El camino de Francia
Capítulo X
Este era el primer golpe, pero estaba rudamente
asestado. Y, sin embargo, debía ir seguido de otros más
fuertes todavía. Pero no anticipemos los sucesos, y
sometámonos a los decretos de la Providencia, como dicen los
curas de nuestro país desde lo alto de su púlpito.
La guerra, pues, se había declarado a Francia,
y yo, francés, me encontraba en país enemigo. Si los
prusianos ignoraban que yo era soldado, esto me creaba, para conmigo
mismo, una situación extremadamente penosa.
Mi deber me ordenaba dejar secreta o
públicamente a Belzingen, no importa por qué medio, y
reunirme lo más pronto posible a mi regimiento, para ocupar mi
puesto en las filas. Ya, no se trataba de mi licencia, ni de las seis
semanas que de ella me quedaban todavía. El Real de
Picardía ocupaba a Charleville, a algunas leguas solamente de la
frontera francesa. Seguramente tomaría parte en los primeros
encuentros. Era preciso estar allí.
Pero ¿qué sería de mi hermana, de
la señorita de Lauranay y de la señorita Marta?
¿No les causaría su nacionalidad dificultades y
disgustos?
Los alemanes son de una raza dura, que no conoce los
arreglos y las conveniencias cuándo sus pasiones se
desencadenan. Por consiguiente, mi terror hubiera sido grande si
hubiese visto a Irma, a la señorita Marta y a su abuelo lanzarse
solos por los caminos de la Alta y Baja Sajonia, en el momento en que
los recorrían los ejércitos prusianos.
No había más que una cosa que hacer; y
era que saliesen el mismo tiempo que yo; que aprovecharan mi viaje para
volver a Francia en seguida y en el menor tiempo posible. Podían
contar seguramente con mi fidelidad y con mi afecto.
Si el señor Juan, llevando consigo a su madre,
se unía a nosotros, me parecía que hallaríamos
medio de pasar la frontera a pesar de todo.
Sin embargo, ¿tomarían este partido la
señora Keller y su hijo? A mi me parecía cosa muy
sencilla. ¿No era la señora Keller francesa de origen?
¿No lo era por ella a medias el señor Juan? No
podían, pues, temer que se les hiciese una mala acogida del otro
lado del Rhin cuando se les conociera. Mi opinión era, pues, que
no había que dudar un instante. Estábamos en el
día 26; el matrimonio debía verificarse el 29. No
había, pues, entonces ningún motivo para permanecer en
Prusia, y el día siguiente podíamos ya haber abandonado
el territorio. Es verdad que esperar tres días todavía
era como esperar tres siglos, durante los cuales me vería
precisado a pisar el freno. ¡Ah¡ ¿Por qué el
señor Juan y la señorita Marta no se habían casado
ya?
Sí, sin duda, esto sería lo más
conveniente; pero este matrimonio, que todos deseábamos tanto,
que yo esperaba con ansiedad; este matrimonio entre un alemán y
una francesa, ¿sería posible, ahora que la guerra estaba
declarada entre los dos países?
A decir verdad, yo no me atrevía a contemplar
de frente la situación, y no era yo solo en comprender todo lo
que tenía de grave. Por aquellos días se evitaba hablar
de ello entre las dos familias. Se sentía como un peso que nos
agobiaba a todos. ¿Qué es lo que iba a suceder? Ni yo ni
nadie podía imaginar qué curso iban a tomar los sucesos
pues no dependía de nosotros el alterar su marcha.
El 26 y el 27 no sobrevino ningún
acontecimiento nuevo. Las tropas continuaban pasando siempre. Sin
embargo, yo creí notar que la policía hacía
vigilar más activamente la casa de la señora Keller.
Varias veces encontré al agente de Kallkreuth, a patas de banco.
Me miraba de una manera que seguramente le hubiera valido una soberbia
bofetada si esto no hubiese venido a complicar las cosas. Esta
vigilancia no dejaba de inquietarme bastante. Yo era particularmente el
objeto de ella, por consiguiente, no podía vivir tranquilo, y la
familia Keller se hallaba en el mismo angustioso trance que yo.
Para todos era demasiado visible que la
señorita Marta derramaba abundantes lágrimas. En cuanto
al señor Juan, por lo mismo que trataba de contenerse,
sufría indudablemente mucho más. Yo le observaba con
cuidado, y lo veía estar de día en día más
sombrío. En nuestra presencia se callaba, y se mantenía
como retirado de nosotros. Durante su visita a la señorita de
Lauranay, parecía que se hallaba agobiado por un pensamiento que
no osaba explicar, y cuando se creía que iba a decir algo, sus
labios se cerraban en seguida.
El 28, por la noche, nos hallábamos reunidos,
en el salón del señor de Lauranay.
El señor Juan nos había rogado que
asistiéramos todos. Quería, según nos dijo,
hacernos una comunicación que no podía ser aplazada.
Se había comenzado por hablar de varias cosas
insignificantes; pero la conversación languidecía. Se
desprendía de todos un sentimiento muy penoso, que todos
también sentíamos, según lo que he podido
observar, desde que supimos la declaración de guerra. En efecto,
la diferencia de raza entre franceses y alemanes venía a quedar
más acentuada por aquella declaración. En el fondo, todos
lo comprendíamos perfectamente; pero el señor Juan se
sentía más directamente herido por esta
complicación deplorable.
A pesar de que ya nos hallábamos en la
víspera del matrimonio, nadie hablaba de él; y, sin
embargo, si no hubiese ocurrido ningún acontecimiento, al
día siguiente el señor Juan Keller y la señorita
Marta hubieran debido ir al templo, entrar en él como prometidos
y salir como esposos, ligados para toda la vida. Y de todo esto... ni
una palabra.
Entonces la señorita Marta se levantó;
se aproximó al señor Juan, que se hallaba en un
rincón de la sala, y con una voz cuya emoción trataba en
vano de ocultar, le preguntó:
-¿Qué hay?
-¿Que, qué hay Marta? -exclamó el
señor Juan, con un acento tan doloroso, que me penetró
hasta el corazón.
-Hable, Juan -replicó Marta-. Hable, por penoso
que sea de escuchar lo que tenga que decirme.
El señor Juan levantó la cabeza. Parece
que se sentía comprendido de antemano.
No, no olvidaré jamás los detalles de
esta escena, aun cuando viviese cien años.
El señor Juan estaba de pie delante de la
señorita de Lauranay, una de cuyas manos tenía entre las
de él; y en tal actitud, haciéndose violencia, dijo:
-Marta, en tanto que la guerra no estaba declarada
entre Alemania y Francia, yo podía pensar en hacer de usted mi
mujer. Hoy mi país y el suyo van a batirse, y ahora, al solo
pensamiento de arrancarle de su patria, de robarle su cualidad de
francesa casándome con usted..., no me atrevo. Comprendo que no
tengo el derecho de hacerlo; toda mi vida sería un eterno
remordimiento; usted me comprende bien; no, no puedo...
¡Si se le comprendía!... ¡Pobre
señor Juan!... No encontraba palabras para expresar lo que
sentía; pero ¿tenía necesidad de hablar para
hacerse comprender!...
-Marta -replicó-. De hoy en adelante va a haber
sangre entre nosotros; sangre francesa, de la cual es usted.
La señora Keller, como clavada en su asiento,
con los ojos bajos, no se atrevía a mirar a su hijo. Un ligero
temblor de labios, la contracción de sus dedos, todo indicaba
que su corazón estaba próximo a romperse.
EL señor de Lauranay había dejado caer
su cabeza entre sus manos. Las lágrimas corrían en
abundancia de los ojos de mi hermana.
-Aquellos, de los cuales yo soy -continuó el
señor Juan-, van a marchar contra Francia, contra ese
país que yo amo tanto. Y ¡quién sabe si bien pronto
no me veréyo obligado a reunirme!...
No pudo acabar la frase. Su pecho estallaba, ahogado
por los sollozos, que no podía contener sino con un esfuerzo
sobrehumano, pues no parece bien que un hombre llore.
-Hable, Juan -dijo la señorita de Lauranay-.
Hable ahora, que todavía tengo fuerzas para seguir
escuchándolo.
-Marta -respondió-. Bien sabe usted
cuánto la amo; pero usted es francesa, y yo no tengo el derecho
de hacer de usted una alemana, una enemiga de...
-Juan -respondió la señorita Marta- yo
también le amo, bien lo sabe. Nada de lo que suceda en el
porvenir cambiará mis sentimientos. Yo le amo, y le amaré
siempre.
-¡Marta! -exclamó Juan, que había
caído a sus pies- ¡Querida Marta! ¡Oirle hablar
así, y no poder decirle: “Sí; mañana iremos
al templo, mañana será mi mujer, y nada ni nadie nos
separará ya”... ¡No!... ¡es imposible!...
-Juan -dijo el señor de Lauranay-, lo que
parece imposible ahora...
-No lo será más tarde -exclamó el
señor Juan-. Sí, señorita de Lauranay, esta guerra
odiosa acabará. Entonces..., Marta, yo la encontraré...
Yo podré sin remordimientos llamarme su esposo. ¡Oh, Dios
mío! ¡qué desdichado soy!
Y el desgraciado, que había vuelto a ponerse en
pie, se tambaleaba, casi hasta el punto de caer.
La señorita Marta se aproximó a
él, y a su lado, con una voz dulce y llena de ternura.
-Juan -añadió-, no tengo más que
una cosa que decirle. En no importa qué tiempo; usted me
volverá a encontrar tal como hoy soy para usted. Yo comprendo el
sentimiento que le inspira el deber de obrar así. Sí, lo
veo; hay en este momento un abismo entre nosotros; pero yo le juro ante
Dios, que, si no soy suya, no seré tampoco de nadie
jamás.
Con un movimiento irresistible, la señora
Keller había atraído hacia sí a la señorita
Marta, y la estrechaba entre sus brazos.
-¡Marta!... -le dijo-. Lo que mi hijo acaba de
hacer, le coloca más alto y más digno de tí.
Sí, más tarde, no en este país, de donde yo
quisiera haber salido ya, sino en Francia, nos volveremos a ver,
tú serás mi hija, mi verdadera hija y tú misma me
perdonarás por mi hijo el que es alemán.
La señora Keller pronunció estas
palabras con una entonación tan desesperada, que el señor
Juan la interrumpió, precipitándose hacia ella:
-¡Madre mía! ¡querida madre!...
-exclamó-. ¡Yo hacerte un reproche!... ¿Soy acaso
tan desnaturalizado?
-Juan -dijo entonces la señorita Marta-, su
madre es la mía.
La señora Keller había abierto sus
brazos, y los dos jóvenes se reunieron sobre su corazón.
Si el matrimonio no estaba hecho para ante los hombres, puesto que las
circunstancias actuales lo hacían imposible, al menos estaba
hecho delante de Dios. No había mas que tomar las últimas
disposiciones para partir.
Y, en efecto, aquella misma noche quedó
definitivamente decidido que saldríamos de Belzingen, de Prusia
y de Alemania, donde la declaración de guerra ponía a los
franceses en una situación intolerable.
La cuestión del pleito no podía ya
retener a la familia Keller. Por otra parte, no había duda
alguna de que su resolución sería indefinidamente
retardada, y, por consiguiente, no se podía aguardar.
Por último, se decidió en definitiva lo
siguiente. El señor y la señorita de Lauranay, mi hermana
y yo, nos volveríamos a Francia. Respecto a este punto no
había duda ninguna, puesto que nosotros éramos
franceses.
En cuanto a la señora Keller y su hijo, las
conveniencias exigían que permaneciesen en el extranjero todo el
tiempo que durase esta guerra abominable. En Francia, hubieran podido
encontrar prusianos, en el caso de que nuestro país hubiera sido
invadido por los ejércitos aliados. Resolvieron, pues,
refugiarse en los Países Bajos, y esperarían allí
el término de los acontecimientos. En lo referente a partir
juntos, esto no había que decirlo, iríamos en
compañía, y no nos separaríamos hasta la frontera
francesa.
Convenidos en todo esto, y necesitando hacer algunos
preparativos para la marcha, fue fijado ésta para el día
2 de julio.

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