El camino de Francia
Capítulo XII
¡Qué golpe! ¡Una medida general de
incorporación, tomada por el gobierno prusiano! Juan Keller, que
todavía no había cumplido veinticinco años, estaba
comprendido en la inscripción, viéndose obligado a
partir, a marchar, con los enemigos de Francia, sin que hubiese
ningún medio de sustraerse a tal obligación.
Por otra parte, ¿no hubiera faltado a su deber?
Él era prusiano, y pensar en desertar... ¡Eso no;
jamás! Pensar en semejante cosa era imposible.
Además, para colmo de desgracias, el
señor Juan iba precisamente a servir en el regimiento de Lieb,
mandado por el coronel von Grawert, padre del teniente Frantz, su
rival, y desde aquel día su superior.
¿Qué más hubiera podido hacer la
mala suerte para agobiar a la familia Keller, y con ella a todos los
que la tocaban de cerca?
Verdaderamente, era una fortuna que el matrimonio no
se hubiese verificado. ¡Qué desgracia tan grande hubiera
sido para el señor Juan, casado la víspera, el verse
obligado a reunirse con su regimiento para ir a combatir contra los
compatriotas de su mujer. Todos quedamos agobiados y silenciosos.
Abundantes lágrimas corrían de los ojos de la
señorita Marta y de mi hermana Irma. La señora Keller no
lloraba. Su excitación era tan grande, que no hubiera podido. Su
inmovilidad era la de una muerta. El señor Juan, con los brazos
cruzados, volvía la vista enrededor suyo, irguiéndose
contra su mala suerte. Yo estaba fuera de mí, y pensaba:
-Pero estas gentes que nos hacen tanto daño
¿no lo pagarán un día u otro?
Entonces el señor Juan dijo:
-Amigos míos. No modifiquen en nada sus
proyectos. Mañana deben partir para Francia, partan; no se
detengan; no permanezcan una hora más en este país. Mi
madre y yo pensábamos retirarnos a cualquier rincón de
Europa, fuera de Alemania; pero hoy ya no es posible. Natalis, usted
conducirá a su hermana a su país.
-Juan, yo continuaré en Belzingen
-respondió Irma-. No abandonaré a su madre.
-No puede hacer eso.
-Nosotros nos quedaremos también
-exclamó la señorita Marta.
-No -dijo la señora Keller, que acababa de
levantarse-. Partan todos. Que me quede yo, bien, puesto que no tengo
nada que temer de los prusianos. ¿No soy yo alemana, por
ventura?
Y al decir esto, se dirigió hacia la puerta
como si su contacto hubiera podido mancharnos.
-¡Madre mía! -exclamó el
señor Juan, lanzándose hacia ella.
-¿Qué quieres, hijo mío?
-¡Quiero -respondió Juan-, quiero que
tú también partas, quiero que los sigas a Francia, a
tú país! Yo..., yo soy soldado; mi regimiento puede ser
destinado a otro punto cualquier día; entonces te
quedarías aquí sola, completamente sola, y no quiero que
esto suceda.
-Me quedaré, hijo mío; me
quedaré, puesto que tú no puedes acompañarme.
-¿Y cuando yo salga de Belzingen?
-replicó el señor Juan, que había cogido a su
madre por el brazo.
-Entonces te seguiré, Juan.
Esta respuesta fue dada con un tono tan resuelto, que
el señor Juan la miró en silencio. No era aquel el
instante de discutir con la señora Keller. Más tarde,
acaso mañana, podría hablar con ella y podría
conducirla a una apreciación más justa de las
circunstancias. ¿Es que una mujer podía acompañar
a un ejército en marcha? ¿A qué peligros no se
vería expuesta? Pero, lo repito, era preciso no contradecirla en
aquel momento; ella reflexionaría y se dejaría
persuadir.
Después, bajo el golpe de una emoción
tan violenta, nos separamos todos.
La señora Keller, ni siquiera había
abrazado a la señorita Marta, a la cual una hora antes llamaba
su hija.
Yo me fui triste a mi pequeña
habitación, pero no me acosté. ¿Cómo
hubiera podido dormirme? No pensaba en el momento de nuestra partida,
y, sin embargo, era preciso que se efectuase en la fecha convenida.
Todos mis pensamientos eran para Juan Keller incorporado al regimiento
de Lieb, y acaso bajo las órdenes del teniente Frantz.
¡Qué escenas tan violentas se presentaban a mi
imaginación!
¿Cómo podría soportarlas el
señor Juan de parte de aquel oficial? Y, sin embargo, no
tendría más remedio; sería un soldado, y no
podría decir una palabra ni hacer un gesto. La terrible
disciplina prusiana pasaría sobre él; esto era
horrible.
-¿Soldado? No; todavía no lo es -me
decía yo a mi mismo-; no lo será hasta mañana,
hasta que haya ocupado su puesto en las filas; hasta entonces se
pertenece a sí mismo.
De esta manera razonaba yo; mejor dicho, divagaba.
Ideas como estas pasaban en tropel por mi cerebro, me veía
obligado a pensar sin querer en todas estas cosas.
-Sí -me repetía sin cesar-;
mañana a las once, cuando haya ingresado en su regimiento,
será soldado; hasta entonces tiene el derecho de batirse con el
teniente Frantz. Y le matará; es preciso que lo mate; de lo
contrario, más tarde este oficial encontrará demasiadas
ocasiones para vengarse.
¡Qué noche pasé! No, no se la
deseo semejante a mi peor enemigo.
Hacia las tres de la madrugada me arrojé
completamente vestido en el lecho. A las cinco estaba ya levantado, y
me dirigí sin hacer ruido a observar cerca de la puerta de la
habitación del señor Juan. También él
estaba levantado. Entonces contuve mi respiración y
apliqué el oído.
Creí escuchar que el señor Juan
escribía sin duda algunas últimas disposiciones para el
caso de que el encuentro le fuese fatal. De vez en cuando daba dos o
tres paseos por la habitación; después volvía a
sentirse, y la pluma volvía a arañar sobre el papel. No
se oía ningún otro ruido en la casa.
No quise incomodar al señor Juan, y me
retiré a mi habitación, y hacia las seis salí a la
calle.
La noticia del alistamiento se había esparcido
por todas partes, produciendo un efecto extraordinario. Esta medida
alcanzaba a casi todos los jóvenes de la población, y,
debo decirlo, según yo observé, la medida fue recibida
con gran disgusto por todo el mundo. En realidad era muy dura; pues las
familias no estaban preparados para ella de ninguna manera. Nadie la
esperaba. En el término de algunas horas era preciso partir con
la mochila a la espalda y el fusil sobre el hombro.
Yo di mil vueltas alrededor de la casa. Se
había convenido que el señor Juan y yo iríamos a
buscar al señor de Lauranay a las ocho, para dirigirnos el punto
de la cita. Si el señor de Lauranay hubiese venido a buscarnos,
acaso hubiese podido despertar sospechas.
Yo esperé hasta las siete y media. El
señor Juan no había bajado todavía.
Por su parte, la señora Keller no había
aparecido por el salón de la planta baja.
En este momento vino Irma a buscarme
-¿Qué hace el señor Juan? -le
pregunté.
-No lo he visto -me respondió-; y sin embargo,
no debe de haber salido. Tal vez no harás mal en averiguar
algo.
-Es inútil, Irma, le he oído ir y venir
por su habitación.
Entonces hablamos, no de duelo, pues mi hermana
debía ignorarlo también, sino de la situación tan
grave que la medida de incorporación venía a crear al
señor Juan Keller. Irma estaba desesperada; y el pensar que
tenía que separarse de su señora en tales circunstancias
le oprimía el corazón.
En aquel momento se sintió un ligero ruido en
el piso superior. Mi hermana entró, y volvió a decirme
que el señor Juan estaba al lado de su madre. Yo me
figuré que habría querido darle un beso, como todas las
mañanas.
En su interior, era acaso el último
adiós, un último beso que quería darle.
Hacia las ocho se le sintió bajar por la
escalera. El señor Juan se dejó ver en el umbral de la
puerta.
Irma acababa de salir.
El señor Juan se llegó hasta mí y
me tendió la mano.
-Señor Juan -le dije-; ya son las ocho, y
debemos estar a las nueve...
No hizo más que un signo de cabeza, como si le
hubiera costado trabajo responder.
Ya era tiempo de ir a buscar al señor de
Lauranay.
Echamos la calle arriba, y apenas habíamos
andado trescientos pasos, cuando un soldado del regimiento de Lieb se
paró enfrente del señor Juan.
-¿Es usted Juan Keller? -dijo.
-¡Sí!
-Tenga, para usted.
Y le presentó una carta.
-¿Quién la envía?
-pregunté.
-El teniente von Melhis.
Éste era uno de los testigos del teniente
Frantz. Sin saber por qué, un temblor recorrió todo mi
cuerpo. El señor Juan abrió la carta.
Decía lo siguiente:
“Por consecuencia de nuevas circunstancias, un
duelo es ya imposible entre el teniente Frantz von Grawert y el soldado
Juan Keller.
R. G. von Melhis”
Toda mi sangre se agolpó a mi cabeza. Un
oficial no podía batirse con un soldado; ¡sea! Pero Juan
Keller no era soldado todavía. Aún se pertenecía
por algunas horas.
¡Dios de Dios!... a mí me parece que un
oficial francés no se hubiera conducido de esta suerte. Hubiera
dado una satisfacción al hombre que había ofendido o
insultado mortalmente. Con toda seguridad hubiera acudido al
terreno.
Pero... no quiero hablar más de esto, porque...
diría más de lo que debo. Y, sin embargo,
reflexionándolo bien, este duelo, ¿era posible?
El señor Juan había desgarrado la carta,
y la había arrojado al suelo con un gesto de desprecio, y de sus
labios no se escapó más que esta palabra.
-¡Miserable!
Después me hizo un signo de que le siguiera, y
nos volvimos lentamente a nuestra casa.
La cólera me ahogaba hasta tal punto, que me vi
obligado a permanecer fuera. Hasta me marché lejos, sin saber de
qué lado me dirigía. Estas complicaciones que nos
reservaba el porvenir eran una obsesión de mi cerebro. De lo
único de que me acordaba era de que debía ir a prevenir
al señor de Lauranay que el duelo no se verificaría.
Preciso es creer que yo había perdido la
noción del tiempo, pues me parecía que acababa de
separarme del señor Juan, cuando, a eso de las diez me
encontré enfrente de la casa de la señora Keller.
El señor y la señorita de Lauranay se
encontraban allí. El señor Juan se preparaba a
dejarlos.
Paso por alto la escena que siguió. Yo no
tendría la pluma que se necesita para contar estos detalles. Me
contentaré con decir que la señora Keller procuró
mostrarse muy enérgica, no queriendo dar a su hijo el ejemplo de
la debilidad.
Por su parte, el señor Juan fue bastante
dueño de sí mismo para no abandonarse a la
desesperación en presencia de su madre y de la señorita
de Lauranay.
En el momento de separarse, la señorita Marta y
él se arrojaron por última vez en los brazos de la
señora Keller. Después, la puerta de la casa se
cerró.
El señor Juan había partido, convertido
en soldado prusiano. ¿Llegaríamos algún día
a volverle a ver?
Aquella misma noche, el regimiento de Lieb
recibía orden de dirigirse a Borna, pequeña
población a pocas leguas de Belzingen, casi en la frontera del
distrito de Postdam.
Yo diré ahora que, a pesar de todas las razones
que pudiese hacer valer el señor de Lauranay, a pesar de todas
nuestras instancias, la señora Keller persistió en la
idea de seguir a su hijo. El regimiento iba a Borna; pues ella
iría a Borna también. Acerca de esto, ni el mismo
señor Juan había podido obtener nada de ella.
En cuanto a nosotros, nuestra partida debía
efectuarse al día siguiente. ¡Qué escena tan
desgarradora me esperaba cuando llegase el momento de que mi hermana
tuviese que decir adiós a la señora Keller! Irma hubiera
querido permanecer en Belzingen y acompañar a su señora
por todas partes por donde ésta se encontrase obligada a ir.
Y yo..., yo no hubiera tenido la fuerza suficiente
para llevármela conmigo, a pesar suyo. Pero la señora
Keller rehusó tenazmente, y mi hermana debió
someterse.
Al llegar la tarde, nuestros preparativos
habían terminado, y todos nos hallábamos dispuestos.
Hacía las cinco, poco más o menos, el
señor de Lauranay recibió la visita de Kallkreuth en
persona.
El director de policía de Belzingen le
notificó que sus proyectos de partida eran conocidos, y que se
veía en la necesidad de darle orden de suspenderlos por el
momento al menos. Era preciso esperar las medidas que el gobierno
creyese conveniente tomar con relación a los franceses que
actualmente residían en Prusia. Hasta entonces, Kallkreuth no
podía expedir pasaportes, sin cuyo documento todo viaje era por
completo imposible.
En cuanto al nombrado Natalis Delpierre, éste
ya era otra cosa. Yo..., como si dijéramos, cogido en la red.
Parece que el hermano de Irma había sido denunciado,
presentándole culpable del delito de espionaje, y Kallkreuth,
que, por otra parte, no deseaba otra cosa que considerarle como
espía, se preparaba a tratarle en consecuencia. Después
de todo, ¿se habría sabido quizá que
pertenecía al regimiento Real de Picardía? Para asegurar
el triunfo de los imperiales, importaba mucho, sin duda, que hubiese un
soldado menos en el ejército francés. En tiempo de
guerra, cuanto más se disminuyen las fuerzas del enemigo, tanto
mejor.
En consecuencia, aquel día fui reducido a
prisión a pesar de las súplicas de mi hermana y de la
señora Keller, y después conducido de jornada en jornada
hasta Postdam, y allí, finalmente, encerrado en la
ciudadela.
La rabia que se apoderó de mí no tengo
necesidad de decirlo. ¡Separado de todas los personas a quienes
yo quería! ¡No poder escaparme para ocupar mi puesto en la
frontera en el momento en que iban a dispararse los primeros tiros!
Pero, en fin, ¿a qué conduce extenderse
mucho acerca de esto? Haré observar solamente que no se me
interrogó, que se me declaró incomunicado, que no pude
hablar con nadie, que durante seis semanas no tuve ninguna noticia del
exterior. Pero el relato de mi cautividad me llevaría demasiado
lejos. Mis amigos de Grattepanche esperarán con más gusto
a que en otra ocasión se los cuente con más detalles. Que
se contenten, por el momento, con saber que el tiempo me pareció
muy largo, y que las horas transcurrían lentas como el humo en
mayo. Sin embargo, según parece, yo debía darme por muy
satisfecho con que no se me juzgara, pues “mi asunto era muy
claro”, según había dicho Kallkreuth. Pero con
tales augurios, ya me iba temiendo que había de estar prisionero
hasta el fin de la campaña.
No ocurrió así, sin embargo. Mes y medio
después, el 15 de agosto, el comandante de la ciudadela me
ponía en libertad, y se me conducía de nuevo a Belzingen,
sin haber tenido siquiera la atención de indicarme cuáles
eran los hechos que habían motivado mi prisión.
La felicidad que experimenté cuando
volví a ver a la señora Keller, a mi hermana y al
señor y a la señorita de Lauranay, que no habían
podido salir de Belzingen, se comprenderá perfectamente, para
que yo tenga necesidad de explicarla.
Como el regimiento de Lieb no había salido
todavía de Borna, la señora Keller había
permanecido en Belzingen. El señor Juan escribía algunas
veces, indudablemente todas las que podía; y a pesar de la
reserva de sus cartas, se comprendía perfectamente todo lo
horrible de su situación.
Sin embargo, si bien se me había devuelto la
libertad, no se me dejaba libre para permanecer en Prusia, de lo cual
pueden creer con toda certeza que no pensé en quejarme.
En efecto, el gobierno había dado un decreto
expulsando a los franceses del territorio prusiano. En lo que a
nosotros concernía, teníamos veinticuatro horas para
salir de Belzingen y veinte días para abandonar la Alemania.
Quince días antes había aparecido el
manifiesto de Brunswick, que amenazaba a Francia con la invasión
de los coligados.

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