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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo XXIII

Por aquella vez, ya era asunto concluido. Se puede decir que los fusiles estaban ya apuntados sobre nosotros. No había que esperar más que la voz de ¡fuego! No importa. Juan Keller y Natalis Delpierre sabrían morir.

En la parte de afuera de la tienda se encontraba el pelotón que debía fusilarnos: una docena de soldados del regimiento de Lieb, a las órdenes de un teniente.

No se nos habían vuelto a atar las manos. ¿Para qué? De seguro que no podíamos huir. Algunos pasos, sin duda, y allí cerca, junto a un muro, o al pie de un árbol, caeríamos los dos bajo las balas prusianas. ¡Ah! ¡Qué no hubiera dado yo por morir en plena batalla, herido de veinte sablazos o cortado en dos por una bala de cañón! Recibir la muerte sin poder defenderse, era muy duro.

El señor Juan y yo marchábamos silenciosamente, él pensaba en Marta, a quien no vería más, y en su madre, a quien este último golpe mataría seguramente.

Yo pensaba en mi hermana Irma, en mi otra hermana Firminia, ¡en todo lo que restaba de nuestra familia! Yo veía a mi padre, a mi madre, mi aldea, todos los seres que yo amaba, mi regimiento, mi país...

Ni el señor Juan ni yo, ninguno mirábamos el sitio a que nos conducían los soldados. Por otra parte, que fuera aquí o allá, poco podía importarnos. Era preciso morir como perros. ¡Oh, qué rabia!... Evidentemente, puesto que yo mismo les cuento todo esto; puesto que lo he escrito de mi puño y letra, es señal de que escapé de aquel apuro. Pero el desenlace que había de tener aquella historia, me hubiera sido imposible imaginarlo, aunque hubiese tenido toda la inventiva del mejor novelista del mundo. Bien pronto van a saberlo.

A unos cincuenta pasos más lejos fue preciso pasar por en medio del regimiento de Lieb. Todos conocían a Juan Keller. Pues bien, no hubo el menor sentimiento de piedad para él, ni esa piedad que no se rehusa nunca a los que van a morir. ¡Qué naturalezas! ¡Verdaderamente, aquellos prusianos eran bien dignos de ser mandados por los Grawert! El teniente nos vio, y miró al señor Juan, que le devolvió su mirada. La del uno, expresaba la satisfacción de un odio que va a cumplirse; la del otro, sólo expresaba desprecio.

Hubo un momento en que yo creí que aquel iba a tener valor para acompañarnos; y hasta me preguntaba si no llevaría su cinismo hasta el punto de dar él mismo la voz de ¡fuego! Pero en aquel instante una llamada de trompetas se dejó oír, y el teniente se perdió en medio de los soldados.

Nosotros dábamos entonces la vuelta a una de las alturas que el duque de Brunswick había venido a ocupar. Estas alturas que rodean la población, y la rodean con un circulo de tres cuartos de legua, se llaman las colinas de la Luna. Por su pie pasa precisamente el camino de Chalons. Los franceses, por su parte, se dejaban ver desde las alturas vecinas.

Por abajo de éstas se desplegaban numerosas columnas, prestas a subir a nuestras posiciones, de modo que pudieran dominar a Saint Menehould. Si los prusianos lo conseguían, Dumouriez se vería muy comprometido en presencia de un enemigo superior por el número, y que podría envolverlo con sus fuegos.

Con un tiempo claro, yo hubiera podido distinguir los uniformes franceses sobre las alturas. Pero todo permanecía oculto todavía en medio de una bruma espesa, que el sol no había podido disipar. Se escuchaban ya algunas detonaciones y apenas si se podían vislumbrar los resplandores de los tiros.

¿Se creerá?... Todavía tenía yo alguna esperanza, o, mejor dicho, me esforzaba para no desesperar.

Y, sin embargo, ¿qué esperanza había de que pudiese venirnos socorro alguno por el lado al que se nos conducía? Todas las tropas llamadas por Dumouriez, ¿no estaban bajo su mano, alrededor de Saint Menehould? ¿Qué quieren? ¡Se tiene tal deseo de escapar de la muerte, que se acostumbra uno a estas ideas! Eran aproximadamente las once y cuarto. ¡El mediodía del veinte de septiembre no llegaría jamás para nosotros!

En efecto, habíamos llegado. La escuadra acababa de dejar el camino de Chalons, y se dirigía hacia la izquierda. La niebla era todavía bastante espesa para que los objetos no fuesen visibles a algunos centenares de pies. Se comprendía, sin embargo, que no tardaría en ser disipada por el Sol.

Habíamos entrado en un bosquecillo designado para el sitio de la ejecución, y del cual no debíamos volver a salir.

A lo lejos se escuchaban los redobles de los tambores, sonidos de trompetas, detonaciones de artillería, y el fuego graneado de fila y pelotón.

¡Yo procuraba en vano darme cuenta de lo que pasaba, como si hubiera debido interesarme en tal momento! Observaba que aquellos ruidos de batalla venían del lado derecho, y que parceían aproximarse. ¿Se habría empeñado quizá algún combate en el camino de Chalons? ¿Habría salido tal vez alguna columna del campo de l'Epine para atacar a los prusianos por el flanco? Yo no acertaba a explicármelo.

Si les refiero esto con mucha precisión de detalles, es porque tengo interés en hacerles conocer cuál era en aquellos momentos el estado de mi espíritu. En cuanto a los detalles, han quedado bien grabados en mi memoria. Además, no se olvidan con facilidad cosas semejantes. Para mi están tan presentes como si hubieran sucedido ayer.

Acabábamos de entrar en el bosquecillo.

Al cabo de un centenar de pasos, la escuadra se detuvo junto al tronco de un árbol.

Aquel era el sitio donde el señor Juan y yo debíamos ser pasados por las armas.

El oficial que mandaba el pelotón, un hombre de facciones duras, mandó hacer alto. Los soldados se colocaron a un lado, en fila; y me parece que escucho todavía las culatas de sus fusiles resonar en el suelo, cuando hicieron descansar las armas en tierra.

-Aquí es -dijo el oficial.

-Está bien -respondió Juan Keller.

Y respondió esto con voz firme, con la frente alta y la mirada atenta. Entonces, aproximándose a mí, me habló en esta lengua francesa que él amaba tanto, y que yo iba a escuchar por última vez.

-¡Natalis -me dijo-, vamos a morir! Mi último pensamiento será para mi madre y para Marta, a quien, después de aquélla, amaba más en el mundo. ¡Pobres mujeres! ¡Que el cielo tenga piedad de ellas! En cuanto a usted, Natalis, perdóneme.

-¿Que lo perdone, señor Juan?

-Sí; puesto que soy yo quien...

-Señor Juan -respondí-, yo no tengo nada que perdonarle. Lo que he hecho, ha sido hecho libremente; y lo haría mil veces, si fuera necesario Déjeme abrazarlo, y muramos los dos como valientes.

Y nos arrojamos el uno en brazos del otro.

No olvidaré jamás cuál fue la actitud de Juan Keller cuando, dirigiéndose al oficial, le dijo con voz que no temblaba:

-¡A sus órdenes!

El oficial hizo una señal. Cuatro soldados se destacaron del pelotón y nos empujaron por la espalda, conduciéndonos al pie de un árbol corpulento. Debíamos ser heridos de la misma descarga, y caer juntos. Mejor quería yo que fuera así.

Me acuerdo perfectamente de que aquel árbol, era una haya. La veo todavía, con un gran trozo de corteza levantada. La niebla comenzaba a disiparse y los árboles más altos salían de entre las brumas.

EL señor Juan y yo estábamos de pie cogidos de la mano, mirando al pelotón de frente.

El oficial se separó un poco. El piñoneo de las llaves de los fusiles que se preparaban llegó a mi oído. Apreté la mano del señor Juan, y les juro que no temblaba en la mía. Los fusiles fueron puestos a la altura de hombro. A una voz, apuntarían; a otra, dispararían, y todo estaría concluido.

De repente se oyeron grandes gritos en el bosque, detrás de la escuadra de los soldados que teníamos delante.

¡Dios del cielo! ¿Qué veo? La señora Keller, sostenida por la señorita Marta y por mi hermana Irma. Su voz apenas podía escucharse; su mano agitaba un papel, y la señorita Marta, mi hermana y el señor de Lauranay gritaban con ella:

-¡Frances! ¡Francés!

En aquel instante sonó una formidable detonación, y vi a la señora Keller, que caía desfallecida.

Sin embargo, ni el señor Juan ni yo habíamos caído. ¿Es que no eran los soldados del pelotón los que habían disparado?

¡No! Una media docena de entre ellos yacían en el suelo, en tanto que el oficial y los otros corrían a todo escape.

Al mismo tiempo, de diversos lados, a través del bosque, se oían estos gritos, que me parece oír todavía:

-¡Adelante! ¡Adelante!

Aquel era el grito de guerra francés, y no el ronco wortwaertz de los prusianos.

Un destacamento de nuestros soldados se había arrojado fuera del camino de Chalons, y acababa de llegar al bosque, en el momento preciso, ¡justo es decirlo! Los disparos de sus fusiles habían precedido algunos segundos solamente a los que el pelotón iba a tirar. Esto había bastado. Pero, ¿cómo se habían encontrado allí nuestros bravos compañeros tan a punto? Yo no debía saberlo hasta más tarde.

El señor Juan se había puesto de un salto al lado de su madre, a la cual la señorita Marta y mi hermana sostenían entre sus brazos.

La infeliz mujer, creyendo que la descarga que había sonado acababa de darnos la muerte, había caído sin conocimiento.

Pero al calor de los besos de su hijo se reanimaba, volvía en sí, y de sus labios se escapaban todavía estas palabras, dichas con un acento que no olvidaré en mi vida:

-¡Es francés!... ¡Es francés!...

¿Qué quería decir? Yo me volví hacia el señor de Lauranay; pero tampoco podía hablar.

La señorita Marta cogió entonces el papel que la señora Keller oprimía en su mano, todavía apretada como si fuese la de una muerta, y se la presentó al señor Juan.

Parece que estoy viendo todavía aquel papel. Era un periódico alemán, el Zeitblatt. Juan le había cogido, y le leía. Gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos. ¡Dios del cielo!... ¡Qué felicidad es el saber leer en ocasiones semejantes!...

Entonces, de los labios de él salieron las mismas palabras. Se irguió, tomó el aspecto de un hombre que se hubiera vuelto loco súbitamente. Yo no podía comprender lo que decía. Tan afligida estaba su voz por la emoción.

-¡Francés! ¡Yo soy francés! -exclamaba-. ¡Ah, madre! ¡Ah, Marta querida!... ¡Soy francés!

Después cayó de rodillas, como en un movimiento de entusiasmo y de reconocimiento hacia Dios.

Pero la señora Keller acababa de erguirse, y le dijo:

-Ahora, Juan, no se te obligará más a batirte contra Francia.

-No, madre mía; ahora, mi derecho y mi deber son batirme por ella.

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