El camino de Francia
Capítulo XV
De qué manera y en qué estado entramos
mi hermana y yo en el hotel de “las Armas de Prusia”; lo
que hablamos y lo que pensamos por el camino, no lo sé; en vano
he tratado muchas veces de recordarlo. Probablemente no
cambiaríamos una sola palabra. Si se hubiera podido notar la
turbación que llevábamos, seguramente hubiéramos
infundido sospechas. No hubiera sido preciso más para ser
conducidos ante las autoridades. Se nos hubiese interrogado, acaso nos
hubiesen detenido, si llegaban a descubrir qué lazos nos
unían a la familia Keller.
En fin, no sé cómo, llegamos a nuestra
habitación sin haber encontrado a nadie. Mi. hermana y yo
quisimos conferenciar antes de ver al señor y a la
señorita de Lauranay, a fin de ponernos de acuerdo sobre lo que
convenía hacer.
Allí estábamos los dos,
mirándonos como tontos, agobiados, sin atrevernos a pronunciar
una sola palabra.
-¡Pobre desgraciado! ¿Qué ha
hecho? -exclamó al fin mi hermana.
-¿Que qué ha hecho? -respondí-.
Lo que hubiera hecho yo y cualquiera en su lugar. El señor Juan
ha debido ser maltratado, injuriado por ese Frantz..., y le
habrá herido; esto debía suceder más tarde o
más temprano. Sí, yo hubiera hecho otro tanto.
-¡Mi pobre Juan! ¡Mi pobre Juan!
-murmuraba mi hermana, en tanto que las lágrimas corrían
por sus mejillas.
-Irma -dije-. ¡Valor! ¡ Es preciso tener
valor!
-¡Condenado a muerte!
-¡Minuto! -exclamé yo-. Ya se ha puesto a
salvo; ya está fuera de sus alcances, y en cualquier parte que
se halle ha de estar mejor que en el regimiento de esos bribones de
Grawert, padre o hijo.
-¿Y esos mil florines que se prometen a
cualquiera que lo entregue, Natalis?
-Esos mil florines no están todavía en
el bolsillo de nadie, Irma; y, probablemente, nadie los cobrará
nunca.
-¿Y cómo podrá escapar mi pobre
Juan? Su nombre está esparcido por todas las ciudades y todas
las aldeas. ¡Cuántos infames habrá que
estarán deseando entregarle! Los mejores no querrán
recibirle en su casa ni por una hora.
-No te acongojes, Irma -respondí-.
Todavía no está perdido todo. En tanto que los fusiles no
están apuntados contra el pecho de un hombre...
-¡Natalis! ¡Natalis!...
-Y además, Irma, los fusiles pueden fallar.
Esto se ha visto muchas veces. No te acongojes. El señor Juan ha
podido huir y refugiarse en el campo; esta vivo, y no es hombre para
dejarse prender. ¡Él se salvará! No tengas
miedo.
Lo digo sinceramente: si yo usaba este lenguaje, no
era solamente para dar un poco de confianza a mi hermana, no; yo
tenía confianza. Evidentemente, lo más difícil
para el señor Juan después del hecho, había sido
emprender la fuga, y puesto que había conseguido realizarla, no
parecía que fuese fácil echarle mano, puesto que los
edictos prometían una recompensa de mil florines a cualquiera
que lograse apoderarse de él. ¡No! Yo no quería
perder la esperanza, a pesar de que mi hermana no quería
escuchar nada.
-¿Y la señora Keller? -dijo.
Si; esto era quizás más grave.
¿Qué había sido de la señora Keller?
¿Había podido lograr reunirse con su hijo?
¿Sabía lo que había ocurrido?
¿Acompañaría al señor Juan en su fuga?
-¡Pobre mujer! ¡Pobre madre!
-repetía mi hermana-. Puesto que ha tenido tiempo de alcanzar al
regimiento en Magdeburgo, no debe ignorar nada. Sin duda sabe que su
hijo está condenado a muerte. ¡Ah, Dios mío, Dios
mio!... ¡Cuántos dolores acumulas sobre ella!...
-Irma -dije-, cálmate, yo te lo ruego.
¡Si te escucharan! Bien sabes que la señora Keller es una
mujer enérgica. ¡Quizás el señor Juan haya
podido encontrarla!
Aunque esto parezca sorprendente, lo cual es posible,
lo repito, yo hablaba con sinceridad. No está en mi naturaleza
abandonarme a la desesperación.
-¿Y Marta? -dijo mi hermana.
-Mi opinión es que conviene dejar que lo ignore
todo -respondí-. Esto me parece malo; Irma, hablándole de
ello, nos expondríamos a hacerla perder su valor. El viaje es
largo todavía, y la pobre joven tiene necesidad de todas las
fuerzas de su alma. Si llegara a saber lo que ha sucedido, que el
señor Juan está condenado a muerte, que ha huido, que su
cabeza ha sido puesta a precio, ¡no viviría! Seguramente
se negaría a seguirnos.
-Sí, tienes razón, Natalis; pero
¿y el señor de Lauranay? ¿Guardaremos
también para con él el secreto?
-Igualmente, Irma. Con decírselo no
adelantaríamos nada. ¡Ah! ¡si nos fuera posible el
ponernos en busca de la señora Keller y de su hijo!...
Sí; entonces debiéramos decírselo todo al
señor de Lauranay; pero nuestro tiempo está contado, y
nos está prohibido permanecer más días en este
territorio. Muy pronto seríamos nosotros también
arrestados, y no veo de qué serviría esto al señor
Juan. Conque vamos, Irma; es preciso tener juicio. Sobre todo, que la
señorita Marta no se aperciba de que has llorado.
-¿Y si sale a la calle, Natalis, no puede dar
la casualidad que lea el edicto y sepa?...
-Irma -respondí-, no es probable que el
señor y la señorita de Lauranay salgan del hotel durante
la noche, puesto que no han salido durante el día. Por otra
parte, cuando llegue la noche, será muy difícil leer un
edicto. Por consiguiente, no tenemos que temer que ellos se enteren.
Conque ten cuidado contigo, hermana mía, y se fuerte.
-Lo seré, Natalis. Comprendo que tienes
razón. ¡Sí, me contendré; no se verá
nada por fuera! ¡Pero en mi interior!...
-Por dentro llora, Irma; pues la verdad es que todo
esto es bien triste; pero cállate. Esta es la consigna.
Después de la cena, durante la cual yo hable
desatinadamente, a fin de llamar la atención sobre mí y
ayudar así a mi hermana, el señor y la señorita de
Lauranay permanecieron en su habitación, conforme yo lo
había previsto. De todos modos, así era mejor.
Después de una visita que hice a la cuadra, volví a
reunirme con ellos, y los invité a acostarse temprano.
Yo deseaba salir a eso de las cinco de la
mañana, pues teníamos que hacer una jornada, si no muy
larga, al menos muy fatigosa, a través de un país
montuoso.
Todos nos metimos en la cama. Por lo que a mi hace,
puedo asegurar que dormí bastante mal. Todos los sucesos de
aquellos días desfilaron por mi cabeza. Aquella confianza
qué yo tenía cuando se trataba de animar el
decaído espíritu de mi hermana, parecía que se me
escapaba entonces. Las cosas se iban poniendo mal. Juan Keller
había sido cogido, entregado... ¿No es así como se
razona entre sueños? A las cinco ya estaba levantado.
Desperté a todo el mundo, y fui a hacer enganchar. Tenía
prisa por salir de Gotha.
A las seis, cada uno ocupó su sitio en la
berlina; cogí las riendas de mis caballos, que habían
reposado bien y los hice marchar a buen paso durante una tirada de
cinco leguas. Habíamos llegado ya a las primeras montañas
de la Thuringia.
Allí las dificultades iban a ser grandes, y
sería preciso andarse con mucho cuidado.
No es que dichas montañas sean muy elevadas.
Evidentemente no son los Pirineos ni los Alpes. Sin embargo, el terreno
es duro para los carruajes, y había que tomar tantas
precauciones por la berlina como por los cabildos. En aquella
época apenas estaban trazados los caminos. Todo se volvía
desfiladeros, muy a menudo estrechísimos, a través de
gargantas talladas en la roca, o de espesos bosques de encinas, de
pinos y de brezos.
Las veredas en zigzag eran frecuentes, así como
los senderos tortuosos, por los cuales la berlina pasaba como
encajonada entre montañas cortadas a pico, y profundos
precipicios, en el fondo de los cuales rugían algunos
torrentes.
De vez en cuando descendía yo de mi asiento, a
fin de conducir los caballos por las riendas; el señor de
Lauranay, su nieta y mi hermana, echaban pie a tierra para subir las
cuestas más empinadas. Todos marchaban valerosamente, sin
quejarse, lo mismo la señorita Marta, a pesar de su
constitución delicada, que el señor de Lauranay, no
obstante su avanzada edad. Por otra parte, era preciso con frecuencia
hacer alto, a fin de tomar aliento y respirar. ¡Cuánto me
regocijaba de no haber dicho nada de lo que concernía al
señor Juan! Si mi hermana desesperaba y se afligía a
pesar de mis razonamientos, ¡cuál no hubiera sido la
desesperación de la señorita Marta y de su abuelo!
Durante aquella jornada del 21 de agosto, no hicimos
cinco leguas, en línea recta, se entiende, pues el camino se
hacía interminable con sus mil vueltas y revueltas, de tal modo,
que algunas veces nos parecía que volvíamos por los
mismos pasos.
Tal vez no nos hubiese venido mal un guía; pero
¿de quién hubiéramos podido fiarnos?
¡Franceses entregados a la merced de un alemán, cuando la
guerra estaba declarada!... ¡No! Más valía no
contar más que consigo mismo para salir del apuro.
Por otra parte, el señor de Lauranay
había atravesado con tanta frecuencia la Thuringia, que lograba
orientarse sin gran dificultad. Lo más difícil era
caminar por en medio de los bosques. Lográbamos conseguirlo, no
obstante, guiándonos por el sol, que no podía
engañarnos, pues él, al menos, no es de origen
alemán.
La berlina se detuvo a eso de las ocho de la noche, en
el límite de un bosque de chaparros situado en los flancos de
una alta montaña de la cadena de los Thurlenger Walks. Hubiese
sido muy imprudente aventurarse a través del bosque durante la
noche.
En aquel sitio, nada de fonda ni hotel; ni siquiera
una cabaña de leñadores. Era preciso acostarse en la
berlina, o bajo los primeros árboles del bosque.
Se cenó con las provisiones que
llevábamos en las maletas. Yo desenganché los caballos.
Como la hierba era abundante por todos lados, los dejé pacer en
libertad, con la intención, sin embargo, de volar sobre ellos
durante la noche.
Obligué al señor de Lauranay, a la
señorita Marta y a mi hermana a ocupar de nuevo sus puestos en
la berlina, donde podrían al menos reposar al abrigo del relente
de la noche y de una especie de lluvia menuda que empezaba a caer,
bastante glacial, pues el terreno en que estábamos alcanzaba ya
cierta altura.
El señor de Lauranay se ofreció a pasar
la noche conmigo. ¡Yo rehusé! Veladas como aquellas no son
convenientes para un hombre de su edad. Además, yo me bastaba
solo.
Envuelto en mi gran manta de viaje, con el ramaje de
los árboles sobre mi cabeza, no sería muy digno de
compasión. Ya había pasado muchos peores que ésta,
allá en las praderas de América, donde el invierno es
más rudo que en ningún otro clima, y no me inquietaba
mucho por una noche más pasada al raso.
En fin, hasta entonces todo iba a pedir de boca, en lo
que a nosotros se refería. Nuestra tranquilidad no fue turbada
lo más mínimo, y la berlina, en aquella ocasión,
valía tanto como cualquier habitación de los hoteles del
país. Con las portezuelas bien cerradas, no había cuidado
de sentir la humedad; con las mangas de viaje, no se podía temer
al frío, y si no hubiera sido por las inquietudes que nos
inspiraba la suerte de los ausentes, hubiéramos dormido
perfectamente.
A eso de las cuatro de la mañana, cuando apenas
empezaba a ser de día, el señor de Lauranay salía
de la berlina, y vino a proponerme vigilar en mi puesto, a fin de que
yo pudiese descansar una o dos horas.
Temiendo disgustarle si rehusaba otra vez,
acepté, y con los brazos sobre los ojos, y la cabeza apoyada en
mi manta, eché un buen sueño.
A las seis y media estábamos todos en pie.
-Debe usted estar muy fatigado, señor Natalis
-me dijo la señorita Marta.
-¿Yo? -respondí-. He dormido como un
lirón en tanto que su abuelo velaba. ¡Es un excelente
hombre el señor de Lauranay!
-Natalis exagera un poco -respondió éste
sonriendo-; y la noche próxima me permitirá....
-No le permitiré nada, señor de Lauranay
-respondí yo alegremente-. Estaría bueno ver velar al amo
hasta el día, en tanto que yo criado...
-¡Criado! -dijo la señorita Marta.
-Sí, criado o cochero, lo mismo da. ¿Es
que no soy cochero, y un cochero hábil, de lo cual me alabo?
Llamémoslo postillón, si quieren, para bajar un poco mi
amor propio. No soy por eso menos su servidor.
-No, nuestro amigo -respondió la
señorita Marta, tendiéndome la mano-, y el más
fiel que Dios haya podido darnos para conducirnos a Francia.
¡Ah! ¡que buena era la señorita!
¿Qué no haría uno por gentes que le dicen cosas
como esta, y con un acento tan verdadero de amistad?
Sí, ¡ojalá pudiésemos
llegar a lafrontera! ¡Quisiera Dios que la señora Keller y
su hijo lograsen pasar al extranjero, entretanto que lograban verse
juntos!
En cuanto a mí, si la ocasión se
presentara de sacrificarme de nuevo por ellos, estoy dispuesto, y si es
preciso dar la vida, amén; como dice el cura de mi aldea.
A las siete estábamos ya en marcha. Si esta
jornada del 22 de agosto no ofrecía más obstáculos
que la del día anterior, debíamos, antes que llegara la
noche, haber atravesado todo el territorio de la Thuringia.
En todo caso, el día comenzó bien. Las
primeras horas fueron duras indudablemente, porque el camino
subía todavía por entre rocas cortadas a pico, y el suelo
estaba en algunos sitios tan malo, que era preciso a veces empujar las
ruedas. Pero en fin salimos de aquellos malos pasos sin ningún
entorpecimiento.
Hacia mediodía habíamos llegado a lo
más alto de un desfiladero, que se llama el Gebauer, si mis
recuerdos no me engañan, el cual atraviesa la montaña
más elevada de la cadena. No faltaba más que descender
hacia el Oeste. Sin dejar correr demasiado el carruaje, lo cual no
hubiera sido prudente, se iría de prisa.
El tiempo no había cesado de ser tempestuoso.
Si la lluvia había cesado de caer desde la salida del sol, el
cielo estaba cubierto de espesas nubes, semejantes, por la electricidad
que encierran, a enormes bombas. Basta el más pequeño
choque para que estallen. Entonces surge la tempestad, que es siempre
de temer en los países montañosos.
En efecto, hacia las seis de la tarde, los estampidos
del trueno se dejaron oír. Estaban lejos todavía, pero se
les sentía aproximarse con excesiva rapidez.
La señorita Marta, sepultada en el fondo de la
berlina, absorta en sus pensamientos, no parecía asustarse
demasiado. Mi hermana cerraba los ojos y permanecía
inmóvil.
-¿No sería mejor hacer el té? -me
dijo el señor de Lauranay, inclinándose por fuera de la
portezuela.
-Mejor sería -respondí-, y me
pararía, a condición de encontrar un sitio conveniente
para pasar la noche; pero sobre esta pendiente no la creo muy
probable.
-¡Prudencia, Natalis!
-Esté tranquilo, señor de Lauranay
-respondí.
No había acabado de hablar, cuando un intenso
relámpago envolvió materialmente la berlina y los
caballos. Un rayo acababa de herir uno de los más altos
árboles, que estaba a nuestra derecha. Felizmente el
árbol cayó del lado del bosque.
Los caballos se espantaron muchísimo, y yo
comprendí que no iba a poder sujetarlos. Descendieron por el
desfiladero a galope, a pesar de los esfuerzos desesperados que yo
hacía para detenerlos. Lo mismo los caballos que yo,
estábamos ciegos por los relámpagos y ensordecidos por
los estampidos de los truenos. Si aquellos animales, que corrían
como locos, daban un paso en falso, la berlina se precipitaría
en los abismos profundísimos que bordeaban el camino.
De repente, las riendas se rompieron, y los caballos,
aún más libres, se lanzaron con más furia
todavía. Una catástrofe inevitable nos amenazaba.
En aquel momento se produjo un choque. La berlina
acababa de estrellarse contra el tronco de un árbol que estaba
atravesado en el desfiladero. Los tiros se rompieron, y los caballos
saltaron por encima del árbol. En aquel sitio el desfiladero
hacía un brusco recodo, al otro lado del cual las desgraciadas
bestias desaparecieron en el abismo.
La berlina se había roto al choque, se
habían roto las ruedas delanteras, pero no había volcado.
El señor de Lauranay, la señorita Marta y mi hermana,
salieron de ella sin heridas. Yo, aunque había sido arrojado
desde lo alto del pescante, estaba, sin embargo, sano y salvo.
¡Qué irreparable accidente!
¿Qué iba a ser de nosotros ahora, sin medios de
transporte, en aquellos desiertos bosques de la Thuringia?
¡Qué noche pasamos!
Al día siguiente, 23 de agosto, fue preciso
emprender a pie aquel penoso camino, después de haber abandonado
la berlina, de la cual no hubiéramos podido hacer uso, aunque
hubiésemos tenido otros caballos para reemplazar los que
habíamos perdido.
Yo hice un paquete con algunas provisiones y varios
efectos de viaje, y me lo eché al hombro, atado al extremo de un
palo.
Así descendíamos por el
desfiladero, que, si el señor de Lauranay no se equivocaba,
debía conducirnos a la llanura. Yo marchaba delante. Mi hermana,
la señorita Marta y su abuelo, me seguían de la mejor
manera posible. No calculo en menos de tres leguas la distancia que
recorrimos en aquella jornada. Cuando llegó la noche y nos
decidimos a hacer alto, el sol poniente iluminaba las vastas llanuras
que se extienden hacia el oeste, al pie de las montañas de la
Thuringia.

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