El camino de Francia
Capítulo IV
Belzingen, pequeña ciudad situada a menos de
veinte leguas de Berlín, está construida cerca de la
aldea de Hagelberg, donde en 1813 los franceses debían medirse
con las tropas prusianas. Dominada por la cima del Flameng, la
población se extiende a sus pies, en una situación
bastante pintoresca. Su comercio comprende los caballos, el ganado
lanar, el lino, el trébol y los cereales.
Allí fue donde llegamos mi hermana y yo, hacia
las diez de la mañana. Algunos instantes después, el
carruajillo se detenía delante de una casa muy limpia y muy
atractiva, aunque modesta. Era la casa de la señora Keller.
En este país se creería uno en plena
Holanda. Los aldeanos llevan largos gabanes azulados, chalecos
escarlata, terminados en un alto y sólido cuello, que
podría protegerlos perfectamente de un golpe de sabio. Las
mujeres, con sus dobles y triples sayas, sus gorros con alas blancas,
parecerían hermanas de la Caridad, si no fuera por el
pañuelo de colores vivos que les cubre el talle, y su
corpiño, de terciopelo negro, que no tiene nada de
monástico. Esto es, por lo menos, lo que vi por el camino.
En cuanto a la acogida que se me hizo,
fácilmente se podrá imaginar.
¿No era yo el propio hermano de Irma? Por esto
comprendí perfectamente que su situación en la familia no
era inferior a la que me había dicho. La señora Keller me
honró con una afectuosa sonrisa, y el señor Juan con dos
buenos apretones de manos. Ya se comprenderá que mi cualidad de
francés debía entrar por mucho en tan buen
recibimiento.
-Señor Delpierre -me dijo-. Mi madre y yo
contamos con que pasara usted aquí todo el tiempo que dure su
licencia. Algunas semanas solamente. Esto no es dedicar demasiado a su
hermana, puesto que no la ha visto desde hace trece años.
-Se los dedicaré a mi hermana, a su
señora madre y a usted, señor Juan -respondí-. Yo
no he olvidado el bien que su familia ha hecho a la mía; y es
una felicidad para Irma el haber sido acogida en su casa.
Lo confieso ingenuamente: yo llevaba preparado este
cumplimiento para no quedar parado como un bobo a mi entrada. Pero era
inútil con tan buena gente, bastaba dejar salir a su gusto lo
que uno tuviese en el corazón.
Mirando a la señora Keller, recordaba
perfectamente sus rasgos de joven, que estaban bien grabados en mi
memoria. Su belleza parecía no haber cambiado con los
años. En la época de su juventud, la gravedad de su
fisonomía llamaba la atención, y a mí me
parecía verla, poco más o menos, tal como la veía
entonces. Si sus cabellos negros blanqueaban por algunos sitios, sus
ojos no habían perdido nada de su vivacidad de joven.
Todavía estaban llenos de fuego, a pesar de las lágrimas
que les habían anegado desde la muerte de su esposo. Su actitud
era tranquila. Sabía escuchar, no siendo de esas mujeres que
charlan como urracas o murmuran como un enjambre dentro de una colmena.
Francamente, esas no me gustan mucho. Se comprendía que estaba
llena de buen sentido, sabiendo escuchar y tener en cuenta su
razón antes de hablar o de decidirse a una determinación,
siendo, por consiguiente, muy entendida en dirigir los negocios.
Además, según bien pronto pude observar,
no salía sino muy raramente del hogar doméstico. No
andaba de visitas en casa de las vecinas; huía los
conocimientos, y se encontraba perfectamente en su casa. Esto es lo que
me agrada en una mujer. Yo hago poco caso de aquellas que, como los
músicos ambulantes, no se encuentran nunca mejor que fuera de su
casa.
Una cosa me causó también gran placer, y
fue que la señora Keller, sin desdeñar las costumbres
alemanas, había conservado alguna de nuestras costumbres
picardas. Así, el interior de su casa recordaba mucho el de las
casas de Saint Sauflieu. Con el arreglo de los muebles, la
organización del servicio, la manera de preparar las comidas, se
hubiera uno creído en su país. Esto lo ha conservado
siempre en la memoria.
El señor Juan tenía entonces
veinticuatro años. Era un joven de una estatura algo más
elevada que la mediana; de cabellos y bigote negros, y con los ojos tan
obscuros, que parecían negros también. Si bien era
alemán, no tenía nada al menos de la tiesura
teutónica, que contrastaba con la gracia y la elegancia de sus
maneras. Su naturaleza franca, abierta y simpática,
atraía. Se parecía mucho a su madre. Naturalmente serio
como ella, agradaba, pesar de su aire grave, siendo además muy
atento y servicial. A mí me agradó por completo desde que
lo vi la primera vez. Si en alguna ocasión tiene necesidad de un
verdadero amigo, lo encontrará en Natalis Delpierre.
Añado, además, que se servía de
nuestra lengua como si hubiese sido educado en mi país.
¿Sabía el alemán? Sí,
evidentemente, y muy bien. Pero, a la verdad, hubiera sido preciso
preguntárselo como se lo preguntaron a no sé qué
reina de Prusia, que habitualmente no hablaba más que el
francés. Y, además, se interesaba sobre todo por las
cosas de Francia; amaba a nuestros compatriotas, los buscaba, les
prestaba servicios. Se ocupaba en recoger todas cuantas noticias
venían de allá, y hacía de ellas el asunto
favorito de su conversación.
Por otra parte, él pertenecía a la clase
de los industriales y de los comerciantes, y, como tal, se
sentía mortificado con la altanería de los funcionarios
públicos y de los militares, como se sienten mortificados por
esta misma causa todos los jóvenes que, dedicados a los
negocios, no tienen nada que ver con el gobierno.
¡Qué lástima que el señor
Juan Keller, en lugar de no serlo más que a medias, no fuese por
completo francés ¿Qué quieren? Yo digo lo que
pienso, lo que se me ocurre, sin razonarlo, tal como lo siento. Si no
soy aficionado a los alemanes, es porque los he visto de cerca durante
el tiempo que he estado de guarnición en la frontera. En las
altas clases, aun cuando son bien educados, como se debe serlo, con
todo el mundo, su natural altanería, molesta siempre. Yo no
niego sus buenas cualidades; pero los franceses tienen otras, y no
había de ser aquel viaje por Alemania lo que me hiciera cambiar
de opinión.
A la muerte de su padre, el señor Juan, que
estudiaba entonces en la Universidad de Goetting, se vio obligado a
dejar sus estudios para ir a ponerse al frente de los negocios de la
casa. La señora Keller encontró en él una ayuda
inteligente, activa y laboriosa.
Sin embargo, no se limitaban a tan poca cosa sus
aptitudes. Fuera de las cosas del comercio, era muy instruido,
según lo que me ha dicho mi hermana, pues yo no hubiera podido
juzgar por mí mismo. Tenía gran afición por los
libros; y le gustaba mucho la música. Tenía una bonita
voz, no tan fuerte como la mía; pero más agradable. Cada
uno en su oficio es maestro.
Cuando yo gritaba: «Adelante ¡Paso
redoblado! ¡Alto!», a los soldados de mi
compañía, sobre todo «¡Alto!», no
había uno solo que se quejase de que no me oía. Pero,
volvamos al señor Juan. Si me dejase llevar de mi deseo, no
acabaría nunca de hacer su elogio. Pero ya se le verá en
sus hechos.
Lo que es preciso no olvidar es que, desde la muerte
de su padre, todo el peso de los negocios había recaído
sobre él, y le era necesario trabajar de firme, pues las cosas
habían quedado bastante embrolladas. No tenía más
que un deseo, y a él se dirigían todos sus esfuerzos: a
poner en claro su situación, y a retirarse del comercio.
Desgraciadamente, el pleito que sostenía contra el Estado no
estaba próximo a terminar. Importaba, no obstante, seguirle
asiduamente, y para que no se perdiera por negligencia o falta de
cuidado era necesario ir con frecuencia a Berlín. Bien se
veía que el porvenir de la familia Keller dependía de la
solución de aquel negocio. Después de todo, sus derechos
eran tan ciertos, que no podía perderlo, por mucha que fuese la
mala intención de los empleados y de los jueces.
Aquel día, a las doce, comimos todos en mesa
redonda. Estábamos como en familia. Tal era la manera con que se
me trataba. Yo estaba al lado de la señora Keller; mi hermana
Irma ocupaba su sitio habitual, al lado del señor Juan, que
estaba en frente de mí.
Se habló de mi viaje, de las dificultades que
hubiera podido encontrar en el camino, del estado del país. Yo
adivinaba las inquietudes de la señora Keller y de su hijo a
propósito de lo que se preparaba, de las tropas en marcha hacia
la frontera de Francia, lo mismo las de Prusia que las de Austria. Sus
intereses corrían peligro de estar gravemente y por largo tiempo
comprometidos si la guerra estallaba.
Pero más valía no hablar de cosas tan
tristes en esta primera comida. Por consiguiente, el señor Juan
quiso cambiar de conversación, y empezó a hablar de
mí.
-¿Y sus campañas? -me preguntó-.
¿Ha disparado los primeros tiros en América? ¿Ha
encontrado en aquellos lejanos países al marqués de
Lafayette, a ese heroico francés que ha consagrado su fortuna y
su vida a la causa de la independencia?
-Sí, señor Juan.
-¿Y ha visto a Washington?
-Como lo estoy viendo a usted -respondí-. Es un
soberbio hombre, con grandes manos, grandes pies; en fin, un
gigante.
Evidentemente, esto era lo que me había llamado
más la atención en el general americano.
Entonces fue preciso contar lo que sabía de la
batalla de Yorktown, y cómo el conde de Rochambeau había
materialmente barrido a lord Cornwallis.
-¿Y desde su vuelta a Francia -me
preguntó el señor Juan-, no ha hecho usted ninguna
campaña?
-Ni una sola -repliqué-. El Real de
Picardía ha andado siempre de guarnición en
guarnición. Estábamos siempre muy ocupados...
-Lo creo, Natalis; y tan ocupados, que usted no ha
tenido tiempo jamás de enviar noticias suyas, ni de escribir una
sola palabra a su hermana.
Ante esta observación, no pude menos de
enrojecer. Irma pareció también un poco molesta.
En fin, me decidí, y tomé un partido.
Después de todo, no era cosa para avergonzarse.
-Señor Juan -respondí-. Si yo no he
escrito a mi hermana, es porque cuando se trata de escribir, yo soy
manco de las dos manos.
-¿No sabe usted escribir, Natalis?
-exclamó el señor Juan.
-No, señor, con gran sentimiento
mío.
-¿Ni leer?
-Tampoco. Durante mi infancia, aun admitiendo que mi
padre y mi madre hubieran podido disponer de algunos recursos para
hacerme instruir, no teníamos maestro de escuela en Grattepanche
ni en los alrededores. Después.... he vivido siempre con la
mochila a la espalda y el fusil sobre el hombro, y no se tiene tiempo
sobrado para estudiar entra jornada y jornada. Vea aquí como un
sargento, a los treinta y un años, no sabe todavía leer
ni escribir.
-Bien, Natalis; nosotros le enseñaremos, -dijo
la señora Keller.
-¿Usted, señora?...
-Sí -añadió el señor
Juan-; mi madre y yo; los dos le tomaremos por nuestra cuenta. Tiene
usted dos meses de licencia, ¿verdad?...
-Dos meses.
-¿Y su intención es pasarlos
aquí?
-¡Si no les molesto!...
-¡Molestarnos! -dijo la señora Keller-.
¡Usted! ¡El hermano de Irma!...
-Querida señora -dijo mi hermana-; cuando
Natalis les conozca mejor, no dirá esas cosas.
-Usted estará aquí como en su casa
-añadió el señor Juan.
-¡Como en mi casa! ¡Diablo, señora
Keller! ¡Yo no he tenido jamás casa!
-Pues bien, en casa de su hermana, si lo prefiere
mejor. Se lo repito: puede permanecer aquí todo el tiempo que
guste, y en los dos meses que tiene de licencia, yo me encargo de
enseñarle a leer. La escritura vendrá después.
Yo no sabia cómo darle las gracias.
-Pero... señor Juan -dije-. ¿No tiene
usted ocupado todo su tiempo?
-Con dos horas por la mañana y dos por la
tarde, será suficiente; le pondré temas, y usted los
traducirá.
-Yo te ayudaré, Natalis -me dijo Irma-; pues yo
sé también leer y escribir, aunque no sea mucho.
-¡Ya lo creo! -añadió el
señor Juan-. Como que ella ha sido la mejor alumna de mi
madre.
¿Qué responder a una proposición
hecha con tan buena voluntad?
-Sea; acepto, señor Juan. Acepto, señora
Keller, y si no hago como debo mis temas, me impondrá usted un
castigo.
El señor Juan replicó:
-Comprenda, mi querido Natalis, que es preciso que
todo hombre sepa leer y escribir. Piense en todo cuanto deben ignorar
las pobres gentes que no han aprendido. ¡Qué oscuridad en
su cerebro! ¡Qué vacío en su inteligencia! Se es
tan desgraciado, como si se estuviese privado de un miembro. Y
además, que no podrá ascender. Ya es usted sargento,
está bien; pero ¿cómo pasará de ese grado?
¿Cómo podrá llegar a ser teniente, capitán
o coronel? Permanecerá siempre en la situación en que
está, y es preciso que la ignorancia no pueda detenerle en su
carrera.
-No sería la ignorancia lo que me
detendría, señor Juan; serían las ordenanzas. A
nosotros los hijos del pueblo, no nos está permitido pasar del
grado de capitán.
-Hasta el presente, Natalis, le sucedía; pero
la revolución del ochenta y nueve ha proclamado la igualdad en
Francia, y hará desaparecer los viejos prejuicios. Ya en la
nación francesa cada uno es igual a los demás. Sea, pues,
el igual de los que son instruidos, para que pueda llegar hasta donde
la instrucción le permita y pueda conducirle. ¡La
igualdad! Esta es una palabra que la Alemania no conoce todavía.
¿Con que está conforme?
-Conforme, señor Juan.
-Está bien; comenzaremos hoy mismo, y dentro de
ocho días estará en la última letra del
abecedario. Puesto que hemos concluido de comer, vamos a dar un paseo.
A la vuelta nos pondremos a la tarea.
Y vean aquí de qué manera comencé
a aprender a leer y a escribir en la casa Keller.
¡No podían encontrarse gentes más
buenas!

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