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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo XIII

No teníamos ni un solo día que perder. Al contrario, teníamos que recorrer ciento cincuenta leguas antes de llegar a la frontera; ciento cincuenta leguas a través de un país enemigo, por caminos interceptados por regimientos en marcha, de caballería y de infantería, sin contar la impedimenta que sigue siempre a un ejército en campaña. A pesar de que nos habíamos asegurado de tener medios de transporte, podía muy bien suceder que nos faltasen. durante el camino; pues si esto sucedía, nos veríamos en la precisión de caminar a pie. En todo caso, era preciso contar con las fatigas de un viaje tan largo. ¿Teníamos la seguridad de encontrar posadas en los sitios en que las necesitásemos para tomar reposo? No, evidentemente. Solo yo, no me hubiera encontrado apurado para marchar adelante, acostumbrado como estaba ya a las grandes caminatas, a las privaciones, habituado a asombrar a los más grandes andarines. Pero con el señor de Lauranay, un anciano de setenta años, y con dos mujeres, la señorita. Marta y mi hermana, era pedir lo imposible. En fin, yo haría todo lo posible, más de lo que estuviese de mi parte, para conducirlos sanos y salvos a Francia, y estaba seguro de que cada cual haría también todo lo que de sí dependiese.

Por consiguiente, ya lo he dicho; no teníamos tiempo de sobra. Por otra parte, la policía iba a estar siempre sobre nuestros talones. Veinticuatro horas para salir de Belzingen; veinte días para evacuar el territorio alemán; esto debía bastarnos, si no nos deteníamos en el campo.

Los pasaportes que Kallkreuth nos entregó aquella misma noche no serían válidos sino por aquel período de tiempo. Espirado este plazo, podríamos ser arrestados y detenidos hasta el fin de la guerra. En los mismos pasaportes se nos marcaba un itinerario, del cual no podríamos separarnos, pues estaba terminantemente prohibido; y era preciso que fuesen visados en las ciudades o poblaciones indicadas en las etapas.

Además, era probable que los sucesos se desarrollasen con una extrema rapidez.

Acaso la metralla y las balas se estaban cambiando en aquellos momentos en la frontera manifiesto del duque de Brunswick, la nación, por boca de sus diputados, había respondido como era conveniente; y el presidente de la Asamblea legislativa acababa de lanzar a la luz de Francia estas resonantes palabras:

«La patria está en peligro».

El 16 de agosto, a las primeras horas de mañana, nos encontrábamos ya dispuestos a partir. Todos los asuntos estaban arreglados. La habitación del señor de Lauranay debía quedar al cuidado de un viejo sirviente, suizo de origen, que estaba a su servicio desde hacía largos años, y con cuyo interés y lealtad se podía contar. Era seguro que aquel buen hombre pondría todo su cuidado y todas sus fuerzas en hacer respetar la propiedad de su señor.

En cuanto a la casa de la señora Keller, entretanto que se presentaba comprador, continuaría estando habitada por la criada, que era de nacionalidad prusiana.

En la mañana de aquel mismo día supimos que el regimiento de Lieb acababa de salir de Borna, y se dirigía hacia Magdeburgo.

El señor de Lauranay, la señorita Marta, mi hermana y yo, hicimos una última tentativa para decidir a la señora Keller a que nos siguiera.

-No, amigos míos; no insistan -respondió-. Hoy mismo emprenderé el camino de Magdeburgo. Tengo el presentimiento de alguna gran desgracia, y quiero estar al lado de mi hijo, o por lo menos cerca de él.

Entonces comprendimos que todos nuestros esfuerzos serían en vano, y que nuestras súplicas y nuestras intenciones se estrellarían contra una determinación de la cual no se volvería atrás la señora Keller.

No nos quedaba más remedio que decirle adiós, después de haberle indicado las ciudades y aldeas en que la policía nos obligaba a detenernos.

El viaje se había de efectuar en las siguientes condiciones:

El señor de Lauranay poseía una vieja silla de posta, de la cual no se servía. Este carruaje me había parecido muy a propósito para recorrer aquel trayecto de ciento cincuenta leguas, que nos veíamos obligados a franquear.

En tiempos ordinarios es fácil viajar, encontrando siempre caballos de relevo en las estaciones de todos los caminos de la confederación. Pero a consecuencia de la guerra, como se hacía por todas partes requisa de ellos para el servicio del ejército, el transporte de municiones y de víveres, hubiera sido imprudente contar con los relevos regularmente establecidos.

Así, a fin de obviar este inconveniente, habíamos decidido proceder de otro modo.

Yo fui encargado por el señor de Lauranay de procurarme dos buenos caballos, sin mirar el precio. Como yo era en esto inteligente, cumplí perfectamente esta comisión. Encontré dos bestias, un poco pesadas acaso, pero de gran corpulencia y vigor. Después, comprendiendo también que sería necesario posarse sin postillones, me ofrecí para llenar este vacío, lo que fue naturalmente aceptado. Y ya comprenderan ustedes que no había de ser a un jinete del Real de Picardía a quien se le hubiese de reprender por no saber guiar un carruaje.

El 16 de agosto, a las ocho de la mañana, nos hallábamos dispuestos a partir. Yo no tenía más que subir a mi asiento. En cuanto a armas, poseíamos un buen par de pistolas de arzón, con las cuales se podría imponer respeto a los merodeadores; y respecto a provisiones, llevábamos en nuestras maletas lo suficiente para las necesidades de los primeros días. Habíamos convenido en que el señor y la señorita de Lauranay ocuparían el fondo de la berlina, y que mi hermana iría en el lado opuesto, enfrente de la señorita Marta. Yo, vestido con un traje a propósito, y pertrechado de una buena tralla, podría desafiar el mal tiempo.

Por fin, se hicieron las últimas despedidas. Abrazamos todos a la señora Keller, con este triste presentimiento, que nos oprimía el corazón: ¿nos volveremos a ver? El tiempo era bastante bueno pero el calor sería probablemente muy fuerte hacia el mediodía. Por consiguiente, el momento que yo pensaba a elegir para dar descanso a mis caballos, era entre mediodía y las dos de la tarde; reposo que sería indispensable, si se quería que pudiesen hacer buenas jornadas.

Partimos al fin; y al mismo tiempo que silbaba para excitar a mis caballos, desgarraba el aire con los restallidos de mi tralla.

Al otro lado de Belzingen pasamos, sin que nos molestara mucho lo interceptados que se hallaban los caminos, entre cientos de carruajes que seguían al ejército que marchaba hacia Coblentza.

No hay mucho más de dos leguas de Belzingen a Borna, y, por consiguiente, en menos de una hora llegamos a esta pequeña localidad.

Allí era donde el regimiento de Lieb había estado de guarnición durante algunas semanas. Desde aquel punto se había dirigido a Magdeburgo, adonde la señora Keller quería también dirigirse.

La señorita Marta experimentó una viva emoción al atravesar las calles de Borna. Se representaba a l señor Juan bajo las órdenes del teniente Frantz, siguiendo el mismo camino que nuestro itinerario nos obligaba a dejar en aquel punto para tomar el camino del sudoeste.

No quise detenerme en Borna, esperando hacerlo cuatro leguas más adelante, hacia la frontera que marca actualmente los limites de la provincia de Brandeburgo, pues en aquella época, según las antiguas divisiones del territorio alemán, era por los caminos de la Alta Sajonia por donde habíamos de ir.

Las doce serían aproximadamente cuando llegamos a aquel punto de la frontera. Algunos destacamentos de caballería vivaqueaban por una y otra parte.

Una especie de ventorrillo aislado estaba abierto frente al camino. Allí pude dar un poco de forraje a mis caballos.

En este sitio permanecimos tres horas largas. Durante este primer día de viaje me parecía prudente no fatigar demasiado las bestias, a fin de no inutilizarlas, dándoles demasiado trabajo desde el principio.

En el mismo punto fue necesario revisar nuestros pasaportes. Nuestra cualidad de franceses nos valió algunas miradas escudriñadoras. Pero no importaba; los llevábamos en regla. Por otra parte, puesto que se nos arrojaba de Alemania, puesto que teníamos la orden de abandonar el territorio en un plazo fijo, lo menos que se nos podía conceder era no detenernos en nuestro viaje.

Nuestro designio era pasar la noche en Zerbst. Había sido decidido desde el principio que, salvo en las circunstancias excepcionales, no viajaríamos más que de día. Los caminos no parecían bastante seguros para que fuese prudente aventurarse por ellos en medio de la oscuridad. El país estaba recorrido constantemente por muchos vagabundos, y era preciso tener prudencia para no exponerse a un mal encuentro.

Debo advertir que en aquellos países que se aproximan al norte, la noche es muy corta en el mes de agosto; el sol sale antes de las tres de la mañana, y no se oculta hasta después de las nueve de la noche.

El descanso, pues, no había de ser mas quizás de algunas horas; el tiempo justo para que descansaran nuestras caballerías y aun nosotros mismos. Cuando fuese necesario hacer una jornada extraordinaria, se batía.

Desde el punto de la frontera en que nos habíamos detenido con la berlina hacia mediodía hasta Zerbst, hay unas siete u ocho leguas sin más. Podíamos, pues, recorrer esta distancia entre las tres y las ocho de la tarde.

Sin embargo, yo comprendí perfectamente que había que contar con los inconvenientes, los retrasos que surgiesen más de una vez.

Aquel día, en el camino, tuvimos que habérnoslas con un requisador de caballos, un hombre alto, seco, escuálido como un Viernes Santo, hablador como un chalán, que quería absolutamente incluir en la requisa nuestros caballos. Era, según decía, para el servicio del Estado. ¡Bribón!... Yo me imaginé al punto que el Estado era él, como dijo Luis XIV, y que requisaba por su cuenta.

Pero...¡minuto! aun cuando así fuese, estaba obligado a respetar nuestros pasaportes y la firma del director de policía. A pesar de todo, perdimos una hora larga en batallar con aquel tunante. Por fin, la berlina volvió a emprender su marcha, y puse los caballos al trote para recuperar el tiempo perdido.

Nos encontrábamos entonces en el territorio que ha formado después el principado de Anhalt. Los caminos estaban por allí más expeditos, porque el grueso del ejército prusiano marchaba hacia el norte, en dirección de Magdeburgo.

No sufrimos, por consiguiente, ningún impedimento para llegar a Zerbst, especie de caserío de poca importancia, casi totalmente desprovisto de recursos, a cuyo punto llegamos a eso de las nueve de la noche. Se veía que los merodeadores habían pasado por allí, y que no se preocupaban mucho de vivir sobre el país. Por muy exigente que se sea, no les sería mucho el pretender una habitación, un albergue para pasar la noche. Pues para encontrar este albergue entre todas aquellas casas cerradas por prudencia, hubimos de pasar grandes apuros y fatigas. Vi próximo el momento en que nos quedábamos a dormir al raso, en la berlina. Por nosotros no había gran inconveniente; pero ¿y los caballos? ¿No les era necesario forraje y agua? Yo pensaba en ellos antes que todo, y gemía ante la idea de que pudiesen faltarnos durante el camino.

Me proponía, pues, continuar a fin de llegar a otro punto a propósito para hacer alto, Acken, por ejemplo, a tres leguas y media de Zerbst en el sudoeste. Podíamos llegar allí antes de media noche, a condición de no volver a emprender la marcha hasta las diez de la mañana del día siguiente, a fin de no quitar ningún momento de reposo a las caballerías.

Sin embargo, el señor de Lauranay me hizo entonces observar que tendríamos que franquear el Elba, que el paso se efectuaba en una barca, y que esta operación valía más efectuarla de día.

El señor de Lauranay no se engañaba; debíamos encontrar el Elba antes de llegar a Acken. Era fácil, pues, que tuviéramos allí algunas dificultades.

Me es preciso, para no olvidarlo, mencionar lo siguiente: El señor de Lauranay conocía bien el territorio alemán desde Belzingen hasta la frontera francesa. Durante varios años, cuando vivía su hijo, había recorrido este camino en todas las estaciones, y se orientaba en él fácilmente, consultando su mapa. En cuanto a mi, aquella era solamente la segunda vez que le recorría. El señor de Lauranay debía, pues, ser un guía muy seguro, y era muy prudente confiarse por completo a él.

En fin, a fuerza de buscar en Zerbst, con la bolsa en la mano, acabé por encontrar cuadra y forraje para nuestros caballos, y para nosotros alimento y habitación, pues siempre que encontrábamos comestibles los comprábamos, a fin de economizar los que llevábamos de reserva en la berlina.

Así pasamos la noche mejor aún de lo que pensábamos y de lo que podíamos esperar de aquel miserable caserío de Zerbst.

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