El camino de Francia
Capítulo VI
Yo tenía un buen maestro. ¿Le
haría honor el discípulo? No lo sabía yo mismo. El
aprender a leer a los treinta y un años es cosa que no deja de
ser bastante difícil. Es preciso tener un cerebro de
niño; esa blanda cera en que toda impresión se graba sin
que haya necesidad de imprimir muy fuerte, y mi cerebro estaba ya un
duro como el cráneo que le cubría.
Sin embargo, yo me puse con resolución al
trabajo, y, dicho sea en honor de la verdad, parece que tenía
disposiciones para aprender pronto. Todas las vocales las
aprendí en esta primera lección. El señor Juan dio
muestras de tener una paciencia de que aún le estoy agradecido.
Pira fijar mejor las letras en mi memoria, me las hizo escribir con
lápiz diez, veinte, cien veces seguidas. De esta manera, yo
aprendería a escribir al mismo tiempo que a leer. Recomiendo
este procedimiento a los alumnos tan viejos como yo, y a los maestros
que no saben salir de la rutina antigua.
El celo y la atención no me faltaron ni un
instante. Hubiera continuado estudiando el alfabeto hasta muy tarde, si
a eso de las siete la criada no hubiese venido a decirme que la cena
esperaba. Subí a la pequeña habitación que se me
había dispuesto cerca de la de mi hermana; me lavé las
manos, y bajé al comedor.
La cena no nos entretuvo más de media hora; y
como no debíamos de ir a casa de los de Lauranay hasta un poco
más tarde, pedí permiso para esperar fuera, y me lo
concedieron. Allí, cerca de la puerta, me entregué al
placer de fumar lo que nosotros los picardos llamamos una buena pipa de
tranquilidad.
Hecho esto, volví a entrar donde estaban los
demás. La señora Keller y su hijo estaban ya dispuestos.
Irma, teniendo que hacer en casa, no podía acompañarnos.
Salimos los tres solos, y la señora Keller me pidió el
brazo. Se lo presenté yo bastante aturdidamente por cierto, pero
no importaba; yo estaba orgulloso de sentir aquella excelente
señora apoyarse en mí. Aquello era un honor y una
felicidad a la vez.
¡No tuvimos que caminar mucho tiempo. El
señor de Lauranay vivía al otro extremo de la calle.
Ocupaba una bonita casa, fresca de color y de aspecto atrayente, con un
parterre lleno de flores delante de la fachada, grandes hayas a los
lados, y detrás con un vasto jardín lleno de
céspedes y árboles de todas clases. Esta
habitación indicaba en su propietario una posición
bastante desahogada. El señor de Lauranay se encontraba
efectivamente en una bastante buena situación de fortuna.
A tiempo que entrábamos, la señora
Keller me hizo saber que la señorita de Lauranay no era hija del
señor de Lauranay, sino su nieta, por eso no me sorprendí
al ver lo de su diferencia de edad.
EL señor de Lauranay tendría entonces
setenta años. Era un hombre de elevada estatura, al cual la
vejez no había encorvado todavía. Sus cabellos,
más bien grises que blancos, servían de marco a una
expresiva y noble fisonomía. Sus ojos miraron con dulzura. En
sus maneras se reconocía fácilmente al hombre de calidad.
No había más simpático que su aspecto.
El de que antecedía al apellido Lauranay, y al
cual no acompañaba ningún título, indicaba
solamente que pertenecía a esa clase colocada entre la nobleza y
la clase media, que no ha desdeñado la industria ni el comercio,
de lo cual no se puede menos de felicitarla.
Si personalmente el señor de Lauranay no se
había dedicado a los negocios, su abuelo y su padre lo
habían hecho antes que él. Por consiguiente, no
había motivo para reprocharle el que hubiese encontrado una
fortuna adquirida cuando nació.
La familia de Lauranay era lorenesa de origen y
protestante en religión, como la familia del señor
Keller. Sin embargo, si sus antecesores se habían visto
obligados a dejar el territorio francés después de la
revocación del edicto de Nantes, no había sido con la
intención de permanecer en el extranjero, desde el que volvieron
a su país desde el momento en que la dominación de ideas
más liberales les permitió volver, y desde aquella
época no habían abandonado jamás la Francia. En
cuanto al señor de Lauranay, si habitaba en Belzingen, era
porque en este rincón de Prusia había heredado de un
tío algunas propiedades bastante buenas, que era preciso cuidar
y hacer valer. Sin duda alguna, él hubiese preferido venderlos y
volverse a Lorena. Desgraciadamente, la ocasión no se
presentó. El señor Keller, el padre, encargado de los
intereses, no encontró más que compradores a vil precio,
pues el dinero no era lo que más abundaba en Alemania, y antes
que deshacerse en malas condiciones de sus propiedades, el señor
de Lauranay prefirió conservarlas.
A consecuencia de las relaciones de negocios entre los
señores Keller y de Lauranay, no tardaron en establecerse
relaciones de amistad entre una y otra familia. Esto duraba ya desde
hacía veinte años. Jamás una ligera nube
había oscurecido una intimidad fundada en la semejanza de
gustos, de caracteres y de costumbres.
El señor de Lauranay había quedado viudo
siendo muy joven todavía. De su matrimonio había tenido
un hijo, que los Keller apenas conocieron. Casado en Francia, este hijo
no fue más que una o dos veces a Belzingen. Era su padre quien
iba a verlo todos los años, lo cual procuraba al señor de
Lauranay el placer de pasar algunos meses en su país.
El hijo del señor de Lauranay, tuvo una
niña, cuyo nacimiento costó la vida a su madre, y
él mismo, afligido con esta pérdida, no tardó
mucho tiempo en morir. Su hija le conoció apenas, pues no
tenía más que cinco años cuando quedó
huérfana. Por toda familia, no tuvo entonces la pobre
niña más que su abuelo.
Éste no faltó a sus deberes. Fue en
busca de esta niña, y la condujo consigo a Alemania,
consagrándose por completo a su educación y a su cuidado.
Digámoslo de una vez: en mucha parte fue ayudado en esto por la
señora Keller, que tomó a la pequeña gran
afección, y le prodigó los cuidados de una madre. La
felicidad que encontró el señor de Lauranay en poder
confiar su hija a la amistad y el cariño de una mujer tal como
la señora Keller, es imposible de pintar.
Mi hermana Irma, se comprenderá
fácilmente que secundó a su señora de buena
voluntad. ¡Cuántas veces haría saltar a la
pequeña sobre sus rodillas, o la dormiría entre sus
brazos, no solamente con la aprobación, sino con el
agradecimiento del abuelo! En una palabra: la niña llegó
a ser una encantadora joven, a quien yo veía en aquel momento,
con mucha discreción, por supuesto, para no molestarla.
La señorita de Lauranay había nacido en
1772. Por consiguiente, tenía entonces veinte años. Era
de una estatura bastante elevada para una mujer; rubia, con los ojos
azules muy oscuros; con los rasgos de su fisonomía encantadores,
y de un aire lleno de gracia y de soltura, que no se parecía en
nada a todo lo que yo había podido ver de población
femenina en Belzingen.
Yo admiraba su aspecto modesto y sencillo; no
más serio que lo preciso, pues su fisonomía reflejaba la
felicidad. Poseía algunas habilidades tan agradables para
sí misma como para los demás. Tocaba admirablemente el
clavicordio, no presumiendo de maestra, aunque lo pareciese de primera
fuerza a un sargento como yo. Sabía también arreglar
bonitos ramos de flores en estuches de papel.
No causará, pues, admiración el que el
señor Juan llegara a enamorarse de esta joven, ni que la
señorita de Lauranay hubiese notado todo cuanto había de
bueno y de amable en el hijo de la señora Keller, ni que las
familias hubiesen visto con alegría la intimidad de los dos
jóvenes, educados el uno cerca del otro, cambiarse poco a poco
en un sentimiento más tierno. Ambos se merecían, y
habían sabido apreciarse; y si el matrimonio no se había
verificado todavía, era por un exceso de delicadeza del
señor Juan, delicadeza que comprenderán perfectamente
todos los que tengan el corazón bien colocado.
En efecto, no se habrá olvidado que la
situación de los Keller no dejaba de ser comprometida. El
señor Juan hubiera querido que aquel pleito, del cual
dependía su porvenir, estuviese terminado. Si lo ganaba,
perfectamente; aportaría a su matrimonio una regular fortuna;
pero si el pleito se perdía, el señor Juan se
encontraría entonces sin nada. Ciertamente que la
señorita Marta era rica, y que debía ser todavía
mucho más a la muerte de su abuelo; pero al señor Juan le
repugnaba ir a tomar parte y a disfrutar de esta riqueza. Según
yo, este sentimiento no podía menos de honrarle.
Sin embargo, las circunstancias se presentaban ya tan
apremiantes, que el señor Juan no podía menos de
decidirse a tomar un partido. Las conveniencias de familia se
reunían en este matrimonio; pues tenían ambas partes la
misma religión, y aun el mismo origen, al menos en el pasado. Si
los jóvenes esposos habían de venir a fijarse en Francia,
¿por qué los hijos que de ellos naciesen no habían
de ser naturalizados franceses? En este estado se hallaban las
cosas.
Importaba, pues, decidirse, y sin tardanza, tanto
más, que el estado de situación podía autorizar en
cierta manera las asiduidades de un rival.
No es que el señor Juan hubiese tenido motivos
para estar celoso. ¿Y cómo hubiese podido estarlo, si no
había más que decir una palabra para que la
señorita de Lauranay fuese su mujer?
Pero si no eran celos los que sentía, era una
irritación profunda y muy natural contra aquel joven oficial que
habíamos encontrado en el regimiento de Lieb mientras
dábamos nuestro paseo por el camino de Belzingen.
En efecto, desde hacía varios meses, el
teniente Frantz von Grawert se había fijado en la
señorita Marta de Lauranay. Perteneciendo a una familia rica e
influyente, no dudaba de que el señor de Lauranay se creyera muy
honrado con sus atenciones y con su predilección por su
nieta.
Por consiguiente, este Frantz molestaba a la
señorita Marta con sus pretensiones. La seguía en la
calle con una obstinación tal, que, a menos de verse muy
obligada, la joven rehusaba siempre salir.
El señor Juan sabía todo esto.
Más de una vez estuvo a punto de ir a pedir explicaciones a
aquel majadero, que tanto presumía entre la alta sociedad de
Belzingen; pero el temor de ver el nombre de la señorita Marta
mezclado en este asunto lo había detenido siempre. Cuando fuese
su mujer, si el oficial continuaba persiguiéndola, él
sabría perfectamente atraparlo sin ruido y hacerle variar de
conducta. Hasta entonces era más conveniente aparentar que no se
había apercibido de sus asiduidades. Más valía
evitar un escándalo, con el cual padecería la
reputación de la joven.
Entretanto, la mano de la señorita Marta de
Lauranay había sido pedida, hacía tres semanas, para el
teniente Frantz. El padre de éste, coronel del regimiento, se
había presentado en casa del señor de Lauranay.
Había hecho presentes sus títulos, su fortuna y el gran
porvenir que esperaba a su hijo. Era un hombre rudo, habituado a mandar
militarmente, y ya se sabe lo que esto quiera decir; no admitiendo ni
una vacilación, ni una negativa; en fin, un prusiano completo,
desde la ruedecilla de sus espuelas hasta la punta de su plumero.
El señor de Lauranay dio muchas gracias al
coronel von Grawert, y le dijo que se consideraba muy honrado con la
petición que se le hacía; pero al mismo tiempo le hizo
saber que compromisos anteriores hacían aquel matrimonio
imposible.
El coronel, tan cortésmente despedido, se
retiró muy despechado del mal éxito de su
comisión. El teniente Frantz quedó por ello fuertemente
irritado.
No ignoraba que Juan Keller, alemán como
él, era recibido en casa del señor de Lauranay con un
título que a él le negaban.
De aquí nació el odio que por el
señor Juan sentía, y además un deseo ardiente de
venganza, que no esperaba, sin duda, más que una ocasión
para manifestarse.
Sin embargo, el joven oficial, bien fuese impulsado
por los celos o por la cólera, no cesó de pretender a la
señorita Marta. Por este motivo la joven tomó desde aquel
día la firme resolución de no salir sola jamás,
conforme lo permiten las costumbres alemanas, ni con su abuelo, ni con
la señora Keller, ni con mi hermana.
Todas estas cosas no las supe yo hasta más
tarde. Sin embargo, he preferido contárselas seguidas, tal como
pasaron.
En cuanto al recibimiento que me fue hecho por la
familia del señor de Lauranay, baste decirles que no se puede
desear mejor.
-El hermano de mi buena Irma es nuestro amigo -me dijo
la señorita Marta-, y tengo mucha satisfacción en poder
estrecharle la mano.
¿Y creerán ustedes que yo no
encontré palabras para responder? Les digo con verdad que si
alguna vez he sido tonto, fue precisamente aquel día. Cohibido,
atolondrado, permanecí silencioso como un muerto. ¡Y
aquella mano se me tendía con tanta gracia y de tan buena
voluntad!
En fin, yo alargué la mía, y la
estreché apenas; tanto miedo tenía de romperla.
¡Qué quieren! ¡Un pobre sargento!...
Después fuimos todos al jardín, y nos
paseamos. La conversación me hizo estar más en mi centro.
Se habló de Francia. El señor de Lauranay me
interrogó acerca de los sucesos que allí se preparaban.
Parecía temeroso de que llegasen a ser de naturaleza tal, que
produjeran muchos disgustos a nuestros compatriotas establecidos en
Alemania. Se preguntaba si no seria mejor salir de Belzingen y volver a
establecerse en su país, en la Lorena.
-¿Pensaría en partir? -preguntó
vivamente Juan Keller.
-Temo que nos veamos obligados a ello
-respondió el señor de Lauranay.
-Y no quisiéramos partir solos
-añadió la señorita Marta-. ¿Cuánto
tiempo tiene de licencia señor Delpierre?
-Dos meses -respondí.
-Y bien, querido Juan, ¿no asistirá el
señor Delpierre a nuestro casamiento antes de su partida?
-Sí, Marta, sí.
El señor Juan no sabía qué
responder. Su razón se rebelaba contra su corazón.
-Señorita Marta -dijo-, yo sería muy
feliz si pudiera...
-Mi querido Juan -replicó ella,
cortándole la frase-, ¿no procuraremos esta
satisfacción al señor Natalis Delpierre?
-Sí, querida Marta -respondió el
señor Juan, que no pudo decir otra cosa.
Pero esto me pareció suficiente.
En el momento en que los tres íbamos a
retirarnos, pues ya se hacía tarde:
-¡Hija mia -dijo la señora Keller,
abrazando a la joven-, es digno de tí!...
-Ya lo sé, puesto que es su hijo
-respondió la señorita Marta.
Después volvimos a nuestra casa. Irma nos
esperaba. La señora Keller le dijo que no faltaba más,
sino fijar la fecha del matrimonio.
Todos nos fuimos a acostar, y si alguna vez he pasado
una noche excelente, a pesar de las vocales del alfabeto que saltaban
ante mis ojos entre sueños, fue aquella seguramente, la cual
pasé durmiendo de un tirón en la casa de la señora
Keller.

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