El camino de Francia
Capítulo XXIV
El señor Juan me había arrastrado
consigo, sin haber dado tiempo para explicarnos. Nos habíamos
unido en seguida a los franceses, que salían ya del bosque, y
marchábamos hacia el cañón, que comenzaba a rodar
con estrépito continuo.
Yo intentaba en vano reflexionar.
-¿Cómo -me decía-, el
señor Juan Keller, hijo del señor Keller, hijo de un
padre alemán de origen, era francés?
No lo entendía. Todo lo que yo podía
decir era que iba a batirse como si lo fuera.
Es preciso referir ahora qué sucesos
habían acontecido en aquella mañana del veinte de
septiembre, y cómo un destacamento de nuestros soldados se
había encontrado tan a propósito en el bosquecillo que
linda con el camino de Chalons.
Se recordará que, en la noche del
dieciséis, Dumouriez había hecho levantar el campo de
Grand Pré, para dirigirse a las posiciones de Saint
Menehould, donde había llegado al día siguiente,
después de una marcha de cuatro o cinco leguas.
Delante de Saint Menehould avanzan en
semicírculo diferentes alturas, separadas por profundos
barrancos. Su pie está defendido por estrechas gargantas y
pantanos formados por el Aire, hasta el sitio en que este
río se arroja en el Aisne.
Estas alturas son a la derecha, las de Hyron, situadas
enfrente de las colinas de la Luna; y a la izquierda, las de
Gizaucourt. Entre ellas y Saint Menehould se extiende una especie de
laguna seca o terreno pantanoso, que atraviesa el camino de Chalons. En
su superficie, este pantano es accidentado, sobresaliendo en él
algunos montículos de poca importancia, entre otros el del
molino de Valmy, que domina la aldea de este nombre, hecho tan
célebre el día veinte de septiembre de 1792.
Al momento de su llegada, Dumouriez ocupó Saint
Menehould. En esta posición, se apoyaba sobre el cuerpo de
Dillon, que se hallaba dispuesto a defender el desfiladero de las
isletas contra cualquier columna, austríaca o prusiana, que
quisiera penetrar en el Argonne por el lado opuesto. Allí, los
soldados de Dumouriez, bien provistos de víveres, festejaron a
su general, cuya disciplina era muy severa. Y de tal modo se
evidenció esto con los voluntarios venidos de Chalmil, que la
mayor parte de ellos resultaron no valer lo que la cuerda necesaria
para ahorcarlos.
Entretanto, Kellermann, después del abandono
del campo de Grand Pré, había hecho un movimiento
de retroceso, por causa del cual, el diecinueve se hallaba
todavía a dos leguas de Saint Menehould, cuando Bournonville se
encontraba ya en dicho sitio con nueve mil hombres del ejército
auxiliar, del campo de Maulde.
Según los cálculos de Dumouriez,
Kellermann debía situarse en las alturas de Gizaucourt, que
dominan a las de la Luna, hacia las cuales se dirigían los
prusianos. Pero habiendo sido mal interpretada la orden, Kellermann fue
a ocupar la meseta de Valmy, con el general Valence y el duque de
Chartres, el cual, a la cabeza de doce batallones de infantería
y de doce escuadrones de artillería, se distinguió muy
particularmente en esta batalla.
Entretanto, Brunswick llegaba con la esperanza de
ocupar el camino de Chalons y de rechazar a Dillon hasta más
allá del desfiladero de las isletas; y una vez rodeado Saint
Menehould por ochenta mil hombres, a los cuales se había unido
la caballería de los emigrados, Dumouriez y Kellermann no
tendrían más remedio que rendirse.
Y esto era de temer, puesto que las alturas de
Gizaucourt no estaban en poder de los franceses, como quería
Dumouriez. En efecto, si los prusianos, dueños ya de las colinas
de la Luna, se apoderaban de las alturas de Gizaucourt, su
artillería podría reducir a polvo todas las posiciones
francesas.
Esto lo comprendió perfectamente el rey de
Prusia; por eso, en lugar de dirigirse hacia Chalons, a pesar del aviso
de Brunswick, dio orden de atacar, esperando arrojar a Dumouriez y a
Kellermann de las gargantas de Saint Menehould.
Hacia las once y media de la mañana, los
prusianos comenzaron a descender de las colinas de la Luna, en buen
orden, y se detuvieron a la mitad de la pendiente.
En este momento, es decir, al principio de la batalla,
fue cuando una columna prusiana se encontró en el camino de
Chalons con la retaguardia de Kellermann, de la cual, algunas
compañías, que se habían internado a través
del bosquecillo, pusieron en fuga al pelotón que iba a
fusilarnos.
Después de aquel instante, el señor Juan
y yo nos encontramos en medio de lo más fuerte de la pelea, y
precisamente había yo encontrado a mis camaradas del Real de
Picardía.
-¡Delpierre! -me gritó uno de los
oficiales de mi escuadrón, divisándome en el momento en
que las balas empezaban a abrir huecos en nuestras filas.
-¡Presente, mi capitán!
-respondí.
-Has venido a tiempo.
-Como ve usted, para batirme.
-¿Pero estás a pie?
-No importa, mi capitán; me batiré a
pie, y por eso no cumpliré peor con mi obligación.
Se nos habían dado armas al señor Juan y
a mí; a cada uno un fusil y un sable. Los fogonazos pasaban por
entre los jirones de nuestros vestidos, y si no teníamos
uniforme, era porque el sastre no había tenido tiempo de
hacérnoslos.
Debo decir, en conciencia, para ser justos, que los
franceses fueron rechazados al principio de la acción; pero los
carabineros del general Valence acudieron con presteza y tan a tiempo,
que restablecieron el orden, turbado por un momento.
Durante este tiempo, la niebla, desgarrada por las
descargas de artillería, se había disipado. Nos
batíamos a plena luz del sol. En el espacio de dos horas se
cambiaron veinte mil disparos de cañón entre las alturas
de Valmy y las de la Lona. ¿He dicho veinte mil? Bueno; pues
pongamos veinte mil, y no hablemos más. En todo caso,
según el proverbio, más valía oír aquello
que ser sordo.
En aquel momento, la posición tomada cerca del
molino de Valmy era muy difícil de sostener. Las balas
hacían desaparecer filas enteras de soldados. El caballo de
Kellermann acababa de ser muerto. No solamente las colinas de la Luna
pertenecían o los prusianos, sino que también iban a
posesionarse de las de Gizaucourt. Es verdad que nosotros
teníamos las de Hyron, de las cuales Clairfayt buscaba el medio
de apoderarse, con veinticinco mil austríacos; y si llegaba a
conseguirlo, los franceses serían ametrallados de flanco y de
frente.
Dumouriez vio este peligro, y envió a Stengel
con diez y seis batallones, a fin de rechazar a Clairfayt, y a Chazot
para que ocupara a Gizaucourt antes que los prusianos.
Chazot llegó demasiado tarde. La
posición estaba ya tomada. Kellermann se vio obligado a
defenderse en Valmy contra una artillería que lo abrasaba por
todas partes.
Un cajón de municiones estalló cerca del
molino, y produjo el desorden por algunos instantes. El señor
Juan y yo estábamos allí con la infantería
francesa, y fue un milagro que no quedásemos muertos.
Entonces fue cuando el duque de Chartres acudió
con una reserva de artillería, y pudo responder oportunamente a
los disparos que se nos hacían desde la Luna y desde
Gizaucourt.
Sin embargo, la lucha había de ser más
ardiente todavía. Los prusianos, ordenados, en tres columnas,
subían a la carrera a tomar por asalto el molino de Valmy, para
desalojarnos de él y arrojarnos a los pantanos.
Me parece que todavía veo a Kellermann y lo
oigo también. Dio orden de dejar aproximarse al enemigo hasta la
cima, antes de caer sobre él. Se prepara todo el mundo, se
aguarda. No falta más sino que la trompeta diga a la carga.
Entonces, en el momento preciso, se escapa este grito
de la boca de Kellermann
-¡Viva la nación!
-¡Viva la nación! -respondimos todos.
Este grito fue dado con tal fuerza, que las descargas
de artillería no impidieron que se oyera.
Los prusianos habían llegado hasta la cima de
la colina. Con sus columnas bien alineadas, su paso cadencioso y, la
sangre fría que demostraban, eran terribles de afrontar. Pero el
entusiasmo francés venció. Nos arrojamos sobre ellos. La
lucha fue horrible, y de una parte y de otra el encarnizamiento
feroz.
De repente, en medio de la humareda de los tiros que
estallaban alrededor de nosotros, vi a Juan Keller lanzarse con el
sable en alto. Había reconocido uno de los regimientos prusianos
que empezábamos a arrojar por las pendientes de Valmy.
Era el regimiento del coronel von Grawert. El teniente
Frantz se batía con gran valor, pues no es la valentía lo
que falta a los oficiales alemanes.
El señor Juan y él se encontraron frente
a frente. ¡El teniente debía creer que ya habíamos
caído bajo las balas prusianas, y nos encontraba allí
todavía!
¡Júzguese si se quedaría
estupefacto! Pero no tuvo tiempo de darse cuenta de ello. De un salto,
el señor Juan se arrojó sobre él, y con un
revés de su sable le hendió la cabeza.
El teniente cayó muerto, y yo he pensado
siempre que era muy justo que fuese herido por la mano misma de Juan
Keller.
Sin embargo, los prusianos insistían aún
en conquistar la meseta, y atacaban con un vigor extraordinario. Pero
nosotros no nos quedábamos atrás, y hacia las dos de la
tarde se vieron obligados a cesar de hacer fuego, y a bajar de nuevo a
la llanura.
La batalla, sin embargo, no estaba más que
suspendida. A las cuatro, el rey de Prusia formó tres columnas
de ataque, con lo que tenía de más escogido entra la
caballería y la infantería, y se puso él mismo a
la a la cabeza. Entonces, una batería de veinticuatro piezas,
situada al pie del molino empezó a vomitar metralla sobra los
prusianos con tal violencia, que no pudieron subir las pendientes de la
colina, barridas como estaban por las balas. Después
llegó la noche, y se retiraron.
Kellermann había quedado dueño de la
meseta; y el nombre de Valmy corría por toda Francia el mismo
día en que la Convención, en la segunda sesión que
celebraba, establecía por decreto la República.

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