El camino de Francia
Capítulo VIII
Sin embargo, los días pasaban agradablemente
entre paseos y trabajos. Mi joven maestro hacía constar con
satisfacción mis progresos. Las vocales estaban ya bien metidas
en mi cabeza. Habíamos atacado a las consonantes. Hay algunas
que me dieron mucho que hacer. Las últimas, sobre todo. Pero, en
fin, la cosa marchaba. Bien pronto llegaría a reunir las letras
para formar palabras. Parece que yo tenía buenas
disposiciones...¡a los treinta y un años!...
No tuvimos más noticias de Kallkreuth, ni
recibí orden de presentarme de nuevo en su oficina. Sin embargo,
no cabía duda de que se nos espiaba, y más
particularmente a su servidor, a pesar de que el género de vida
que hacia no daba lugar a ninguna sospecha. Yo pensaba, pues, que me
vería libre con la primera advertencia, y que el director de
policía no se encargaría de alojarme ni de conducirme a
la frontera.
Durante la semana siguiente, el señor Juan se
vio obligado a ausentarse por pocos días. Le fue preciso ir a
Berlín, a causa de su maldito pleito. A toda costa quería
una solución, pues la situación se hacía
insostenible. ¿Cómo sería acogida su
pretensión? ¿Volvería sin haber podido obtener
siquiera una fecha para la vista? ¿Es que buscaban la manera de
ganar tiempo? Era de temer.
Durante la ausencia del señor Juan, por consejo
de Irma, yo me había encargado de observar las maniobras de
Frantz von Grawert. Por lo demás, como la señorita Marta
no salió más que una vez para ir al templo, no pudo ser
encontrada por el teniente. Todos los días pasaba este varias
veces por delante de la casa del señor de Lauranay, tan pronto a
pie, contoneándose y haciendo sonar sus botas, tan pronto
cabalgando y haciendo caracolear su caballo, un animal
magnífico, es decir, lo mismo que su amo. Pero por todo trote,
las rejas fueron corridas y las puertas cerradas. Yo dejo a su
consideración lo que él debía rabiar. Pero por
esto mismo convenía acelerar el matrimonio.
Por esta razón había querido el
señor Juan ir por última vez a Berlín. Fuese
cualquiera el resultado de su viaje, estaba decidido que se
fijaría la fecha del matrimonio en el momento que estuviese de
vuelta en Belzingen.
El señor Juan había partido el 18 de
Junio, y no debía volver hasta el 21. Durante este tiempo, yo
había trabajado con ardor. La señora Keller reemplazaba a
su hijo en el trabajo de mi enseñanza. Ponía en ello una
complacencia que cada vez iba en aumento. ¡Con qué
impaciencia esperábamos la vuelta del ausente! Fácil es
de imaginarse. En efecto, las cosas urgían. Se juzgará de
la situación por el hecho siguiente que voy a contar, y que no
supe hasta más adelante, sin dar mi opinión acerca de
él; pues, lo confieso francamente, cuando se trata de las
enmarañadas cosas de la política, no entiendo ni
jota.
Desde 1790, los emigrados franceses se hallaban
refugiados en Coblentza. El año último, el 91,
después de haber aceptado la Constitución, el rey Luis
XVI había notificado esta aceptación a las potencias
extranjeras. Inglaterra, Austria y Prusia protestaron entonces de sus
amistosas intenciones. Pero ¿se podía confiar en ellas?
Los emigrados, por su parte, no cesaban de incitar a la guerra.
Adquirían multitud de fornituras militares, y formaban
batallones, a pesar de que el rey les había dado orden de volver
a Francia, no interrumpían sus preparativos belicosos. Aunque la
Asamblea legislativa hubiese instado a los electores de Maguncia y
Tréveris, y a otros príncipes del Imperio, a que trataran
de dispersar la aglomeración de emigrados cerca de la frontera,
ellos permanecían siempre allí, dispuestos a conducir los
invasores.
Entonces fueron organizados tres ejércitos en
el Este, de manera que pudiesen darse la mano. El conde de Rochambeau,
mi antiguo general, fue a Flandes a tomar el mando del ejército
del Norte; Lafayette el del Centro, a Metz, y Luckner el del
ejército de Alsacia; en total, doscientos mil hombres
aproximadamente entre sables y bayonetas. En cuanto a los emigrados,
¿por qué habían de renunciar a sus proyectos y
obedecer las ordenes del Rey, puesto que Leopoldo de Austria se
preparaba a ir en su ayuda?
Tal era el estado de las cosas en 1791. Vean
aquí lo que era en 1792. En Francia, los jacobinos, con
Robespierre a la cabeza, se habían pronunciado vigorosamente
contra la guerra. Muchos los apoyaban, por el temor de ver surgir una
dictadura militar. Al contrario, los girondinos, guiados por Louvet y
Drissot, querían la guerra a toda costa, a fin de poner al Rey
en la obligación de manifestar claramente sus intenciones.
Entonces fue cuando apareció Dumouriez, que
había mandado las tropas en la Veudée y en
Normandía. Bien pronto fue llamado, para poner su genio militar
y político al servicio de su país. Aceptó el
encargo, y formó en seguida un plan de campaña, una
guerra a la vez ofensiva y defensiva. De ese modo había la
seguridad de que las cosas no irían despacio.
Sin embargo, hasta entonces Alemania no se habia
movido.
Sus tropas no amenazaban la frontera francesa, y
aún repetían que nada hubiese sido más perjudicial
para los intereses de Europa.
En estas circunstancias murió Leopoldo de
Austria. ¿Qué haría su sucesor? ¿Seria
partidario de la moderación? Seguramente no, y así lo
demostró en una nota publicada en Viena, que exigía el
restablecimiento de la monarquía sobre las bases de la
declaración real de 1789.
Como puede comprenderse, Francia no se podía
someter a una opresión semejante, que pasaba los límites
de lo justo. El efecto de esta nota fue considerable en todo el
país. Luis XVI se vio obligado a proponer a la Asamblea nacional
la declaración de guerra a Francisco I, Rey de Hungría y
de Bohemia. Así fue decidido, y quedó resuelto el
atacarle primeramente en sus posesiones de Bélgica.
El general Birou no tardó en apoderarse de
Quiévrain, y era de esperar que no habría nada que
pudiese detener el entusiasmo de las tropas francesas, cuando delante
de Mons, un pánico injustificado vino a modificar la
situación. Los soldados, después de haber lanzado el
grito de traición, degollaron a los oficiales Dillon y
Berthols.
Al tener noticia de este desastre, Lafayette
creyó prudente detener su marcha hacia Givet.
Esto pasaba en los últimos días de
abril, antes de que yo hubiese salido de Charleville.
Como se ve, en aquel momento Alemania no estaba
todavía en guerra con Francia.
El 13 de julio siguiente fue nombrado Dumouriez
ministro de la Guerra. Esto lo supimos ya en Belzingen, antes que el
señor Juan hubiese vuelto de Berlín. Esta noticia era de
una gravedad extrema.
Era fácil prever que los acontecimientos iban a
cambiar de carácter, y que la situación iba a dibujarse
claramente. En efecto, si Prusia había guardado hasta entonces
una neutralidad absoluta, era muy de temer que, en vista de los
sucesos, se preparase a romperla de un momento a otro. Se hablaba ya de
ochenta mil hombres que avanzaban hacia Coblentza.
Al mismo tiempo se había esparcido en Belzingen
el rumor de que el mando de los viejos soldados de Federico el Grande
sería dado a un general que gozaba de bastante celebridad en
Alemania: al duque de Brunswick. Se comprende el efecto que
causaría esta noticia, aun antes de que fuese confirmada.
Además, incesantemente se veían pasar tropas hacia la
frontera.
Yo hubiera dado cualquier cosa por ver al regimiento
de Lieb, al coronel von Grawert y a su hijo Frantz partir hacía
el mismo sitio. Esto nos hubiese desembarazado para siempre de tales
personajes. Por desgracia, este regimiento no recibió ninguna
orden; así fue que el teniente continuó paseando las
calles de Belzingen, y más particularmente por delante de la
casa, siempre cerrada, de la señorita de Lauranay.
En cuanto a mí, mi posición se prestaba
a serias reflexiones.
Yo estaba disfrutando una licencia, regularmente
concedida, es verdad, y en un país que no había roto
todavía las hostilidades con Francia. Pero ¿podía
olvidar que pertenecía al Real de Picardía, y que mis
camaradas se encontraban de guarnición en Charlevílle,
casi en la frontera?
Ciertamente, si había un choque con los
soldados de Francisco de Austria, o de Federico Guillermo de Prusia, el
regimiento Real de Picardía estaría en primera fila para
recibir los primeros tiros, y yo me hubiese desesperado de estar en mi
puesto, a fin de tomar en la lucha la parte que me correspondiera.
Con esto comenzaba yo a inquietarme seriamente. Sin
embargo, guardaba mis disgustos para mí, no queriendo
entristecer ni a la señora Keller ni a mi hermana, y no
sabía por qué partido decidirme.
En fin, en tales condiciones, la posición de un
francés era difícil. Mi hermana lo comprendía
también en lo que a ella le concernía. Seguramente, por
gusto y por voluntad suya, no consentiría jamás en
apartarse de la señora Keller. Pero ¿no podía
suceder que llegara el caso de que tomaran medidas contra los
extranjeros? ¿Y si Kallkreuth venía a darnos veinticuatro
horas de término para abandonar a Belzingen?
Fácilmente se comprende cuáles
debían ser nuestras inquietudes. No eran tampoco menos grandes
cuando pensábamos en la situación de la señorita
de Lauranay. Si se le obligaba a salir del territorio y a marchar a
través de un país en estado de guerra, ¡cuán
lleno de peligros estaría aquel viaje para su nieta y para
él! Y el matrimonio, que todavía no se había
llevado a cabo, ¿cuándo se verificaría?
¿Tendrían el tiempo suficiente para celebrarlo en
Belzingen? En verdad, no se podía hablar con seguridad de
nada.
Entretanto, cada día pasaban a través de
la población tropas de diversas armas, de infantería y de
caballería, sobre todo de hulanos, que iban a tomar el camino de
Magdeburgo. Después iban los convoyes de pólvora y balas,
y los carruajes por centenares.
Era un ruido incesante de tambores y de llamamiento de
trompetas. Algunas veces, con bastante frecuencia, hacían
paradas de algunas horas en la Plaza Mayor, y entonces,
¡qué de idas y venidas, regadas con vasos de cerveza y de
kirschenwasser, pues el calor era ya fuerte! Ya se
comprenderá que yo no me podía contener de ir a verlos,
por más que corriese el riesgo de disgustar al señor
Kallkreuth y a sus agentes. En seguida qué escuchaba una
música o un redoble de tambor, me era indispensable salir, si
estaba libre.
Digo si estaba libre, pues en el caso de que la
señora Keller me hubiese estado dando la lección de
lectura, por nada del mundo la hubiera dejado. Pero a la hora del
recreo, yo me escurría por la puerta, alargaba el paso, llegaba
al punto por donde pasaban las tropas, las seguía hasta la Plaza
Mayor, y allí me estaba mira que te mira, a pesar de que
Kallkreuth me había ordenado no mirar.
En una palabra, si todo aquel movimiento me interesaba
en mi calidad de soldado, en mi cualidad de francés no
podía menos de decirme “¡Minuto!, esto no marcha
bien. Es cosa segura que las hostilidades no tardarán en
romperse”.
El día 21 volvió el señor Juan de
su viaje a Berlín. Conforme se lo temía, así
resultó. ¡Viaje inútil! El pleito se hallaba
siempre en el mismo estado . Imposible era prever cuál
sería su resultado; ni siquiera cuándo acabaría.
Esto era desesperante.
En cuanto a lo demás, según lo que en la
capital había oído decir, el señor Juan
traía esta impresión: que de un a otro día Prusia
iba a declarar la guerra a Francia.

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