cruzados sobre el pecho1. Pero ¿qué quieren? El caballo es el caballo; y después de muchas reflexiones, yo me convencí de mi vocación para ser jinete.

Por consiguiente, di las gracias con todo mi corazón al conde de Linois, que me recomendó a su amigo el coronel de Lóstangas, y me alisté en el regimiento Real de Picardía.

¡Cuánto amo a ese hermoso regimiento! Ruego que se me perdone si hablo de él con un enternecimiento que acaso parezca ridículo. He hecho en él casi toda mi carrera, estimado de mis jefes, cuya protección no me ha faltado nunca, y que me han empujado como con ruedas, según se dice en mi aldea.

Por otra parte, algunos años más tarde, en el 92, el regimiento de la Fére debía tener una conducta tan extraña en lo tocante a sus relaciones con el general austríaco Beaulieu, que no tengo motivo alguno para sentir el haber dejado de pertenecer a él. Pero no hablemos de esto.

Vuelvo, pues, al Real de Picardía. No podía darse un regimiento más hermoso. Al poco tiempo, había llegado a ser para mi, como si dijéramos, mi familia. Yo, por mi parte, le he permanecido fiel hasta el momento en que ha sido licenciado y disuelto. Allí se era feliz. Yo silbaba todos los aires de la charanga y de los organillos, pues he tenido siempre la mala costumbre de silbar entra dientes; pero me lo pasaban. En fin: bien se podra comprender todo lo que les digo.

Durante ocho años, no hice más que andar de guarnición en guarnición. No se presentó la menor ocasión de disparar un solo tiro ante el enemigo. Pero ¡bah! esta experiencia no carece de encanto cuando se sabe tomarla por el lado bueno. Y, además, eso de ver tierras, siempre es una gran cosa para un picardo como yo, que no había salido de su país.

Después de conocer América, era bueno ver un poco de Francia, entretanto que llegaba el momento de recorrer a grandes pasos las grandes etapas a través de la Europa. Estabamos en Sarrelouis el año 85, en Augers el 88, el 91 en Josselin, Pontivy, Ploermel y otras poblaciones de Bretaña, con el coronel Serre de Gras; el 92 en Charleville, con el coronel Wardner, el coronel de Lostende, el coronel La Roque, y el 93 con el coronel Le Comte.

Pero me olvidaba decir que el primero de enero de 1791 se había dado una ley que modificaba la organización del ejército. El Real de Picardía fue clasificado como el vigésimo tercer regimiento de caballería de batalla. Esta organización duró hasta 1803. Sin embargo, el regimiento no perdió por eso su antiguo título. Continuó siendo el Real de Picardía, aun algunos años después, cuando ya no había rey de Francia.

Durante el mando del coronel Serre de Gras se me hizo cabo, con gran satisfacción mía. En tiempo del coronel Wardner se me nombró sargento, lo cual me produjo mayor satisfacción todavía.

Yo tenía entonces trece años de servicio, una campaña y ninguna herida. No se puede menos de convenir en que era una buena carrera. No podía subir más arriba, puesto que, ya lo repito, no sabía leer ni escribir. A pesar de todo, yo continuaba silbando, y, sin embargo, comprendía que es poco decoroso en un suboficial el hacer concurrencia a los mirlos.

¡El sargento Natalis Delpierre! Verdaderamente, había motivo para tener un poquito de vanidad, y para ponerse en un sitio donde todo el mundo pudiera verme. Por esta razón, mi reconocimiento para el coronel Wardner no tenia límites, a pesar de que era rudo como el pan de centeno, y que con él era preciso adivinar las palabras. Aquel día, los soldados de mi compañía hicieron fuego sobre mi mochila, y yo me mandé poner en las mangas unos preciosos galones, que no debían subir nunca más arriba del codo.

Nos hallábamos de guarnición en Charleville, cuando pedí y obtuve una licencia de dos meses, que me fue concedida. Precisamente la historia de esta licencia es la que he procurado recordar más fielmente. Las razones de esto son las siguientes. Desde que tomé el retiro, he tenido ocasión repetidas veces de referir mis campañas, durante nuestras veladas, en la aldea de Grattepanche. Los amigos que me escuchaban me han comprendido casi siempre todo al revés o han entendido tan poco, que bien puede decirse nada. Unas veces, uno decía que yo había estado a la derecha, cuando precisamente me había encontrado a la izquierda; otras veces, otro comprendía que me había hallado en la izquierda, siendo así que yo había dicho a la derecha. Con este motivo se originaban disputas y discusiones, que no alcanzaban ni siquiera en opuesta de dos vasos de sidra o de dos cafés. Sobre todo, en lo que menos se entendían era lo que me había sucedido durante mi licencia en Alemania. Por consiguiente, puesto que ya he aprendido a escribir, me encuentro en el caso de tomar la pluma para contar por escrito la historia de esta licencia.

Por consiguiente, me he puesto al trabajo. Manos a la obra, a pesar de que cuento hoy setenta años.

Pero mi memoria es buena, y cuando dirijo la vista hacia el pasado, veo en él con bastante claridad.

Este relato está, pues, dedicado a mis amigos de Grattepanche, a los Ternisien, a los Bettembos, a los Irondart, a los Poinfefer, a los Quenneben, a muchos otros, y espero que no han de disputar más por mi causa.

Digo, pues, que había obtenido mi licencia el 7 de junio de 1792. Sin duda circulaban entonces algunos rumores de guerra con Alemania, pero muy vagos todavía.

Se decía que Europa por más que aquello no le importase mucho, no veía con buenos ojos lo que pasaba en Francia. El rey continuaba aún en las Tullerías; había rey de nombre; pero el 10 de agosto se sentía ya, y soplaba como un viento de república sobre el país.

Así que, por prudencia, me pareció muy conveniente no decir por qué o para qué pedía la licencia.

En efecto, yo tenía que hacer en Alemania y aun en Prusia; por consiguiente, en caso de guerra, me hubiera encontrado muy impedido para volver a mi puesto, ¿Qué quieren? No se puede a un tiempo, repicar y andar en la procesión.

Por otra parte, aunque mi permiso fuese para dos meses, estaba dispuesto a abreviarlo si era preciso. Sin embargo, yo esperaba todavía que las cosas no irían tan de prisa, ni pararían en lo peor.

Ahora, para concluir con lo que me concierne y con lo que atañe a mi bravo regimiento, vean aquí lo que tengo que contarles en pocas palabras.

Desde luego se verá en que circunstancias comencé a aprender a leer y después a escribir, lo cual debía ponerme en condiciones hasta para llegar a ser oficial, general, mariscal de Francia, conde, duque, príncipe, lo mismo que un Ney, un Davout o un Marat, durante las guerras del imperio. En realidad no llegué a pasar del grado de capitán, lo cual no deja de ser muy hermoso para el hijo de un aldeano, aldeano también.

En cuanto al Real de Picardía, me bastarán algunas líneas solamente para acabar su historia.

Como he dicho antes, había tenido en 1793 a Le Comte por coronel; y en aquel año fue cuando, a consecuencia del decreto de veintiuno de febrero, de regimiento que era quedó convertido en media brigada. Hizo entonces las campañas del ejército del norte y del ejército de Lumbre y Mosa, hasta 1797. Se distinguió en los combates de Lincelles y de Courtray, donde yo fui hecho teniente.

Más adelante, después de haber permanecido en París desde 1797 a 1800, formé parte del ejército de Italia, y se cubrió de gloria en Marengo, envolviendo a seis batallones de granaderos austríacos, que rindieron las armas, después de la derrota de un regimiento húngaro. En esta batalla fui herido de un balazo en una cadera, de lo cual no me quejé, pues aquello me valió ser nombrado capitán. Por último, el regimiento Real de Picardia fue licenciado en 1803, y yo entré en los dragones, en los cuales hice todas las guerras del imperio, tomando mi retiro en 1815.

De ahora en adelante, cuando hable de mi, será únicamente para contar lo que he visto o he hecho durante mi licencia en Alemania; pero que no se olvide ni un instante que yo soy muy poco instruido. No tengo tampoco en alto grado el arte de decir las cosas. Lo que voy a referir no es más que impresiones, sobre las cuales no trato de razonar. Y, sobre todo, si en esta sencilla relación se me escapan expresiones o modismos picardos, espero que me los excusarán, porque no podría hablar de otra manera. Iré de prisa, de prisa, y además no me meteré en camisa de once varas, ni pondré los dos pies en un zapato. Lo diré todo, sin embargo; y puesto que les pido permiso para expresarme sin reserva, espero que me responderán: “Con libertad completa, caballero”.

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1. Téngase en cuenta que habla del uniforme de la infantería francesa de fines del siglo pasado.

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