El camino de Francia
Capítulo XIV
Un poco antes de llegar a Zerbst, nuestra berlina
había rodado por el territorio que forma el principado de Anhalt
y de sus tres ducados. Al día siguiente debíamos
atravesarlo de norte a sur, a fin de llegar a la pequeña ciudad
de Acken, lo cual nos aproximaría bastante al territorio de
Sajonia y al actual distrito de Magdeburgo. Después, el Anhalt
reaparecería otra vez., cuando tomáramos la
dirección de Bernsburgo, capital del ducado de este nombre.
Desde allí entraríamos por tercera vez en Sajonia, a
través del distrito de Merseburgo. Tal era por aquellos tiempos
la Confederación Germánica, con sus cientos de
pequeños Estados o territorios, que el ogro del pequeño
Pulgarin hubiera podido franquear de un salto.
Como se comprende, yo digo estás cosas por
habérselas oído al señor de Lauranay. Este me
enseñaba su mapa, y con el dedo me indicaba la situación
de las provincias, la topografía de las principales ciudades, y
la dirección del curso de los ríos. En el regimiento, no
hubiera podido estudiar un curso de geografía. Esto, suponiendo
que yo hubiera sabido leer.
¡Ah! ¡mi pobre alfabeto, tan bruscamente
interrumpido en el momento en que comenzaba a unir las vocales y las
consonantes! ¡Y mi buen profesor, el señor Juan, que en
aquel instante caminaba con la mochila a la espalda, comprendido en
aquella especie de lava que se había llevado toda la juventud de
las escuelas y el comercio! Pero, en fin, no nos apesadumbremos
demasiado con estas cosas, y emprendamos de nuevo nuestro camino.
Desde la víspera por la noche, el tiempo era
caluroso, de tempestad; el cielo parecía de un color malva con
pequeños trozos de azul entre las nubes, pero tan
pequeños, que, como se dice en mi tierra, apenas habría
bastante para unos pantalones de gendarme. Aquel día
arreé mis caballos, pues importaba mucho llegar antes de la
noche a Bernsburgo, para lo cual era preciso hacer una jornada de una
docena de leguas. La cosa no era imposible, a condición, sin
embargo, de que el cielo no viniese a interrumpir nuestra marcha, o que
no se presentase ningún otro obstáculo.
Pero precisamente estaba allí el Elba, que nos
detenía en el camino, y, a la verdad, yo tenía miedo de
que esta detención fuese más larga de lo que era de
desear.
Habiendo salido de Zarbat a la seis de la
mañana, habíamos llegado dos horas después a la
ribera derecha del Elba, un río bastante hermoso, ancho ya por
aquellos parajes, y encajonado entre altas orillas, erizadas de
millares y millares de cañas.
Felizmente la suerte nos fue propicia en este punto.
La barca para carruajes y viajeros se encontraba en la orilla derecha
del río, y como el señor de Lauranay no escatimó
ni los florines ni ninguna otra clase de moneda, el batelero no nos
hizo esperar. En un cuarto de hora la berlina y los caballos estuvieron
embarcados. La travesía se efectuó sin ningún
accidente desagradable. Si nos ocurría lo mismo en las
demás corrientes de agua, no tendríamos motivo para
quejarnos.
Estábamos ya en la pequeña ciudad de
Acken, que la berlina atravesó sin detenerse, para tomar la
dirección de Bernsburgo.
Yo marchaba muy a gusto. Como se comprenderá
fácilmente, los caminos no eran entonces lo que son hoy.
Parecían estrechas cintas apenas tratadas sobre un suelo
desigual, más bien hechas por las ruedas de los carruajes que
por la mano de los hombres.
Durante la estación de las lluvias
debían ponerse impracticables, y aun en el verano mismo dejaban
mucho que desear. Pero en aquella ocasión era preciso no hacerse
el santo descontentadizo.
Se caminó durante toda la mañana, sin
dificultad alguna. Sin embargo, hacia el mediodía, felizmente
mientras que hacíamos alto, se nos adelantó un regimiento
de caballería austríaco. Entonces fue la vez primera que
yo vi aquella clase de tropas, que parecían una especie de
bárbaros. Iban galopando a todo brida, y entre los torbellinos
de las nubes de polvo que levantaban y que se clavaban hasta el cielo,
se divisaban los reflejos rojos de sus capas y la mancha negruzca de
los gorros de piel de carnero con que cubrían la cabeza aquellos
salvajes.
Buena suerte tuvimos en encontrarnos en aquellos
momentos guarecidos a un lado del camino, y al abrigo de los
árboles de un bosquecillo próximo, en el cual yo
había escondido el carruaje.
De este modo no fuimos vistos; pues, de lo contrario,
con semejantes gentes, Dios sabe lo que hubiera podido sucedernos. Por
lo pronto, una vez que nuestros caballos hubieran convenido a aquellos
soldadotes, y nuestra berlina a sus jefes u oficiales, seguramente, si
nos hubiésemos encontrado a su paso, en medio del camino, no
hubieran esperado que se les dejase el campo libre; nos hubiesen
barrido.
Hacia las cuatro de la tarde señalé al
señor de Lauranay un punto bastante elevado que dominaba la
llanura, a una legua larga, en la dirección del oeste.
-Aquello debe ser el castillo de Bernsburgo -me
respondió.
En efecto. Aquel castillo, situado en lo más
alto de una colina, se deja apercibir de bastante lejos.
Yo di prisa a los caballos. Una media hora
después atravesábamos Bernsburgo, donde nuestros
pasaportes fueron de nuevo revisados. Después, muy fatigados de
aquella jornada tan accidentada, habiendo atravesado también en
una barca el río Saale, que debíamos atravesar
todavía otra vez, entramos en Alstleben, hacia las diez de la
noche. Esta noche la pasamos bastante bien. Estábamos alojados
en un hotel muy bien dispuesto, en el cual no se encontraban oficiales
prusianos, lo que aseguraba nuestra tranquilidad y al día
siguiente emprendimos de nuevo nuestra marcha, cuando sonaban las diez
de la mañana.
No me detendré a dar detalles de las ciudades,
villas y aldeas por donde pasamos. En todos ellos había pocas
cosas que ver, de las cuales no nos cuidábamos, puesto que
viajábamos, no por nuestro placer, sino como gentes a quienes se
expulsa de un país, que ellas abandonan también sin
pesar.
Lo importante en estas diversas localidades era que no
nos aconteciese nada perjudicial, y que pudiésemos pasar todos
libremente. de una a otra.
En la jornada del día 18, al mediodía,
estábamos en Hettstadt. Había sido preciso atravesar el
Wipper, río situado no lejos de una explotación de minas
de cobre. Hacia las tres de la tarde, la berlina llegaba a Leimbach, en
la confluencia del Wipper y del Thalbach. ¡Vaya unos nombres
graciosos y fáciles de pronunciar para los soldados del Real de
Picardía! Después de haber pasado Mansteld, dominado por
una alta colina que un rayo de sol acariciaba en medio de la lluvia que
le rodeaba por todas partes, y de haber pisado por Sangerhausen, sobre
el Gena, nuestro carruaje rodó a través de. un
país rico en minas, teniendo los picachos del Harz en el
horizonte; y al caer el día, llegamos a Artera, ciudad
construida sobre el Unstrüt.
La jornada había sido verdaderamente fatigosa;
cerca de quince leguas, durante las cuales no habíamos hecho
más que un solo descanso. Yo tuve buen cuidado de que no faltara
nada a mis caballos; buen pienso a la llegada; buena cama en la cuadra
durante la noche. Verdad es que esto costaba mucho; pero el
señor de Lauranay no reparaba en algunas monedas de suplemento,
y tenía razón. Cuando los caballos no están mal de
los pies, los viajeros no corren peligro de encontrarse mal de las
piernas.
Al día siguiente, salimos a las ocho de la
mañana, no sin haber tenido algunas dificultades con el
fondista.
Yo sé bien que no se da nada por nada; pero
aseguro que el propietario del hotel de Artera es uno de los más
feroces desolladores de viajeros que puedan encontrarse en todo el
imperio germánico.
Durante esta jornada, el tiempo fue detestable,
estallando al fin una terrible tempestad. Los relámpagos nos
cegaban, los violentos estampidos del trueno asustaban a los caballos,
calados por una lluvia torrencial, una de esas lluvias de las cuales se
dice en nuestro país picardo que caen curas.
Al día siguiente, 19 de agosto, el tiempo se
presentó de mejor apariencia. Los campos aparecían
bañados de rocío, bajo el soplo del aura, que es la
primera brisa de la mañana. Nada de lluvia. Un cielo siempre
tempestuoso; un calor sofocante. El suelo era montuoso, y mis caballos
se fatigaban mucho. Muy pronto, según yo preveía, me
vería obligado a darles veinticuatro horas de reposo. Pero antes
esperaba yo que hubiéramos podido llegar a Gotha.
El camino atravesaba entonces terrenos bastante bien
cultivados, que se extienden hasta Heldmungen, sobre el Schmuke, donde
la berlina hizo alto.
En suma, desde hacia cuatro días, que
habíamos salido de Belzingen, no habíamos sido muy
molestados; así es que yo pensaba:
-Si hubiéramos podido viajar todos juntos,
¡cómo se hubieran apretado en el fondo del carruaje para
hacer sitio a la señora Keller y a su hijo!... ¡Pero, en
fin!...
Nuestro itinerario cortaba entonces por el territorio
que forma el distrito de Erfurth, uno de los tres distritos de la
provincia de Sajonia. Los caminos, bastante bien trazados, nos
permitieron marchar rápidamente. A la verdad, yo me hubiese
atrevido a lanzar mis caballos más de prisa, sin el accidente de
la rotura de una rueda, que no pudo ser compuesta en Weissensee. Lo fue
en Tennstedt, por un carretero poco hábil. Esto no dejó
de inquietarme por el resto del viaje.
Si la jornada fue larga aquel día, era porque
estábamos sostenidos por la esperanza de llegar aquella misma
noche a Gotha. Allí se descansaría, a condición de
encontrar una fonda confortable. No por mí, a Dios gracias,
pues, hecho como estoy a cal y canto, yo podía, soportar bien
esta y otras pruebas más rudas; pero del señor de
Lauranay y su nieta, aunque no se quejaban, me parecía que
estaban muy fatigados. Mi hermana Irma estaba más animada;
¡pero todos ellos iban tan tristes! De cinco de la tarde a nueve
de la noche recorrimos aproximadamente unas ocho leguas, después
de haber pasado el Schambach y dejado el territorio de Sajonia, para
atravesar el de Sajonia-Coburgo.
En fin, a las once, la berlina se detuvo en Gotha.
Habíamos formado intención de descansar allí
veinticuatro horas. Nuestras pobres caballerías habían
ganado cumplidamente una noche y un día de reposo.
Decididamente, al escogerlas había tenido una mano afortunada.
Para esto no hay como ser inteligente en la materia y no reparar en el
precio. Ya he dicho que no habíamos llegado a Gotha hasta las
once de la noche. Las formalidades exigidas a las puertas de las
poblaciones nos habían producido algunos retrasos. De seguro, si
no hubiéramos llevado nuestros papeles en regla,
hubiéramos sido detenidos. Agentes civiles, agentes militares,
todos desplegaban una excesiva severidad. Podíamos darnos por
contentos de que el gobierno prusiano, al pronunciar nuestro decreto de
expulsión, nos hubiese proporcionado los medios de poder
cumplirlo. Por esto estoy seguro que, si hubiésemos puesto en
ejecución nuestro proyecto primero de partir antes de la
incorporación del señor Juan al ejército,
Kallkreuth no nos hubiera expedido nuestros pasaportes, y no
hubiéramos podido llegar jamás a la frontera. Era
preciso, pues, dar gracias, a Dios primeramente, y después al
señor Federico Guillermo, por habernos facilitado nuestro viaje.
Sin embargo, no es bueno dar las gracias antes de comer. Este es uno de
nuestros proverbios picardos, el cual puede creerse que vale tanto como
cualquier otro.
Hay muy buenos hoteles en Gotha. Fácilmente
encontré en uno, que se titulaba “A las armas de
Prusia”, cuatro habitaciones muy aceptables y una buena cuadra
para los caballos.
A pesar del disgusto que me producía este
retraso, yo comprendía que no había otro medio que
resignarse.
Por fortuna, de los veinte días que se nos
habían concedido como plazo para hacer nuestro viaje, no
habíamos empleado más que cuatro, y estaba ya recorrida
muy cerca de la tercera parte del trayecto. Por consiguiente, guardando
la misma proporción, debíamos llegar a la frontera de
Francia seguramente antes del plazo marcado. Yo no deseaba más
que una cosa; a saber: que el regimiento Real de Picardía no
disparase sus primeros tiros antes de los últimos días
del mes.
Al día siguiente, hacia las ocho, bajé
al salón de conversación del hotel, y mi hermana vino a
reunirse conmigo.
-¿Y el señor de Lauranay y la
señorita Marta? -le pregunté.
-No han salido todavía de sus habitaciones -me
respondió Irma-; y es preciso dejarlos tranquilos hasta el
almuerzo.
-Comprendido, mi buena Irma; pero tú,
¿dónde vas?
-A ninguna parte, Natalis; pero esta tarde tengo que
salir a hacer algunas compras, y a renovar nuestras provisiones.
¡Si me quieres acompañar!...
-Con mucho gusto; a la hora convenida estaré
preparado; entretanto, voy a curiosear un poco por las calles.
Y, efectivamente, salí a la aventura.
¿Qué podré decirles de Gotha? No vi gran cosa en
la ciudad. Había en ella muchas tropas de infantería,
caballería, artillería y bagajes del ejército. Se
escuchaban músicas. Se veía relevar las guardias en sus
puestos. A la idea de que todos aquellos soldados marchaban contra
Francia, se me oprimía el corazón. ¡Qué
dolor me producía el pensar que el suelo de la patria iba a ser,
antes de poco, invadido por aquellos extranjeros! ¡Cuántos
de nuestros camaradas sucumbirían queriendo defenderla!
¡Sí; era preciso que yo estuviese con ellos para combatir
en mi sitio! El sargento Natalis Delpierre no había de ser, no
como esos platos de estaño que no se pueden poner al fuego.
Pero, volviendo a Gotha, diré que
recorrí algunos barrios y que vi algunas iglesias, cuyos
campanarios se perdían en las nubes. Decididamente, se
encontraban allí demasiados soldados. Aquella ciudad me
producía el efecto de un enorme cuartel.
Volví al hotel a las once, después de
haber tenido la precaución de hacer visar nuestros pasaportes,
según estaba prevenido; el señor de Lauranay estaba
todavía en su habitación con la señorita Marta. La
pobre joven. no tenía deseo ninguno de salir a ver la ciudad, lo
cual se comprende perfectamente.
En efecto, ¿qué hubiera visto? Nada,
sino cosas que le hubieran recordado la situación del
señor Juan. ¿Dónde estaba entonces?
¿Habría podido la señora Keller reunirse con
él, o al menos seguir al regimiento de jornada en jornada?
¿Cómo viajaba esta valerosa mujer? ¿Qué
podría hacer ella, si las desgracias que presentía
llegaban a realizarse?
¡Y el señor Juan, soldado prusiano,
marchando contra un país que amaba al cual hubiera defendido con
verdadero placer, y por el que hubiese vertido voluntariamente su
sangre! Naturalmente, el almuerzo fue triste. El señor de
Lauranay había querido que le sirvieran en su habitación,
y hacía bien, pues “A las armas de Prusia” iban a
comer varios oficiales alemanes, y convenía evitar su
contacto.
Después del almuerzo, el señor y la
señorita de Lauranay permanecieron en el hotel con mi hermana.
Yo fui a ver si los caballos carecían de alguna cosa.
El hostelero me había acompañado a la
cuadra, y pronto pude comprender que el buen hombre quería
hacerme hablar más de lo conveniente, acerca del señor de
Lauranay, de nuestro viaje, y, en fin, de cosas que no le importaban.
Tenía que habérmelas con un charlatán; pero
¡qué charlatán!
El que logre aventajarle, bien puede llamarse el
primero del mundo. Por consiguiente, me mantuve en la mayor reserva, y
todas sus indicaciones fueron en balde.
A las tres de la tarde salimos mi hermana y yo para
terminar las compras. Como Irma hablaba alemán, no
teníamos miedo de vernos apurados ni en las calles ni en las
tiendas. Sin embargo, se comprendía fácilmente que
éramos franceses, y esta condición no era la más a
propósito para granjearnos un buen recibimiento en ninguna
parte.
Entre las tres y las cinco de la tarde hicimos un buen
número de recados, y, en suma, recorrí la ciudad de Gotha
por todos sus principales sitios y distritos.
Yo hubiera querido tener algunas noticias de lo que
por entonces ocurría en Francia; de sus asuntos, tanto
interiores como exteriores. Por esta razón encargué a
Irma que pusiera mucha atención a lo que se decía,
así en las calles como en las tiendas. Hasta nos
atrevíamos a aproximarnos a los grupos en que se hablaba con
alguna animación, a escuchar lo que decían; aunque como
se comprende, esto no era muy prudente por nuestra parte.
En realidad, lo que pudimos averiguar no era muy
satisfactorio para los franceses. Pero, después de todo,
más valía tener noticias, aunque fuesen malas, que
carecer de ellas.
También vi numerosos edictos pegados en los
muros. La mayor parte de ellos no anunciaban otra cosa que movimientos
de tropas o de contratas de armamento y vestuario para las tropas.
Sin embargo, mi hermana se detenía ante
algunos, y leía las primeras líneas.
Uno de aquellos edictos llamó más
particularmente mi atención. Estaba escrito en gruesos
caracteres negros, sobre papel amarillo. Parece que le veo
todavía pegado a una esquina, junto al tenducho de un zapatero
de viejo.
-¡Calla! -dije a Irma-. Mira este edicto,
¿no son números los que tiene a la cabeza?
Mi hermana se aproximó al tenducho, y
comenzó a leer.
De repente lanzó un grito terrible.
Felizmente estábamos solos, y nadie lo
había escuchado.
El edicto decía lo siguiente:
Mil florines de recompensa al que entregue al soldado
Juan Keller, de Belzingen, condenado a muerte por haber herido a un
oficial del regimiento de Lieb, de paso para Magdeburgo.

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