El camino de Francia
Capítulo XXI
¡Separados, después de tres semanas de un
penoso viaje que, con un poco más de suerte, nos hubiera
conducido a buen fin!
Separados, cuando algunas leguas más adelante
teníamos todos la salvación asegurada. ¡Separados,
con el temor de no volvernos a ver jamás! Y luego,
¡aquellas mujeres, abandonadas en la casa de un aldeano, en medio
de una población ocupada por el enemigo, no teniendo por
defensor más que a un anciano de setenta años!
Verdaderamente, yo creo que hubiera debido permanecer a su lado; pero
no pensando más que en el fugitivo a través del temible
bosque del Argonne, que no conocía, ¿podía dudar
en reunirme al señor Juan, a quien podía ser tan
útil?
En cuanto al señor de Lauranay y sus
compañeras, estos no tenían que temer más que por
su libertad, al menos yo así lo esperaba; pero el señor
Juan estaba expuesto a perder la vida. Este solo pensamiento hubiera
bastado para detenerme, si hubiese tenido la tentación de volver
a la Cruz del Bosque.
Veamos ahora qué era lo que había
pasado, y por qué aquella población había sido
invadida el día diecisiete.
Se recordará que de los cinco desfiladeros del
bosque del Argonne, uno solo, el de la Cruz del Bosque, había
quedado sin ocupar por los franceses. Sin embargo, a fin de estar
prevenido contra toda sorpresa, Dumouriez había enviado a la
desembocadura de este paso, por la parte de Longwe, un coronel con dos
escuadrones y dos batallones. Esto sucedía a bastante distancia
de la Cruz del Bosque para que Hans Stenger hubiera tenido conocimiento
de este hecho. Por otra parte, tal era la convicción de que los
imperiales no se aventurarían a pasar a través de este
desfiladero, que no se tomó ninguna aldea para defenderle. No se
hicieron ni fosos, ni trincheras, ni empalizadas; y hasta persuadido de
que nada amenazaba el Argonne por aquella parte, el coronel
solicitó volver a enviar una parte de sus tropas al cuartel
general, lo cual le fue concedido en seguida.
Entonces fue cuando los austríacos, mejor
informados, enviaron a reconocer el paso. Consecuencia de esto fue
aquella visita de un sinnúmero de espías alemanes que
aparecieron en la Cruz del Bosque, y después la ocupación
del desfiladero. Y vean aquí cómo, por consecuencia de un
falso cálculo, una de las puertas del Argonne quedaba abierta a
los ejércitos extranjeros para entrar en Francia.
En el momento que Brunswick tuvo noticia de que el
paso de la Cruz del Bosque había quedado libre, dio orden de
ocuparlo; y esto sucedió precisamente en el momento en que,
hallándose muy apurado para desembocar en las llanuras de la
Champagne, se disponía a subir con sus tropas hacia
Sedán, a fin de dar la vuelta al Argonne por el norte. Pero
quedando por él la Cruz del Bosque, podía, aunque con
algunas dificultades, introducirse por aquel desfiladero. Envió,
pues, una columna austríaca con los emigrados, a las
órdenes del príncipe de Ligne.
El coronel francés y sus hombres, sorprendidos
por aquel inesperado ataque, se vieron obligados a ceder el sitio a los
invasores y replegarse hacia el Grand Pré. El enemigo
quedó, pues, dueño del desfiladero.
Esto es lo que había ocurrido en el momento en
que nosotros nos veíamos obligados a emprender la huida.
Después Dumouriez intentó reparar aquella falta tan grave
enviando al general Chazot con dos brigadas, seis escuadrones y cuatro
piezas de a ocho, para arrojar a los austríacos antes de que
hubieran tenido tiempo de atrincherarse.
Desgraciadamente, el catorce, Chazot no se
halló en disposición de operar, y el quince tampoco.
Cuando atacó en la tarde del dieciséis, era ya demasiado
tarde.
En efecto, si al principio rechazó, a los
austríacos del desfiladero, si les causó la muerte del
mismo príncipe de Ligne, bien pronto se vio obligado a resistir
el choque de fuerzas superiores; y a pesar de sus heroicos esfuerzos,
el paso de la Cruz del Bosque quedó definitivamente perdido.
Falta muy lamentable para Francia, y aún
añadiré que para nosotros, pues sin este deplorable
error, desde el día quince hubiéramos podido encontrarnos
indudablemente en medio de los franceses.
Al presente, esto ya no era posible. En efecto,
Chazot, viéndose aislado del cuartel general retrocedió
hasta Vouziers, en tanto que Dubourg que ocupaba la posición de
Chene Populeux, temiendo ser envuelto, retrocedía
prudentemente hacia Attigny.
La frontera de Francia estaba, pues, abierta a las
columnas de los imperiales. Dumouriez corría peligro de ser
copado y verse obligado a rendir las armas.
Si esto sucedía, ya no había
obstáculos serios que oponer a los invasores entra el Argonne y
París.
En cuanto a Juan Keller y a mí, es preciso
convenir en que no nos hallábamos en una situación muy
grata.
A los pocos momentos de haber salido yo de la casa de
Hans Stenger, me había reunido al señor Juan en lo
más espeso del bosque.
-¿Usted, Natalis? -exclamó al verme.
-Sí... yo.
-¿Y su promesa de no abandonar jamás a
Marta ni a mi madre?
-¡Minuto! señor Juan,
escúcheme.
Entonces le referí todo. Le dije que yo
conocía el territorio del Argonne, cuya extensión y
disposición ignoraba él; que la señora Keller y la
señorita Marta me habían dado la orden de seguirle, y que
yo no había dudado.
-Y si he hecho mal, señor Juan, que Dios me
castigue.
-Venga, pues.
En aquel momento no se trataba ya de seguir el
desfiladero hasta la frontera del Argonne. Los austríacos
podían extenderse más allá del desfiladero de la
Cruz del Bosque, y aun seguir el camino de Briquenay. De aquí la
necesidad de marchar en línea recta hacia el sSudoeste, para
franquear la línea del Aisne.
Marchamos, pues, en esta dirección hasta el
momento en que el día desapareció por completo.
Aventurarse en el bosque con la oscuridad de la noche no era posible.
¿Cómo orientarse? Por consiguiente, hicimos alto hasta
que fuera de día.
Durante los primeras horas, no cesamos de oír
los estampidos de los fusiles a menos de media legua de distancia. Eran
los voluntarios de Longwe, que trataban de quitar el desfiladero a los
austríacos; pero no teniendo fuerzas suficientes para ello, se
vieron obligados a dispersarse. Por desgracia, no se desparramaron a
través del bosque, donde nosotros hubiéramos podido
encontrarlos y saber por ellos que Dumouriez tenía su cuartel
general en Grand Pré. Les hubiéramos
acompañado, y allí, según supe más tarde,
hubiera encontrado a mi querido regimiento Real de Picardía, que
había salido de Charleville para reunirse al ejército del
Centro. Una vez llegados a Grand Pré,. tanto el
señor Juan como yo, nos hubiéramos encontrado entre
amigos, nos hubiéramos hallado a salvo, y habríamos visto
lo que convenía hacer para la salvación de los seres
queridos que dejábamos abandonados en la Cruz del Bosque.
Pero los voluntarios habían evacuado el Argonne
y subido río arriba todo el curso del Aisne, a fin de llegar
cuanto antes al cuartel general.
La noche fue muy mala. Caía una lluvia menuda
que calaba hasta los huesos. Nuestros vestidos, desgarrados por las
malezas, se caían a pedazos. Yo no recogería ahora ni
siquiera mi manta, Nuestros zapatos, sobre todo, amenazaban dejarnos
con los pies al aire. ¿Nos veríamos obligados a caminar
descalzos sobre nuestra cristiandad, como se dice en mi aldea? En fin,
nos hallábamos transidos, pues la lluvia continuaba cayendo a
través del ramaje, y yo había buscado en vano un agujero,
un resguardo cualquiera para meternos en él.
Añádanle a esto algunos alertas dados por los centinelas,
los tiros tan próximos, que dos o tres veces se me figuró
haber visto la luz del fogonazo, y la angustia de escuchar a cada
instante resonar el ¡hurrah! prusiano.
Entonces, pues, era preciso esconderse y huir
más lejos, por temor de caer en poder de los enemigos.
¡Allí, polvo y misería! ¡Cuánto
tardaba en llegar el día! En el momento en que aparecieron las
primeras luces del alba, emprendimos nuestra carrera a través
del bosque. Digo carrera, porque caminábamos todo lo de prisa
que permitía la naturaleza del terreno, en tanto que yo me
orientaba lo mejor que podía, por el sol que salía en
aquel momento.
Además, no llevábamos nada en el
estómago, y el hambre nos aguijoneaba. El señor Juan, al
huir, de la casa de los Stenger no había tenido tiempo de coger
provisiones; yo, que salí como un loco por el gran temor de que
los austríacos me cortasen la retirada, no había tampoco
tenido tiempo de proveerme. Nos hallábamos, por consiguiente,
reducidos a danzar delante del buffet, como se dice en
Picardía cuando aquél está vacío.
Si las cornejas y otras muchas clases de aves abundan
en el bosque, y volaban por centenares a través de los
árboles, la caza parecía muy rara.
Apenas se veía de distancia en distancia alguna
que otra cama de liebre, o alguna parejilla de conejos que titilan a
través del follaje; ¿pero cómo atraparlos?
Por fortuna los castaños no escasean en el
Argonne, ni las castañas en aquella estación. Yo
asé algunas entre la ceniza, después de haber encendido
un montón de ramas secas con un poco de pólvora. Esto nos
libró positivamente de morir de hambre.
Llegó la noche. El bosque estaba tan espeso por
aquella parte, que apenas habíamos recorrido tres leguas desde
por la mañana. Sin embargo, la linde del Argonne no podía
estar lejos, dos o tres leguas todo lo más. Se escuchaban las
descargas de mosquetería de los exploradores que
recorrían todo lo largo de la ribera del Aisne. Sin embargo,
necesitaríamos todavía lo menos veinticuatro horas antes
que pudiéramos encontrar un refugio al otro lado del río,
fuese en Vouziers o en alguna otra aldea de la ribera izquierda.
No insistiré sobre las fatigas que pasamos. No
teníamos ni siquiera el tiempo de pensar en ellas.
Aquella noche, a pesar de que mi cerebro estaba
preocupado con mil temores, como tenía mucho sueño, me
tendí a descansar al pie de un árbol. Me acuerdo que en
el momento en que mis ojos se cerraron estaba pensando en el regimiento
del coronel von Grawert, que había dejado una treintena de sus
soldados muertos en la explanada, algunos días antes. Este
regimiento, con su coronel y sus oficiales, le enviaba yo al diablo; y
eso estaba haciendo precisamente cuando me dormí.
Cuando vino el día, pude observar perfectamente
que el señor Juan no había pegado los ojos. No pensaba en
sí mismo; le conocía bastante para estar seguro de ello.
Pero el representarse a su madre y a la señorita Marta en la
casa de la Cruz del Bosque, entre las manos de los austríacos,
expuestas a tantas injurias, y acaso las brutalidades, esto le
oprimía el corazón.
En suma, durante aquella noche, quien había
velado era el señor Juan. Y es preciso que yo tuviera un
sueño muy pesado, pues las detonaciones se escuchaban a muy poca
distancia. Como yo no me despertaba, el señor Juan quería
dejarme dormir.
En el momento en que íbamos a ponernos en
marcha, el señor Juan me paró y me dijo:
-Natalis; escúcheme.
Estas palabras habían sido pronunciadas con la
entonación de un hombre que ha tomado su resolución. Yo
comprendí al punto de qué me quería hablar, y le
respondí sin darle tiempo de proseguir:
-No, señor Juan, no lo escucharé, si es
de separación de lo que quiere hablarme.
-Natalis -replicó-; solamente por sacrificarse
por mí ha querido seguirme.
- Bueno, ¿y qué?
-En tanto que sólo se ha tratado de huir, no he
dicho nada; pero ahora se trata de peligros. Si al fin soy preso, y si
lo prenden conmigo, puede usted estar seguro de que no lo
perdonarán. Su prisión será su muerte, y esto...,
Natalis, no puedo consentirlo. Parta, pues; pase la frontera. Yo
trataré también de hacerlo por mi parte; y si por
desdicha no nos volvemos a ver...
-Señor Juan -respondí-; ya es tiempo de
volver a emprender la marcha. O juntos nos salvaremos, o moriremos
juntos.
-¡Natalis!
-¡Le juro por Dios, que no lo abandonaré,
Juan!
Por fin, nos pusimos en marcha. Las primeras horas del
día habían sido muy calurosas y sofocantes.
La artillería dejaba oír sus estampidos
en medio de las detonaciones de la mosquetería. Era un nuevo
ataque que se libraba en el desfiladero de la Cruz del Bosque; ataque
que no tuvo éxito para los franceses en presencia de un enemigo
tan numeroso.
Después, hacia las ocho, todo quedó de
nuevo silencioso. No se escuchaba ni un solo tiro de fusil.
¡Terrible incertidumbre para nosotros! Ninguna duda quedaba de
que se había librado un combate en el desfiladero. ¿Pero
cuál había sido el resultado de este combate?
¿Debíamos cambiar de rumbo y subir a través del
bosque? No; por instinto comprendía yo que esto hubiera sido
entregarse. Era preciso continuar marchando; seguir a pesar de todo,
sin dejar la dirección de Vouziers.
A medio día, algunas castañas asadas
entre la ceniza fueron, como el día antes, nuestro único
alimento. El bosque era por aquella parte tan espeso, que apenas
recorríamos quinientos pasos por hora; sin contar las alarmas
repentinas, tiros y cañonazos a derecha o izquierda, y, en fin,
otro sinnúmero de peripecias, que nos llenaban el alma de pavor,
sobre todo el toque de rebato que sonaba en los campanarios de todas la
poblaciones del Argonne.
Llegó la noche, y yo comprendí que no
debíamos hallarnos a una legua del curso del Aisne, Al
día siguiente, si no nos veíamos detenidos por
algún obstáculo, nuestra salvación estaba
asegurada del otro lado del río. No tendríamos más
que seguir su curso, bajando una hora por la orilla derecha, y lo
pasaríamos por el puente de Senue o por el de Grand Ham,
de los cuales ni Clairfayt ni Brunswick eran dueños
todavía.
Hacia las ocho de la noche hicimos alto. Lo primero de
que nos ocupamos fue de buscar un sitio espeso que nos resguardara del
frío y de los espías.
No se escuchaba más que el tintineo de las
gotas de lluvia sobre las hojas de los árboles. Todo estaba
tranquilo en el bosque, y, sin embargo, yo no sé por qué,
encontraba algo de inquietante en aquella tranquilidad.
De repente, a la distancia de unos veinte pasos, se
oyeron dos voces. El señor Juan me cogió la mano.
-Sí -decía uno-; estamos sobre su huella
desde la Cruz del Bosque.
-¡No se nos escapará!
-Pero... nada de los mil florines a los
austríacos.
-No; nada, compañeros.
Yo sentía la mano del señor Juan, que
oprimía más fuertemente la mía.
-La voz de Buch -murmuró a mi oído.
-¡Bribones! -respondí-. Seguramente
serán cinco o seis. No los esperemos.
Y en seguida nos echamos fuera de la espesura,
escurriéndonos sobre la hierba.
De repente, el ruido que produjo al quebrarse una rama
seca nos denunció. En el mismo instante el fogonazo de un tiro
iluminó la parte baja del bosque. Habíamos sido
descubiertos, desgraciadamente.
-Venga, señor Juan, venga -le grité.
-No sin haber aplastado la cabeza a uno de estos
miserables -me respondió.
Y descargó su pistola en dirección del
grupo que se precipitaba hacia nosotros.
Estoy casi seguro de que uno de aquellos bribones
cayó al suelo. Pero no me pude cerciorar, porque tenía
otra cosa más importante de que ocuparme.
Corrimos con toda la velocidad de nuestras piernas;
sentía que Buch y sus camaradas venían a nuestros
talones. Estábamos exhaustos de fuerzas.
Un cuarto de hora después, la banda entera
cayó sobre nosotros. La componían media docena de hombres
armados.
En un instante nos echaron al suelo, nos ataron las
manos, y después nos hicieron marchar delante de ellos, sin
escatimarnos, por supuesto, los golpes.
Una hora después, estábamos en poder de
los austríacos, acampados en Longwe, y más tarde
encerrados y con centinelas de vista en una casa de la
población.

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