Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
Indicador Capítulo I
Indicador Capítulo II
Indicador Capítulo III
Indicador Capítulo IV
Indicador Capítulo V
Indicador Capítulo VI
Indicador Capítulo VII
Indicador Capítulo VIII
Indicador Capítulo IX
Indicador Capítulo X
Indicador Capítulo XI
Indicador Capítulo XII
Indicador Capítulo XIII
Indicador Capítulo XIV
Indicador Capítulo XV
Indicador Capítulo XVI
Indicador Capítulo XVII
Indicador Capítulo XVIII
Indicador Capítulo XIX
Indicador Capítulo XX
Indicador Capítulo XXI
Indicador Capítulo XXII
Indicador Capítulo XXIII
Indicador Capítulo XXIV
Indicador Capítulo XXV

El camino de Francia
Capítulo XXIV

El señor Juan me había arrastrado consigo, sin haber dado tiempo para explicarnos. Nos habíamos unido en seguida a los franceses, que salían ya del bosque, y marchábamos hacia el cañón, que comenzaba a rodar con estrépito continuo.

Yo intentaba en vano reflexionar.

-¿Cómo -me decía-, el señor Juan Keller, hijo del señor Keller, hijo de un padre alemán de origen, era francés?

No lo entendía. Todo lo que yo podía decir era que iba a batirse como si lo fuera.

Es preciso referir ahora qué sucesos habían acontecido en aquella mañana del veinte de septiembre, y cómo un destacamento de nuestros soldados se había encontrado tan a propósito en el bosquecillo que linda con el camino de Chalons.

Se recordará que, en la noche del dieciséis, Dumouriez había hecho levantar el campo de Grand Pré, para dirigirse a las posiciones de Saint Menehould, donde había llegado al día siguiente, después de una marcha de cuatro o cinco leguas.

Delante de Saint Menehould avanzan en semicírculo diferentes alturas, separadas por profundos barrancos. Su pie está defendido por estrechas gargantas y pantanos formados por el Aire, hasta el sitio en que este río se arroja en el Aisne.

Estas alturas son a la derecha, las de Hyron, situadas enfrente de las colinas de la Luna; y a la izquierda, las de Gizaucourt. Entre ellas y Saint Menehould se extiende una especie de laguna seca o terreno pantanoso, que atraviesa el camino de Chalons. En su superficie, este pantano es accidentado, sobresaliendo en él algunos montículos de poca importancia, entre otros el del molino de Valmy, que domina la aldea de este nombre, hecho tan célebre el día veinte de septiembre de 1792.

Al momento de su llegada, Dumouriez ocupó Saint Menehould. En esta posición, se apoyaba sobre el cuerpo de Dillon, que se hallaba dispuesto a defender el desfiladero de las isletas contra cualquier columna, austríaca o prusiana, que quisiera penetrar en el Argonne por el lado opuesto. Allí, los soldados de Dumouriez, bien provistos de víveres, festejaron a su general, cuya disciplina era muy severa. Y de tal modo se evidenció esto con los voluntarios venidos de Chalmil, que la mayor parte de ellos resultaron no valer lo que la cuerda necesaria para ahorcarlos.

Entretanto, Kellermann, después del abandono del campo de Grand Pré, había hecho un movimiento de retroceso, por causa del cual, el diecinueve se hallaba todavía a dos leguas de Saint Menehould, cuando Bournonville se encontraba ya en dicho sitio con nueve mil hombres del ejército auxiliar, del campo de Maulde.

Según los cálculos de Dumouriez, Kellermann debía situarse en las alturas de Gizaucourt, que dominan a las de la Luna, hacia las cuales se dirigían los prusianos. Pero habiendo sido mal interpretada la orden, Kellermann fue a ocupar la meseta de Valmy, con el general Valence y el duque de Chartres, el cual, a la cabeza de doce batallones de infantería y de doce escuadrones de artillería, se distinguió muy particularmente en esta batalla.

Entretanto, Brunswick llegaba con la esperanza de ocupar el camino de Chalons y de rechazar a Dillon hasta más allá del desfiladero de las isletas; y una vez rodeado Saint Menehould por ochenta mil hombres, a los cuales se había unido la caballería de los emigrados, Dumouriez y Kellermann no tendrían más remedio que rendirse.

Y esto era de temer, puesto que las alturas de Gizaucourt no estaban en poder de los franceses, como quería Dumouriez. En efecto, si los prusianos, dueños ya de las colinas de la Luna, se apoderaban de las alturas de Gizaucourt, su artillería podría reducir a polvo todas las posiciones francesas.

Esto lo comprendió perfectamente el rey de Prusia; por eso, en lugar de dirigirse hacia Chalons, a pesar del aviso de Brunswick, dio orden de atacar, esperando arrojar a Dumouriez y a Kellermann de las gargantas de Saint Menehould.

Hacia las once y media de la mañana, los prusianos comenzaron a descender de las colinas de la Luna, en buen orden, y se detuvieron a la mitad de la pendiente.

En este momento, es decir, al principio de la batalla, fue cuando una columna prusiana se encontró en el camino de Chalons con la retaguardia de Kellermann, de la cual, algunas compañías, que se habían internado a través del bosquecillo, pusieron en fuga al pelotón que iba a fusilarnos.

Después de aquel instante, el señor Juan y yo nos encontramos en medio de lo más fuerte de la pelea, y precisamente había yo encontrado a mis camaradas del Real de Picardía.

-¡Delpierre! -me gritó uno de los oficiales de mi escuadrón, divisándome en el momento en que las balas empezaban a abrir huecos en nuestras filas.

-¡Presente, mi capitán! -respondí.

-Has venido a tiempo.

-Como ve usted, para batirme.

-¿Pero estás a pie?

-No importa, mi capitán; me batiré a pie, y por eso no cumpliré peor con mi obligación.

Se nos habían dado armas al señor Juan y a mí; a cada uno un fusil y un sable. Los fogonazos pasaban por entre los jirones de nuestros vestidos, y si no teníamos uniforme, era porque el sastre no había tenido tiempo de hacérnoslos.

Debo decir, en conciencia, para ser justos, que los franceses fueron rechazados al principio de la acción; pero los carabineros del general Valence acudieron con presteza y tan a tiempo, que restablecieron el orden, turbado por un momento.

Durante este tiempo, la niebla, desgarrada por las descargas de artillería, se había disipado. Nos batíamos a plena luz del sol. En el espacio de dos horas se cambiaron veinte mil disparos de cañón entre las alturas de Valmy y las de la Lona. ¿He dicho veinte mil? Bueno; pues pongamos veinte mil, y no hablemos más. En todo caso, según el proverbio, más valía oír aquello que ser sordo.

En aquel momento, la posición tomada cerca del molino de Valmy era muy difícil de sostener. Las balas hacían desaparecer filas enteras de soldados. El caballo de Kellermann acababa de ser muerto. No solamente las colinas de la Luna pertenecían o los prusianos, sino que también iban a posesionarse de las de Gizaucourt. Es verdad que nosotros teníamos las de Hyron, de las cuales Clairfayt buscaba el medio de apoderarse, con veinticinco mil austríacos; y si llegaba a conseguirlo, los franceses serían ametrallados de flanco y de frente.

Dumouriez vio este peligro, y envió a Stengel con diez y seis batallones, a fin de rechazar a Clairfayt, y a Chazot para que ocupara a Gizaucourt antes que los prusianos.

Chazot llegó demasiado tarde. La posición estaba ya tomada. Kellermann se vio obligado a defenderse en Valmy contra una artillería que lo abrasaba por todas partes.

Un cajón de municiones estalló cerca del molino, y produjo el desorden por algunos instantes. El señor Juan y yo estábamos allí con la infantería francesa, y fue un milagro que no quedásemos muertos.

Entonces fue cuando el duque de Chartres acudió con una reserva de artillería, y pudo responder oportunamente a los disparos que se nos hacían desde la Luna y desde Gizaucourt.

Sin embargo, la lucha había de ser más ardiente todavía. Los prusianos, ordenados, en tres columnas, subían a la carrera a tomar por asalto el molino de Valmy, para desalojarnos de él y arrojarnos a los pantanos.

Me parece que todavía veo a Kellermann y lo oigo también. Dio orden de dejar aproximarse al enemigo hasta la cima, antes de caer sobre él. Se prepara todo el mundo, se aguarda. No falta más sino que la trompeta diga a la carga.

Entonces, en el momento preciso, se escapa este grito de la boca de Kellermann

-¡Viva la nación!

-¡Viva la nación! -respondimos todos.

Este grito fue dado con tal fuerza, que las descargas de artillería no impidieron que se oyera.

Los prusianos habían llegado hasta la cima de la colina. Con sus columnas bien alineadas, su paso cadencioso y, la sangre fría que demostraban, eran terribles de afrontar. Pero el entusiasmo francés venció. Nos arrojamos sobre ellos. La lucha fue horrible, y de una parte y de otra el encarnizamiento feroz.

De repente, en medio de la humareda de los tiros que estallaban alrededor de nosotros, vi a Juan Keller lanzarse con el sable en alto. Había reconocido uno de los regimientos prusianos que empezábamos a arrojar por las pendientes de Valmy.

Era el regimiento del coronel von Grawert. El teniente Frantz se batía con gran valor, pues no es la valentía lo que falta a los oficiales alemanes.

El señor Juan y él se encontraron frente a frente. ¡El teniente debía creer que ya habíamos caído bajo las balas prusianas, y nos encontraba allí todavía!

¡Júzguese si se quedaría estupefacto! Pero no tuvo tiempo de darse cuenta de ello. De un salto, el señor Juan se arrojó sobre él, y con un revés de su sable le hendió la cabeza.

El teniente cayó muerto, y yo he pensado siempre que era muy justo que fuese herido por la mano misma de Juan Keller.

Sin embargo, los prusianos insistían aún en conquistar la meseta, y atacaban con un vigor extraordinario. Pero nosotros no nos quedábamos atrás, y hacia las dos de la tarde se vieron obligados a cesar de hacer fuego, y a bajar de nuevo a la llanura.

La batalla, sin embargo, no estaba más que suspendida. A las cuatro, el rey de Prusia formó tres columnas de ataque, con lo que tenía de más escogido entra la caballería y la infantería, y se puso él mismo a la a la cabeza. Entonces, una batería de veinticuatro piezas, situada al pie del molino empezó a vomitar metralla sobra los prusianos con tal violencia, que no pudieron subir las pendientes de la colina, barridas como estaban por las balas. Después llegó la noche, y se retiraron.

Kellermann había quedado dueño de la meseta; y el nombre de Valmy corría por toda Francia el mismo día en que la Convención, en la segunda sesión que celebraba, establecía por decreto la República.

Línea divisoria

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página


© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.