El camino de Francia
Capítulo XXII
¿Era la casualidad la que había puesto a
Buch sobre nuestros pasos? Yo me inclinaba a creerlo, pues desde
hacía algún tiempo el azar no se mostraba muy amigo de
nosotros; pero algún tiempo después llegó a
nuestro conocimiento lo que entonces no podíamos saber. Esto es,
que desde nuestro último encuentro, el hijo de Buch que
había quedado vivo no había cesado un punto en sus
investigaciones, menos para vengar la muerte de su hermano, pueden
creerlo, que para cobrar la prima de mil florines. Aunque había
perdido nuestras huellas a partir del día en que habíamos
empezado a recorrer el Argonne, había vuelto a encontrarlas en
la aldea de la Cruz del Bosque. Era uno de aquellos espías que
invadieron la población en la tarde del día
dieciséis. En casa de los Stenger reconoció al
señor y la señorita Lauranay, a la señora Keller y
a mi hermana, y allí supo que nosotros hacía pocos
momentos que acabábamos de salir de allí; por lo tanto,
comprendieron que no podíamos estar lejos. Media docena de
bribones de su calaña se unieron a él, y todos se
lanzaron en nuestra persecución. Lo demás ya se sabe.
Entretanto, nos encontrábamos guardados de modo tal, que
desafiaba a toda evasión, esperando que se decidiese acerca de
nuestra suerte, lo cual no podía tardar mucho, ni ser dudoso;
pues, como se dice vulgarmente, no nos quedaba más que el tiempo
preciso para escribir a la familia si nos dejaban.
Mi primer cuidado fue el de examinar la
habitación que nos servía de calabozo. Ocupaba la mitad
del piso bajo de una casa, baja también. Dos ventanas, frente
por frente la una de la otra, la iluminaban, dando una a la calle, y
otra a un patio.
Indudablemente, de esta no saldríamos sino para
ser conducidos a la muerte. No podíamos esperar otra cosa.
El señor Juan, bajo la doble acusación
de haber herido a un oficial y de haber desertado del ejército
en tiempo de guerra; yo, acusado de complicidad y probablemente de
espionaje, en mi cualidad de francés; ninguno de los dos nos
haríamos viejos.
Al poco tiempo oí murmurar al señor
Juan.
-Por esta vez hemos llegado el fin.
Yo no respondí nada, lo confieso; mi fondo de
confianza habitual había recibido un golpe mortal, y la
situación me parecía completamente desesperada.
-¡Sí, el fin! -repetía el
señor Juan-. ¿Y qué importaría, si mi
madre, si Marta, si todos aquellos a quienes amamos estuvieran fuera de
peligro? Pero después de nosotros, ¿qué
será de ellos? ¡Estarán todavía en aquella
población, entre las manos de los austríacos! Y desde
luego, admitiendo que no hubiesen sido llevados a otra parte, una breve
distancia los separaba de nosotros. Apenas había legua y media
entra la Cruz del Bosque y Longwe. ¡Con tal que la noticia de
nuestra detención no hubiese llegado hasta ellos!
Esto es lo que yo pensaba, y lo que temía por
encima de todo. Esto hubiese sido un golpe de muerte para la pobre
señora Keller. Sí, yo deseaba con vivas ansias que los
austríacos las hubiesen conducido hacia las avanzadas, al otro
lado del Argonne.
Sin embargo, la señora Keller estaba apenas
transportable, y si se le obligaba a ponerse inmediatamente en camino,
si los cuidados le faltaban.
Pasó la noche, sin que nuestra situación
se hubiese modificado en nada. ¡Qué tristes pensamientos
nos invaden el cerebro, cuando la muerte está próxima!
Entonces es cuando toda nuestra vida pasa en un instante por delante de
nuestros ojos. Es preciso añadir que padecíamos mucha
hambre, no habiendo vivido desde hacía tres días
más que de castañas. No se había pensado siquiera
en proporcionarnos el más pequeño alimento, y,
¡qué diablo! bien valíamos mil florines para
aquellos bribones de Buch y comparsa, y, por consiguiente,
debían alimentarnos aunque fuera por su precio. Verdad es que no
le habíamos vuelto a ver. Sin duda se habían marchado a
prevenir a los prusianos de nuestra captura.
Entonces pensé yo que acaso en todo esto
podría pasar algún tiempo. Los que nos guardaban eran los
austríacos, y los que habían de decidir acerca de nuestra
suerte eran los prusianos; por consiguiente, o estos habían de
venir a la Cruz del Bosque, o nosotros seríamos conducidos a su
cuartel general. De aquí se originarían las tardanzas, a
menos que llegase una orden de ejecución en Longwe. Pero, en
fin, fuera lo que quisieran, era preciso no dejarnos morir de
hambre.
Por la mañana, la puerta de la prisión
se abrió a eso de las siete. Una especie de ranchero, con blusa,
entró llevándonos una escudilla de sopa, mejor dicho,
agua o poco menos para hacer la sopa, y unas migajas dentro. La
cantidad suplía a la calidad. No teníamos derecho para
quejarnos, y, además, yo tenía tanta hambre, que no hice
más que soplar y sorber.
Yo hubiera querido interrogar al ranchero; saber por
él lo que sucedía en Longwe, y sobro todo en la Cruz del
Bosque; si se hablaba de la aproximación de los prusianos; si su
intención era tomar el desfiladero para atravesar el Argonne; en
qué estado, en fin, se hallaban las cosas.
Pero yo no sabía bastante alemán para
ser comprendido ni para comprender; y el señor Juan, absorto en
sus reflexiones, guardaba silencio. Yo no me hubiera atrevido a
distraer su atención; por consiguiente, era imposible todo
intento de conversación con aquel hombre.
Nada nuevo aconteció durante aquella
mañana. Estábamos guardados con centinelas de vista. Sin
embargo, se nos permitió entrar y salir en el pequeño
patio, donde los austríacos nos examinaban con más
curiosidad que simpatía, bien pueden creerlo. Al verme delante
de ellos, hacía yo todos los esfuerzos imaginarios por poner
buena cara. Así es que me paseaba con las manos en los
bolsillos, silbando las canciones más alegres del Real de
Picardía.
Pero entretanto me decía a mí mismo:
-Anda, anda; silba, pobre mirlo enjaulado, que pronto
te cortarán el silbato.
A mediodía se nos sirvió otra nueva
sopera con pan mojado. Como se ve, nuestra comida no era muy variada; y
yo, por mi parte, comenzaba a echar de menos las castañas del
Argonne. Pero, en fin, fue preciso contentarse con lo que nos daban;
tanto más, cuanto que aquella especie de mastín, aquel
miserable ranchero con su cara de ardilla, parecía que
quería decirnos: “Esto es demasiado bueno todavía
para ustedes”.
¡Santo Dios! ¡De qué buena gana le
hubiere arrojado la escudilla a la cabeza! Pero más valía
no echarlo todo a rodar, contentarse con lo que se nos daba, y reponer
en lo posible las fuerzas, para no desfallecer en el último
momento. Hasta logré conseguir que el señor Juan
compartiese conmigo la clara sopa. Comprendió mis razones, y
comió por último un poco. Sin embargo, en tanto que
comía pensaba sin duda en otra cosa muy distinta.
Su pensamiento y su espíritu estaban en otra
parte, allá abajo, en la casa de Hans Stenger, con su madre y
con su prometida. Como si hablara consigo mismo, pronunciaba el nombre
de ellas, y las llamaba. Algunas veces, poseído de una especie
de desvarío, se lanzaba hacia la puerta, como si quisiera ir a
reunirse con ellas.
Aquello era más fuerte que él. Entonces
caía como desfallecido. Si es verdad que no lloraba, no causaba
por eso menos compasión, pues las lágrimas lo hubieran
consolado. Pero ¡no!, no lloraba, y el verlo en tal estado me
desgarraba el corazón.
Durante este tiempo pasaban ante nosotros filas de
soldados, marchando sin orden, con las armas a discreción, y
después otras columnas que atravesaban por Longwe. Los trompetas
callaban, y los tambores también; el enemigo se deslizaba sin
ruido, a fin de ganar la línea del Aisne. Debieron desfilar por
allí, en aquellos días muchos miles de hombres. Pero no
pude saber, aunque lo deseaba mucho, si eran austríacos o
prusianos. Por lo demás, ni un solo tiro de fusil se oía
en toda la parte occidental del Argonne. Las puertas de Francia estaban
abiertas de par en par; ni siquiera se las defendía.
Hacia las diez de la noche, una escuadra de soldados
se presentó en la puerta de nuestra prisión. Aquellos
eran prusianos, no me cabía duda; y lo que me dejó
verdaderamente anonadado, fue que reconocí el uniforme del
regimiento de Lieb, que sin duda había llegado a Longwe
después de su encuentro con los voluntarios en el Argonne.
Se nos hizo salir al señor Juan y a mí,
después de habernos atado fuertemente las manos a la
espalda.
El señor Juan se dirigió entonces al
cabo que mandaba la escuadra.
-¿Donde se nos va a conducir?
-preguntó.
Por toda respuesta, aquel miserable nos echó
fuera de un empujón. En aquel momento teníamos la
apariencia perfecta de dos pobres diablos a quienes se va a ejecutar
sin juicio ni apelación. Y, sin embargo, yo no había sido
cogido con las armas en la mano. Pero; cualquiera se atrevía a
decir esto ni otra cosa alguna a tal especie de bárbaros Se les
reirían en sus barbas como los hulanos.
La escuadra que nos conducía, y nosotros con
ella, siguió el camino de Longwe que desciende hasta la linde
del Argonne, y que tuerce un poco, fuera de la población, hacia
el camino de Vouziers.
Al cabo de unos quinientos pasos, nos detuvimos en
medio de una explanada, donde acampaba el regimiento de Lieb.
Algunos instantes después, comparecíamos
ante el coronel von Grawert.
Se contentó con mirarnos, y no pronunció
una sola palabra. Después, volviéndonos la espalda, dio
la señal de partida, y todo el regimiento se puso en marcha.
Entonces comprendí que se nos quería
hacer comparecer ante un consejo de guerra; que se emplearían
algunas fórmulas para administrarnos una docena de balas en el
cuerpo, y que esto se hubiera hecho inmediatamente, si el regimiento
hubiese permanecido en Longwe. Pero, según parece, los asuntos
apremiaban y los aliados no tenían mucho tiempo que perder, si
querían llegar antes que los franceses a la línea del
Aisne.
En efecto, Dumouriez, habiendo sabido que los
imperiales eran dueños del desfiladero de la Cruz del Bosque,
acababa de poner en ejecución un nuevo plan. Este plan
consistía en bajar todo a lo largo del límite del
Argonne, por su lado izquierdo, hasta la altura del desfiladero de las
isletas, a fin de retirarse a Dillon, que lo ocupaba.
De esta manera nuestros soldados podrían hacer
frente a las columnas de Clairfayt, que vendría del lado de la
frontera, y a las columnas de Brunswick, que se presentarían por
el lado de Francia. Era de esperar, seguramente, que los prusianos
atravesarían el Argonne desde el momento en que fuera levantado
el campo de Grand Pré, a fin de cortar el camino de
Chalons.
Dumouriez, pues, había abandonado su cuartel
general, sin ruido, en la noche del quince al dieciséis
después de haber franqueado los dos puentes de Aisne, vino a
detenerse con sus tropas a las alturas de Autry, a cuatro leguas de
Grand Pré. Desde allí, no obstante el gran
pánico que por dos veces introdujo el desorden entra nuestro
soldados, continuó hacia Dammartin sur Hans, con
intención de ocupar las posiciones de Saint Menehould, que
están situadas a la extremidad del paso de las isletas.
Al mismo tiempo, como los prusianos iban a desembocar
del Argonne por el desfiladero de Grand Pré, Dumouriez
tomaba todas sus precauciones a fin de que el campo de
l'Epine, situado junto al camino de Chalons, no pudiese ser
ocupado, en caso de que el enemigo llegara a atacarla en vez de
replegarse sobre Saint Menehould.
En aquel momento, los generales Bournonville, Chazot y
Dubouquet recibían la orden de reunirse inmediatamente con
Dumouriez, el cual, a la vez, hacía que Kellerman, que
había salido el cuatro de Metz, apresurase su marcha hacia
adelante.
Si todos estos generales eran exactos a la cita,
Dumouriez tendría a su disposición treinta y cinco mil
hombres, con los cuales hacer frente a los aliados.
En efecto, Brunswick y sus prusianos habían
vacilado algún tiempo, antes de combinar definitivamente su plan
de campaña. Por fin, se decidieron por atravesar el desfiladero
de Grand Pré y desembocar en el Argonne, para apoderarse
del camino de Chalons, rodear al ejército francés en
Saint Menehould, y obligarle a rendir las armas.
Esta era la razón por la cual el regimiento de
Lieb había salido tan precipitadamente de Longwe, y por
qué caminábamos río arriba todo el curso del
Aisne.
Hacía un tiempo terrible de niebla y lluvia.
Los caminos estaban intransitables, y el lodo nos cubría hasta
las rodillas. ¡Qué penoso es terminar así, con los
brazos atados!... Verdaderamente, hubiera sido mejor que nos hubiesen
fusilado en seguida.
¡Y los malos tratamientos que recibíamos
de los cuales no economizaban aquellos endiablados prusianos! ¡Y
los insultos que nos lanzaban a la cara! Aquello era mucho peor que el
lodo.
¡Y aquel Frantz von Grawert, que vino diez veces
a insultarnos ante nuestros propios ojos! El señor Juan no
podía contenerse. Las manos le temblaban bajo las cuerdas, con
el ansia de coger al teniente por el pescuezo y estrangularle, como a
una bestia malvada.
Costeamos el Aisne, caminando a marchas forzadas. Fue
preciso pasar con el agua hasta la media pierna los riachuelos
Dormoise, Tourhe y Bionne; no se descansaba nada, a fin de llegar a
tiempo para ocupar las alturas de Saint Menehould. Pero la columna no
podía marchar más de prisa. Se atascaba frecuentemente, y
cuando los prusianos se encontrasen enfrente de Dumouriez, era de
esperar, con toda seguridad, que los franceses estarían ya
apoderados de las isletas.
Así caminamos hasta las diez de la noche. Los
víveres se distribuyeron apenas, y si a los mismos prusianos les
faltaban, ya puede considerarse lo que sucedería a los dos
prisioneros, a quienes arrastraban como a bestias.
El señor Juan y yo apenas podíamos
hablarnos. Por otra parte, cada palabra que cambiábamos, por
insignificante que fuera, nos valía algún empujón
o algún culatazo. Verdaderamente, aquellos hombres eran de una
raza cruel. Sin duda querían agradar al teniente Frantz von
Grawert, y desgraciadamente lo conseguían demasiado.
Aquella noche del diecinueve al veinte de septiembre
fue una de las más penosas que habíamos pasado hasta
entonces. En aquella situación, echábamos mucho de menos
nuestras paradas bajo el follaje del Argonne, cuando estábamos
todavía fugitivos.
En fin, antes de ser de día, habíamos
llegado a un terreno pantanoso, el lado izquierdo de Saint Menehould, y
muy próximo a este punto, allí fue instalado el
campamento, en un terreno en el cual había dos pies de espesor
de lodo. Se prohibió encender fuego alguno, pues los prusianos
no querían dejar conocer su presencia en aquel sitio.
Un olor infecto se elevaba de aquella masa de hombres
amontonados. Como se dice en mi país se hubiera podido coger
más con la nariz que con una pala.
Por fin, el día amaneció; aquel
día en que sin duda se libraría la batalla. El Real de
Picardía estaría allí seguramente, y yo no
ocuparía mi puesto entre las filas de mis camaradas.
Se observaba un gran movimiento de idas y venidas a
través del campo. Estafetas y ayudantes de campo atravesaban a
cada instante el pantano. Los tambores redoblaban, sonaban las
trompetas, y se oían también algunos disparos de fusil
hacia el ala derecha.
¡En fin! Los franceses habían ganado la
delantera a los prusianos, y ocupaban Saint Menehould. Eran cerca de
las once, cuando una escuadra de soldados vino a buscarnos al
señor Juan y a mí. Primeramente se nos condujo ante una
tienda donde se hallaban formando consejo una media docena de
oficiales, presididos por el coronel von Grawert. ¡Si!
¡Él en persona presidía el consejo de guerra! Este
no fue largo. Una simple fórmula para establecer nuestra
identidad. Por otra parte, Juan Keller, ya condenado a muerte por haber
herido a un oficial, lo fue por segunda vez como desertor, y yo... como
espía francés.
No había sobre qué discutir, y cuando el
coronel hubo añadido que la ejecución tendría
lugar en seguida, grité yo:
-¡Viva Francia!
-¡Viva Francia! -repitió Juan Keller.

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