El camino de Francia
Capítulo VII
Al día siguiente no desperté hasta muy
tarde. Debían ser ya lo menos las siete.
Me apresuré a vestirme para ponerme a hacer mi
tema, es decir, a repasar las vocales, entretanto que llegaban las
consonantes.
Cuando llegaba a los últimos peldaños de
la escalera, encontré a mi hermana Irma que subía.
-Ya iba yo a despertarte -me dijo.
-Sí, se me han pegado las sábanas, y me
he retrasado.
-No es eso, Natalis; no son más que las siete,
pero hay alguien que te busca.
-¿A mí?
-Sí, un agente.
-¡Un agente!... ¡Diablo!... No me gustan
mucho esta clase de visitas.
¿Qué era lo que podría querer de
mí? Mi hermana no parecía muy tranquila.
Casi en seguida apareció el señor
Juan.
-Es un agente de policía -me dijo-. Tenga mucho
cuidado, Natalis, en no decir nada que pueda comprometerle.
-Estaría gracioso que supiera que yo soy
soldado -respondí.
-Eso no es probable. Usted ha venido a Belzingen a ver
a su hermana, y nada más.
Esto era la verdad, por otra parte, y yo me
prometí a mi mismo mantenerme en una prudente reserva.
En esto llegué al umbral de la puerta.
Allí apercibí al agente; un bribón seguramente,
una facha rara, una figura estrambólica, todo destrozado, con
las piernas torcidas como los pies de un banco, con cara de borracho,
es decir, con el tragadero en pendiente, como se dice en mi
país.
El señor Juan le preguntó en
alemán qué era lo que quería.
-¿Tiene en su casa un viajero llegado ayer a
Belzingen?
-Sí; ¿y qué más?
-El director de policía le envía una
orden para que se presente en su despacho.
-Está bien; irá.
El señor Juan me tradujo esta breve
conversación. No era sencillamente una invitación; era
una orden la que se me comunicaba; era preciso, pues, obedecerla.
El hombre de los pies de banco se había
marchado, lo cual me produjo satisfacción. No me era, a la
verdad, muy grato atravesar las calles de Belzingen con aquel asqueroso
polizonte. Se me indicaría dónde estaba el director de
policía, y yo me arreglaría para encontrar su casa.
-¿Qué clase de persona es?
-pregunté al señor Juan.
-Un hombre que no carece de cierta finura. Sin
embargo, Natalis, debe desconfiar de él. Se llama Kallkreuth.
Este Kallkreuth no ha procurado nunca más que proporcionarnos
molestias, porque le parece que nosotros nos ocupamos demasiado de
Francia. Por eso procuramos estar distanciados de él; y
él lo sabe. No me admiraría el que procurara complicarnos
en algún mal negocio. Por consiguiente, tenga cuidado con sus
palabras.
-¿Por qué no me acompaña a su
oficina, señor Juan? -dije.
-Kallkreuth no me ha llamado -respondió-, y es
probable que no le agradará el verme allí.
-¿Masculla el francés, siquiera?
-Lo habla perfectamente; pero no olvide, Natalis, de
reflexionar bien antes de responder; y no diga a Kallkreuth más
que lo que justamente deba decir.
-Esté tranquilo, señor Juan.
Se me dieron las señas de la vivienda del dicho
Kallkreuth. No tenía que andar más que algunos cientos de
pasos para llegar a su casa, y llegué a ella en un instante.
El agente se encontraba a la puerta, y me introdujo en
seguida en el despacho del director de policía.
Parece que quiso ser una sonrisa lo que me
dirigió este personaje al entrar, pues sus labios la
distendieron de una oreja a la otra. Después, para invitarme a
que me sentara, hizo un gesto que, sin duda, para él,
debía ser de lo más gracioso.
Al mismo tiempo continuaba ojeando los papelotes que
tenía amontonados sobre su mesa.
Yo me aproveché de su ocupación para
examinar a mi gusto a Kallkreuth.
Era un hombre alto y aflautado, cubierto con una
especie de túnica de las que usan los brandeburgueses;
tenía lo menos cinco pies y ocho pulgadas; muy largo de busto lo
que nosotros llamamos un quince costillas, flaco, huesudo, con los pies
de una longitud enorme; una cara apergaminada, que debía estar
siempre sucia, aun cuando acabara de lavarse; la boca ancha, los
dientes amarillentos, la nariz aplastada por la punta, las sienes
rugosas, los ojos pequeños, como agujeros de berbiquí, un
punto luminoso bajo unas espesas cejas; en fin, una verdadera cara de
cataplasma.
El señor Juan me había prevenido que
desconfiara, precaución bien inútil; la desconfianza
venía por sí sola desde el momento en que uno se
encontraba en presencia de tal hombre.
Cuando hubo acabado de revolver sus papeles,
Kallkreuth levantó la nariz, tomó la palabra, y me
interrogó en un francés muy claro. Pero, a fin de darme
tiempo para reflexionar, yo hice como que tenía alguna
dificultad en comprenderle. Hasta tuve el cuidado de hacerle repetir
cada una de sus frases.
Vean aquí, en suma, lo que me preguntó y
lo que respondí en aquel interrogatorio.
-¿Su nombre?
-Natalis Delpierre.
-¿Francés?
-Francés.
-¿Y su profesión?
-Vendedor ambulante.
-¡Ambulante!... ¡Ambulante!...
Explíquese bien; no comprendo qué significa eso.
-Significa que recorro las ferias y los mercados para
comprar..., para vender... En fin, ambulante; ello mismo lo dice.
-¿Ha venido usted a Belzingen?
-Así parece.
-¿A hacer qué?
-A ver a mi hermana Irma Delpierre, a la cual no
había visto hacía trece años.
-¿Su hermana, una francesa que está al
servicio de la familia Keller?...
-Esa misma. Al llegar aquí hubo un ligero
intervalo en las preguntas del director de policía.
-¿Es decir -preguntó de nuevo
Kallkreuth-, que su viaje a Alemania no tiene ningún otro
objeto?
-Ninguno.
-Y ¿cuándo se marche?...
-Emprenderé el mismo camino por donde he
venido, sencillamente.
-Y hará bien. ¿Para cuándo, poco
más o menos, piensa partir?
-Cuando lo crea más oportuno. Se me figura que
un extranjero ha de poder ir y venir por Prusia según se lo
antoje.
-Es posible.
Kallkreuth, después de esta palabra,
clavó más fijamente sus ojos en mí. Mis respuestas
le parecían, sin duda, un poco más seguras de lo que a
él le convenía. Pero aquello no fue más que un
relámpago, y el trueno no estalló todavía.
-¡Minuto! -me dije a mí mismo-. Este
galopín tiene todo el aire de un solapado bribón que no
busca más que lapidarme, como dicen nuestros picardos. Ahora es
cuando es preciso estar sobre aviso.
Kallkreuth volvió a comenzar su interrogatorio,
tomando de nuevo su aspecto hipócrita y su voz socarrona.
Entonces me preguntó:
-¿Cuántos días ha empleado usted
en venir de Francia a Prusia?
-Nueve días.
-¿Qué camino ha seguido?
-El más corto, que era al mismo tiempo el
mejor.
-¿Podría yo saber exactamente por
dónde ha pasado usted?
-Señor -dije entonces-, ¿se puede saber
a qué vienen todas esas preguntas?
-Señor Delpierre -me dijo entonces Kallkreuth
con tono seco-, en Prusia tenemos la costumbre de interrogar a los
extranjeros que vienen a visitarnos. Esta es una formalidad de la
policía; y sin duda usted no tendrá la intención
de sustraerse a ella.
-Sea -dije-. He venido por la frontera de los
Países Bajos; el Brabante, la Westfalia, el Luxemburgo, la
Sajonia ....
-¿Entonces ha debido usted dar un gran
rodeo?...
-¿Porqué?
-Porque ha llegado usted a Belzingen por el camino de
Thuringia.
-De Thuringia, en efecto.
Yo comprendí que aquel curioso sabía ya
a qué atenerse, y era preciso no cortarse.
-¿Podría decirme por qué punto ha
pasado la frontera de Francia?
-Por Tournay.
-¡Es extraño!
-¿Por qué es extraño?
-Porque usted está señalado como
habiendo seguido el camino de Zerbst.
-Eso se explica por el rodeo.
Evidentemente había sido espiado, y no me
cabía duda de que lo había sido por el posadero del
Ecktvende. Se recordará que aquel hombre me había visto
llegar mientras mi hermana me esperaba en el camino. En suma, la cosa
estaba convenida; Kallkreuth quería embrollarme, para tener
noticias de Francia. Yo me dispuse, pues, a guardar más reserva
que nunca.
Él continuó:
-¿Entonces no ha encontrado usted a los
alemanes del lado de Thionville?
-No.
-¿Y no sabe nada del general Dumourieff?
-No le conozco.
-¿Ni nada del movimiento de las tropas
francesas reunidas en la frontera?
-Nada.
A esta respuesta, la fisonomía de Kallkreuth
cambió, y su voz se hizo imperiosa.
-Tenga cuidado, señor Delpierre -me dijo.
-¿De qué? -repliqué yo.
-Este momento no es el más favorable para que
los extranjeros viajen por Alemania, sobre todo cuando son franceses,
pues a nosotros no nos gusta que se venga a ver lo que aquí
pasa.
-Pero no les disgustaría saber lo que pasa en
otras partes. Sepa usted que yo no soy un espía.
-Lo deseo por su interés -respondió
Kallkreuth con tono amenazador-. Tendré los ojos siempre sobre
usted, porque al fin es francés. Ya ha ido a visitar una familia
francesa, la del señor de Lauranay; ha venido a parar en casa de
la familia Keller, que ha conservado siempre algo que la tira a
Francia; no es preciso más, en las circunstancias en que nos
encontramos, para ser sospechoso.
-¿No era yo libre para venir a Belzingen?
-respondí.
-Perfectamente.
-¿Están en guerra Francia y
Alemania?
-Todavía no. Dígame, señor
Delpierre, ¿usted parece tener buenos ojos?
-Excelentes.
-Pues bien, yo le invito a no servirse de ellos
demasiado.
-¿Por qué?
-Porque cuando se mira, se ve; y cuando se ve, se
está tentado de contar lo que se ha visto.
-Por segunda vez, señor Kallkreuth, le repito
que no soy un espía.
-Y por segunda vez le repito que así lo deseo;
de lo contrario...
-¿De lo contrario qué?...
-Me obligaría a hacerle conducir a la frontera,
a menos que ....
-¿A menos qué?
-Que con objeto de ahorrarle las molestias del viaje
nos conviniese cuidar de su alimentación y su alojamiento
durante un tiempo más o menos largo.
Dicho esto, Kallkreuth me indicó con un gesto
que podía retirarme.
Esta vez su brazo no estaba terminado por una mano
abierta, sino por un puño cerrado. No encontrándome de
humor de echar raíces en la oficina de policía,
giré sobre mí demasiado militarmente acaso, dando una
media vuelta, que podía delatarme como soldado. No estaba yo
seguro de que aquel animal no la hubiese notado.
Volví entonces a casa de la señora
Keller. Para en adelante, ya estaba advertido. No se me perdería
de vista.
El señor Juan me esperaba. Le conté en
detalle todo lo que había pasado entre Kallkreuth y yo,
haciéndole saber que me encontraba directamente amenazado.
-Eso no me admira nada absolutamente
-respondió-. Y puede alabarse de que no ha salido mal librado de
la policía prusiana; pero tanto para usted, como para nosotros,
Natalis, temo complicaciones en el porvenir.

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