El camino de Francia
Capítulo XX
El bosque del Argonne ocupa un espacio de
trece a catorce leguas de extensión, desde Sedán, que
está al norte, hasta la pequeña aldea de Passavant, que
se encuentra al sur. Su anchura media es de unas dos a tres leguas.
Allí está situado como una avanzada, que cubre nuestra
frontera del este con su línea de macizos casi impenetrables.
Las maderas y las aguas se mezclan y confunden allí, en una
confusión extraordinaria, en medio de los altos y bajos del
terreno, entre torrentes y estanques, que a una columna le sería
imposible seguramente franquear.
Este bosque está comprendido entre dos
ríos. El Aisne le bordea por todo su lado izquierdo, desde los
primeros arbustos del sur hasta la aldea de Semuy, al norte. El
Aire le costea también a partir de Fleury, hasta su
principal desfiladero. Desde allí, este río se vuelve por
medio de un recodo brusco, y se dirige hacia el Aisne, en el cual se
arroja no lejos del Senuc.
Del lado del Aire, las principales poblaciones
son Clermont, Varennes, donde Luis XVI fue detenido en su huida,
Buzancy y Chene Populeux; del lado del Aisne, Saint
Menehould,Ville sur Tourbe, Monthois y Vouziers.
Por su forma, a nada podría compararse mejor
este bosque que a un gran insecto con las alas plegadas inmóvil
o dormido entre dos corrientes de agua. Su abdomen es toda la parte
interior, que es la más importante. Su busto y su cabeza
están figurados por la parte superior, que se dibuja por encima
del desfiladero del Grand Pré a través del cual
corría el Aire, de cuyo curso he hablado antes.
Aunque en casi toda su extensión, el Argonne
está cortado por aguas corrientes y erizado de espesos arbustos
y matorrales, se puede, sin embargo, atravesarle por diferentes pasos,
estrechos sin duda, pero practicables aun para regimientos enteros.
Es conveniente que los indique aquí, a fin de
hacer comprender mejor cómo han pasado las cosas.
Cinco desfiladeros atraviesan el Argonne de parte a
parte. En el abdomen de mi insecto, el que está más al
sur, llamado de las sietes, va de Clermont a Saint Menehould, bastante
directamente.
El otro, el llamado de la Chalade, no es más
que una especie de senda que llega hasta el curso del Aisne, cerca de
Vienne le Chateau.
En la parte superior del bosque no se cuentan menos de
tras pasos. El más ancho y más importante, el que separa
el busto del abdomen, es el desfiladero del Grand
Pré.
El Aire la recorre todo entero, desdeSaint- Juvin;
corre entre Termes y Senue, y después se arroja en el Aisne a
legua y media de Monthois. Por encima del desfiladero del Grand
Pré, a dos leguas poco más o menos, el desfiladero de
la Cruz del Bosque -retengan bien este nombre- atraviesa el bosque del
Argonne, desde Boultaux Bois, hasta Longwe, y no es más que un
camino de leñadores.
En fin, dos leguas más arriba, el desfiladero
de Chene Populeux, por donde pasa el camino de Rethel a
Sedán, después de haber dado dos rodeos, llega hasta el
Aisas, enfrente de Vouziers.
Por consiguiente, sólo por este bosque
podían los imperiales avanzar hacia Chatons sur Marne.
Desde allí, encontrarían ya el camino abierto hasta
París.
En vista de esto, lo que había que hacer era
impedir a Brunswick y a Clairfayt que franquearan el Argonne,
cerrándoles cuanto antes los cinco desfiladeros que
podían dar paso a sus columnas.
Dumouriez, militar muy hábil, había
comprendido esto el primer golpe de vista. Parecía que esto era
cosa muy sencilla; sin embargo, era preciso pensarlo bien, mucho
más cuando era posible que a los coligados no se les hubiese
ocurrido siquiera la idea de ocupar aquéllos pasos.
Otra ventaja que ofrecía este plan era la de no
retroceder hasta el Marino, que es nuestra última línea
de defensa antes de llegar a París. Al mismo tiempo, los
coligados se verían en la necesidad de detenerse en el
territorio de Champagne Pouille, donde carecerían de todo
recurso, en vez de extenderse por aquellas ricas llanuras situadas al
otro lado del Argonne, para pasar allí el invierno, si les
convenía invernar.
Este plan fue, pues, estudiado en todos sus detalles,
y -lo que ya era un comienzo de ejecución- el treinta de agosto,
Dillon, a la cabeza de ocho mil hombres, había llevado a cabo un
movimiento audaz, durante el cual, los austríacos, como antes he
dicho, fueron rechazados hasta la ribera derecha del Mosa.
Después, esta columna había venido a ocupar el
desfiladero situado más al sur, el de las isletas, habiendo
tenido antes la precaución de guardar el paso de la
Charlade.
En efecto, el movimiento no carecía de cierta
audacia. En vez de hacerse del lado del Aisne apoyándose en los
macizos del bosque, había sido practicado del lado del Mosa,
presentando el flanco al enemigo. Pero Dumouriez lo había
querido así, a fin de ocultar mejor sus proyectos a los
coligados.
Su plan habría de tener buen éxito.
El día cuatro de septiembre llego Dillon al
desfiladero de las isletas.
Dumouriez, que había salido después que
Dillon con quince mil hombres, se había apoderado del Grand
Pré, un poco antes, cerrando así el paso principal
del Argonne.
Cuatro días después, el siete, el
general Dubourg se dirigía a Chene Populeux, con objeto
de defender el Norte del bosque contra cualquiera invasión de
los imperiales.
En seguida se ocuparon unos y otros en levantar
parapetos, abrir trincheras, interceptar con empalizadas los senderos,
y establecer baterías para cerrar más seguramente los
pasos.
El del Grand Pré se convirtió en
un verdadero campamento, con sus tropas repartidas por el anfiteatro
que formaban aquellas alturas, y cuya cabeza estaba formada por el
Aire.
En aquel momento, de las cinco entradas del Argonne,
cuatro estaban interceptadas, como poternas de ciudadela, con su
rastrillo echado y su puente levadizo levantado.
Sin embargo, quedaba un quinto paso entreabierto
todavía. Este había parecido tan poco practicable, que
Dumouriez no se había apresurado a ocuparle. Y yo añado
que fue precisamente hacia este paso adonde nos condujo nuestra mala
fortuna. En efecto, el desfiladero de la Cruz del Bosque, situado entre
el Chene Populeux y el Grand Pré, a igual
distancia de uno que de otro, unas diez leguas aproximadamente, iba a
permitir a las columnas enemigas penetrar a través del
Argonne.
Y dicho esto, vuelvo a ocuparme de lo que a nosotros
nos concierne.
El trece de septiembre por la noche llegamos a la
pendiente lateral del Argonne, después de haber evitado el
atravesar las aldeas de Briquenay y de Bouli aux Bois, que
debían estar ocupadas por los austríacos.
Como yo conocía los desfiladeros del Argonne,
por haberlos recorrido varias veces cuando estaba de guarnición
en el Este, había precisamente escogido el de la Cruz del
Bosque, que me parecía ofrecer varias ventajas. Para mayor
seguridad, por un exceso de prudencia, no era este tampoco el camino
que yo pensaba seguir, sino un estrecho sendero que se aproxima a
él y que va de Briquenay a Longwe. Tomando esta especie de
vereda, atravesaríamos el Argonne por uno de sus sitios de mayor
espesor, al abrigo de las encínas, de las hayas, de los
álamos blancos, de los sauces y de los castaños que
crecen en aquellos sitios del bosque, menos expuestos a las heladas del
invierno. De aquí una garantía de que no
encontraríamos a los merodeadores y vagabundos, y de alcanzar al
fin la orilla izquierda del Aisne, del lado de Vouziers, donde ya no
tendríamos nada que temer.
La noche del trece al catorce la pasamos, como de
costumbre, bajo las ramas de los árboles.
A cada momento podía aparecer el colback
de un lancero, o el schako de un granadero prusiano. Por esta
razón, era grande mi deseo de llegar al fondo del bosque, y ya
comenzaba a respirar más a mi gusto, cuando al día
siguiente remontamos el sendero que conduce a Longwe, dejando a nuestra
derecha la aldea de la Cruz del Bosque.
Esta jornada fue en extremo penosa. El suelo,
montuoso, cortado a trechos por barrancos, interceptado por
árboles muertos, hacía las marchas excesivamente
duras.
Por lo mismo que el camino no era frecuentado,
ofrecía indudablemente mayores dificultades. El señor de
Lauranay marchaba con un paso bastante rápido, a pesar de las
grandes fatigas que había sufrido, que eran mayores para un
hombre de su edad. La señorita de Lauranay y mi hermana, con el
pensamiento de que aquellas eran ya las últimas jornadas,
marchaban bien resueltas a no desfallecer ni un solo instante. Pero la
señora Keller estaba ya en la última extremidad. Era
preciso sostenerla, sin lo cual hubiera caído al suelo a cada
paso.
Sin embargo, no exhalaba una sola queja. Si su cuerpo
estaba cansado, el alma permanecía fuerte. Yo dudaba, no
obstante, que a la pobre señora le fuese posible llegar al
término de nuestro viaje.
Llegada la noche, se organizó el descanso como
de ordinario. El saco de las provisiones suministró lo necesario
para reconfortarnos suficientemente, pues el hambre cedía
siempre ante la necesidad de reposar y de dormir.
Cuando me encontré solo con el señor
Juan, le hablé del estado de su madre, que se hacía
más inquietante a cada momento.
-Hace todos los esfuerzos posibles por seguir -le
dije-; pero si no podemos darle algunos días de reposo...
-Bien lo veo, Natalis -respondió tristemente el
señor Juan-. A cada paso que da mi pobre madre es como si
marchara sobre mi corazón. ¿Qué hacer?
-Es preciso llegar cuanto antes a la aldea más
próxima, señor Juan. Entre usted y yo la llevaremos. Ni
los austríacos ni los prusianos se atreverán seguramente
a marchar a través de esta parte del Argonne, y allí, en
alguna casa, podremos esperar mejor a que el país esté un
poco más tranquilo.
-Sí, Natalis; ese es el partido más
prudente que podemos tomar. ¿Pero no podremos llegar hasta
Longwe?
-Esa población está todavía muy
lejos, señor Juan; su madre no podrá llegar hasta
allí.
-¿Dónde ir entonces?
-Yo le propondría que marcháramos por la
derecha, a través de los matorrales, para llegar a cualquier
aldea, aunque fuese la de la Cruz del Bosque.
-¿A qué distancia está?
-A una legua todo lo más.
Entonces vamos a la Cruz del Bosque. Mañana, al
romper el día, emprenderemos de nuevo la marcha.
Francamente, yo no imaginaba que se pudiese hacer otra
cosa mejor, estando, como estaba, en la persuasión de que el
enemigo no se aventuraría por el norte del Argonne.
Sin embargo, el reposo de aquella noche fue
particularmente turbado por el fuego graneado de los fusiles, y de
tiempo en tiempo por el sordo estampido del cañón. No
obstante; como estas detonaciones estaban todavía bastante
lejanas, y sonaban muy detrás de nosotros, suponía yo,
con alguna apariencia de razón, que Clairfayt o Brunswick
trataban de forzar el desfiladero del Grand Pré, el solo
que pudiese ofrecer una vía bastante ancha y mejor para el paso
de sus columnas.
El señor Juan y yo no pudimos tener ni una hora
de descanso. Fue preciso estar constantemente de centinela, a pesar de
que estábamos internados en lo más espeso del bosque, y
además completamente fuera del sendero que conduce a Briquenay.
Al día siguiente, apenas empezó a clarear, nos pusimos en
marcha. Yo había cortado algunas ramas de árbol, con las
cuales pudimos hacer una especie de litera; un montón de hierbas
secas colocado encima permitiría a la señora Keller
tenderse en ella, y con algunas precauciones, quizá
llegáramos a conseguir ahorrarle algunas de las molestias del
camino.
Pero la señora Keller comprendió el
exceso de fatiga que esto había de causarnos.
-No -dijo-. No, hijo mio; aún tengo fuerzas
para caminar, ¡iré a pie!
-No puedes, madre mía; convéncete de
ello -dijo el señor Juan.
-En efecto, señora Keller -añadí
yo-, no puede. Nuestro designio es llegar lo más pronto posible
a la aldea más próxima, y nos importa mucho llegar cuanto
antes. Allí esperaremos que este usted restablecida.
Después de todo, estamos ya en Francia, y ni una puerta
permanecerá cerrada a nuestro llamamiento.
La señora Keller no se rindió, sin
embargo. Después de haberse levantado, intentó dar
algunos pasos, y hubiese caído al suelo, si su hijo y mi hermana
no hubiesen estado a su lado para sostenerla.
-Señora Keller -le dije yo entonces-. Lo que
nosotros queremos es la salvación de todos. Durante la noche,
repetidos disparos han sonado en la linde del bosque del Argonne. El
enemigo no está lejos; tengo la esperanza de que no
intentará nada por este lado. En la Cruz del Bosque ya no
tendremos temor ninguno de ser sorprendidos; pero es preciso llegar
allí hoy mismo a toda costa.
La señorita Marta y mi hermana unieron sus
ruegos a los nuestros. El señor de Lauranay intervino
también, y la señora Keller acabó por ceder a
nuestras súplicas.
Un instante después, la señora Keller
estaba tendida en aquella especie de palanquín, que el
señor Juan sostenía por una extremidad y yo por la otra.
Nos pusimos en marcha, y el sendero de Briquenay fue atravesado
oblicuamente en dirección del norte.
No insistiré más en las dificultades de
aquella marcha a través de los espesos matorrales; la necesidad
de buscar entre los arbustos pasos practicables; las paradas frecuentes
que fue preciso hacer. Salimos al fin de aquellas espesuras, y hacia el
mediodía del quince de septiembre llegamos a la Cruz del Bosque,
después de emplear cinco penosísimas horas en recorrer
legua y media.
Con gran admiración mía, y con gran
disgusto de todos, la aldea estaba abandonada. Todos los habitantes
habían huido de allí, unos hacia Vouziers, otros hacia
Chene Populeux. ¿Qué pasaba, pues?
Anduvimos vagando por las calles encontrando todas las
puertas y ventanas corridas; por consiguiente, los recursos con que yo
creía contar iban a faltarnos por completo.
-De allí creo que sale humo -dijo mi hermana,
señalando hacia la extremidad de la población.
Yo corrí precipitadamente hacia la casilla de
donde salía el humo, y llamé a la puerta. Un hombre
apareció.
Tenía una cara agradable, una de esas caras de
aldeano lorenés que inspiran simpatías. Debía ser
un hombre honrado.
-¿Qué quiere? -me dijo.
-Que nos haga el favor de prestarnos albergue a mis
compañeros y a mí.
-¿Y quién son ustedes?
-Franceses arrojados de Alemania, que no saben
dónde guarecerse.
-¡Entren!
Aquel aldeano se llamaba Hans Stenger, y habitaba
aquella casa con su mujer y su suegra. El no haber abandonado la aldea
de la Cruz del Bosque se debía a que su suegra no podía
moverse del sillón en que la tenía postrada la
parálisis desde hacía muchos años.
Entonces Hans Stenger nos hizo saber por qué
había sido abandonada la población. Todos los
desfiladeros del Argonne habían sido ocupados por las tropas
francesas. Sólo el de la Cruz del Bosque estaba abierto, por lo
cual se esperaba que los imperiales se apresurasen a ocuparle, lo cual
indudablemente sería precursor de grandes desastres.
Como se ve, nuestra mala fortuna nos había
conducido precisamente allí donde no debíamos ir de
ninguna manera.
En cuanto a salir de la Cruz del Bosque y arrojarnos
de nuevo a través de las espesuras del Argonne, el estado de la
señora Keller nos lo impedía. Aún podíamos
darnos por contentos de haber caído en manos de franceses tan
bondadosos como los Stenger.
Eran unos campesinos bastante bien acomodados; y
parecían muy contentos de poder prestar un servicio a sus
compatriotas que se encontraban en tan mala situación.
No hay que decir que nosotros habíamos ocultado
cuidadosamente la nacionalidad de Juan Keller, lo cual hubiera
complicado la situación. Sin embargo, el día quince de
septiembre terminó sin sobresalto ninguno. El dieciséis
no justificó tampoco los temores que Hans Stenger nos
había hecho concebir, ni siquiera durante la noche
habíamos escuchado ninguna detonación que viniera del
Argonne. Acaso los aliados ignoraban que el desfiladero de la Cruz del
Bosque estuviese libre. En todo caso, como lo estrecho de dicho paso
podría ser un obstáculo a la marcha de una columna con
sus cajones y sus equipajes, las tropas deberían procurar forzar
el paso del Grand Pré o de las isletas.
Este pensamiento nos había hecho recobrar
alguna esperanza. Por otra parte, el reposo y los cuidados
habían producido una sensible mejoría en el estado de la
señora Keller. ¡Qué valerosa mujer! Lo que le
faltaba era la fuerza física, no la energía moral.
Pero ¡que suerte tan mala! Al amanecer del
diecisiete, cuando más tranquilos nos hallábamos,
empezaron a dejarse ver en la población algunas figuras
sospechosas. Se presentaban como tratantes de gallinas que recorren los
pueblos registrando los gallineros. No había duda alguna de que
entre ellos había muchos bribones, y desde luego se veía
que pertenecían a la raza alemana, y que la mayor parte de ellos
hacían el oficio de espías.
Con gran susto de nuestra parte Juan se vio obligado a
ocultarse, por temor de ser reconocido.
Como este hecho debía parecer muy
extraño a la familia Stenger, yo estaba decidido a decirlo todo,
cuando a eso de las cinco de la tarde, Hans entró gritando:
-¡Los austríacos¡ ¡Los
austríacos! ¡Que llegan los austríacos!
En efecto, varios millares de hombres con chaquetillas
blancas y schakos con alta placa y águila de dos cabezas,
kaiserlicks, llegaban por el desfiladero de la Cruz del Bosque,
después de haber huido desde la aldea de Boult. Sin duda los
espías les habían hecho saber que el camino estaba libre.
¡Quién sabe si toda la invasión no se
verificaría por allí!
Al grito arrojado por Hans Stenger, el señor
Juan había reaparecido en la habitación en que su madre
estaba acostada.
Parece que todavía la estoy viendo. Estaba en
pie delante de la puerta. Esperaba... ¿Qué esperaba?
Acaso que todas las salidas le fuesen cerradas, y que cayera prisionero
de los austríacos, en cuyo caso los prusianos no
tardarían seguramente en reclamarle, lo cual era para él
la muerte.
La señora Keller se irguió sobre su
lecho, exclamando:
-¡Juan! ¡Huye, querido hijo mío;
huye al instante!
-¡Sin tí, madre mía!
-Yo te lo mando.
-Huya, Juan -dijo la señorita Marta-. Su madre
es la mía, y nosotros no la abandonaremos.
-¡Marta!
-Yo también lo quiero.
Ante estas dos voluntades, no había más
remedio que obedecer. El ruido aumentaba por momentos. La cabeza de la
columna se esparcía ya por las calles de la población.
Bien pronto los austríacos llegarían a ocupar la casa de
Hans Stenger.
El señor Juan abrazó a su madre, dio un
último beso a la señorita Marta, y
desapareció.
Entonces oí a la señora Keller
pronunciar esta palabras:
-¡Pobre hijo mío! ¡Sólo, a
través de este país que no conoce! ¡Natalis!...
-¡Natalis! -repitió la señorita
Marta, señalándome la puerta.
Yo había comprendido lo que aquellas dos pobres
mujeres deseaban de mí.
-¡Adiós! -exclamé.
Un instante después, yo también estaba
fuera de la población.

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