El camino de Francia
Capítulo XVI
La situación era grave. ¡Y cuánto
se agravaría todavía, si no encontrábamos un medio
de reemplazar el carruaje perdido, la berlina abandonada en los
desfiladeros de los Thuringler Walks! Ante todo, se trataba de
encontrar un refugio para pasar la noche. Después, ya
pensaríamos en lo que había que hacer.
Yo estaba muy disgustado. No se veía ni una
cabaña en los alrededores. No sabía qué hacer,
cuando, subiendo hacia la derecha, percibí una especie de choza
construida en el límite del bosque que se extendía en la
última derivación de la cadena de montañas.
Aquella cabaña estaba abierta a los vientos por
dos de sus lados, a más de la faz anterior. Las tablas
carcomidas dejaban pasar la lluvia y el viento. Sin embargo, la
cubierta del techo había resistido, y sí comenzaba a
llover fuerte, aquello nos serviría al menos de abrigo.
La tempestad de la víspera había
limpiado tan completamente el cielo, que no habíamos tenido
lluvia durante el día. Desgraciadamente, con la noche, las
espesas nubes vinieron del oeste; después se formaron esas
nieblas acuosas que parecen estar al ras del suelo. Yo me conceptuaba,
por tanto, muy feliz con haber encontrado aquella guarida, por
miserable que fuese, pues ya no teníamos la berlina para pasar
en ella la noche.
El señor de Lauranay se había
impresionado mucho con este accidente, sobre todo por su nieta. Una
larga distancia nos separaba todavía de la frontera francesa;
por consiguiente, ¿cómo podríamos terminar el
viaje en el plazo marcado, si nos veíamos obligados a continuar
a pie? Teníamos, pues, que hablar de todas estas cosas; pero lo
que había que hacer primeramente era andar más de
prisa.
En el interior de la choza, que no parecía
haber estado habitada recientemente, el suelo estaba cubierto de una
copa de hierba seca. Allí sin duda, se refugiaban los pastores
que conducen sus rebaños a pacer a la montaña, en
aquellas últimas colinas de la cadena de los monte de Thuringia.
Al pie de aquella colina se extendían las llanuras de Sajonia,
en dirección de Fuida, a través de los territorios de la
provincia del Alto Rhin.
Bajo los rayos del sol poniente, que les hería
en sentido oblicuo, aquellas colinas se extendían hacia el
horizonte, formando leves ondulaciones Parecían inmensas
wastes, nombre que se da en Alemania a los terrenos menos
áridos que las landas. Aunque estas wastes estuviesen de
trecho en trecho interrumpidas por pequeñas alturas no
debían, sin embargo, los caminos ofrecer la dificultades que
habíamos tenido que vencer desde que salimos de Gotha.
Cuando llegó la noche, ayudé a mi
hermana a disponer algunas de nuestras provisiones por la cena, que
apenas probaron el señor y la señorita de Lauranay,
fatigados como sin duda se hallaban por aquella jornada de todo el
día. Tampoco Irma tenía deseos ni estaba en
disposición de comer. El cansancio se sobreponía al
hambre.
-¡Hacen mal! -les decía yo-. Alimentarse
es lo primero; descansar después. Este es el método del
soldado en campaña. Hemos de tener necesidad de nuestras piernas
en adelante. Por consiguiente, es preciso cenar, señorita
Marta.
-Bien quisiera, amigo Natalis -me respondió-,
pero me sería imposible. Mañana por la mañana
antes de partir, intentaré tomar algún alimento.
-Siempre será una comida menos -repliqué
yo.
-Sin duda; pero no teman nada. No les haré
retrasar en nuestra marcha.
En fin, no pude obtener nada de ella, a pesar de mis
vivas instancias, a pesar de que prediqué con un ejemplo
devorador. Yo estaba resuelto a tomar fuerzas como cuatro, como si al
día siguiente hubiera de soportar cuádruple trabajo.
A pocos pasos de la choza corría un arroyo de
límpidas aguas, que se perdía en el fondo de una estrecha
garganta. Algunas gotas de esta agua, mezclada con aguardiente, de lo
cual llevaba yo un frasco de viaje completamente lleno, podían
bastar para constituir una bebida reconfortante.
La señorita Marta consintió en beber dos
o tres tragos; el señor de Lauranay y mi hermana la imitaron, lo
cual les sentó muy bien.
Después, los tres fueron a tenderse dentro de
la choza, donde no tardaron en dormirse.
Yo había prometido ir también a tomar mi
parte de sueño, con la intención decidida, por supuesto,
de no hacer tal cosa.
Al prometer hacerlo así, me guiaba la idea de
impedir que el señor de Lauranay quisiese velar conmigo, pues
era preciso evitar que se impusiese aquel exceso de fatiga.
Por consiguiente, me quedé de centinela,
paseando arriba y abajo. Ya se comprenderá que hacer este
servicio no tenía nada de nuevo para un soldado. Por prudencia,
las dos pistolas que yo había cogido de la berlina, me las
había colocado en la cintura. Me parecía que había
de ser muy prudente el hacer guardia de verdad.
Por la misma razón, me hallaba firmemente
dispuesto a resistir al sueño, a pesar de que los
párpados me pesaban enormemente. Algunas veces, cuando mis
piernas se fatigaban demasiado, me recostaba un poco cerca de la choza,
con el oído siempre aguzado y la vista siempre avizor.
La noche era oscura y sombría, a pesar de que
las nieblas bajas habían ido remontándose poco a poco a
las alturas. Ni un punto luminoso se veía en aquel oscuro velo,
ni siquiera el reflejo de una estrella. La Luna se había puesto
casi a la misma hora que el Sol; ni el más pequeño
átomo de luz se divisaba a través del espacio.
Sin embargo, el horizonte estaba libre de toda bruma;
si se hubiese encendido una pequeña hoguera en lo más
profundo del bosque, o en la inmensa superficie plana, la hubiera
percibido seguramente desde más de una legua de distancia.
¡Pero no!... Todo estaba oscuro; por delante,
del lado de las praderas; a nuestra espalda, bajo los macizos que
descendían oblicuamente desde la montaña vecina,
deteniéndose en el ángulo en que se hallaba situada la
choza. Por lo demás, el silencio era tan profundo como la
oscuridad. Ni un soplo de viento turbaba la calma de la
atmósfera como suele suceder con frecuencia cuando el tiempo
está pesado, hasta el punto que la tempestad no se manifiesta ni
siguiera en relámpagos de calor.
Es decir, sí. Un ruido se dejaba escuchar
continuamente. Era un silbido prolongado, que reproducía las
marchas tocadas por la charanga del Real de Picardía. Como se
ve, Natalis Delpierre se dejaba llevar involuntariamente de sus malas
costumbres.
No había más músico que él
en el campo, en aquella hora en que los pájaros dormían
bajo el follaje de los pinos y de las encinas.
Al mismo tiempo que silbaba, reflexionaba en el
pasado. Se me representaba ante los ojos todo cuanto había hecho
en Belzingen desde mi llegada; el casamiento, deshecho en el momento en
que iba a terminarse; el suspendido desafío entre el teniente
Grawert y el señor Juan; la incorporación de éste
al regimiento; nuestra expulsión de los territorios de Alemania.
Después, en el porvenir entreveía las dificultades que se
amontonaban; Juan Keller, con su cabeza pregonada y puesta a precio,
huyendo como un presidiario de su condenación a muerte; y su
madre, que no sabría dónde unirse con él.
¿Y si había sido descubierto? ¿Y
si algunos miserables lo habían entregado para embolsarse la
prima de los mil florines? ¡No! Yo no podía, mejor dicho,
no quería creer esto. Audaz y resuelto, el señor Juan no
era hombre que se dejara prender, ni que consintiera en ser
vendido.
Mientras que yo me abandonaba a estas reflexiones,
sentía que mis párpados se cerraban a pesar mío.
Entonces me levantaba, no queriendo sucumbir al sueño. Era de
sentir que la naturaleza estuviera tan tranquila y que la oscuridad
fuese tan profunda. No había ni un solo ruido que pudiera
desvelarme, ni una luz en toda la campiña, ni en lo más
lejano del cielo, que llamara mi atención, y sobre la cual
hubiera podido fijar mis miradas. Era preciso un esfuerzo constante de
mi voluntad para no ceder a la fatiga.
Entretanto, el tiempo corría.
¿Qué hora sería ya? ¿Habría pasado
la media noche? Bien pudiera ser, pues las noches son bastante cortas
en esta época del año. Para conocerlo, busqué con
la vista algún reflejo blanquecino en el cielo, hacia el
oriente, en las crestas de las montañas. Pero nada
señalaba todavía la próxima aparición del
alba. Debía, pues, estar equivocado, y, en efecto, lo
estaba.
Entonces me vino a la imaginación que, durante
el día, el señor de Lauranay y yo, después de
haber consultado el mapa del territorio, habíamos convenido en
que la primera ciudad importante que tendríamos que atravesar
sería Tann, en el distrito de Cassel, provincia de Hesse-Nassau.
Allí sería muy probable que pudiésemos reemplazar
la berlina. No nos importaba el medio de que hubiéramos de
valernos para llegar a Francia; con tal de que llegáramos,
siempre iríamos bien. Sin embargo, para llegar a Tann era
preciso andar una docena de leguas, y... en esto iba de mis
cavilaciones, cuando de repente me sobresalté.
Me puse en pie, y escuché con atención.
Me pareció que se había oído una detonación
lejana. ¿Sería un tiro?
Casi en seguida una segunda detonación
llegó hasta mí. No había duda posible; era la
descarga de un fusil o de una pistola. Al mismo tiempo había
creído ver como una luz rápida hacia el limite de los
árboles que rodeaban la choza.
En la situación en que nos
encontrábamos, en medio de un país casi desierto, todo
era de temer. Si una banda de vagabundos o de merodeadores acertaba a
pasar por allí, seguramente hubiéramos sido descubiertos.
Y aunque no fuesen más que media docena de hombres,
¿cómo habríamos podido resistirlos?
En esta incertidumbre transcurrió un cuarto de
hora. Yo no había querido despertar al señor de Lauranay.
Podía suceder muy bien que aquellas detonaciones procediesen de
un cazador a la espera del jabalí o del venado. En todo caso,
por la luz que yo había entrevisto, calculaba en una media legua
la distancia a que se habían disparado los tiros.
Yo permanecía en pie, inmóvil, con la
mirada fija en aquella dirección; pero no oyendo nada,
comencé a tranquilizarme, y aun a preguntarme si no
habría sido el juguete de una ilusión del oído y
de la vista.
Algunas veces se cree no dormir, y se duerme; lo que
se toma por una realidad no era más que la fugitiva
impresión de un sueño.
Resuelto a luchar contra la necesidad de dormir, me
puse a pasear muy de prisa, de un lado a otro, silbando, sin darme
cuenta de ello, mis marchas favoritas. Algunas veces, en estos paseos,
llegaba hasta el ángulo del bosque, detrás de la choza, y
me internaba un centenar de pasos bajo los árboles.
Al poco tiempo me pareció oír como que
algún cuerpo se deslizaba bajo el ramaje. Tal vez habría
por allí alguna zorra o algún lobo; lo cual era posible.
Por si acaso, preparé mis pistolas, y me dispuse a recibirlo. Y
tal es la fuerza de la costumbre, que, aun en aquel momento, corriendo
el riesgo de descubrirme, continuaba silbando, según supe
más tarde, pues yo no me daba cuenta de ello.
De repente, creí ver surgir una sombra de entre
el ramaje; el tiro de mi pistola salió al azar, pero al mismo
tiempo que la detonación estallaba, un hombre aparecía
delante de mi.
Le había reconocido solamente a la luz del
fogonazo de mi pistola: era Juan Keller.

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