El camino de Francia
Capítulo XI
A partir de este momento, se hizo en la
situación de las dos familias una especie de punto de espera.
Bocado comido no tiene gusto, como decimos en Picardía. El
señor Juan y la señorita Marta estaban en la
situación de dos esposos que se ven obligados a separarse
temporalmente. La parte más peligrosa del viaje, es decir, la
travesía de la Alemania, la harían juntos.
Después se separarían hasta el fin de la
guerra. No se preveía entonces que aquel fuese el principio de
una larga lucha con toda la Europa, lucha prolongada por el Imperio
durante una serie de años gloriosos, y que debía terminar
con el triunfo y el provecho de los potencias coligadas contra
Francia.
En cuanto a mí, yo iba, en fin, a poderme
reunir con mi regimiento, y esperaba llegar a tiempo para que el
sargento Natalis Delpierre estuviese en su puesto cuando fuera preciso
disparar los fusiles contra los soldados de Prusia o de Austria.
Los preparativos de nuestra marcha debían ser
todo lo secretos posible. Importaba mucho no llamar la atención
de nadie, sobre todo de los agentes de policía.
Más valía salir de Belzingen sin que
nadie se apercibiera, para evitar acaso que entorpeciesen nuestra
partida, llevándonos de Herodes a Pilatos.
Yo me las prometía muy felices, pensando que
ningún obstáculo vendría a entorpecer nuestra
marcha. Pero no contaba con la huéspeda. Vino la
huéspeda, y, sin embargo, yo no hubiera querido hospedarla, ni
aun por dos florines cada noche, pues se trataba del teniente
Frantz.
Ya he dicho anteriormente que la noticia del
matrimonio del señor Juan Keller y de la señorita Marta
de Lauranay había sido divulgada, a pesar de todas las
precauciones que para evitarlo se tomaron. Sin embargo, no se
sabía que, desde la víspera, había sido aplazado
para una época más o menos lejana.
De aquí se dedujo que era natural que el
teniente pensase que dicho matrimonio iba a ser celebrado muy
próximamente, y, en consecuencia, era muy de temer que quisiese
llevar a ejecución sus amenazas.
En realidad, Frantz von Grawert no tenía
más que una manera de impedir o de retardar este matrimonio.
Esta era provocar al señor Juan, conducirlo a un duelo, y
herirle o matarle.
Pero ¿sería su odio bastante fuerte para
hacerle olvidar su posición y su nacimiento, hasta el punto de
condescender a batirse con el señor Juan Keller?
Pues bien. En esto podía estar tranquilo,
porque, si se decidía a ello, seguramente encontraría la
horma de su zapato. Solamente que, en las circunstancias en que
nosotros nos hallábamos, en el momento mismo de dejar el
territorio prusiano, era preciso temer las consecuencias de un
duelo.
Yo no podía menos de estar intranquilo cuando
pensaba en esto. Se me había dicho que el teniente no se
había calmado lo más minino; así es que
continuamente temía de su parte un acto de violencia.
¡Qué desgracia que el regimiento de Lieb
no hubiese recibido todavía la orden de salir de Belzingen! El
coronel y su hijo estarían ya lejos, del lado de Coblentza o de
Magdeburgo; yo hubiera estado menos inquieto, y mi hermana
también, pues ella participaba de mis temores. Diez veces lo
menos por día pasaba yo por cerca del cuartel, a fin de ver si
en él se preparaba algún movimiento. Al menor indicio
hubiera saltado instantáneamente a mi vista. Pero hasta entonces
nada indicaba una próxima partida.
Así pasó el día 29, y lo mismo el
30, sin que ocurriera nada de extraordinario.
Yo me conceptuaba feliz de pensar que ya no nos
quedaban más que veinticuatro horas de permanencia en aquel lado
de la frontera.
Ya he dicho que debíamos viajar todos juntos.
Sin embargo, para no despertar sospechas, se convino en que la
señora Keller y su hijo no partirían al mismo tiempo que
nosotros, sino que nos alcanzarían algunas leguas más
allá de Belzingen. Una vez fuera de las provincias prusianas,
tendríamos mucho menos que temer de las maniobras de Kallkreuth
y sus sabuesos.
Durante aquel día, el teniente pasó
varias veces por delante de la casa de la señora Keller. Una de
ellas, hasta se detuvo, como si hubiera querido entrar a arreglar sus
diferencias con alguien. A través de la celosía lo vi yo
sin que él se apercibiese, con los labios apretados, los
puños que se abrían y cerraban como mecánicamente;
en fin, todos los signos de una irritación llevada hasta el
extremo. A decir verdad, abierta tenía la puerta; si hubiese
entrado y preguntado por el señor Juan Keller, yo no me hubiera
quedado sorprendido en manera alguna. Afortunadamente, la
habitación del señor Juan tenía sus vistas por la
fachada lateral, y no vio nada de estas idas y venidas.
Pero lo que aquel día no hizo el teniente,
otros lo hicieron por él.
Hacia las cuatro de la tarde, un soldado del
regimiento de Lieb llego a preguntar por el señor Juan
Keller.
Éste se encontraba solo conmigo en la casa, y
recibió y leyó una carta que el soldado le llevaba.
¡Cuál no fue su cólera cuando
acabó de leerla! ¡Aquella carta era lo más
insolente y provocativa que podía ser para el señor Juan,
e injuriosa también para el señor de Lauranay!
¡Sí, el oficial von Grawert se había rebajado hasta
insultar a un hombre de aquella edad!... Al mismo tiempo, ponía
en duda el valor de Juan Keller, un semi-francés, que no
debía tener más que una semi-bravura.
Añadía que, si su rival no era un cobarde, se
vería bien pronto en el modo de recibir a dos de los camaradas
del teniente, que vendrían a visitarle aquella misma noche.
Para mí, no había duda alguna de que el
teniente Frantz no ignoraba ya que el señor de Lauranay se
preparaba a dejar la ciudad de Belzingen, que Juan Keller debía
seguirla, y sacrificaría su orgullo a su pasión;
quería impedir esta partida.
Ante una injuria que se dirigía, no solamente a
él, sino también a la familia de Lauranay, yo creí
que no lograría tranquilizar al señor Juan.
-Natalis -me dijo con voz alterada por la
cólera-. No partiré sin haber castigado antes a este
insolente. No, no saldré de aquí con esta mancha. Es
indigno el venir a insultarme en aquello que me es más querido.
Yo le haré ver a ese oficial que un semi-francés, como
él me llama, no retrocede ante un alemán.
Yo intenté calmar al señor Keller,
haciéndole comprender las consecuencias fatales que para todos
podría traer un encuentro con el teniente. Si él lo
hería, seguramente habrían de sobrevenir represalias, que
nos suscitarían mil embarazos ¿Y si era él el
herido? ¿cómo efectuar nuestro viaje?
El señor Juan no quiso escuchar nada. En el
fondo, yo lo comprendía. La carta del teniente pasaba todos los
limites de la insolencia. No; no está permitido entre caballeros
escribir semejantes cosas.
¡Ah! ¡Si yo hubiese podido tomar el
negocio por mi cuenta!... ¡Qué satisfacción!
¡Encontrar a aquel insolente, provocarle, ponerme enfrente de
él, con la espada, con el florete, con la pistola de
cañón, con todo lo que él hubiera querido, y
batirse hasta que uno de los dos hubiese rodado por el suelo! Y si
hubiese sido él, aseguro que yo no hubiera tenido necesidad de
un pañuelo de seis cuartos para llorarle.
En fin, puesto que los dos compañeros del
teniente estaban anunciados, no había más remedio que
esperarlos.
Los dos vinieron a eso de las ocho de la noche.
Muy felizmente, la señora Keller se encontraba
en aquel momento de visita en casa del señor de Lauranay.
Más valía que la pobre no supiese nada de lo que iba a
pasar.
Por su parte, mi hermana Irma había salido para
arreglar algunas cuentas en casa de varios comerciantes. El hecho,
pues, quedaría entre el señor Juan y yo.
Los oficiales, que eran dos tenientes, se presentaron
con su arrogancia natural y lo cual no me admiró. Quisieron
hacer valer el hecho de que un noble, un oficial, cuando
consentía en batirse con un simple comerciante...; pero el
señor Juan les cortó la palabra con su actitud, y se
limitó a decir que estaba a las órdenes del señor
Frantz von Grawert. Inútil era añadir nuevos insultos a
los que ya contenía la carta de provocación. Ésta
le fue devuelta al señor Juan, y bien devuelta.
Los oficiales se vieron, pues, obligados a guardarse
su jactancia en el bolsillo.
Uno de ellos hizo entonces observar que
convenía arreglar sin tardanza las condiciones del duelo, pues
el tiempo urgía.
El señor Juan respondió que aceptaba por
adelantado todas las condiciones. Solamente pedía que no se
mezclase ningún nombre extraño a este asunto, y que el
encuentro fuese tenido todo lo más en secreto posible.
A esto, los dos oficiales no hicieron ninguna
objeción. Verdaderamente, no tenían lo mas mínimo
que objetar, puesto que el señor Juan les dejaba toda la
libertad para elegir las condiciones.
Estábamos ya a 30 de junio. El duelo fue fijado
para el día siguiente, a las nueve de la mañana.
Había de tener lugar en un bosquecillo que se encuentra a la
izquierda, según se sube por el camino de Belzingen a
Magdeburgo. Respecto a este punto, no hubo dificultad alguna.
Los dos adversarios habían de batirse a sable,
y no terminaría el lance hasta que uno de ellos quedara fuera de
combate.
Todo fue admitido. A todas estas proposiciones, el
señor Juan no respondió más que con un signo de
cabeza afirmativo.
Uno de los oficiales dijo entonces -dando una nueva
muestra de insolencia-, que sin duda el señor Juan se
encontraría a las nueve en punto en el sitio convenido.
A lo cual el señor Juan respondió que al
señor von Grawert no se hacía esperar más que
él, todo podría quedar terminado a las nuevo y
cuarto.
Con esta respuesta, los dos oficiales se levantaron,
saludaron bastante cortésmente, y salieron de la casa.
-¿Conoce usted el manejo del sable?
-pregunté yo inmediatamente al señor Juan.
-Sí, Natalis. Ahora ocupémonos de los
testigos. Supongo que será usted uno de ellos.
-Estoy a sus órdenes, y me siento orgulloso del
honor que me hace. En cuanto al otro, no dejará usted de tener
en Belzingen algún amigo que no rehusará prestarle este
servicio.
-Sí; pero prefiero dirigirme al señor de
Lauranay, el cual estoy seguro que no rehusará.
-Ciertamente que no.
-Lo que es preciso evitar, sobre todo, Natalis, es que
mi madre, Marta y su hermana tengan ninguna noticia de esto. Es
inútil añadir nuevas inquietudes a las muchas que ya les
agobian.
-Irma y su madre volverán bien pronto,
señor Juan, y como ya no volverán a salir de la casa
hasta mañana, me parece imposible que sepan nada.
-Cuento con ello, Natalis; y como no tenemos tiempo
que perder, vamos enseguida a casa del señor de Lauranay.
-Vamos, señor Juan. Su honor no podría
estar en mejores manos.
Precisamente Irma y la señora Keller,
acompañadas de la señorita de Lauranay, entraban en casa
en el momento en que nosotros nos disponíamos a salir. El
señor Juan dijo a su madre que un asunto nos detendría
fuera de casa una hora poco más o menos, añadiendo que se
trataba de terminar el ajuste de los caballos necesarios para el viaje,
y que le rogaba que acompañase luego a su casa a la
señorita Marta, en el caso de que nosotros tardáramos en
volver.
La señora Keller y mi hermana no sospecharon
absolutamente nada; pero la señorita de Lauranay había
arrojado una mirada inquieta sobre el señor Juan.
Diez minutos más tarde llegábamos a casa
del señor de Lauranay. Estaba solo; por consiguiente le
podíamos hablar con entera libertad.
El señor Juan le puso al corriente de todo y le
enseñó la carta del teniente von Grawert. El señor
de Lauranay se llenó de indignación al leerla. ¡No!
Juan no debía quedar bajo el golpe de semejante insulto;
seguramente podía contar con él.
El señor de Lauranay quiso entonces ir a casa
de la señora Keller para traerse a su nieta a su usa.
Salimos los tres juntos. Conforme bajábamos por
la calle, el agente de Kallkreuth se cruzó con nosotros, y
lanzó sobre mí una mirada que me pareció muy
singular. Como venía del lado de la casa de la señora
Keller, tuve como un presentimiento de que el bribón se
regocijaba de habernos hecho alguna mala partida.
La señora Keller, la señorita Marta y mi
hermana estaban sentadas en la sala del piso bajo. Cuando entramos,
parecía que se hallaban sobresaltadas. ¿Sabrían
quizá alguna cosa?
-Juan -dijo la señora Keller-; toma esta carta
que el agente de Kallkreuth acaba de traer para tí.
Aquella carta llevaba el sello de la
administración militar.
Contenía lo siguiente:
“Todos los jóvenes de origen prusiano son
llamados al servicio de las armas. El nombrado Juan Keller es
incorporado al regimiento de Lieb, de guarnición en Belzingen,
al cual deberá incorporarse el primero de julio, antes de las
once de la mañana”.

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