El camino de Francia
Capítulo II
En aquella época, según yo
he aprendido después en los libros, Alemania estaba
todavía dividida en diez círculos. Más tarde,
nuevas variaciones establecieron la Confederación del Rhin,
hacia 1806, bajo el protectorado de Napoleón; y después,
en 1815, la Confederación Germánica. Dos de estos
círculos, que comprendía los electorados de Sajonia y de
Brandeburgo, llevaba entonces el nombre de Círculo de la Alta
Sajonia.
Este electorado de Brandeburgo debía llegar a
ser más tarde una de las provincias de Prusia, y dividirse en
dos distritos: el distrito de Brandeburgo, propiamente dicho, y el
distrito de Postdam.
Digo todo esto, a fin de que se sepa bien dónde
se encuentra la pequeña ciudad de Belzingen, situada en el
distrito de Postdam, hacia la parte sudoeste, a algunas leguas de la
frontera.
A esta frontera fue adonde llegué el 16 de
junio, después de haber recorrido las ciento cincuenta leguas
que la separan de Francia. Si había empleado nueve días
en recorrer este tramo, era porque las comunicaciones no eran muy
fáciles. Yo había gastado más tachuelas de mis
zapatos, que herraduras o ruedas de carruajes, de carretas por mejor
decir1. Además, ya no me paraba
a empollar huevos, como dicen los picardos. No poseía más
que las ruines economías de mi paga, y quería gastar lo
menos posible. Muy felizmente, durante el tiempo que estuve de
guarnición en la frontera, había podido aprender algunas
palabras en alemán, que aún retenía, lo cual me
sirvió para ayudarme mucho en mi difícil
situación. Sin embargo, hubiera sido muy difícil el
ocultar que yo era francés, por lo cual durante mi viaje se me
lanzaron al pasar más de una mirada de reojo. Ya se
comprenderá, que yo me guardaba muy bien de decir que era el
sargento Natalis Delpierre. No podrá menos de aprobarse mi
conducta prudente en aquellas circunstancias, puesto que era muy de
temer una guerra con Prusia y Austria; es decir, con la Alemania
entera.
En la frontera del distrito tuve una buena
sorpresa.
Iba a pie. Me dirigía a una posada para
descansar en ella; la posada del Ecktvende. Después de una noche
bastante fresca, amanecía una mañana muy hermosa. Bonito
tiempo. El sol, a las siete de la mañana, bebía ya el
rocío de las praderas. Los pájaros formaban un verdadero
hormiguero sobre las hayas, las encinas y los olmos. Poca cultura en la
campiña, mustios campos en erial. Por otra parte, esto no es
extraño, pues el clima es muy duro en este país.
A la puerta del Ecktvende esperaba un pequeño
carruajillo, al cual estaba enganchado un caballejo flaco y
débil, que apenas podría andar las dos leguas en dos
horas, si no lo echaban demasiada carga.
Una mujer se encontraba allí; una mujer alta,
fuerte, bien constituida, que llevaba un corpiño con tirantes
adornados con pasamanería, sombrero de paja engalanado con
cintas amarillas, falda de rayas rojas y violeta, todo bien ajustado,
bien puesto, muy limpio, como podría serlo un traje de domingo o
de dia de fiesta.
Y, a la verdad, aquel día era un día de
mucha fiesta para aquella mujer, aunque no fuese domingo.
Me miraba detenidamente, y yo la dejaba mirarme.
De repente abrió los brazos, y sin decir a la
una, a las dos, corre hacia mí, y exclama:
-¡Natalis!
-¡Irma!
Era ella, en efecto; mi hermana Irma. Al momento me
reconoció. Verdaderamente las mujeres tienen mejor golpe de
vista que nosotros para estos reconocimientos que vienen del
corazón; o al menos, tienen un golpe de vista más
perspicaz.
Iba a hacer bien pronto trece años que no nos
habíamos visto; ya se comprenderá, si me enojaría
el encontrarla.
¡Qué buena y qué robusta se
había conservado! Al verla, me recordaba a nuestra madre, con
sus ojos grandes y vivos, y también con sus cabellos negros, que
comenzaban a blanquear por las sienes.
La abracé fuertemente, y la bese en sus dos
mejillas enrojecidas por el viento de la campiña; y les aseguro
que pueden creer que ella hizo a su vez estallar sus labios sobre las
mías.
Precisamente era por verla a ella por lo que yo
había pedido mi licencia. Comenzaba a inquietarme de que
estuviese fuera de Francia en el momento en que el juego empezaba a
embrollarse.¡Una francesa en medio de aquellos alemanes! Si la
guerra llegaba por fin a ser declarada, podía acarrearle grandes
disgustos. En semejante caso, vale más estar en su país,
y si ella quería, yo estaba dispuesto a conducirla conmigo. Para
esto sería preciso dejar a su señora, señora
Keller, y yo dudaba que ella consintiese. En fin, sería cosa de
pensarse.
-¡Qué alegría el vernos,
Natalis!.... - me dijo-. ¡Y el encontrarnos tan lejos de Francia!
¡Tan lejos de nuestra Picardía! Me parece que me traes con
tu presencia un poco de aquel aire grato de nuestra tierra¡
¡Cuánto tiempo hemos estado sin encontrarnos! ....
-Trece años, Irma.
-Sí, trece años; trece años de
separación. ¡Qué plazo tan largo, Natalis!
-¡Querida Irma! - respondí.
Y veannos ustedes a mi hermana y a mí, yendo y
viniendo, cogidos del brazo, a lo largo del camino.
-¿Y cómo te va? -le pregunté.
-Siempre poco más o menos. ¿Y
tú?
-Vamos marchando.
-¡Ya lo creo! ¡Y sargento que eras ya! He
aquí un honor para la familia.
-Sí, Irma, muy grande. ¿Quién
hubiese pensado jamás que el pequeño guardián de
polos de Grattepanche llegaría a ser sargento?.... Pero.... es
preciso no decirlo muy alto.
-¿Por qué? ¿Qué mal hay en
ello?
-Porque el decir que soy soldado, no dejaría de
tener inconvenientes en este país. En el momento en que corran
rumores de guerra, ya es grave para un francés el encontrarse en
Alemania. No, yo soy tu hermano, don Nadie, que ha venido a ver a su
hermana, y nada más.
-Bien, Natalis; seré muda respecto a este punto
,yo te lo prometo.
-Será cosa muy prudente, pues los coplas
alemanas tienen muy buen olfato.
-Está tranquilo.
-Y aun si quieres seguir mi consejo, Irma, te
conduciré conmigo a Francia.
Los ojos de mi hermana mostraron señales
evidentes de pena, y me dio la respuesta que yo esperaba.
-¡Dejar a señora Keller!
¡Natalis!.... Cuando la hayas visto, comprenderás que no
puedo dejarla sola.
Yo comprendía esto de antemano, y dejé
el asunto para mejor ocasión.
Viendo que yo no insistía, la alegría
volvió a brillar en los ojos de Irma. No hacía más
que preguntarme noticias acerca de nuestro país y de las
personas conocidas.
-¿Y nuestra hermana Firminia?
-En buena salud. He tenido noticias suyas por nuestro
vecino Létocard, que ha venido hace dos meses a Charleville.
¿Te acuerdas bien de Létocard?
-¿El hijo del carretero?
-Sí. Ya sabes, o, mejor dicho, no sabes que se
ha casado con una Matifas.
-¿La hija de aquel viejo de Fouencamps?
-El mismo. Me ha dicho que nuestra hermana no se
quejaba de su salud. ¡Ah! Se ha trabajado y se trabaja de veras
en Escarbotin. Además, ha tenido cuatro hijos, y el
último.... con mucho trabajo. En cambio, y felizmente tiene un
marido honrado, buen obrero y nada bebedor, excepto los lunes. En fin,
no le falta que hacer para su edad. ¡Ya es vieja! ¡Diablo!
Cinco años más que tú, Irma, y catorce más
que yo. Ya va siendo bastante. ¿Qué quieres? Pero es una
mujer valerosa, lo mismo que tú.
-¡Oh! ¡Yo, Natalis!... Si yo he conocido
la pena, no ha sido más que la pena de los otros. Desde que he
salido de Grattepanche no he conocido la miseria. ¡Pero esto de
ver sufrir cerca de mí sin poder prestar remedio alguno!....
El rostro de mi hermana había entristecido de
nuevo. En el momento varió de conversación.
-¿Y tu viaje? -me preguntó.
-No se ha pasado mal. Hace bastante buen tiempo para
la estación y además, como ves, tengo sólidas
piernas. Por otra parte, ¿qué significa la fatiga cuando
se está bien seguro de ser recibido con alegría a su
llegada?
-Dices bien, Natalis; se te hará buen
recibimiento, y se te querrá en la familia como se me quiere a
mí.
-¡Pobre señora Keller! ¿Sabes,
hermana mía que si la encuentro sola no la reconocería?
Para mí es todavía la joven señorita hija de los
señores de Acloque, aquellas honradas gentes de Saint Sauflieu.
Cuando contrajo matrimonio, y de esto ya va a hacer pronto veinticinco
años, no era yo más que un chiquillo. Pero nuestro padre
y nuestra madre decían tanto bien de ella y de su familia, que
esto no me ha olvidado nunca
-¡Pobre mujer! -dijo entonces Irma-. Bien
cambiada y bien mediana está a la hora presente.
¡Qué esposa ha sido, Natalis! Y sobre todo,
¡qué madre es todavía!
-¿Y su hijo?
-El mejor de los hijos, que se ha puesto a trabajar
valerosamente para reemplazar a su padre, muerto hace quince meses.
-¡Pobre señor Juan!
-Adora a su madre; no vive más que para ella,
del mismo modo que ella no vive más que para él.
-No le he visto nunca, Irma, y ardo en deseos de
conocerle. Me parece que siento ya cariño por ese joven.
-No me admira eso, Natalis. Es un afecto que te viene
de mi parte.
-Vaya; en marcha, hermana mía.
-En marcha.
-¡Minuto!....¿A qué distancia
estamos de Belzingen?
-A cinco leguas largas.
-¡Bah! -respondí-. Si yo estuviese
sólo, las recorrería en dos horas; pero será
preciso...
-No lo creas, Natalis. Yo iré más de
prisa que tú.
-¿Con tus piernas?
-No; con las piernas de mi caballo.
Y al decir esto, Irma me mostraba el carruajillo, que
esperaba a la puerta de la posada.
-¿Es que has venido a buscarme en ese
carruaje?
-Si, Natalis, a fin de conducirte a Belzingen. He
salido de allí muy temprano, y estaba llamando a esta puerta a
las siete de la mañana. Y si la carta que nos has enviado
hubiese llegado más pronto, hubiera ido a buscarte más
temprano.
-¡Oh! ¡Era inútil, hermana mia!
Vamos; en marcha. ¿Tienes algo que pagar en la posada? Tengo
aquí algunas monedas.
-Gracias, Natalis; está todo pagado; no tenemos
que hacer más que echar a andar.
Mientras que nosotros hablábamos, el posadero
del Ecktvende, apoyado en el marco de la puerta, parecía
escuchar sin que tuviese apariencias de oír.
Esto no me satisfizo de ninguna manera.. Acaso
hubiéramos hecho mejor con habernos ido a charlar más
lejos...
Aquel posadero era un hombretón gordo,
montaraz, tenia una fisonomía desagradable, unos ojos como
agujeros abiertos con berbiquí, con los párpados
plegados, la nariz aplastada, la boca grande, como si cuando hubiese
sido pequeño le hubieran dado la papilla con un sable. En fin,
la fisonomía repugnante de un hombre de mala raza.
Después de todo, nosotros no habíamos
dicho cosas comprometedoras. Y acaso no hubiese entendido nada de
nuestra conversación. Por otra parte, si no sabia el
francés no podía comprender que yo venia de Francia.
Por fin montamos en el carrillo. El posadero nos vio
partir sin hacer un gesto. Yo tomé las bridas, y fustigué
suavemente al caballejo. Corríamos por el camino como el viento
de enero. Esto, sin embargo, no nos impedía hablar, y, por
consiguiente, Irma pudo ponerme al corriente de todo.
De este modo, con lo que yo sabía ya y con lo
que ella me dijo, hay lo suficiente para que conozcan lo que concierne
a la familia Keller.

1. Se trata de las
leguas francesas antiguas, que tenían cuatro mil varas
solamente, mientras que la española tiene dos mil doscientas
veintiuna. (N. del T.)
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