El camino de Francia
Capítulo XVIII
Pasaré rápidamente los sucesos ocurridos
durante los dos primeros días de nuestro viaje con la
señora Keller y su hijo. Hasta entonces habíamos tenido
la fortuna, al salir del territorio de Thuringia, de no tropezar con
ningún mal encuentro.
Por otra parte, muy sobreexcitados, como nos
hallábamos, caminábamos a buen paso. Se hubiese podido
decir que la señora Keller, la señorita Marta y mi
hermana nos daban el ejemplo. Era preciso pedirles que se moderasen. Se
descansaba ordinariamente una hora por cada cuatro de marcha, y cuando
llegaba la noche, dábamos por concluida nuestra jornada.
El país, poco fértil, estaba
interceptado por todas partes por barrancos abiertos por los torrentes,
y erizado de sauces y álamos blancos.
Ofrece un aspecto muy salvaje toda aquella parte de la
provincia de Hesse-Nassau que ha formado después parte del
distrito de Cassel. Se encuentran en ella pocas poblaciones; solamente
algunas granjas de techos planos, sin tejas ni canales. Íbamos
atravesando entonces el territorio de Schmalkalden, con un tiempo
favorable, un cielo nublado, y una brisa bastante fresca que nos daba
de espaldas. Sin embargo, nuestras compañeras iban ya muy
fatigadas, cuando el día 21 de agosto, después de haber
recorrido a pie una decena de leguas desde las montañas de
Thuringia, llegamos a la vista de Tann, hacia las diez de la noche.
Allí, conforme a lo que habíamos
convenido, el señor Juan y su madre se separaron de nosotros. No
hubiera sido prudente atravesar aquella ciudad, en la cual el
señor Juan hubiera podido ser reconocido, y ¡sabe Dios
qué consecuencias le hubiese acarreado esto!
Quedamos convenidos en que al día siguiente, a
las ocho de la mañana, nos encontraríamos en el camino de
Fulda. Si nosotros no éramos exactos a la cita, era que la
adquisición de un carruaje y de caballos nos habría
detenido. Pero la señora Keller y su hijo no habían de
entrar en Tann bajo ningún pretexto. Muy prudente fue este
acuerdo, pues los agentes se mostraron muy severos en el examen de
nuestros pasaportes. Hubo momentos en que creí que iban a
detener a gentes a quienes se expulsaba del territorio. Fue preciso
decir de qué manera viajábamos, en qué
circunstancias habíamos perdido nuestro carruaje; en fin,
todo.
Esto nos sirvió, sin embargo. Uno de los
agentes, con la esperanza de una buena comisión, nos
ofreció ponernos en relación con un alquilador de
carruajes. Su proposición fue aceptada. Después de haber
acompañado a la señorita Marta y a mi hermana al hotel,
el señor de Lauranay, que hablaba muy bien el alemán,
vino conmigo a casa del alquilador.
Carruajes de viaje no tenía. Fue preciso
contentarse con una especie de carricoche de dos ruedas con una
cubierta de cuero, y con el único caballo que podía
engancharse a sus varas. Inútil es decir que el señor de
Lauranay debió pagar dos veces el valor del caballo, y tres el
del carricoche. Al día siguiente, a las ocho, encontramos a la
señora Keller y a su hijo en el camino. Una mala taberna les
había servido de alojamiento. El señor Juan había
pasado la noche en una silla, mientras que su madre disponía de
un mal jergón. El señor y la señorita de Lauranay,
la señora Keller y mi hermana, montaron en el carricoche, en el
cual había yo colocado algunas provisiones compradas en Tann.
Sentados los cuatro, quedaba todavía un quinto sitio. Se le
ofrecí al señor Juan; pero rehusó. Finalmente,
convinimos en que lo ocuparíamos los dos por turno, y la mayor
parte del tiempo acontecía que íbamos los dos a pie, a
fin de no echar demasiado peso en el carruaje, y que el caballo fuese
más descansado. Para comprar éste no había sido
posible elegir. ¡Ah! ¡Cuánto me acordaba de nuestros
pobres caballos de Belzingen! El 26 por la noche llegábamos a
Fulda, después de haber visto desde lejos la cúpula de su
catedral, y desde una altura un convento de franciscanos. El 27
atravesábamos Schilachtern, Sodon y Salmunster, en la
confluencia de los ríos Salza y Kinzig.
El 28 llegábamos a Gelnhausen, y si
hubiéramos viajado por gusto, hubiéramos debido visitar,
según se me ha dicho después, su castillo, habitado por
Federico Barbarroja. Pero fugitivos como íbamos, o poco menos
teníamos otras cosas en qué pensar.
Sin embargo, el carricoche no iba tan de prisa como yo
hubiera querido, a causa del mal estado del camino, que, principalmente
en los alrededores de Salmunster, atravesaba bosques interminables,
cortados por vastos estanques, mucho más grandes que los que se
ven en Picardía. Por esas razones no marchábamos sino al
paso, originándose retrasos que no debían de ser
inquietantes. Hacia ya trece días que habíamos salido de
Belzingen. Siete días más, y nuestros pasaportes no
tendrían valor ninguno.
La señora Keller estaba muy fatigada.
¿Qué sucedería si llegaban a faltarle las fuerzas
por completo, y nos veíamos obligados a dejarla en alguna
ciudad, o en otra población cualquiera? Su hijo no podría
permanecer con ella, que, a su vez, tampoco lo hubiera permitido. En
tanto que la frontera francesa no estuviese entre los agentes prusianos
y el señor Juan, éste corría peligro de
muerte.
¡Qué de dificultades tuvimos que vencer
para atravesar el bosque de Lomboy que se extiende a izquierda y a
derecha del río Kinzig, basta las montañas del territorio
de Hesse-Darmstadt! Creí que no llegaríamos nunca al otro
lado del río, y nos fue preciso perder mucho tiempo antes de
encontrar un vado para poder pasar.
En fin, el 29 el carricoche se detuvo un poco antes de
llegar a Hanan. Nos vimos obligados a pasar la noche en aquella ciudad,
en la cual se notaba un considerable movimiento de tropas y de
equipajes.
Como el señor Juan y su madre hubieran tenido
que dar un gran rodeo a pie, lo menos de dos leguas, para dar la vuelta
a la población, el señor de Lauranay y la señorita
Marta se quedaron con ellos en el carruaje.
Sólo mi hermana y yo entramos en la ciudad a
fin de renovar nuestras provisiones.
Al día siguiente, 30, nos encontramos en el
camino que corta el distrito de Viessbaden. Dejamos a un lado, hacia el
mediodía, la pequeña villa de Offenbach, y por la noche
llegamos a Francfort sur le Mein.
Nada diré de esta gran ciudad, sino que
está situada sobra la orilla derecha del río y que en sus
calles hormiguean los hebreos.
Habiendo pasado el Mein en la barca del batelero de
Offenbach, habíamos ido a salir frente por frente al camino de
Mayenza. Como no podíamos evitar el entrar en Francfort para que
nos revisaran los pasaportes, una vez cumplida esta formalidad,
volvimos a encontrar al señor Juan y a su madre. Aquella noche,
por consiguiente, no nos vimos obligados a una separación,
siempre penosa. Pero lo que nos fue más grato y apreciable
todavía, fue el encontrar donde alojarnos -verdad es que muy
modestamente- en el arrabal del Salhsenhausen, sobra la ribera
izquierda del Mein.
Después de cenar todos en
compañía, cada cual se fue apresuradamente a su cama,
excepto mi hermana y yo, que teníamos que comprar algunas
cosillas.
En esta salida, mi hermana oyó, entre otras
cosas, lo siguiente, en casa de un panadero, donde varias personas
hablaban del soldado Juan Keller: se decía que había sido
capturado en Salmunster, y se daban minuciosos detalles de la captura.
Verdaderamente, aquello hubiera sido muy divertido para nosotros, si
hubiésemos tenido gana de bromas.
Pero lo que me pareció infinitamente más
grave, fue el oír hablar de la próxima llegada del
regimiento de Lieb, que debía dirigirse desde Francfort a
Mayenza, y de Mayenza a Thionville.
Si esto era cierto, el coronel von Grawert y su hijo
iban a seguir el mismo camino que nosotros. En previsión de un
encuentro semejante, ¿no convendría modificar nuestro
itinerario y seguir una dirección más hacia el Sur, aun a
riesgo de comprometernos, dejando de pasar por las ciudades indicadas
por la policía prusiana?
Al día siguiente, 31, comuniqué esta
mala noticia al señor Juan, quien me recomendó no hablar
de ello ni a su madre ni a la señorita Marta, que tenían
ya suficientes inquietudes. Al otro lado de Mayenza se vería el
partido que convendría tomar, y si sería necesario
separarse hasta la frontera. Caminando de prisa, tal vez
pudiéramos ponernos a bastante distancia del regimiento de Lieb,
de manera que alcanzáramos antes que él la frontera de
Lorena.
Partimos, pues, a las seis de la mañana.
Desgraciadamente, el camino era áspero y fatigoso. Fue preciso
atravesar los bosques de Neilruh y de La Ville, que están
próximos, casi tocando a Francfort. Con este motivo hubo
retrasos de varias horas, empleados en dar la vuelta a los
caseríos de Hochst y de Hochheim, que estaban ocupados por una
sección numerosa de equipajes militares. Yo vi el momento en que
nuestro viejo carricoche, con su flaco caballo y todo, nos iba a ser
arrebatado para el transporte de varios quintales de pan. Resultado:
que aunque desde Francfort a Mayenza no hay más que una quincena
de leguas, no pudimos llegar a esta última población
hasta la noche del 31. Nos hallábamos entonces en la frontera
del Hesse-Darmstadt.
Fácil es de comprender que la señora
Keller y su hijo habían de tener gran interés en no pasar
por Mayenza. Esta ciudad está situada sobre la orilla izquierda
del Rhin, en su confluencia con el Mein, y frente por frente de Cassel,
que es como uno de sus arrabales, el cual se une a la principal parte
de la población por un puente de barcas de una longitud de
seiscientos pies.
Pero para encontrar de nuevo los caminos que se
dirigen hacia Francia, es indispensable franquear el Rhin, sea por
más arriba o sea por más abajo de la ciudad, cuando no se
quiera pasar por el puente antes citado.
Veannos aquí, pues, buscando con afán
una barca que pudiese transportar al señor Juan y a su madre.
Todo fue inútil; el servicio de las barcas estaba interrumpido
por orden de la autoridad militar.
Eran ya las ocho de la noche. Nosotros no
sabíamos verdaderamente qué hacer.
-Es preciso, sin embargo, que mi madre y yo pasemos el
Rhin -dijo el señor Juan.
-¿Y por qué sitio, y cómo?
-respondí yo.
-Por el puente de Mayenza, puesto que, es imposible
pasar por otra parte.
En vista de esto, adoptamos el siguiente plan.
El señor Juan tomó mi manta, en la cual
se envolvió desde la cabeza hasta los pies; y luego, cogiendo el
caballo por las riendas, se dirigió hacia la puerta de
Cassel.
La señora Keller se había sepultado en
el fondo de carricoche, entre los vestidos de viaje. El señor y
la señorita de Lauranay, mi hermana y yo, ocupábamos las
dos banquetas.
Así colocados, nos aproximamos todo lo posible
a las viejas fortificaciones de ladrillos enmohecidos, por entre las
avanzadas, y el carricoche se paró delante del puesto que
guardaba la cabeza del puente.
Encontrábanse allí multitud de personas,
que volvían del mercado libre que se había celebrado
aquel día en Mayenza. Allí fue donde el señor Juan
recurrió a toda su audacia.
-¿Sus pasaportes? -nos dijo.
Yo mismo le alargué los documentos pedidos, que
él entregó al jefe del puesto.
-¿Qué gentes son esas? -le
preguntaron.
-Franceses que conduzco a la frontera.
-¿Y quién es usted?
-Nicolás Friedel, alquilador de carruajes de
Hochst.
Nuestros pasaportes fueron examinados con una
atención extremadamente minuciosa, por más que estuviesen
en regla. Ya se comprenderá la angustia que a todos nos
oprimía el corazón.
-A estos pasaportes no les quedan más que
cuatro días de validez -dijo el jefe del puesto-; es preciso,
por tanto, que, en ese término, estas gentes estén ya
fuera del territorio.
-Lo estarán -respondió Juan Keller-;
pero no tenemos tiempo que perder.
-Pasen.
Media hora después, franqueado el Rhin, nos
encontrábamos en el Hotel de Anhali, donde el señor Juan
debía representar hasta el último momento su papel de
alquilador de carruajes. No se me podrá olvidar nunca aquella
entrada nuestra en Mayenza.
¡Lo que son las cosas!... ¡Qué
recibimiento tan diferente se nos hubiera hecho cuatro meses más
tarde, cuando, en octubre, Mayenza se había rendido a los
franceses! Qué alegría hubiese sido encontrar allí
a nuestros compatriotas! ¡De qué manera hubieran recibido,
no sólo a nosotros, a quienes se arrojaba de Alemania, sino
también a la señora Keller y a su hijo, al saber su
historial y aun cuando hubiéramos debido permanecer seis meses,
ocho meses, en aquella capital, hubiera sido con gusto, pues
hubiéramos salido con nuestros bravos regimientos y los honores
de la guerra para entrar en Francia.
Pero no se llega cuando se quiere; y lo principal,
cuando ya se ha llegado, es poder salir cuando a uno lo convenga.
Cuando la señora Keller, la señorita
Marta y mi hermana entraron en sus habitaciones del Hotel de Anhalt, el
señor Juan se fue a la cuadra a cuidar de mi caballo, y el
señor de Lauranay y yo salimos a la calle, a ver si
sabíamos, por casualidad, alguna noticia.
Lo que nos pareció más oportuno, fue el
instalarnos en una cervecería, y pedir los periódicos. Y
verdaderamente, era cosa que merecía la pena de saberse lo que
había pasado en Francia desde nuestra partida. En efecto,
había tenido lugar la terrible jornada del 10 de agosto, la
invasión de las Tullerías, el degüello de los
suizos, la prisión de la familia real en el Temple, y el
verdadero destronamiento de Luis XVI.
Cada uno de estos hechos eran de naturaleza más
que suficiente para precipitar la masa de coligados hacia la frontera
francesa.
Conociendo esto, la Francia entera se hallaba
dispuesta a rechazar la invasión.
Continuaban organizados los tres ejércitos;
Luckner al norte, Lafayette al centro y Montesquieu al
mediodía.
En cuanto a Dumouriez, servía entonces a las
órdenes de Luckner como teniente general.
Pero, -y esta era una noticia que no tenía
más que tres días de fecha-, Lafayette, seguido de
algunos de sus compañeros, acababa de dirigirse al cuartel
general austríaco, donde, a pesar de sus reclamaciones, se le
había tratado como prisionero de guerra.
Por este hecho se podrán juzgar las
disposiciones en que se hallaban nuestros enemigos para todo lo que era
francés, y qué suerte nos esperaba si los agentes
militares nos hubiesen cogido sin pasaportes.
Sin duda, entre lo que contaban los papeles,
había cosas que podían creerse, y otras de las cuales no
debería hacerse caso; sin embargo, la situación,
según las últimas noticias, era la siguiente:
Dumouriez, comandante en jefe de los ejércitos
del norte y del centro, era un gran hombre; todo el mundo estaba
persuadido de ello. Por eso mismo, deseosos de hacer caer sobre
él los primeros golpes, los soberanos de Prusia y Austria
estaban para llegar a Mayenza. El duque de Brunswick dirigía los
ejércitos de la coalición. Después de haber
penetrado en Francia por las Ardennes, tenían la
intención de marchar hacia París por el camino de
Chalons. Una columna de sesenta mil prusianos se dirigían por
Luxemburgo hacia Longwe. Treinta y seis mil austríacos, bajo las
órdenes de Clairfayt y del príncipe de Hohenlohe,
flanqueaban el ejército prusiano. Tales eran las terribles masas
que amenazaban a Francia.
Les digo por adelantado todas estas cosas, que yo no
supe hasta más tarde, porque conociéndolas se comprende
mejor la situación.
Entretanto, Dumouriez estaba en Sedán con
veintitrés mil hombres. Kellermann, que reemplazaba a Luckner,
ocupaba Metz, con veinte mil.
Quince mil estaban en Landau, a las órdenes de
Custine. Treinta mil en Alsacia, mandados por Biron, estaban dispuestos
para unirse si fuera necesario, bien a Dumouriez, o bien a
Kellermann.
En fin, como última noticia, los
periódicos nos comunicaban que los prusianos acababan de tomar a
Longwe, que bloqueaban a Thionville, y que el grueso de su
ejército marchaba sobre Verdun.
Con tales nuevas, volvimos al hotel, y cuando la
señora Keller supo lo que pasaba, a pesar de que se encontraba
muy débil, rehusó hacernos perder veinticuatro horas en
Mayenza, tiempo que le hubiera sido muy necesario para su reposo.
Pero era grande el temor que tenía de que su
hijo fuera descubierto. Se convino, pues, en emprender la marcha al
día siguiente, que era el primero de septiembre. Una treintena
de leguas nos separaba todavía de la frontera.
Nuestro caballo, a pesar del cuidado que de él
había tenido, no iba muy de prisa. ¡Y, sin embargo,
cuánta necesidad teníamos de apresurarnos! Hasta llegada
la noche no descubrimos a lo lejos las ruinas de un antiguo castillo en
la cima del Schlossberg. Al pie de esta montaña se extiende
Kreuznach, ciudad importante del distrito de Coblentza, situada sobre
el Nahe, y que, después de haber pertenecido a Francia en 1801,
volvió al dominio de Prusia en 1815.
Al día siguiente llegamos al caserío de
Kirn, y veinticuatro horas más tarde al de Birkenfeld.
Afortunadamente, como no nos faltaban las provisiones, pudimos, tanto
la señora Keller y el señor Juan como nosotros, dar un
rodeo y evitar la entrada en aquellas poblaciones, que no estaban
marcadas en nuestro itinerario. Pero había sido necesario
contentarnos con la cubierta del carricoche por todo abrigo, y ya se
comprende que las noches pasadas en tales condiciones no dejaban de ser
penosas.
Otro tanto nos aconteció cuando hicimos alto el
tres de septiembre por la noche. A las doce de la noche del día
siguiente expiraba el plazo que nos había sido concedido para
evacuar el territorio alemán. Y todavía nos
hallábamos a dos jornadas de marcha antes de llegar a la
frontera. ¿Qué sería de nosotros, si por
casualidad éramos detenidos en el camino, sin pasaportes
válidos para los agentes prusianos?
Acaso tuviéramos que vernos obligados a
dirigirnos más hacia el sur, del lado de Sarrelouis, que era la
población francesa más próxima. Pero con esto nos
exponíamos a caer precisamente en el centro de la masa de
prusianos que iban a reforzar el bloqueo de Thionville. Por
consiguiente, nos pareció preferible alargar nuestro camino, a
fin de evitar tan peligroso encuentro.
En suma: sólo nos hallábamos a pocas
leguas del país, sanos y salvos todos. Que llegáramos
allá el señor y la señorita de Lauranay, mi
hermana y yo, no tendría nada de extraordinario indudablemente.
En cuanto a la señora Keller y a su hijo, bien podía
decirse que las circunstancias les habían favorecido. Cuando
Juan Keller se había reunido con nosotros en las montañas
de Thuringia, no contaba yo con la seguridad de que podríamos
estrecharnos las manos en la frontera francesa.
Sin embargo, nos interesaba mucho evitar a Saarbruck,
no solamente por interés de Juan Keller y de su madre, sino
también por interés nuestro. Aquella ciudad nos
habría ofrecido su hospitalidad, más bien en una
prisión que en un hotel. Fuimos, pues, a alojarnos a una posada
cuyos huéspedes habituales no debían ser de primera
calidad. Más de una vez el posadero nos miró de una
manera muy singular. Hasta me pareció que, en el momento en que
partíamos, cambiaba algunas palabras con varios individuos
reunidos alrededor de una mesa, en el fondo de una obscura
habitación, y a los cuales nosotros no podíamos ver.
En fin, el cuatro por la mañana tomamos el
camino que pasa entre Metz y Thionville, prontos a dirigirnos, si era
preciso, a la primera de dichas ciudades, que los franceses ocupaban
entonces.
¡Qué marcha tan penosa fue aquella, a
través de una masa de busques diseminados por todo el
país! El pobre caballejo no podía más; así
fue que, a eso de las dos de la tarde, y al empezar a subir una larga y
empinada cuesta que se desarrollaba entre espesos matorrales, y
bordeaba algunas veces por campos de arena, nos vimos obligados a echar
pie a tierra todos, menos la señora Keller, que se hallaba
demasiado fatigada para bajarse del carricoche.
Se caminaba, pues, lentamente. Yo llevaba el caballo
por la rienda; mi hermana iba cerca de mí; el señor de
Lauranay, su nieta y el señor Juan caminaban un poco
detrás. Excepto nosotros, no se veía un alma por el
camino.
A lo lejos, hacia la izquierda, se dejaban oír
sordas detonaciones. Por aquel lado se combatía; sin duda era
bajo los muros de Thionville.
De repente, y hacia la derecha, se oyó un tiro.
Nuestro caballo, herido mortalmente, cayó a tierra, rompiendo
las varas del carricoche. Al mismo tiempo se oían estas
vociferaciones:
-¡Al fin le tenemos!
-¡Si, este es Juan Keller! ¡Para nosotros
los mil florines!
-Todavía no -dijo el señor Juan.
Un segundo tiro resonó. Pero esta vez era el
señor Juan quien lo había disparado, y un hombre rodaba
por tierra cerca de nuestro caballo.
Todo esto había pasado tan rápidamente,
que yo no había tenido tiempo de darme cuenta de ello.
-¡Son los Buch! -me dijo el señor
Juan.
-Pues bien, zurrémoslos -respondí
yo.
Aquellos bribones, en efecto, se encontraban en la
fonda en que nosotros habíamos pasado la noche. Después
de algunas palabras cambiadas con el posadero, se habían lanzado
en nuestro seguimiento.
Pero de tres, no eran ya más que dos: el padre
y el segundo de los hijos. El otro, con el corazón atravesado
por una bala, acababa de expirar.
Y entonces, dos contra dos, la partida sería
igual. Ésta, por otra parte, no sería larga. Yo, a mi
vez, tiré sobre el otro hijo de Buch, al cual no hice más
que herir. Entonces él y su padre, viendo que su golpe
había sido errado, se movieron por entre la arboleda, hacia la
izquierda, y se alejaron a todo correr.
Yo quería lanzarme en su seguimiento; pero el
señor Juan me lo impidió. ¡Quién sabe si
tendría razón!
-¡No! -me dijo-. Lo que más urge es
atravesar la frontera; en marcha, en marcha.
Como ya no teníamos caballo, fue preciso
abandonar nuevamente nuestro carricoche. La señora Keller se vio
obligada a echar pie a tierra, y marchaba apoyada en el brazo de su
hijo.
Algunas horas más, y nuestros pasaportes no nos
protegerían.
Así se caminó hasta la noche. Se
acampó bajo los árboles, y nos servimos del resto de las
provisiones. En fin, al día siguiente, cinco de septiembre, al
anochecer, atravesamos la frontera.
¡Si! ¡Era el suelo francés el
que nuestros pies pisaban entonces, suelo francés, ocupado por
soldados extranjeros!...

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