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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo XX

El bosque del Argonne ocupa un espacio de trece a catorce leguas de extensión, desde Sedán, que está al norte, hasta la pequeña aldea de Passavant, que se encuentra al sur. Su anchura media es de unas dos a tres leguas. Allí está situado como una avanzada, que cubre nuestra frontera del este con su línea de macizos casi impenetrables. Las maderas y las aguas se mezclan y confunden allí, en una confusión extraordinaria, en medio de los altos y bajos del terreno, entre torrentes y estanques, que a una columna le sería imposible seguramente franquear.

Este bosque está comprendido entre dos ríos. El Aisne le bordea por todo su lado izquierdo, desde los primeros arbustos del sur hasta la aldea de Semuy, al norte. El Aire le costea también a partir de Fleury, hasta su principal desfiladero. Desde allí, este río se vuelve por medio de un recodo brusco, y se dirige hacia el Aisne, en el cual se arroja no lejos del Senuc.

Del lado del Aire, las principales poblaciones son Clermont, Varennes, donde Luis XVI fue detenido en su huida, Buzancy y Chene Populeux; del lado del Aisne, Saint Menehould,Ville sur Tourbe, Monthois y Vouziers.

Por su forma, a nada podría compararse mejor este bosque que a un gran insecto con las alas plegadas inmóvil o dormido entre dos corrientes de agua. Su abdomen es toda la parte interior, que es la más importante. Su busto y su cabeza están figurados por la parte superior, que se dibuja por encima del desfiladero del Grand Pré a través del cual corría el Aire, de cuyo curso he hablado antes.

Aunque en casi toda su extensión, el Argonne está cortado por aguas corrientes y erizado de espesos arbustos y matorrales, se puede, sin embargo, atravesarle por diferentes pasos, estrechos sin duda, pero practicables aun para regimientos enteros.

Es conveniente que los indique aquí, a fin de hacer comprender mejor cómo han pasado las cosas.

Cinco desfiladeros atraviesan el Argonne de parte a parte. En el abdomen de mi insecto, el que está más al sur, llamado de las sietes, va de Clermont a Saint Menehould, bastante directamente.

El otro, el llamado de la Chalade, no es más que una especie de senda que llega hasta el curso del Aisne, cerca de Vienne le Chateau.

En la parte superior del bosque no se cuentan menos de tras pasos. El más ancho y más importante, el que separa el busto del abdomen, es el desfiladero del Grand Pré.

El Aire la recorre todo entero, desdeSaint- Juvin; corre entre Termes y Senue, y después se arroja en el Aisne a legua y media de Monthois. Por encima del desfiladero del Grand Pré, a dos leguas poco más o menos, el desfiladero de la Cruz del Bosque -retengan bien este nombre- atraviesa el bosque del Argonne, desde Boultaux Bois, hasta Longwe, y no es más que un camino de leñadores.

En fin, dos leguas más arriba, el desfiladero de Chene Populeux, por donde pasa el camino de Rethel a Sedán, después de haber dado dos rodeos, llega hasta el Aisas, enfrente de Vouziers.

Por consiguiente, sólo por este bosque podían los imperiales avanzar hacia Chatons sur Marne. Desde allí, encontrarían ya el camino abierto hasta París.

En vista de esto, lo que había que hacer era impedir a Brunswick y a Clairfayt que franquearan el Argonne, cerrándoles cuanto antes los cinco desfiladeros que podían dar paso a sus columnas.

Dumouriez, militar muy hábil, había comprendido esto el primer golpe de vista. Parecía que esto era cosa muy sencilla; sin embargo, era preciso pensarlo bien, mucho más cuando era posible que a los coligados no se les hubiese ocurrido siquiera la idea de ocupar aquéllos pasos.

Otra ventaja que ofrecía este plan era la de no retroceder hasta el Marino, que es nuestra última línea de defensa antes de llegar a París. Al mismo tiempo, los coligados se verían en la necesidad de detenerse en el territorio de Champagne Pouille, donde carecerían de todo recurso, en vez de extenderse por aquellas ricas llanuras situadas al otro lado del Argonne, para pasar allí el invierno, si les convenía invernar.

Este plan fue, pues, estudiado en todos sus detalles, y -lo que ya era un comienzo de ejecución- el treinta de agosto, Dillon, a la cabeza de ocho mil hombres, había llevado a cabo un movimiento audaz, durante el cual, los austríacos, como antes he dicho, fueron rechazados hasta la ribera derecha del Mosa. Después, esta columna había venido a ocupar el desfiladero situado más al sur, el de las isletas, habiendo tenido antes la precaución de guardar el paso de la Charlade.

En efecto, el movimiento no carecía de cierta audacia. En vez de hacerse del lado del Aisne apoyándose en los macizos del bosque, había sido practicado del lado del Mosa, presentando el flanco al enemigo. Pero Dumouriez lo había querido así, a fin de ocultar mejor sus proyectos a los coligados.

Su plan habría de tener buen éxito.

El día cuatro de septiembre llego Dillon al desfiladero de las isletas.

Dumouriez, que había salido después que Dillon con quince mil hombres, se había apoderado del Grand Pré, un poco antes, cerrando así el paso principal del Argonne.

Cuatro días después, el siete, el general Dubourg se dirigía a Chene Populeux, con objeto de defender el Norte del bosque contra cualquiera invasión de los imperiales.

En seguida se ocuparon unos y otros en levantar parapetos, abrir trincheras, interceptar con empalizadas los senderos, y establecer baterías para cerrar más seguramente los pasos.

El del Grand Pré se convirtió en un verdadero campamento, con sus tropas repartidas por el anfiteatro que formaban aquellas alturas, y cuya cabeza estaba formada por el Aire.

En aquel momento, de las cinco entradas del Argonne, cuatro estaban interceptadas, como poternas de ciudadela, con su rastrillo echado y su puente levadizo levantado.

Sin embargo, quedaba un quinto paso entreabierto todavía. Este había parecido tan poco practicable, que Dumouriez no se había apresurado a ocuparle. Y yo añado que fue precisamente hacia este paso adonde nos condujo nuestra mala fortuna. En efecto, el desfiladero de la Cruz del Bosque, situado entre el Chene Populeux y el Grand Pré, a igual distancia de uno que de otro, unas diez leguas aproximadamente, iba a permitir a las columnas enemigas penetrar a través del Argonne.

Y dicho esto, vuelvo a ocuparme de lo que a nosotros nos concierne.

El trece de septiembre por la noche llegamos a la pendiente lateral del Argonne, después de haber evitado el atravesar las aldeas de Briquenay y de Bouli aux Bois, que debían estar ocupadas por los austríacos.

Como yo conocía los desfiladeros del Argonne, por haberlos recorrido varias veces cuando estaba de guarnición en el Este, había precisamente escogido el de la Cruz del Bosque, que me parecía ofrecer varias ventajas. Para mayor seguridad, por un exceso de prudencia, no era este tampoco el camino que yo pensaba seguir, sino un estrecho sendero que se aproxima a él y que va de Briquenay a Longwe. Tomando esta especie de vereda, atravesaríamos el Argonne por uno de sus sitios de mayor espesor, al abrigo de las encínas, de las hayas, de los álamos blancos, de los sauces y de los castaños que crecen en aquellos sitios del bosque, menos expuestos a las heladas del invierno. De aquí una garantía de que no encontraríamos a los merodeadores y vagabundos, y de alcanzar al fin la orilla izquierda del Aisne, del lado de Vouziers, donde ya no tendríamos nada que temer.

La noche del trece al catorce la pasamos, como de costumbre, bajo las ramas de los árboles.

A cada momento podía aparecer el colback de un lancero, o el schako de un granadero prusiano. Por esta razón, era grande mi deseo de llegar al fondo del bosque, y ya comenzaba a respirar más a mi gusto, cuando al día siguiente remontamos el sendero que conduce a Longwe, dejando a nuestra derecha la aldea de la Cruz del Bosque.

Esta jornada fue en extremo penosa. El suelo, montuoso, cortado a trechos por barrancos, interceptado por árboles muertos, hacía las marchas excesivamente duras.

Por lo mismo que el camino no era frecuentado, ofrecía indudablemente mayores dificultades. El señor de Lauranay marchaba con un paso bastante rápido, a pesar de las grandes fatigas que había sufrido, que eran mayores para un hombre de su edad. La señorita de Lauranay y mi hermana, con el pensamiento de que aquellas eran ya las últimas jornadas, marchaban bien resueltas a no desfallecer ni un solo instante. Pero la señora Keller estaba ya en la última extremidad. Era preciso sostenerla, sin lo cual hubiera caído al suelo a cada paso.

Sin embargo, no exhalaba una sola queja. Si su cuerpo estaba cansado, el alma permanecía fuerte. Yo dudaba, no obstante, que a la pobre señora le fuese posible llegar al término de nuestro viaje.

Llegada la noche, se organizó el descanso como de ordinario. El saco de las provisiones suministró lo necesario para reconfortarnos suficientemente, pues el hambre cedía siempre ante la necesidad de reposar y de dormir.

Cuando me encontré solo con el señor Juan, le hablé del estado de su madre, que se hacía más inquietante a cada momento.

-Hace todos los esfuerzos posibles por seguir -le dije-; pero si no podemos darle algunos días de reposo...

-Bien lo veo, Natalis -respondió tristemente el señor Juan-. A cada paso que da mi pobre madre es como si marchara sobre mi corazón. ¿Qué hacer?

-Es preciso llegar cuanto antes a la aldea más próxima, señor Juan. Entre usted y yo la llevaremos. Ni los austríacos ni los prusianos se atreverán seguramente a marchar a través de esta parte del Argonne, y allí, en alguna casa, podremos esperar mejor a que el país esté un poco más tranquilo.

-Sí, Natalis; ese es el partido más prudente que podemos tomar. ¿Pero no podremos llegar hasta Longwe?

-Esa población está todavía muy lejos, señor Juan; su madre no podrá llegar hasta allí.

-¿Dónde ir entonces?

-Yo le propondría que marcháramos por la derecha, a través de los matorrales, para llegar a cualquier aldea, aunque fuese la de la Cruz del Bosque.

-¿A qué distancia está?

-A una legua todo lo más.

Entonces vamos a la Cruz del Bosque. Mañana, al romper el día, emprenderemos de nuevo la marcha.

Francamente, yo no imaginaba que se pudiese hacer otra cosa mejor, estando, como estaba, en la persuasión de que el enemigo no se aventuraría por el norte del Argonne.

Sin embargo, el reposo de aquella noche fue particularmente turbado por el fuego graneado de los fusiles, y de tiempo en tiempo por el sordo estampido del cañón. No obstante; como estas detonaciones estaban todavía bastante lejanas, y sonaban muy detrás de nosotros, suponía yo, con alguna apariencia de razón, que Clairfayt o Brunswick trataban de forzar el desfiladero del Grand Pré, el solo que pudiese ofrecer una vía bastante ancha y mejor para el paso de sus columnas.

El señor Juan y yo no pudimos tener ni una hora de descanso. Fue preciso estar constantemente de centinela, a pesar de que estábamos internados en lo más espeso del bosque, y además completamente fuera del sendero que conduce a Briquenay. Al día siguiente, apenas empezó a clarear, nos pusimos en marcha. Yo había cortado algunas ramas de árbol, con las cuales pudimos hacer una especie de litera; un montón de hierbas secas colocado encima permitiría a la señora Keller tenderse en ella, y con algunas precauciones, quizá llegáramos a conseguir ahorrarle algunas de las molestias del camino.

Pero la señora Keller comprendió el exceso de fatiga que esto había de causarnos.

-No -dijo-. No, hijo mio; aún tengo fuerzas para caminar, ¡iré a pie!

-No puedes, madre mía; convéncete de ello -dijo el señor Juan.

-En efecto, señora Keller -añadí yo-, no puede. Nuestro designio es llegar lo más pronto posible a la aldea más próxima, y nos importa mucho llegar cuanto antes. Allí esperaremos que este usted restablecida. Después de todo, estamos ya en Francia, y ni una puerta permanecerá cerrada a nuestro llamamiento.

La señora Keller no se rindió, sin embargo. Después de haberse levantado, intentó dar algunos pasos, y hubiese caído al suelo, si su hijo y mi hermana no hubiesen estado a su lado para sostenerla.

-Señora Keller -le dije yo entonces-. Lo que nosotros queremos es la salvación de todos. Durante la noche, repetidos disparos han sonado en la linde del bosque del Argonne. El enemigo no está lejos; tengo la esperanza de que no intentará nada por este lado. En la Cruz del Bosque ya no tendremos temor ninguno de ser sorprendidos; pero es preciso llegar allí hoy mismo a toda costa.

La señorita Marta y mi hermana unieron sus ruegos a los nuestros. El señor de Lauranay intervino también, y la señora Keller acabó por ceder a nuestras súplicas.

Un instante después, la señora Keller estaba tendida en aquella especie de palanquín, que el señor Juan sostenía por una extremidad y yo por la otra. Nos pusimos en marcha, y el sendero de Briquenay fue atravesado oblicuamente en dirección del norte.

No insistiré más en las dificultades de aquella marcha a través de los espesos matorrales; la necesidad de buscar entre los arbustos pasos practicables; las paradas frecuentes que fue preciso hacer. Salimos al fin de aquellas espesuras, y hacia el mediodía del quince de septiembre llegamos a la Cruz del Bosque, después de emplear cinco penosísimas horas en recorrer legua y media.

Con gran admiración mía, y con gran disgusto de todos, la aldea estaba abandonada. Todos los habitantes habían huido de allí, unos hacia Vouziers, otros hacia Chene Populeux. ¿Qué pasaba, pues?

Anduvimos vagando por las calles encontrando todas las puertas y ventanas corridas; por consiguiente, los recursos con que yo creía contar iban a faltarnos por completo.

-De allí creo que sale humo -dijo mi hermana, señalando hacia la extremidad de la población.

Yo corrí precipitadamente hacia la casilla de donde salía el humo, y llamé a la puerta. Un hombre apareció.

Tenía una cara agradable, una de esas caras de aldeano lorenés que inspiran simpatías. Debía ser un hombre honrado.

-¿Qué quiere? -me dijo.

-Que nos haga el favor de prestarnos albergue a mis compañeros y a mí.

-¿Y quién son ustedes?

-Franceses arrojados de Alemania, que no saben dónde guarecerse.

-¡Entren!

Aquel aldeano se llamaba Hans Stenger, y habitaba aquella casa con su mujer y su suegra. El no haber abandonado la aldea de la Cruz del Bosque se debía a que su suegra no podía moverse del sillón en que la tenía postrada la parálisis desde hacía muchos años.

Entonces Hans Stenger nos hizo saber por qué había sido abandonada la población. Todos los desfiladeros del Argonne habían sido ocupados por las tropas francesas. Sólo el de la Cruz del Bosque estaba abierto, por lo cual se esperaba que los imperiales se apresurasen a ocuparle, lo cual indudablemente sería precursor de grandes desastres.

Como se ve, nuestra mala fortuna nos había conducido precisamente allí donde no debíamos ir de ninguna manera.

En cuanto a salir de la Cruz del Bosque y arrojarnos de nuevo a través de las espesuras del Argonne, el estado de la señora Keller nos lo impedía. Aún podíamos darnos por contentos de haber caído en manos de franceses tan bondadosos como los Stenger.

Eran unos campesinos bastante bien acomodados; y parecían muy contentos de poder prestar un servicio a sus compatriotas que se encontraban en tan mala situación.

No hay que decir que nosotros habíamos ocultado cuidadosamente la nacionalidad de Juan Keller, lo cual hubiera complicado la situación. Sin embargo, el día quince de septiembre terminó sin sobresalto ninguno. El dieciséis no justificó tampoco los temores que Hans Stenger nos había hecho concebir, ni siquiera durante la noche habíamos escuchado ninguna detonación que viniera del Argonne. Acaso los aliados ignoraban que el desfiladero de la Cruz del Bosque estuviese libre. En todo caso, como lo estrecho de dicho paso podría ser un obstáculo a la marcha de una columna con sus cajones y sus equipajes, las tropas deberían procurar forzar el paso del Grand Pré o de las isletas.

Este pensamiento nos había hecho recobrar alguna esperanza. Por otra parte, el reposo y los cuidados habían producido una sensible mejoría en el estado de la señora Keller. ¡Qué valerosa mujer! Lo que le faltaba era la fuerza física, no la energía moral.

Pero ¡que suerte tan mala! Al amanecer del diecisiete, cuando más tranquilos nos hallábamos, empezaron a dejarse ver en la población algunas figuras sospechosas. Se presentaban como tratantes de gallinas que recorren los pueblos registrando los gallineros. No había duda alguna de que entre ellos había muchos bribones, y desde luego se veía que pertenecían a la raza alemana, y que la mayor parte de ellos hacían el oficio de espías.

Con gran susto de nuestra parte Juan se vio obligado a ocultarse, por temor de ser reconocido.

Como este hecho debía parecer muy extraño a la familia Stenger, yo estaba decidido a decirlo todo, cuando a eso de las cinco de la tarde, Hans entró gritando:

-¡Los austríacos¡ ¡Los austríacos! ¡Que llegan los austríacos!

En efecto, varios millares de hombres con chaquetillas blancas y schakos con alta placa y águila de dos cabezas, kaiserlicks, llegaban por el desfiladero de la Cruz del Bosque, después de haber huido desde la aldea de Boult. Sin duda los espías les habían hecho saber que el camino estaba libre. ¡Quién sabe si toda la invasión no se verificaría por allí!

Al grito arrojado por Hans Stenger, el señor Juan había reaparecido en la habitación en que su madre estaba acostada.

Parece que todavía la estoy viendo. Estaba en pie delante de la puerta. Esperaba... ¿Qué esperaba? Acaso que todas las salidas le fuesen cerradas, y que cayera prisionero de los austríacos, en cuyo caso los prusianos no tardarían seguramente en reclamarle, lo cual era para él la muerte.

La señora Keller se irguió sobre su lecho, exclamando:

-¡Juan! ¡Huye, querido hijo mío; huye al instante!

-¡Sin tí, madre mía!

-Yo te lo mando.

-Huya, Juan -dijo la señorita Marta-. Su madre es la mía, y nosotros no la abandonaremos.

-¡Marta!

-Yo también lo quiero.

Ante estas dos voluntades, no había más remedio que obedecer. El ruido aumentaba por momentos. La cabeza de la columna se esparcía ya por las calles de la población. Bien pronto los austríacos llegarían a ocupar la casa de Hans Stenger.

El señor Juan abrazó a su madre, dio un último beso a la señorita Marta, y desapareció.

Entonces oí a la señora Keller pronunciar esta palabras:

-¡Pobre hijo mío! ¡Sólo, a través de este país que no conoce! ¡Natalis!...

-¡Natalis! -repitió la señorita Marta, señalándome la puerta.

Yo había comprendido lo que aquellas dos pobres mujeres deseaban de mí.

-¡Adiós! -exclamé.

Un instante después, yo también estaba fuera de la población.

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