El camino de Francia
Capítulo IX
Al día siguiente, y en los posteriores,
anduvimos todos a caza de noticias. El asunto había de decidirse
antes de ocho días, o poco más. Todavía pasaron
tropas durante los días 21, 22 y 23. Incluso un general, que,
según me dijeron, era el conde de Kaunitz, seguido de su estado
mayor. Toda aquella gran masa de soldados adelantaba por el camino de
Coblentza, donde esperaban los emigrados. La Prusia, prestando ayuda al
Austria, no disimulaba ya que marchaba contra Francia.
Como se comprenderá fácilmente, mi
situación en Belzingen empeoraba de día en día.
Evidentemente, no sería mejor para la familia de Lauranay ni
para mi hermana Irma, una vez que la guerra fuese declarada. El
encontrarse en Alemania en tales condiciones era cosa que debía
crearles, más que molestias, peligros reales, y convenía
estar preparados para cualquier eventualidad.
Yo hablaba a menudo de esto con mi hermana. La pobre
criatura trataba en vano de ocultar sus inquietudes. El temor de verse
separada de la señora Keller no la dejaba un instante de reposo.
¡Dejar aquella familia!... Jamás se le había pasado
por el pensamiento que el porvenir le reservara semejante desgracia.
¡Alejarse de aquellos seres amados, cerca de los cuales
debía, a su parecer, transcurrir su vida toda entera!
¡Decirse que acaso no le sería ya posible volverlos a ver,
si los acontecimientos venían mal!...
Esto era bastante para desgarrar su alma.
-Si esto sucede, moriré -decía-;
sí, me moriré.
-Te comprendo, Irma -respondía yo-. La
situación es difícil; pero es preciso hacer todos los
esfuerzos posibles para salir de ella. Veamos. ¿No se
podría conseguir que la señora Keller se decidiese a
dejar a Belzingen, puesto que ahora no tiene razón ninguna para
continuar en el país? A mí me parece que sería
prudente tomar esta resolución antes de que las cosas se echaran
a perder del todo.
-Eso sería lo más prudente, Natalis;
pero, sin embargo, estoy segura de que la señora Keller se
negará a partir sin su hijo.
-¿Y por qué había de negarse a
seguirla el señor Juan? ¿Qué lo retiene en Prusia?
¿En arreglar sus negocios? Ya los arreglará más
tarde. Ese pleito que no acaba nunca, ¿es que en las
circunstancias actuales no será preciso esperar meses y meses
antes de obtener un resultado?
-Probablemente, Natalis.
-Por otra parte, lo que me inquieta, sobre todo, es
que el matrimonio del señor Juan con la señorita Marta no
se ha verificado todavía. ¿Quién sabe los
impedimentos y los retrasos que pueden sobrevenir? Que se expulse a los
franceses de Alemania, lo cual es muy posible. El señor de
Lauranay y su nieta se verán obligados a salir en el
término de veinticuatro horas. Y entonces, ¡qué
cruel separación para estos jóvenes! Por el contrario, si
el matrimonio se verifica, o el señor Juan llevara consigo su
mujer a Francia, o, si se ve obligado a permanecer en Belzingen, al
menos quedará ella con él.
-Tienes razón, Natalis.
-Yo, en tu lugar, Irma, hablaría de esto a la
señora Keller; ella lo consultaría con su hijo; se
apresurarían a verificar el casamiento, y, una vez hecho,
podríamos dejar marchar los sucesos.
- Sí -respondió Irma-. Es preciso que el
matrimonio se haga sin tardanza. Por otra parte; los impedimentos no
vendrán de Marta.
-¡Oh, no! ¡Excelente señorita!...
Y, además, un marido, un marido como el señor Juan,
¡qué garantía para ella!... Ya ves, Irma; sola con
su abuelo, ya anciano, obligada a salir de Belzingen, a atravesar toda
la Alemania cuajada de tropas. ¿Qué sería de los
dos? Es preciso, pues, despacharse y terminar pronto, y no esperar a
que sea imposible verificarlo.
-¿Y ese oficial? -me preguntó mi
hermana-. ¿Le encuentras todavía algunas veces?
-Casi todos los días, Irma. Es una desgracia
que su regimiento esté todavía en Belzingen. Yo hubiera
querido que el matrimonio de la señorita de Lauranay no fuese
conocido hasta después de su marcha.
-En efecto, eso sería lo mejor.
-Temo que al saberlo, ese Frantz quiera intentar
alguna mala partida. El señor Juan es bastante hombre para
hacerle frente, y entonces... En fin, que no estoy tranquilo.
-Ni yo, Natalis. Es preciso, pues, hacer el matrimonio
lo más pronto posible. Será preciso llenar ciertas
formalidades, y temo siempre que la mala noticia estalle a cada
momento.
-Habla, pues, a la señora Keller.
-Hoy mismo.
Si; importaba mucho el apresurarse, y acaso entonces
mismo era ya demasiado tarde.
En efecto, un suceso recién acontecido iba sin
duda a decidir a Prusia y Austria a precipitar la invasión. Se
trataba del atentado que acababa de cometerse en París el
día 20 de junio, y cuya noticia fue esparcida de intento por los
agentes de las dos potencias coligadas.
El 20 de junio, las Tullerías habían
sido invadidas. El populacho, conducido por Santerre, después de
haber desfilado por delante de la Asamblea legislativa, había
atacado el palacio de Luis XVI. Puertas derribadas a hachazos, rejas
forzadas, piezas de cañón subidas hasta el primer piso.
Todo indicaba la violencia a que se iba a entregar la muchedumbre. La
calma del Rey, su sangre fría, su valor, lo salvaron, asi como a
su mujer, a su hermana y a sus dos hijos. ¿Pero a qué
precio? Después que hubo consentido en ponerse en su cabeza el
gorro frigio.
Evidentemente, entre los partidarios de la corte,
así como entre los constitucionales, aquel ataque del Palacio
Real fue considerado como un crimen. Sin embargo, el Rey había
quedado Rey. Se le harían ciertos homenajes; pura
fórmula; ¡caldo para los muertos!... Además,
¿cuánto tiempo duraría aquello? Los más
confiados no le darían dos meses de reinado, después de
aquellas amenazas y aquellos insultos. Y, como es sabido, los que
así pensaron, no se habían engañado, puesto que
seis semanas más tarde, el 10 de agosto, Luis XVI iba a ser
arrojado de las Tullerias, destituido, aprisionado en el Temple, de
donde no debía salir más que para llevar su cabeza a la
plaza de la Revolución.
Si el efecto producido por este atentado fue grande en
París, y grande en toda Francia, difícilmente se
podrá tener una idea de la resonancia que tuvo en el extranjero.
En Coblentza estallaron gritos de dolor, de odio, de venganza, y no se
admiren de que su eco hubiese llegado hasta aquel pequeño
rincón de la Prusia en que nosotros nos encontrábamos
encerrados. Por poco que los emigrados se pusieran en marcha y que los
imperiales, como ya se les llamaba, fuesen en su auxilio, aquello
sería seguramente una guerra terrible.
Bien se comprendía esto en París. Por
consiguiente, habían sido tomadas medidas enérgicas, para
estar prevenidos a cualquier acontecimiento. La organización de
los federados se hizo en plazo muy breve. Los patriotas, habiendo hecho
al Rey y a la Reina responsables de la invasión que amenazaba a
Francia, decidieron por mandato de la Comisión de la Asamblea,
que toda la nación se pusiese sobre las armas, y que obrase por
si misma, sin que el gobierno tuviese que intervenir.
Y ¿qué seria preciso para que el
entusiasmo se produjese? Una fórmula solemne, una
declaración que será hecha por el Cuerpo legislativo:
“La patria está en peligro”.
Esto es lo que supimos algunos días
después de la vuelta del señor Juan, lo cual produjo en
todos una agitación extraordinaria.
A cada momento temimos averiguar que Prusia
había respondido a la conducta de Francia con una
declaración de guerra.
Entretanto, se observaba un movimiento extraordinario
en todo el país. Los correos y las estafeta pasaban a galope
tendido a través de la población. Continuamente se
cambiaban órdenes entre los cuerpos de ejército en marcha
hacia el oeste y los que venían del este de Alemania. Se
decía también que los sordos debían unirse a los
imperiales, que avanzaban ya y amenazaban la frontera. Por desgracia,
todos estos rumores no eran sino demasiado ciertos.
Estos acontecimientos produjeron en los Keller y en
los Lauranay una inquietud extrema. Personalmente, mi situación
se hacia cada vez más insostenible y difícil. Todos lo
comprendían, y si yo no hablaba de ello, era porque no
quería infundir nuevos motivos de disgusto a los que
atormentaban ya a las dos familias.
En suma, no había tiempo que perder. Puesto que
el casamiento estaba convenido, era preciso celebrarle sin tardanza
ninguna.
Esto fue resuelto aquel mismo día, y con toda
urgencia.
De común acuerdo se fijó la fecha, que
fue el día 29. Este plazo se creyó que bastaría
para el arreglo de las formalidades necesarias, que eran muy sencillas
en aquella época. La ceremonia se verificaría en el
templo, delante de los testigos indispensables, escogidos entre las
personas relacionadas con las familias Keller y Lauranay. Yo
debí de ser uno de dichos testigos. ¡Qué honor para
un simple sargento!
Otra cosa fue igualmente decidida; a saber; que se
obraría todo lo secretamente posible. No se diría nada de
lo que se trataba de hacer sino es a los testigos cuya presencia era
indispensable. En aquellos días de revuelta, era preciso evitar
el llamar la atención sobre sí. Kallkreuth hubiera metido
muy pronto la nariz en el asunto. Además, había la
cuestión del teniente Frantz, quien, por despecho o por
venganza, hubiera podido producir cualquier escándalo, del cual
nacerían tal vez complicaciones que era necesario evitar a toda
costa.
En cuanto a los preparativos, estos no debían
exigir mucho tiempo. Era opinión de todos que la ceremonia
debía organizarse y llevarse a cabo lo más sencillamente
posible, y sin preparar fiestas, en las cuales todos hubieran gozado en
otras circunstancias manos inquietantes. Es decir, habría
matrimonio, pero no habría bodas. Esto seria todo.
Y era necesario apresurarse, sin perder ni una hora.
No era aquel el momento a propósito para repetir el antiguo
refrán picardo que dice: “No hay necesidad de apresurarse,
porque la feria no está sobre el puente”. La
situación era amenazadora, y de un instante a otro podía
cerrarnos el paso.
Sin embargo, a pesar de todas las precauciones que se
habían tomado, parece que el secreto no se guardó como
hubiera debido guardarse. Era cosa segura que los vecinos -¡oh,
los vecinos de provincia!- se preocupaban de lo que se preparaba entra
las dos familias. Había indudablemente algunas idas y venidas y
algún movimiento que estaban fuera de lo acostumbrado. Esto,
como era natural, despertó la curiosidad de todos.
Además, Kallkreuth no cesaba un momento de tener la vista fija
sobre nosotros. No cabía duda de que sus agentes tenían
orden de vigilarnos de cerca. Tal vez las cosas no marcharían
tan sencillamente como nos habíamos figurado.
Pero lo que hubo en esto de más sensible, fue
que la noticia del matrimonio llegó a oídos del teniente
von Grawert.
La primera que supo esto fue mi hermana, por conducto
de la criada de la señora Keller.
Algunos oficiales del regimiento de Lieb habían
hablado de este asunto en la Plaza Mayor.
Por casualidad, Irma pudo también escuchar la
conversación, y vean las noticias que pudo comunicarnos.
Cuando el teniente tuvo noticia del proyectado
matrimonio, se había abandonado a un violento acceso de
cólera, diciendo a sus camaradas que el tal matrimonio no se
llevaría a efecto, porque se encontrarían buenos todos
los medios para impedirlo. Yo esperaba que el señor Juan no
supiera nada de esto. Por desgracia, toda la conversación le fue
referida. A mí me habló de ello, sin poder dominar su
indignación. Mucho trabajo me costó el calmarle.
Quería ir a buscar al teniente Frantz y obligarle a dar
explicaciones de sus palabras, por más que era muy dudoso que un
oficial consintiese en entenderse con un paisano como el señor
Keller.
En fin, aunque con grandes esfuerzos, logré
convencerle, después de haberle hecho comprender que su
determinación nos pondría en peligro de comprometerlo
todo.
El señor Juan se rindió. Me
prometió no hacer caso de las palabras del teniente,
cualesquiera que ellas fuesen, y no se ocupó más que de
las formalidades de su matrimonio.
Todo el día 23 pasó sin incidente
alguno. No había que esperar ya más que cuatro
días. Yo contaba las horas y los minutos. Celebrada la
unión, se resolvería el grave problema de abandonar
definitivamente a Belzingen.
Pero la tempestad estaba sobre nuestras cabezas, y el
rayo estalló en la noche de aquel mismo día. La terrible
noticia llegó a eso de las nueve de la noche.
Prusia acababa de declarar la guerra a Francia.

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