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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo XVII

Al ruido, el señor de Lauranay, la señorita Marta y mi hermana, súbitamente despertadas, se habían lanzado fuera de la choza. En el hombre que salía conmigo de entre la espesura del bosque, no habían podido adivinar al señor Juan, ni a la señora Keller, que acababa de aparecer casi en seguida. El señor Juan se lanzó hacia ellos. Antes de que hubiese pronunciado una palabra, lo había reconocido la señorita Marta, y él la estrechaba contra su corazón.

-¡Juan! -murmuró la joven.

-¡Sí, Marta! ¡Yo mismo! ¡Y mi madre también!

La señorita de Lauranay se arrojó en los brazos de la señora Keller.

No convenía perder la sangre fría ni cometer imprudencias.

-Entremos todos en la choza -dije-; le va en ello la cabeza, señor Juan.

-¡Qué! ¿Saben quizás, Natalis?...

-Mi hermana y yo lo sabemos todo.

-¿Y tú, Marta, y usted, señor de Lauranay? -preguntó la señora Keller.

-¿Pues qué hay de nuevo? -exclamó la señorita Marta.

-Van a saberlo -respondí yo-. Entremos.

Un instante después, todos estábamos encajonados dentro de la choza. Si no nos veíamos unos a otros, al menos nos oíamos. Yo, colocado cerca de la puerta, escuchando siempre, no dejaba de observar el camino.

Y el señor Juan lo refirió todo, no interrumpiéndose más que para escuchar si había algún ruido en el exterior.

Por otra. porte, este relato lo hizo el señor Juan con un tono fatigoso, con frases entrecortadas, que le permitían tomar aliento, como si llegase sofocado por una larga carrera.

-Querida Marta -dijo-. Esto debía suceder, y más vale que me encuentre aquí, oculto en esta choza, que allí, bajo las órdenes del coronel von Grawert y en la misma compañía del teniente Frantz.

Entonces, en pocas palabras, Marta y mi hermana supieron lo que había pasado antes de nuestra salida de Belzingen; la provocación insultante del teniente; el encuentro convenido, y su negativa a llevarlo a efecto después de la incorporación del señor Juan al regimiento de Lieb.

-Sí -dijo el señor Juan-. Yo iba a estar bajo las órdenes de aquel oficial, que podría entonces vengarse de mí a su placer, en lugar de verme enfrente de él con un sable en la mano. Y aquel hombre que los había insultado, Marta, yo le hubiera matado; estaba seguro de ello.

-¡Juan! ¡pobre Juan! -murmuró la joven.

-El regimiento fue enviado a Borna -añadió Juan Keller-. Allí, durante un mes, fui sometido a los trabajos más duros, humillado en el servicio, castigado injustamente, tratado como no se trata a un perro; y todo por Frantz. Yo me contenía; lo soportaba todo, pensando en usted, Marta, en mi madre, en todos mis amigos. ¡Ah! ¡No saben lo que he sufrido! En fin, el regimiento salió para Magdeburgo. Allí fue donde mi madre pudo reunirse conmigo; pero fue allí también donde una noche, hace cinco días, en una calle en que yo me encontraba solo con el teniente Frantz, después de haberme llenado de injurias, me hirió con su látigo. Ya eran demasiadas humillaciones y demasiados insultos. Me arrojé sobre él, ciego, y le herí fuertemente.

-¡Mi pobre Juan!... -murmuró de nuevo la señorit Marta.

-Yo estaba perdido, si no lograba escaparme -añadió el señor Juan-. Felizmente, pude encontrar a mi madre en la fonda en que se alojaba. Algunos instantes después había cambiado mi uniforme por un traje de paisano, y salimos de Magdeburgo. Al día siguiente, según supe bien pronto, estaba condenado a muerte por un consejo de guerra, se ponía a precio mi cabeza: ¡mil florines a quien me entregara! ¿Cómo poder salvarme? No lo sabía: pero yo quería vivir, Marta; quería vivir para volver a verlos a todos.

En este instante el señor Juan se interrumpió.

-¿Se oye algún ruido? -preguntó.

Yo me lancé fuera de la choza. El camino estaba silencioso y desierto. No obstante, apliqué mi oído al suelo. Ningún ruido sospechoso se escuchaba por el lado del bosque.

-No se oye nada -dije, entrando.

-Mi madre y yo -continuó el señor Juan- nos habíamos lanzado a través de las campiñas de Sajonia, con la esperanza de poder alcanzarlos, puesto que mi madre conocía el itinerario que la policía les había obligado a seguir. Caminábamos casi siempre y con preferencia durante la noche, comprando un poco de alimento en las casas aisladas, atravesando de prisa las poblaciones, en muchas de las cuales podía leer el edicto que ponía a precio mi cabeza.

-Si; el edicto que mi hermana y yo hemos leído en Gotha -repliqué yo.

-Mi designio -dijo el señor Juan- era tratar de llegar a Thuringia, donde, según mis cálculos, debían hallarse todavía. Además, allí estaría con más seguridad. Al fin llegamos a las montañas. ¡Qué camino tan rudo!... Bien lo saben, Natalis, puesto que se han visto obligados a recorrer una parte a pie.

-En efecto, señor Juan -repliqué-. Pero ¿quién ha podido decirle?...

-Ayer tarde, cuando llegábamos al lado de allá del desfiladero de Gebauer -respondió el señor Juan-, vi una berlina partida por la mitad, que había sido abandonada en medio del camino. En el momento reconocí el carruaje del señor de Lauranay. Era claro que les había acontecido algún accidente. ¿Estaban sanos y salvos? ¡Ah! ¡Qué angustias experimentamos! Mi madre y yo habíamos caminado toda la noche y al llegar el día era preciso ocultarnos.

-¡Ocultarse! -dijo mi hermana-. ¿Y por qué? ¿Acaso son perseguidos?

-Sí -respondió el señor Juan-; perseguidos por tres bribones que habíamos encontrado a la bajada del desfiladero de Gebauer, el cazador furtivo Buch y sus dos hijos, de Belzingen. Ya los había yo visto en Magdeburgo, en seguimiento del ejército, con otro gran número de vagos y ladrones de su especie. Sin duda sabían que había mil florines que ganar siguiendo mi pista; eso es lo que han hecho, y esta misma noche hace apenas dos horas, hemos sido atacados rudamente a una media legua de aquí, en el lindero del bosque.

-¿Es decir, que los dos tiros que yo creí oír?...

-Son los que han disparado ellos, Natalis. Mi sombrero ha sido atravesado por una bala, sin embargo, refugiándonos en una espesura tanto mi madre como yo, hemos podido escapar de esos miserables. Sin duda, han debido creer que hemos retrocedido en nuestro camino, pues se han dirigido por el lado de la montaña. Entonces nosotros hemos emprendido nuestra marcha hacia la llanura, y al llegar al límite de bosque lo he reconocido en el silbido, Natalis.

-¡Y yo que he disparado sobre usted, señor Juan, al ver un hombre que avanzaba!...

-Poco importa, Natalis; pero es posible que su tiro haya sido oído, y es preciso que me marche al instante.

-¿Sólo? -exclamó la señorita Marta.

-¡No! Partiremos juntos -respondió el señor Juan-. Si es posible, no nos separaremos hasta haber alcanzado la frontera francesa. Cuando la hayamos pasado, será ocasión de pensar en una separación, que acaso, sea muy larga.

Todos sabíamos ya lo que nos importaba saber; es decir, cuán amenazada estaría la vida del señor Juan, si el cazador furtivo Buch y sus dos hijos volvían a ponerse sobre sus huellas. Indudablemente trataría de defenderse contra aquellos bribones; no se rendiría sin luchar tenazmente; pero ¿cuál sería el resultado de esta lucha, en el caso probable de que los Buch hubieran reunido algunas gentes de la peor especie, de tantas como entonces infestaban la campiña?

En muy pocas palabras, el señor Juan fue puesto al corriente de todo lo que nos había acontecido desde nuestra salida de Belzingen, y de cómo nuestro viaje se había hecho sin grandes tropiezos hasta el accidente del Gebauer.

Pero al presente, la carencia de caballos y de carruaje nos ponía en una situación extremadamente difícil.

-Es preciso procurarse a toda costa medios de transporte -dijo el señor Juan.

-Yo tengo esperanza de que nos será fácil encontrarlos en Tann -respondió el señor de Lauranay-. En todo caso, mi querido Juan, no permanezcamos más tiempo en esta choza. Buch y sus hijos se han extraviado quizás por este lado; es preciso aprovecharnos de lo que nos queda de noche.

-¿Podra seguirnos, Marta? -preguntó el señor Juan.

-Estoy dispuesta -contestó la señorita de Lauranay.

-¿Y tú, madre mía, que acabas de soportar tantas fatigas?

-En marcha, hijo mío -dijo la señora Keller.

No nos quedaban más que algunas pocas provisiones; apenas las necesarias para llegar hasta Tann; pero de todos modos, eran las suficientes para evitarnos el tenernos que detener en las aldeas por donde Buch y sus hijos podrían o habrían podido pasar.

En vista de todos estas circunstancias, se decidió lo siguiente antes de ponerse en camino; pues ante todo era preciso asegurar el niño, como decimos los picardos en el juego del piquet. En tanto que no hubiera peligro en separarnos, estábamos decididos a no hacerlo, indudablemente, lo que había de ser relativamente fácil para el señor de Lauranay y para la señorita Marta, para mi hermana y para mí, puesto que nuestros pasaportes nos protegían hasta la frontera francesa, sería mucho más difícil para la señora Keller y su hijo. Por consiguiente, éstos debían tomar la precaución de no entrar en las ciudades por las cuales se nos había obligado a pasar a nosotros.

Se detendrían antes de entrar, y nos esperarían al otro lado a nuestra salida. De esta manera, quizá no fuera imposible hacer el viaje juntos.

-Partamos, pues -dije yo-. Si puedo comprar un carruaje y dos caballos en Tann, ahorraremos muchas fatigas a su madre, a la señorita Marta, a mi hermana y al señor de Lauranay. En cuanto a nosotros, señor Juan, no nos apuraremos por unos cuantos días de marcha y unas cuantas noches de dormir al raso; y ya vera qué hermosas son en estas noches las estrellas que brillan sobre la tierra de Francia.

Dicho esto, yo me adelanté una veintena de posos hacia el camino. Eran las dos de la madrugada. Una profunda oscuridad envolvía todo el paisaje Sin embargo, en las más altas crestas de las montañas se vislumbraban ya las primeras claridades del alba.

Pero si yo no podía ver nada, al menos podía oír. Escuché por todos lados con una atención extrema. La atmósfera estaba tan tranquila, que el más leve ruido de pasos por entre el ramaje de la arboleda no hubiera podido escapárseme.

No se oía nada. Era preciso convenir en que Buch y sus hijos habían perdido las huellas de Juan Keller. Ya estábamos todos fuera de la choza. Yo había cargado con las provisiones que quedaban, y les aseguro que no formaban un fardo muy pesado. De las dos pistolas que yo llevaba, di una al señor Juan, y me quedé con la otra. Si la ocasión se presentaba, seguramente sabríamos servirnos de ellas.

En aquel momento, el señor Juan se aproximó a la señorita de Lauranay, y cogiéndole una mano, le dijo con voz conmovida:

-Marta, cuando quise tener la dicha de hacerla mi esposa, mi vida me pertenecía. Ahora, no soy más que un fugitivo, un condenado a muerte... ¡No tengo ya el derecho de asociar su vida a la mía!

-Juan -respondió la señorita Marta-, estamos unidos ante Dios. ¡Que Dios nos guíe!...

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