El camino de Francia
Capítulo V
Dimos, pues, el señor Juan y yo,
un buen paseo por el camino que sube hasta el Hagelberg, por el lado de
Brandeburgo. Hablábamos más que mirábamos.
Verdaderamente, no había cosas demasiado curiosas que ver.
Sin embargo, lo que yo observaba atentamente era que
las gentes me miraban mucho. ¿Qué quieren? Una persona
desconocida en una población pequeña, siempre es una
novedad y un suceso.
También hice esta otra observación, a
saber: que el señor Keller gozaba de la estimación
general. Entre todos los que iban y venían, había bien
pocos que no conocieran a la familia Keller. Por consiguiente,
menudeaban los saludos, a los cuales, yo me creía obligado a
contestar muy cumplidamente, aunque no fueran dirigidos a mí.
Era preciso no faltar a la vieja política francesa.
¿De qué me habló el señor
Juan durante este paseo? ¡Ah! De lo que preocupaba sobre todo a
su familia; de ese proceso que parece que lleva trazas de no acabar
nunca.
Me refirió el asunto con toda extensión.
Las fornituras suministradas habían sido entregadas en los
plazos convenidos. Como el señor Keller era prusiano, llenaba
las condiciones exigidas en los contratos, y el beneficio,
legítima y honradamente adquirido, debía habérsele
entregado sin dilación de ninguna especie. Seguramente, si
algún pleito merecía ser ganado, era este. En tales
circunstancias, los agentes del Estado se conducían como unos
miserables.
-Pero ¡demonio! -añadí-. Esos
agentes no son los jueces. Estos le darán justicia. Me parece
imposible que pueda perder ....
-Siempre se puede perder un pleito; aun el que parezca
más fácil de ganar. Si la mala voluntad se mezcla en
ello, ¿cómo he de esperar que se nos haga justicia? He
visto a nuestros jueces, los veo con frecuencia, y comprendo bien que
tienen cierta prevención contra una familia que está
unida por algún lazo a Francia; ahora sobre todo, que las
relaciones entre los dos países son muy tirantes. Hace quince
meses, a la muerte de mi padre nadie hubiera dudado de la bondad de
nuestra causa; pero ahora, no sé qué pensar. Si perdemos
este pleito, será para nosotros la ruina, pues toda nuestra
fortuna estaba metida en ese negocio. Apenas nos quedará con
qué vivir.
-¡Eso no sucederá! -exclamé.
-Preciso es temerlo todo, Natalis. ¡Oh! No por
mí -añadió el señor Juan-. Yo soy joven y
trabajaría; ¡pero mi madre!... Entretanto que yo pudiera
llegar a rehacer la gran posición... mi corazón se
angustia al pensar que durante varios años habría de
vivir con escasez y con privaciones.
-¡Pobre señora Keller!... Mi hermana me
ha hablado mucho de ella. ¿La ama usted mucho?
-¡Que si la amo!...
El señor Juan guardó silencio por un
instante.
Después añadió:
-Sin este proceso, Natalis, ya hubiera realizado
nuestra fortuna; y puesto que mi madre no tiene más que un
deseo, el de volver a su querida Francia, a la cual veinticinco
años de ausencia no han podido hacer olvidar, hubiera arreglado
todos nuestros asuntos de manera que pudiera darle esta alegría
de aquí a un año; acaso de aquí a algunos meses
solamente.
-Pero -pregunté- que el proceso se gane o se
pierda, ¿no podrá la señora Keller dejar la
Alemania cuando guste?
-¡Ah, Natalis! Volver a su patria, a aquella
Picardía que mi madre ama tanto, para no encontrar allí
las modestas comodidades a las cuales estaba acostumbrada, lo
sería en extremo penoso. Yo trabajaré, sin duda alguna, y
con tanto más valor, cuanto que trabajaré por ella.
¿Obtendrééxito? ¡Quién puede saberlo!
Sobre todo en medio de las turbaciones que preveo, y con las cuales
sufrirá tanto el comercio.
Al oír al señor Juan hablar de este
modo, me causaba una emoción tan grande, que no procuraba
disimularla. Varias veces me había estrechado la mano. Yo
correspondía esta prueba de afecto, y él debía
comprender todo lo que yo experimentaba. ¡Ah! ¡Qué
es lo que yo no hubiera querido hacer por ahorrarles un disgusto a
él y a su madre!
Él cesaba entonces de hablar, y se quedaba con
los ojos fijos, como un hombre que mira en el porvenir.
-Natalis -me dijo entonces, con una entonación
singular-. ¿Ha usted notado cuán mal se arreglan las
cosas en este mundo? Mi madre ha venido a ser alemana por su
matrimonio, y yo he de permanecer alemán, aun cuando me case con
una francesa.
Esta fue la sola alusión que hizo al proyecto
de que Irma me había hablado por la mañana. Sin embargo,
como el señor Juan no se extendió más sobre el
asunto, yo no creí deber insistir. Es preciso ser discretos con
las personas que nos demuestran amistad. Cuando a la señora
Keller le conviniera hablarme de su asunto más largamente,
encontraría siempre un oído atento para escucharla, y una
lengua presta para felicitarle.
El paseo continuó. Se habló de varias
cosas, de multitud de asuntos, y más particularmente, de aquello
que me concernía. Todavía me vi obligado a contar algunos
hechos de mi campaña en América. El señor Juan
encontraba muy hermoso esto de que Francia hubiese prestado su apoyo a
los americanos para ayudarles a conquistar su libertad. Envidiaba la
suerte de nuestros compatriotas, grandes o pequeños, cuya
fortuna o cuya vida habían sido puestas al servicio de tan justa
causa. Ciertamente, si él se hubiese encontrado en condiciones
de poderlo hacer, no hubiera dudado un momento, y se habría
alistado entre los soldados de Rochambeau, hubiera desgarrado su primer
cartucho en Yorktown, y se hubiera batido por arrancar la
América de la dominación inglesa.
Y solamente por la manera que tenía de decir
esto, por su voz vibrante y su acento que me penetraba hasta el
corazón, puedo afirmar que el señor Juan hubiera cumplido
perfectamente con su deber. Pero se es raramente dueño de sus
acciones y de su vida. ¡Qué de grandes cosas, que no se
han hecho, se hubieran podido hacer! En fin, el destino es así,
y es preciso tomarle como viene.
En esto volvíamos ya hacia Belzingen,
desandando el camino. Las primeras casas de la población
blanqueaban, heridas por el sol. Sus techos rojos, muy visibles entre
los árboles, se destacaban como flores en medio de la verdura.
No estábamos ya de la población más que a dos
tiros de fusil, cuando el señor Juan me dijo:
-Esta noche, después de cenar, tenemos que
hacer una visita mi madre y yo.
-¡No se molesten por mí!
-respondí-. Yo me quedaré con mi hermana Irma.
-No, al contrario, Natalis, yo le ruego que venga
conmigo a casa de esas personas.
-Como usted quiera.
-Son compatriotas suyos, el señor y la
señorita de Lauranay, que habitan hace bastante tiempo en
Belzingen. Tendrán mucho gusto en verle, puesto que viene usted
de su país, y yo deseo que le conozcan.
-Lo que usted disponga -respondí.
Yo comprendí perfectamente que el señor
Juan quería informarme más adelante de los secretos de su
familia. Pero dije para mí: este matrimonio, ¿no
será un obstáculo más para el proyecto de volver a
Francia? ¿No creará nuevos lazos que ligarán
más obstinadamente a la señora Keller y a su hijo a este
país, si el señor y la señorita de Lauranay
están en él sin intenciones de volver a su país
natal? Acerca de esto, debía yo saber bien pronto a qué
atenerme. ¡Un poco de paciencia!... Es preciso no marchar
más de prisa que el molino, o se echará a perder la
harina.
Ya habíamos llegado a las primeras casas de
Belzingen. Entrábamos precisamente por la calle principal,
cuando escuché a lo lejos un ruido de tambores.
Había entonces en Belzingen un regimiento de
infantería, el regimiento Lieb, mandado por el coronel von
Grawert. Más tarde supe que dicho regimiento estaba allí
de guarnición hacia cinco o seis meses. Muy probablemente, a
consecuencia del movimiento de tropas que se operaba hacia el oeste de
Alemania, no tardaría en ir a reunirse con el grueso del
ejército prusiano.
Un soldado mira siempre con gusto a los demás
soldados, aun cuando estos sean extranjeros. Se procura averiguar lo
que está bien y lo que está mal. Cuestión de
oficio.
Desde el último botón de las polainas
hasta la pluma del sombrero, se examina su uniforme, y se repara con
atención cómo desfilan. Esto no deja de ser
interesante.
Yo me detuve, pues, y el señor Juan se detuvo
también.
Los tambores batían una de esas marchas de
ritmo continuo, que son de origen prusiano.
Detrás de ellos, cuatro compañías
del regimiento de Lieb marchaban marcando el paso. No era aquello una
marcha a operaciones, sino simplemente un paseo militar.
El señor Juan y yo estábamos parados a
un lado de la calle para dejar el paso libre.
Los tambores habían llegado al punto en que
nosotros estábamos, cuando sentí que el señor Juan
me cogió vivamente por el brazo, como si hubiese querido hacerme
permanecer clavado en aquel sitio.
Yo le miré.
-¿Qué es ello? -le pregunte.
-¡Nada!
El señor Juan se había puesto al
principio densamente pálido. En aquel momento toda su sangre
pareció haber subido a su rostro. Se hubiese dicho que acababa
de sufrir un desvanecimiento; lo que nosotros llamamos ver los objetos
dobles. Después su mirada permaneció fija, y hubiera sido
difícil hacérsela bajar.
A la cabeza de la primera compañía, al
lado izquierdo, marchaba un teniente, y, por consecuencia, había
de pasar por donde nosotros estábamos.
Era éste uno de esos oficiales alemanes, como
se veían tantos entonces, y como tantos se han visto
después. Un hombre bastante buen mozo, rubio tirando a rojo, con
los ojos azules, fríos y duros, aire bravucón, y con un
contoneamiento como echándoselas de elegante.
Pero, no obstante sus pretensiones de elegancia, se
veía que era pesado. Para mi gusto, aquel bellaco sólo
podía inspirar antipatía y aun repulsión.
Sin dada esto mismo era lo que inspiraba al
señor Juan; acaso algo más que la repulsión
misma.
Yo observé, además, que el oficial no
parecía animado de mejores sentimientos con respecto al
señor Juan. La mirada que echó sobre él no fue de
benevolencia ni mucho menos.
Entre ambos no mediaban más que algunos pasos
cuando pasó por delante de nosotros el oficial, el cual, en el
momento de pasar, hizo intencionadamente un movimiento
desdeñoso, encogiéndose de hombros. La mano del
señor Juan apretó convulsivamente la mía en un
movimiento de cólera. Hubo un instante en que creí que
iba a lanzarse sobre el militar. Por fin pudo contenerse.
Evidentemente, entre aquellos dos hombres había
un odio profundo, cuya causa no adivinaba yo, pero que no debía
tardar en serme revelada.
Poco después la compañía
pasó, y el batallón se perdió tras una
esquina.
El señor Juan no había pronunciado una
palabra. Miraba cómo se alejaban los soldados, y parecía
que estaba clavado en aquel sitio.
Allí permaneció hasta que el ruido de
los tambores dejó de oírse por completo.
Entonces, volviéndose hacia mí, me
dijo:
-¡Vamos, Natalis! a la escuela.
Y los dos entramos en casa de la señora
Keller.

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