El camino de Francia
Capítulo XXV
Ya hemos llegado al desenlace de esta relación,
que hubiera podido llevar el título de Historia de una
licencia para ir a Alemania.
Aquella misma noche, en una casa de la aldea de Valmy,
la señora Keller, el señor y la señorita de
Lauranay, mi hermana Irma, el señor Juan y yo, nos
encontrábamos de nuevo reunidos.
¡Qué alegría tuvimos al vernos
juntos después de tantos sufrimientos! Lo que pasó entre
nosotros puede adivinarse.
-¡Minuto! -dije yo-. No soy curioso, pero, sin
embargo, ¡quedarme así con el pico en el agua!... Yo
quisiera saber
-Cómo se ha hecho que el señor Juan sea
tu compatriota, ¿no es verdad, Natalis? -respondió mi
hermana.
-Si, Irma; y esto me parece tan singular, que creo
deben haberse equivocado.
-No se cometen tales equivocaciones, mi querido
Natalis -replicó el señor Juan.
Y vean aquí lo que me fue contado en algunas
palabras.
En la aldea de la Cruz del Bosque, donde
habíamos dejado al señor de Lauranay y sus
compañeras con guardas de vista en la casa de Hans Stenger, los
austríacos no tardaron en ser reemplazados por una columna
prusiana.. Esta columna contaba entre sus filas cierto número de
jóvenes que la inscripción del treinta y uno de julio
había arrancado de sus hogares.
Entre estos jóvenes se encontraba un excelente
muchacho, llamado Ludwig Pertz, que era de Belzingen. Conocía a
la señora Keller, y fue a verla cuando supo que estaba
prisionera de los prusianos. Se le refirió entonces lo que
había acontecido al señor Juan, y cómo se
había visto obligado a emprender la fuga a través del
bosque del Argonne.
Y entonces, vean aquí lo que contestó
Ludwig Pertz:
-¡Pero si su hijo no tiene nada que temer,
señora Keller! ¡Si no había derecho para
alistarle!... ¡Él no es prusiano, sino
francés!...
Júzguese el efecto que produjo esta
declaración. Y cuando Ludwig Pertz se vio obligado a justificar
su aserto, presentó a la señora Keller un número
del Zeitblatt. Aquel periódico publicaba la sentencia que
acababa de ser dictada, con fecha del diecisiete de agosto, en el
pleito del señor Keller contra el Estado. La demanda de la
familia Keller era rechazada, a causa de que la provisión de
artículos para el ejército no debía ser concedida
más que a un alemán de origen prusiano. Pero daba la
casualidad de que se había probado que los antecesores de Keller
no habían pedido ni obtenido jamás su
naturalización desde su establecimiento en el ducado de
Gueldres, después de la revocación del edicto de Nantes;
que el dicho Keller no había sido jamás prusiano, y que,
por consecuencia, al Estado no debía nada.
¡Vaya una sentencia justa! Que el señor
Keller había permanecido francés, nadie lo ponía
ya en duda; pero esto no era una razón para no darle lo que se
le debía. En fin, de este modo se juzgaba en Berlín en
1792. Yo les ruego que crean que el señor Juan no pensaba ni
remotamente en apelar la sentencia. Ya tenía su pleito por
perdido, y bien perdido. Lo que era indiscutible, era que, nacido de
padre y madre franceses, era todo lo francés que se puede ser en
el mundo. Y si le hubiera hecho falta un bautismo para serlo, acababa
de recibirlo en la batalla de Valmy, y aquel bautismo de fuego
valía tanto como cualquier otro.
Como se comprende, después de la
comunicación que nos había sido hecha por Ludwig Pertz,
lo que más importaba era encontrar al señor Juan a toda
costa. Precisamente se acababa de saber en la Cruz del Bosque que
había sido preso en el Argonne y conducido al campamento
prusiano, con el que escribe, su servidor. No había, pues un
momento que perder. La señora Keller sacó fuerzas de
flaqueza ante la inminencia del peligro que corría su hijo.
Después de la partida de la columna austríaca,
acompañada del señor de Lauranay, de la señorita
Marta, de mi hermana, y guiada por el honrado Stenger, salió de
la Cruz del Bosque, atravesó el desfiladero, y llegó a
los acantonamientos de Brunswick en la mañana misma del
día en que se nos iba a fusilar. Acabábamos de salir de
la tienda en que se había celebrado el consejo de guerra, cuando
ella se presentó.
En vano reclamó, apoyándose en aquella
sentencia que declaraba francés a Juan Keller. No se le
escuchó. Se lanzó entonces desesperada, por el camino de
Chalons, hacia el sitio donde nos arrastraban..., ¡y sabido es lo
que sucedió! En fin, al ver cómo todo se arregla para que
las buenas gentes sean felices, cuando son tan dignas de serlo, se
convendrá conmigo en que Dios ha hecho bien las cosas.
En cuanto a la situación de los franceses
después de la batalla de Valmy, vean lo que tengo que decir en
pocas palabras.
Primeramente, durante la noche, Kellermann hizo ocupar
las alturas de Gizaucourt, lo que aseguraba definitivamente las
posiciones de todo el ejército.
Entretanto, los prusianos nos habían cortado el
camino de Chalons, y no podíamos comunicarnos con los
depósitos; pero como éramos dueños de Vitry, los
víveres pudieron llegar hasta nosotros, y el ejército no
sufrió privaciones en el campamento de Saint Menehould. Los
ejércitos enemigos permanecieron en sus acantonamientos hasta
los últimos días de Septiembre. Se habían
verificado algunos parlamentos, que no habían dado ningún
resultado. Sin embargo, en el campo prusiano había prisa por
repasar la frontera. Los víveres faltaban; las enfermedades
hacían grandes destrozos, tanto, que el duque de Brunswick
levantó el campo el primero de octubre.
Es preciso decir que, mientras que los prusianos
pasaban de nuevo los desfiladeros del Argonne, se les picó la
retaguardia, si bien no muy vivamente. Se les dejaba batirse en
retirada, sin acosarlos. ¿Por qué? Lo ignoro. Ni yo ni
muchos otros han comprendido la actitud de Dumouriez en aquellas
circunstancias.
Sin duda había allí alguna
maquinación política oculta, y yo..., ya lo he dicho en
otra ocasión, no entiendo ni jota de política.
Lo importante era que el enemigo hubiese vuelto a
repasar la frontera. Esto se verificó lentamente, pero al fin se
verificó, y no quedó ni un solo soldado en Francia, ni
siquiera el señor Juan, que se había convertido
completamente en compatriota nuestro.
En el momento en que la marcha fue posible, hacia
mediados de la primera semana de octubre, volvimos todos juntos a mi
querida Picardía, donde el matrimonio de Juan Keller y de Marta
de Lauranay no tardó mucho en celebrarse.
Se recordará que yo debía ser uno de los
testigos del señor Juan en Beizingen, y no causará
asombro el que lo haya sido en Saint Sauflieu. Y si alguna unión
se ha hecho bajo auspicios felices y en condiciones para serlo, fue
aquella, o no hay uniones felices en el mundo.
Yo, por mi parte, me incorporé a mi regimiento
algunos días después. Aprendí a leer y a escribir,
y llegué, como he dicho, a teniente, y luego a capitán,
durante las guerras del imperio.
Esta es mi historia, que he redactado para poner fin a
las discusiones de mis amigos de Grattepanche. Si no he hablado como un
libro de iglesia, a lo menos he referido las cosas tal como han pasado.
Y ahora, queridos lectores, permítanme que los salude con mi
espada.
Natalis Delpierre.
Capitán de caballería, retirado.

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