El camino de Francia
Capítulo XIII
No teníamos ni un solo día que perder.
Al contrario, teníamos que recorrer ciento cincuenta leguas
antes de llegar a la frontera; ciento cincuenta leguas a través
de un país enemigo, por caminos interceptados por regimientos en
marcha, de caballería y de infantería, sin contar la
impedimenta que sigue siempre a un ejército en campaña. A
pesar de que nos habíamos asegurado de tener medios de
transporte, podía muy bien suceder que nos faltasen. durante el
camino; pues si esto sucedía, nos veríamos en la
precisión de caminar a pie. En todo caso, era preciso contar con
las fatigas de un viaje tan largo. ¿Teníamos la seguridad
de encontrar posadas en los sitios en que las necesitásemos para
tomar reposo? No, evidentemente. Solo yo, no me hubiera encontrado
apurado para marchar adelante, acostumbrado como estaba ya a las
grandes caminatas, a las privaciones, habituado a asombrar a los
más grandes andarines. Pero con el señor de Lauranay, un
anciano de setenta años, y con dos mujeres, la señorita.
Marta y mi hermana, era pedir lo imposible. En fin, yo haría
todo lo posible, más de lo que estuviese de mi parte, para
conducirlos sanos y salvos a Francia, y estaba seguro de que cada cual
haría también todo lo que de sí dependiese.
Por consiguiente, ya lo he dicho; no teníamos
tiempo de sobra. Por otra parte, la policía iba a estar siempre
sobre nuestros talones. Veinticuatro horas para salir de Belzingen;
veinte días para evacuar el territorio alemán; esto
debía bastarnos, si no nos deteníamos en el campo.
Los pasaportes que Kallkreuth nos entregó
aquella misma noche no serían válidos sino por aquel
período de tiempo. Espirado este plazo, podríamos ser
arrestados y detenidos hasta el fin de la guerra. En los mismos
pasaportes se nos marcaba un itinerario, del cual no podríamos
separarnos, pues estaba terminantemente prohibido; y era preciso que
fuesen visados en las ciudades o poblaciones indicadas en las
etapas.
Además, era probable que los sucesos se
desarrollasen con una extrema rapidez.
Acaso la metralla y las balas se estaban cambiando en
aquellos momentos en la frontera manifiesto del duque de Brunswick, la
nación, por boca de sus diputados, había respondido como
era conveniente; y el presidente de la Asamblea legislativa acababa de
lanzar a la luz de Francia estas resonantes palabras:
«La patria está en peligro».
El 16 de agosto, a las primeras horas de
mañana, nos encontrábamos ya dispuestos a partir. Todos
los asuntos estaban arreglados. La habitación del señor
de Lauranay debía quedar al cuidado de un viejo sirviente, suizo
de origen, que estaba a su servicio desde hacía largos
años, y con cuyo interés y lealtad se podía
contar. Era seguro que aquel buen hombre pondría todo su cuidado
y todas sus fuerzas en hacer respetar la propiedad de su
señor.
En cuanto a la casa de la señora Keller,
entretanto que se presentaba comprador, continuaría estando
habitada por la criada, que era de nacionalidad prusiana.
En la mañana de aquel mismo día supimos
que el regimiento de Lieb acababa de salir de Borna, y se
dirigía hacia Magdeburgo.
El señor de Lauranay, la señorita Marta,
mi hermana y yo, hicimos una última tentativa para decidir a la
señora Keller a que nos siguiera.
-No, amigos míos; no insistan
-respondió-. Hoy mismo emprenderé el camino de
Magdeburgo. Tengo el presentimiento de alguna gran desgracia, y quiero
estar al lado de mi hijo, o por lo menos cerca de él.
Entonces comprendimos que todos nuestros esfuerzos
serían en vano, y que nuestras súplicas y nuestras
intenciones se estrellarían contra una determinación de
la cual no se volvería atrás la señora Keller.
No nos quedaba más remedio que decirle
adiós, después de haberle indicado las ciudades y aldeas
en que la policía nos obligaba a detenernos.
El viaje se había de efectuar en las siguientes
condiciones:
El señor de Lauranay poseía una vieja
silla de posta, de la cual no se servía. Este carruaje me
había parecido muy a propósito para recorrer aquel
trayecto de ciento cincuenta leguas, que nos veíamos obligados a
franquear.
En tiempos ordinarios es fácil viajar,
encontrando siempre caballos de relevo en las estaciones de todos los
caminos de la confederación. Pero a consecuencia de la guerra,
como se hacía por todas partes requisa de ellos para el servicio
del ejército, el transporte de municiones y de víveres,
hubiera sido imprudente contar con los relevos regularmente
establecidos.
Así, a fin de obviar este inconveniente,
habíamos decidido proceder de otro modo.
Yo fui encargado por el señor de Lauranay de
procurarme dos buenos caballos, sin mirar el precio. Como yo era en
esto inteligente, cumplí perfectamente esta comisión.
Encontré dos bestias, un poco pesadas acaso, pero de gran
corpulencia y vigor. Después, comprendiendo también que
sería necesario posarse sin postillones, me ofrecí para
llenar este vacío, lo que fue naturalmente aceptado. Y ya
comprenderan ustedes que no había de ser a un jinete del Real de
Picardía a quien se le hubiese de reprender por no saber guiar
un carruaje.
El 16 de agosto, a las ocho de la mañana, nos
hallábamos dispuestos a partir. Yo no tenía más
que subir a mi asiento. En cuanto a armas, poseíamos un buen par
de pistolas de arzón, con las cuales se podría imponer
respeto a los merodeadores; y respecto a provisiones, llevábamos
en nuestras maletas lo suficiente para las necesidades de los primeros
días. Habíamos convenido en que el señor y la
señorita de Lauranay ocuparían el fondo de la berlina, y
que mi hermana iría en el lado opuesto, enfrente de la
señorita Marta. Yo, vestido con un traje a propósito, y
pertrechado de una buena tralla, podría desafiar el mal
tiempo.
Por fin, se hicieron las últimas despedidas.
Abrazamos todos a la señora Keller, con este triste
presentimiento, que nos oprimía el corazón: ¿nos
volveremos a ver? El tiempo era bastante bueno pero el calor
sería probablemente muy fuerte hacia el mediodía. Por
consiguiente, el momento que yo pensaba a elegir para dar descanso a
mis caballos, era entre mediodía y las dos de la tarde; reposo
que sería indispensable, si se quería que pudiesen hacer
buenas jornadas.
Partimos al fin; y al mismo tiempo que silbaba para
excitar a mis caballos, desgarraba el aire con los restallidos de mi
tralla.
Al otro lado de Belzingen pasamos, sin que nos
molestara mucho lo interceptados que se hallaban los caminos, entre
cientos de carruajes que seguían al ejército que marchaba
hacia Coblentza.
No hay mucho más de dos leguas de Belzingen a
Borna, y, por consiguiente, en menos de una hora llegamos a esta
pequeña localidad.
Allí era donde el regimiento de Lieb
había estado de guarnición durante algunas semanas. Desde
aquel punto se había dirigido a Magdeburgo, adonde la
señora Keller quería también dirigirse.
La señorita Marta experimentó una viva
emoción al atravesar las calles de Borna. Se representaba a l
señor Juan bajo las órdenes del teniente Frantz,
siguiendo el mismo camino que nuestro itinerario nos obligaba a dejar
en aquel punto para tomar el camino del sudoeste.
No quise detenerme en Borna, esperando hacerlo cuatro
leguas más adelante, hacia la frontera que marca actualmente los
limites de la provincia de Brandeburgo, pues en aquella época,
según las antiguas divisiones del territorio alemán, era
por los caminos de la Alta Sajonia por donde habíamos de ir.
Las doce serían aproximadamente cuando llegamos
a aquel punto de la frontera. Algunos destacamentos de
caballería vivaqueaban por una y otra parte.
Una especie de ventorrillo aislado estaba abierto
frente al camino. Allí pude dar un poco de forraje a mis
caballos.
En este sitio permanecimos tres horas largas. Durante
este primer día de viaje me parecía prudente no fatigar
demasiado las bestias, a fin de no inutilizarlas, dándoles
demasiado trabajo desde el principio.
En el mismo punto fue necesario revisar nuestros
pasaportes. Nuestra cualidad de franceses nos valió algunas
miradas escudriñadoras. Pero no importaba; los llevábamos
en regla. Por otra parte, puesto que se nos arrojaba de Alemania,
puesto que teníamos la orden de abandonar el territorio en un
plazo fijo, lo menos que se nos podía conceder era no detenernos
en nuestro viaje.
Nuestro designio era pasar la noche en Zerbst.
Había sido decidido desde el principio que, salvo en las
circunstancias excepcionales, no viajaríamos más que de
día. Los caminos no parecían bastante seguros para que
fuese prudente aventurarse por ellos en medio de la oscuridad. El
país estaba recorrido constantemente por muchos vagabundos, y
era preciso tener prudencia para no exponerse a un mal encuentro.
Debo advertir que en aquellos países que se
aproximan al norte, la noche es muy corta en el mes de agosto; el sol
sale antes de las tres de la mañana, y no se oculta hasta
después de las nueve de la noche.
El descanso, pues, no había de ser mas
quizás de algunas horas; el tiempo justo para que descansaran
nuestras caballerías y aun nosotros mismos. Cuando fuese
necesario hacer una jornada extraordinaria, se batía.
Desde el punto de la frontera en que nos
habíamos detenido con la berlina hacia mediodía hasta
Zerbst, hay unas siete u ocho leguas sin más. Podíamos,
pues, recorrer esta distancia entre las tres y las ocho de la
tarde.
Sin embargo, yo comprendí perfectamente que
había que contar con los inconvenientes, los retrasos que
surgiesen más de una vez.
Aquel día, en el camino, tuvimos que
habérnoslas con un requisador de caballos, un hombre alto, seco,
escuálido como un Viernes Santo, hablador como un chalán,
que quería absolutamente incluir en la requisa nuestros
caballos. Era, según decía, para el servicio del Estado.
¡Bribón!... Yo me imaginé al punto que el Estado
era él, como dijo Luis XIV, y que requisaba por su cuenta.
Pero...¡minuto! aun cuando así fuese,
estaba obligado a respetar nuestros pasaportes y la firma del director
de policía. A pesar de todo, perdimos una hora larga en batallar
con aquel tunante. Por fin, la berlina volvió a emprender su
marcha, y puse los caballos al trote para recuperar el tiempo
perdido.
Nos encontrábamos entonces en el territorio que
ha formado después el principado de Anhalt. Los caminos estaban
por allí más expeditos, porque el grueso del
ejército prusiano marchaba hacia el norte, en dirección
de Magdeburgo.
No sufrimos, por consiguiente, ningún
impedimento para llegar a Zerbst, especie de caserío de poca
importancia, casi totalmente desprovisto de recursos, a cuyo punto
llegamos a eso de las nueve de la noche. Se veía que los
merodeadores habían pasado por allí, y que no se
preocupaban mucho de vivir sobre el país. Por muy exigente que
se sea, no les sería mucho el pretender una habitación,
un albergue para pasar la noche. Pues para encontrar este albergue
entre todas aquellas casas cerradas por prudencia, hubimos de pasar
grandes apuros y fatigas. Vi próximo el momento en que nos
quedábamos a dormir al raso, en la berlina. Por nosotros no
había gran inconveniente; pero ¿y los caballos?
¿No les era necesario forraje y agua? Yo pensaba en ellos antes
que todo, y gemía ante la idea de que pudiesen faltarnos durante
el camino.
Me proponía, pues, continuar a fin de llegar a
otro punto a propósito para hacer alto, Acken, por ejemplo, a
tres leguas y media de Zerbst en el sudoeste. Podíamos llegar
allí antes de media noche, a condición de no volver a
emprender la marcha hasta las diez de la mañana del día
siguiente, a fin de no quitar ningún momento de reposo a las
caballerías.
Sin embargo, el señor de Lauranay me hizo
entonces observar que tendríamos que franquear el Elba, que el
paso se efectuaba en una barca, y que esta operación
valía más efectuarla de día.
El señor de Lauranay no se engañaba;
debíamos encontrar el Elba antes de llegar a Acken. Era
fácil, pues, que tuviéramos allí algunas
dificultades.
Me es preciso, para no olvidarlo, mencionar lo
siguiente: El señor de Lauranay conocía bien el
territorio alemán desde Belzingen hasta la frontera francesa.
Durante varios años, cuando vivía su hijo, había
recorrido este camino en todas las estaciones, y se orientaba en
él fácilmente, consultando su mapa. En cuanto a mi,
aquella era solamente la segunda vez que le recorría. El
señor de Lauranay debía, pues, ser un guía muy
seguro, y era muy prudente confiarse por completo a él.
En fin, a fuerza de buscar en Zerbst, con la bolsa en
la mano, acabé por encontrar cuadra y forraje para nuestros
caballos, y para nosotros alimento y habitación, pues siempre
que encontrábamos comestibles los comprábamos, a fin de
economizar los que llevábamos de reserva en la berlina.
Así pasamos la noche mejor aún de lo que
pensábamos y de lo que podíamos esperar de aquel
miserable caserío de Zerbst.

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