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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo XVI

La situación era grave. ¡Y cuánto se agravaría todavía, si no encontrábamos un medio de reemplazar el carruaje perdido, la berlina abandonada en los desfiladeros de los Thuringler Walks! Ante todo, se trataba de encontrar un refugio para pasar la noche. Después, ya pensaríamos en lo que había que hacer.

Yo estaba muy disgustado. No se veía ni una cabaña en los alrededores. No sabía qué hacer, cuando, subiendo hacia la derecha, percibí una especie de choza construida en el límite del bosque que se extendía en la última derivación de la cadena de montañas.

Aquella cabaña estaba abierta a los vientos por dos de sus lados, a más de la faz anterior. Las tablas carcomidas dejaban pasar la lluvia y el viento. Sin embargo, la cubierta del techo había resistido, y sí comenzaba a llover fuerte, aquello nos serviría al menos de abrigo.

La tempestad de la víspera había limpiado tan completamente el cielo, que no habíamos tenido lluvia durante el día. Desgraciadamente, con la noche, las espesas nubes vinieron del oeste; después se formaron esas nieblas acuosas que parecen estar al ras del suelo. Yo me conceptuaba, por tanto, muy feliz con haber encontrado aquella guarida, por miserable que fuese, pues ya no teníamos la berlina para pasar en ella la noche.

El señor de Lauranay se había impresionado mucho con este accidente, sobre todo por su nieta. Una larga distancia nos separaba todavía de la frontera francesa; por consiguiente, ¿cómo podríamos terminar el viaje en el plazo marcado, si nos veíamos obligados a continuar a pie? Teníamos, pues, que hablar de todas estas cosas; pero lo que había que hacer primeramente era andar más de prisa.

En el interior de la choza, que no parecía haber estado habitada recientemente, el suelo estaba cubierto de una copa de hierba seca. Allí sin duda, se refugiaban los pastores que conducen sus rebaños a pacer a la montaña, en aquellas últimas colinas de la cadena de los monte de Thuringia. Al pie de aquella colina se extendían las llanuras de Sajonia, en dirección de Fuida, a través de los territorios de la provincia del Alto Rhin.

Bajo los rayos del sol poniente, que les hería en sentido oblicuo, aquellas colinas se extendían hacia el horizonte, formando leves ondulaciones Parecían inmensas wastes, nombre que se da en Alemania a los terrenos menos áridos que las landas. Aunque estas wastes estuviesen de trecho en trecho interrumpidas por pequeñas alturas no debían, sin embargo, los caminos ofrecer la dificultades que habíamos tenido que vencer desde que salimos de Gotha.

Cuando llegó la noche, ayudé a mi hermana a disponer algunas de nuestras provisiones por la cena, que apenas probaron el señor y la señorita de Lauranay, fatigados como sin duda se hallaban por aquella jornada de todo el día. Tampoco Irma tenía deseos ni estaba en disposición de comer. El cansancio se sobreponía al hambre.

-¡Hacen mal! -les decía yo-. Alimentarse es lo primero; descansar después. Este es el método del soldado en campaña. Hemos de tener necesidad de nuestras piernas en adelante. Por consiguiente, es preciso cenar, señorita Marta.

-Bien quisiera, amigo Natalis -me respondió-, pero me sería imposible. Mañana por la mañana antes de partir, intentaré tomar algún alimento.

-Siempre será una comida menos -repliqué yo.

-Sin duda; pero no teman nada. No les haré retrasar en nuestra marcha.

En fin, no pude obtener nada de ella, a pesar de mis vivas instancias, a pesar de que prediqué con un ejemplo devorador. Yo estaba resuelto a tomar fuerzas como cuatro, como si al día siguiente hubiera de soportar cuádruple trabajo.

A pocos pasos de la choza corría un arroyo de límpidas aguas, que se perdía en el fondo de una estrecha garganta. Algunas gotas de esta agua, mezclada con aguardiente, de lo cual llevaba yo un frasco de viaje completamente lleno, podían bastar para constituir una bebida reconfortante.

La señorita Marta consintió en beber dos o tres tragos; el señor de Lauranay y mi hermana la imitaron, lo cual les sentó muy bien.

Después, los tres fueron a tenderse dentro de la choza, donde no tardaron en dormirse.

Yo había prometido ir también a tomar mi parte de sueño, con la intención decidida, por supuesto, de no hacer tal cosa.

Al prometer hacerlo así, me guiaba la idea de impedir que el señor de Lauranay quisiese velar conmigo, pues era preciso evitar que se impusiese aquel exceso de fatiga.

Por consiguiente, me quedé de centinela, paseando arriba y abajo. Ya se comprenderá que hacer este servicio no tenía nada de nuevo para un soldado. Por prudencia, las dos pistolas que yo había cogido de la berlina, me las había colocado en la cintura. Me parecía que había de ser muy prudente el hacer guardia de verdad.

Por la misma razón, me hallaba firmemente dispuesto a resistir al sueño, a pesar de que los párpados me pesaban enormemente. Algunas veces, cuando mis piernas se fatigaban demasiado, me recostaba un poco cerca de la choza, con el oído siempre aguzado y la vista siempre avizor.

La noche era oscura y sombría, a pesar de que las nieblas bajas habían ido remontándose poco a poco a las alturas. Ni un punto luminoso se veía en aquel oscuro velo, ni siquiera el reflejo de una estrella. La Luna se había puesto casi a la misma hora que el Sol; ni el más pequeño átomo de luz se divisaba a través del espacio.

Sin embargo, el horizonte estaba libre de toda bruma; si se hubiese encendido una pequeña hoguera en lo más profundo del bosque, o en la inmensa superficie plana, la hubiera percibido seguramente desde más de una legua de distancia.

¡Pero no!... Todo estaba oscuro; por delante, del lado de las praderas; a nuestra espalda, bajo los macizos que descendían oblicuamente desde la montaña vecina, deteniéndose en el ángulo en que se hallaba situada la choza. Por lo demás, el silencio era tan profundo como la oscuridad. Ni un soplo de viento turbaba la calma de la atmósfera como suele suceder con frecuencia cuando el tiempo está pesado, hasta el punto que la tempestad no se manifiesta ni siguiera en relámpagos de calor.

Es decir, sí. Un ruido se dejaba escuchar continuamente. Era un silbido prolongado, que reproducía las marchas tocadas por la charanga del Real de Picardía. Como se ve, Natalis Delpierre se dejaba llevar involuntariamente de sus malas costumbres.

No había más músico que él en el campo, en aquella hora en que los pájaros dormían bajo el follaje de los pinos y de las encinas.

Al mismo tiempo que silbaba, reflexionaba en el pasado. Se me representaba ante los ojos todo cuanto había hecho en Belzingen desde mi llegada; el casamiento, deshecho en el momento en que iba a terminarse; el suspendido desafío entre el teniente Grawert y el señor Juan; la incorporación de éste al regimiento; nuestra expulsión de los territorios de Alemania. Después, en el porvenir entreveía las dificultades que se amontonaban; Juan Keller, con su cabeza pregonada y puesta a precio, huyendo como un presidiario de su condenación a muerte; y su madre, que no sabría dónde unirse con él.

¿Y si había sido descubierto? ¿Y si algunos miserables lo habían entregado para embolsarse la prima de los mil florines? ¡No! Yo no podía, mejor dicho, no quería creer esto. Audaz y resuelto, el señor Juan no era hombre que se dejara prender, ni que consintiera en ser vendido.

Mientras que yo me abandonaba a estas reflexiones, sentía que mis párpados se cerraban a pesar mío. Entonces me levantaba, no queriendo sucumbir al sueño. Era de sentir que la naturaleza estuviera tan tranquila y que la oscuridad fuese tan profunda. No había ni un solo ruido que pudiera desvelarme, ni una luz en toda la campiña, ni en lo más lejano del cielo, que llamara mi atención, y sobre la cual hubiera podido fijar mis miradas. Era preciso un esfuerzo constante de mi voluntad para no ceder a la fatiga.

Entretanto, el tiempo corría. ¿Qué hora sería ya? ¿Habría pasado la media noche? Bien pudiera ser, pues las noches son bastante cortas en esta época del año. Para conocerlo, busqué con la vista algún reflejo blanquecino en el cielo, hacia el oriente, en las crestas de las montañas. Pero nada señalaba todavía la próxima aparición del alba. Debía, pues, estar equivocado, y, en efecto, lo estaba.

Entonces me vino a la imaginación que, durante el día, el señor de Lauranay y yo, después de haber consultado el mapa del territorio, habíamos convenido en que la primera ciudad importante que tendríamos que atravesar sería Tann, en el distrito de Cassel, provincia de Hesse-Nassau. Allí sería muy probable que pudiésemos reemplazar la berlina. No nos importaba el medio de que hubiéramos de valernos para llegar a Francia; con tal de que llegáramos, siempre iríamos bien. Sin embargo, para llegar a Tann era preciso andar una docena de leguas, y... en esto iba de mis cavilaciones, cuando de repente me sobresalté.

Me puse en pie, y escuché con atención. Me pareció que se había oído una detonación lejana. ¿Sería un tiro?

Casi en seguida una segunda detonación llegó hasta mí. No había duda posible; era la descarga de un fusil o de una pistola. Al mismo tiempo había creído ver como una luz rápida hacia el limite de los árboles que rodeaban la choza.

En la situación en que nos encontrábamos, en medio de un país casi desierto, todo era de temer. Si una banda de vagabundos o de merodeadores acertaba a pasar por allí, seguramente hubiéramos sido descubiertos. Y aunque no fuesen más que media docena de hombres, ¿cómo habríamos podido resistirlos?

En esta incertidumbre transcurrió un cuarto de hora. Yo no había querido despertar al señor de Lauranay. Podía suceder muy bien que aquellas detonaciones procediesen de un cazador a la espera del jabalí o del venado. En todo caso, por la luz que yo había entrevisto, calculaba en una media legua la distancia a que se habían disparado los tiros.

Yo permanecía en pie, inmóvil, con la mirada fija en aquella dirección; pero no oyendo nada, comencé a tranquilizarme, y aun a preguntarme si no habría sido el juguete de una ilusión del oído y de la vista.

Algunas veces se cree no dormir, y se duerme; lo que se toma por una realidad no era más que la fugitiva impresión de un sueño.

Resuelto a luchar contra la necesidad de dormir, me puse a pasear muy de prisa, de un lado a otro, silbando, sin darme cuenta de ello, mis marchas favoritas. Algunas veces, en estos paseos, llegaba hasta el ángulo del bosque, detrás de la choza, y me internaba un centenar de pasos bajo los árboles.

Al poco tiempo me pareció oír como que algún cuerpo se deslizaba bajo el ramaje. Tal vez habría por allí alguna zorra o algún lobo; lo cual era posible. Por si acaso, preparé mis pistolas, y me dispuse a recibirlo. Y tal es la fuerza de la costumbre, que, aun en aquel momento, corriendo el riesgo de descubrirme, continuaba silbando, según supe más tarde, pues yo no me daba cuenta de ello.

De repente, creí ver surgir una sombra de entre el ramaje; el tiro de mi pistola salió al azar, pero al mismo tiempo que la detonación estallaba, un hombre aparecía delante de mi.

Le había reconocido solamente a la luz del fogonazo de mi pistola: era Juan Keller.

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