El camino de Francia
Capítulo XXIII
Por aquella vez, ya era asunto concluido. Se puede
decir que los fusiles estaban ya apuntados sobre nosotros. No
había que esperar más que la voz de ¡fuego! No
importa. Juan Keller y Natalis Delpierre sabrían morir.
En la parte de afuera de la tienda se encontraba el
pelotón que debía fusilarnos: una docena de soldados del
regimiento de Lieb, a las órdenes de un teniente.
No se nos habían vuelto a atar las manos.
¿Para qué? De seguro que no podíamos huir. Algunos
pasos, sin duda, y allí cerca, junto a un muro, o al pie de un
árbol, caeríamos los dos bajo las balas prusianas.
¡Ah! ¡Qué no hubiera dado yo por morir en plena
batalla, herido de veinte sablazos o cortado en dos por una bala de
cañón! Recibir la muerte sin poder defenderse, era muy
duro.
El señor Juan y yo marchábamos
silenciosamente, él pensaba en Marta, a quien no vería
más, y en su madre, a quien este último golpe
mataría seguramente.
Yo pensaba en mi hermana Irma, en mi otra hermana
Firminia, ¡en todo lo que restaba de nuestra familia! Yo
veía a mi padre, a mi madre, mi aldea, todos los seres que yo
amaba, mi regimiento, mi país...
Ni el señor Juan ni yo, ninguno
mirábamos el sitio a que nos conducían los soldados. Por
otra parte, que fuera aquí o allá, poco podía
importarnos. Era preciso morir como perros. ¡Oh, qué
rabia!... Evidentemente, puesto que yo mismo les cuento todo esto;
puesto que lo he escrito de mi puño y letra, es señal de
que escapé de aquel apuro. Pero el desenlace que había de
tener aquella historia, me hubiera sido imposible imaginarlo, aunque
hubiese tenido toda la inventiva del mejor novelista del mundo. Bien
pronto van a saberlo.
A unos cincuenta pasos más lejos fue preciso
pasar por en medio del regimiento de Lieb. Todos conocían a Juan
Keller. Pues bien, no hubo el menor sentimiento de piedad para
él, ni esa piedad que no se rehusa nunca a los que van a morir.
¡Qué naturalezas! ¡Verdaderamente, aquellos
prusianos eran bien dignos de ser mandados por los Grawert! El teniente
nos vio, y miró al señor Juan, que le devolvió su
mirada. La del uno, expresaba la satisfacción de un odio que va
a cumplirse; la del otro, sólo expresaba desprecio.
Hubo un momento en que yo creí que aquel iba a
tener valor para acompañarnos; y hasta me preguntaba si no
llevaría su cinismo hasta el punto de dar él mismo la voz
de ¡fuego! Pero en aquel instante una llamada de trompetas se
dejó oír, y el teniente se perdió en medio de los
soldados.
Nosotros dábamos entonces la vuelta a una de
las alturas que el duque de Brunswick había venido a ocupar.
Estas alturas que rodean la población, y la rodean con un
circulo de tres cuartos de legua, se llaman las colinas de la Luna. Por
su pie pasa precisamente el camino de Chalons. Los franceses, por su
parte, se dejaban ver desde las alturas vecinas.
Por abajo de éstas se desplegaban numerosas
columnas, prestas a subir a nuestras posiciones, de modo que pudieran
dominar a Saint Menehould. Si los prusianos lo conseguían,
Dumouriez se vería muy comprometido en presencia de un enemigo
superior por el número, y que podría envolverlo con sus
fuegos.
Con un tiempo claro, yo hubiera podido distinguir los
uniformes franceses sobre las alturas. Pero todo permanecía
oculto todavía en medio de una bruma espesa, que el sol no
había podido disipar. Se escuchaban ya algunas detonaciones y
apenas si se podían vislumbrar los resplandores de los
tiros.
¿Se creerá?... Todavía
tenía yo alguna esperanza, o, mejor dicho, me esforzaba para no
desesperar.
Y, sin embargo, ¿qué esperanza
había de que pudiese venirnos socorro alguno por el lado al que
se nos conducía? Todas las tropas llamadas por Dumouriez,
¿no estaban bajo su mano, alrededor de Saint Menehould?
¿Qué quieren? ¡Se tiene tal deseo de escapar de la
muerte, que se acostumbra uno a estas ideas! Eran aproximadamente las
once y cuarto. ¡El mediodía del veinte de septiembre no
llegaría jamás para nosotros!
En efecto, habíamos llegado. La escuadra
acababa de dejar el camino de Chalons, y se dirigía hacia la
izquierda. La niebla era todavía bastante espesa para que los
objetos no fuesen visibles a algunos centenares de pies. Se
comprendía, sin embargo, que no tardaría en ser disipada
por el Sol.
Habíamos entrado en un bosquecillo designado
para el sitio de la ejecución, y del cual no debíamos
volver a salir.
A lo lejos se escuchaban los redobles de los tambores,
sonidos de trompetas, detonaciones de artillería, y el fuego
graneado de fila y pelotón.
¡Yo procuraba en vano darme cuenta de lo que
pasaba, como si hubiera debido interesarme en tal momento! Observaba
que aquellos ruidos de batalla venían del lado derecho, y que
parceían aproximarse. ¿Se habría empeñado
quizá algún combate en el camino de Chalons?
¿Habría salido tal vez alguna columna del campo de
l'Epine para atacar a los prusianos por el flanco? Yo no
acertaba a explicármelo.
Si les refiero esto con mucha precisión de
detalles, es porque tengo interés en hacerles conocer
cuál era en aquellos momentos el estado de mi espíritu.
En cuanto a los detalles, han quedado bien grabados en mi memoria.
Además, no se olvidan con facilidad cosas semejantes. Para mi
están tan presentes como si hubieran sucedido ayer.
Acabábamos de entrar en el bosquecillo.
Al cabo de un centenar de pasos, la escuadra se detuvo
junto al tronco de un árbol.
Aquel era el sitio donde el señor Juan y yo
debíamos ser pasados por las armas.
El oficial que mandaba el pelotón, un hombre de
facciones duras, mandó hacer alto. Los soldados se colocaron a
un lado, en fila; y me parece que escucho todavía las culatas de
sus fusiles resonar en el suelo, cuando hicieron descansar las armas en
tierra.
-Aquí es -dijo el oficial.
-Está bien -respondió Juan Keller.
Y respondió esto con voz firme, con la frente
alta y la mirada atenta. Entonces, aproximándose a mí, me
habló en esta lengua francesa que él amaba tanto, y que
yo iba a escuchar por última vez.
-¡Natalis -me dijo-, vamos a morir! Mi
último pensamiento será para mi madre y para Marta, a
quien, después de aquélla, amaba más en el mundo.
¡Pobres mujeres! ¡Que el cielo tenga piedad de ellas! En
cuanto a usted, Natalis, perdóneme.
-¿Que lo perdone, señor Juan?
-Sí; puesto que soy yo quien...
-Señor Juan -respondí-, yo no tengo nada
que perdonarle. Lo que he hecho, ha sido hecho libremente; y lo
haría mil veces, si fuera necesario Déjeme abrazarlo, y
muramos los dos como valientes.
Y nos arrojamos el uno en brazos del otro.
No olvidaré jamás cuál fue la
actitud de Juan Keller cuando, dirigiéndose al oficial, le dijo
con voz que no temblaba:
-¡A sus órdenes!
El oficial hizo una señal. Cuatro soldados se
destacaron del pelotón y nos empujaron por la espalda,
conduciéndonos al pie de un árbol corpulento.
Debíamos ser heridos de la misma descarga, y caer juntos. Mejor
quería yo que fuera así.
Me acuerdo perfectamente de que aquel árbol,
era una haya. La veo todavía, con un gran trozo de corteza
levantada. La niebla comenzaba a disiparse y los árboles
más altos salían de entre las brumas.
EL señor Juan y yo estábamos de pie
cogidos de la mano, mirando al pelotón de frente.
El oficial se separó un poco. El piñoneo
de las llaves de los fusiles que se preparaban llegó a mi
oído. Apreté la mano del señor Juan, y les juro
que no temblaba en la mía. Los fusiles fueron puestos a la
altura de hombro. A una voz, apuntarían; a otra,
dispararían, y todo estaría concluido.
De repente se oyeron grandes gritos en el bosque,
detrás de la escuadra de los soldados que teníamos
delante.
¡Dios del cielo! ¿Qué veo? La
señora Keller, sostenida por la señorita Marta y por mi
hermana Irma. Su voz apenas podía escucharse; su mano agitaba un
papel, y la señorita Marta, mi hermana y el señor de
Lauranay gritaban con ella:
-¡Frances! ¡Francés!
En aquel instante sonó una formidable
detonación, y vi a la señora Keller, que caía
desfallecida.
Sin embargo, ni el señor Juan ni yo
habíamos caído. ¿Es que no eran los soldados del
pelotón los que habían disparado?
¡No! Una media docena de entre ellos
yacían en el suelo, en tanto que el oficial y los otros
corrían a todo escape.
Al mismo tiempo, de diversos lados, a través
del bosque, se oían estos gritos, que me parece oír
todavía:
-¡Adelante! ¡Adelante!
Aquel era el grito de guerra francés, y no el
ronco wortwaertz de los prusianos.
Un destacamento de nuestros soldados se había
arrojado fuera del camino de Chalons, y acababa de llegar al bosque, en
el momento preciso, ¡justo es decirlo! Los disparos de sus
fusiles habían precedido algunos segundos solamente a los que el
pelotón iba a tirar. Esto había bastado. Pero,
¿cómo se habían encontrado allí nuestros
bravos compañeros tan a punto? Yo no debía saberlo hasta
más tarde.
El señor Juan se había puesto de un
salto al lado de su madre, a la cual la señorita Marta y mi
hermana sostenían entre sus brazos.
La infeliz mujer, creyendo que la descarga que
había sonado acababa de darnos la muerte, había
caído sin conocimiento.
Pero al calor de los besos de su hijo se reanimaba,
volvía en sí, y de sus labios se escapaban todavía
estas palabras, dichas con un acento que no olvidaré en mi
vida:
-¡Es francés!... ¡Es
francés!...
¿Qué quería decir? Yo me
volví hacia el señor de Lauranay; pero tampoco
podía hablar.
La señorita Marta cogió entonces el
papel que la señora Keller oprimía en su mano,
todavía apretada como si fuese la de una muerta, y se la
presentó al señor Juan.
Parece que estoy viendo todavía aquel papel.
Era un periódico alemán, el Zeitblatt. Juan le
había cogido, y le leía. Gruesas lágrimas se
desprendían de sus ojos. ¡Dios del cielo!...
¡Qué felicidad es el saber leer en ocasiones
semejantes!...
Entonces, de los labios de él salieron las
mismas palabras. Se irguió, tomó el aspecto de un hombre
que se hubiera vuelto loco súbitamente. Yo no podía
comprender lo que decía. Tan afligida estaba su voz por la
emoción.
-¡Francés! ¡Yo soy francés!
-exclamaba-. ¡Ah, madre! ¡Ah, Marta querida!... ¡Soy
francés!
Después cayó de rodillas, como en un
movimiento de entusiasmo y de reconocimiento hacia Dios.
Pero la señora Keller acababa de erguirse, y le
dijo:
-Ahora, Juan, no se te obligará más a
batirte contra Francia.
-No, madre mía; ahora, mi derecho y mi deber
son batirme por ella.

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