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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo XV

No se habrá olvidado que en principio, según el testamento, el número de los jugadores era el de seis, elegidos por la suerte. Estos Seis, siguiendo instrucciones del notario Tornbrock, habían figurado en el cortejo fúnebre, junto al carruaje mortuorio del excéntrico personaje.

También se recordará que cuando en la sesión del 15 de abril el notario dio lectura a dicho testamento en la sala del Auditorium un inesperado codicilo hizo intervenir a un séptimo jugador, únicamente designado por las iniciales X. K. Z. Este nuevo personaje, ¿había salido de la urna como los otros concurrentes, o había sido impuesto por la voluntad del difunto? No se sabía. Fuera lo que fuera, nadie podía pensar en eludir cláusula tan formal. El señor X. K. Z., el hombre enmascarado, gozaba de los mismos derechos que los otros Seis, y si ganaba la enorme herencia, nadie le disputaría la posesión de ella.

Cumpliendo con lo dispuesto en la mencionada cláusula el día 13, a las ocho de la mañana, el notario Tornbrock había procedido a una nueva jugada de dados, y el número de puntos obtenido, nueve por seis y tres, obligaba al señor X. K. Z. a ir a Wisconsin. Si el desconocido jugador no estaba poseído por ese afán inmoderado de los viajes, por ese amor a cambiar de lugares que devoraba al redactor del Tribune; si era refractario a toda pasión locomotriz, debía declararse satisfecho. En algunas horas, y por ferrocarril, llegaría a Milwaukee, y por poco que allí permaneciera cuando él llegara, Lissy Wag debería cederle el puesto y recomenzar la partida.

Se ignoraba si el hombre enmascarado se había apresurado a dirigirse a Wisconsin así que conoció el resultado de la séptima jugada, aunque tuviera quince días por delante.

El público había estado muy intrigado por la introducción del nuevo personaje en el match. ¿Quién era? De Chicago sin duda, puesto que el testador no había admitido más que naturales de Chicago. Pero nada más se sabía, y la curiosidad era muy viva.

Así es que el día 13 del referido mes, gran multitud había acudido a la estación de los trenes de Chicago a Milwaukee.

Se esperaba conocer a aquel X. K. Z. en su paso, en su actitud, en algo original. Completa decepción. No se vieron más que las caras de costumbre, de viajeros de todas, las clases sociales, que en nada se distinguían del resto de los mortales. Sin embargo, en el momento de partir el tren, se tomó a un hombre por el enmascarado, y, muy aturdido, viose objeto de una ovación que no merecía.

Al día siguiente también fueron muchos curiosos a a estación; menos al otro; y muy pocos los días siguientes, y no se advirtió en ningún viajero nada extraño que hiciese sospechar que se tratara del séptimo jugador del match Hypperbone.

Algunas personas, deseosas de apostar grandes sumas, a favor del misterioso personaje, interrogaron al notario Tombrock. Este se vio asediado a preguntas.

-Usted debe saber a qué atenerse sobre este X. K. Z. -le decían.

-Nada sé...

-¿Lo conoce usted?

-No lo conozco; y aunque lo conociera, no tendría el derecho de descubrir su incógnito.

-Pero usted debe saber dónde reside. Si tiene su domicilio en Chicago o en otra parte, puesto que usted le anunció el resultado de la jugada.

-Yo no le anuncié nada. Él lo habrá sabido por los periódicos y anuncios, o lo habrá oído proclamar en el salón del Auditorium.

-Pero tendrá usted que expedirle un telegrama para informarle el resultado de la nueva jugada del día 27 de este mes, que le interesa.

-Se lo expediré, sin duda.

-Dónde?

-Donde él estará; mejor dicho, donde debe estar. A Milwaukee, Wisconsin.

-¿Pero con qué señas?

-Al Telégrafo, con las iniciales X. K. Z.

-Pero, ¿y si él no está allí?

-Si él no está allí, peor para él: perderá todo derecho.

Como se ve, a los peros de los que le preguntaban, el daba siempre la misma respuesta: él no sabía nada y nada podía decir.

Al fin, el interés por el hombre del codicilo, tan vivamente excitado al principio, acabó por atenuarse, dejando al porvenir el cuidado de descifrar el incógnito de X. K. Z. Si él ganaba, si llegaba a ser el único heredero los millones de William J. Hypperbone, esto no sucedería sin que su nombre se extendiera por el mundo entero. Por el contrario, si no ganaba, ¿qué importaba si era joven o viejo, alto o bajo, delgado o gordo, rubio o moreno, rico o pobre, ni con qué nombre había sido inscrito en los registros de su parroquia?

Entretanto, las peripecias del juego eran seguidas con atenuación extrema en el mundo donde se especula, por los cazadores de fortuna y los adoradores de la casualidad. Los boletines financieros daban diariamente noticias de la situación como publicaban las cotizaciones de Bolsa. No solamente en Chicago y en las demás capitales, sino en pueblos y aldeas, los jugadores apostaban con gran pasión.

Las principales ciudades poseían agentes especiales cuyos negocios marchaban a maravilla. Su número aumentaría al mismo tiempo que los incidentes provocados por el capricho de los dados, de los que los Seis serían los beneficiados o las víctimas. Se habían establecido verdaderos mercados, con corredores y registros, donde se hacían demandas y ofertas, donde se compraba y vendía a precios distintos la probabilidad de triunfo de tal o cual jugador.

Esta corriente no estaba canalizada únicamente en los Estados Unidos. Había pasado sus fronteras y se había extendido por Canadá, México, y después por toda la América del Sur. ¡Incluso en Europa se estaba ya participando en la fiebre de aquella partida!

Decididamente, si el difunto socio del Excentric Club de Chicago no había hecho gran ruido durante su vida, ¡qué alboroto armaba después de su muerte!

En la hora actual, ¿quién era el favorito de aquel turf de nuevo género?

Hubiera sido difícil pronunciarse a favor de ninguno de los jugadores al comienzo de una partida de la que sólo se conocían algunas jugadas, y no obstante, parecía que el jugador número cuatro, Harris T. Kymbale, era el que contaba con más partidarios.

La atención pública estaba fija más particularmente en su persona. Los periódicos háblaban de él más que de los demás jugadores, siguiéndolo paso a paso y recibiendo diariamente noticias suyas. Los demás jugadores no podían rivalizar ante el público con el redactor del Tribune.

Tom Crabbe, sin embargo, contaba con gran número de partidarios. En cuanto al comodoro Urrican, al principio se había cotizado con alza en el mercado. La jugada que con nueve por cinco y cuatro le llevaba a la casilla número cincuenta y tres era un comienzo magnífico. Pero la segunda jugada lo obligó a recomenzar y había perdido el favor del público. Además, se sabía que había naufragado cerca de Key West y que el 23 por la mañana no había recobrado aún el conocimiento. ¿Podría llegar a Death Valley? ¿No estaba dos veces muerto como hombre y como jugador?

Quedaba aquel X. K. Z., y no era difícil imaginar que el público acabaría por inclinarse hacia él. Poco importaba que aún no fuera conocido, que se ignorara si había o no partido para Wisconsin. Esta cuestión no tardaría en quedar resuelta cuando se presentara en las oficinas del Telégrafo de Milwaukee para recibir su telegrama.

No estaba lejos aquel día. Se aproximaba el 27 de mayo, fecha de la jugada catorce, que concernía al hombre enmascarado. Dicho día, efectuada la jugada, el notario Tornbrock expediría un telegrama a la estación de Milwaukee, donde el jugador número siete debía estar en persona antes del mediodía. Se comprenderá que hubiera gran multitud de curiosos en dicha oficina, ávida de conocer al jugador de las iniciales. Si no se llegaba a saber su nombre, al menos se observaría su persona, y las instantáneas recogerían su imagen fotográfica que el mismo día publicarían los periódicos.

Conviene advertir que Hypperbone había distribuido los diversos estados en su mapa de un modo arbitrario. Esos estados no estaban distribuidos ni en orden alfabético ni geográfico. Así, la Florida y Georgia, que son lindantes, ocupaban, una la casilla veintiocho y la otra la cincuenta y tres. Texas y Carolina del Sur eran las diez y once, aunque estuvieran separadas por una distancia de ochocientas a novecientas millas. Lo mismo sucedía con los demás estados. Tal distribución no parecía, pues, debida a razonada elección, y tal vez hasta los lugares habían sido sacados a la suerte.

Fuera lo que fuera, en Wisconsin debía el misterioso X. K. Z. esperar el telegrama que le anunciara el resultado de la segunda jugada que a él se refería. Ahora bien: como Lissy Wag y Jovita Foley no habían podido ir a Milwaukee hasta el mismo día 23 por la mañana, ellas se habían apresurado a partir de allí inmediatamente, a fin de no encontrarse con el jugador número siete cuando se presentara en el despacho del Telégrafo de la ciudad.

Llegó, al fin, el día 27 de mayo, y la atención pública fijóse en el personaje que por inexplicables motivos se abstenía de revelar su nombre.

Aquel día, la multitud se agolpaba en el salón del Auditorium, y la afluencia de gente había sido, sin duda, mayor si gran número de curiosos no hubiera tomado los trenes de la mañana para dirigirse a Milwaukee a fin de estar presentes en las oficinas del Telégrafo cuando X. K. Z. fuera a reclamar su telegrama. Al fin lo verían.

A las ocho, solemne como siempre, y rodeado de los socios del Excentric Club, el notario Tornbrock agitó el cubilete, hizo rodar los dados sobre la mesa, y en medio del silencio general proclamó con voz sonora:

-Jugada catorce, séptimo jugador; diez por cuatro y seis.

He aquí las consecuencias de esta jugada:

Estando X. K. Z. en la casilla veintiséis, Wisconsin, los diez puntos lo hubieran enviado a la treinta y seis de no ser dobles, pues la casilla treinta y seis estaba ocupada por Illinois. Debía, pues, trasladarse a la casilla, cuarenta y seis, abandonando Wisconsin. En el mapa de William J. Hypperbone esta casilla era el distrito de Columbia.

La fortuna favorecía singularmente al misterioso personaje. Por el primer golpe de dados iba a un estado lindante con Illinois; por el segundo, no tenía que atravesar más que tres estados, Indiana, Ohio y Virginia occidental, para llegar al distrito de Columbia, y a Washington, su capital, que es también la capital de los Estados Unidos. ¡Qué diferencia con la mayor parte de los demás jugadores, enviados hasta la extremidad del territorio federal!

Realmente, lo mejor era apostar a favor de hombre tan afortunado, suponiendo que existiera.

Pero aquella mañana, en Milwaukee, no pudo ponerse en duda su existencia.

Un poco antes del mediodía, en los alrededores y en el interior de las oficinas de Telégrafos, los curiosos abrieron camino a un hombre de regular estatura, aspecto vigoroso y barba canosa. Iba en traje de viaje y usaba lentes. Llevaba una maletica en la mano.

-¿Recibió usted un telegrama con las iniciales X. K. Z.? -preguntó al empleado.

-Aquí está -le respondieron.

Entonces el jugador número siete -pues era él- tomó el telegrama, lo abrió, leyó su contenido, lo volvió a cerrar, lo guardó en su cartera, sin demostrar satisfacción ni disgusto, y se retiró, pasando por en medio de la multitud, emocionada y silenciosa.

Al fin apareció el enigmático señor X. K. Z. ¡Existe! ¡No es un personaje imaginario! ¡Pertenece a la humanidad! Pero, ¿quién es? ¿Cómo se llama? Se ignora. Llegó sin ruido; partió sin ruido. No importa. Puesto que el día fijado se encontró en Milwaukee, se encontrará en Washington cuando deba estar. ¿Es preciso conocer su estado civil? No. Lo que no es dudoso es que cumple de modo perfecto con las condiciones impuestas por el testador.

¿Para qué intentar saber más? Hagánse sin dudar apuestas a su favor. Puede llegar a ser favorito pues, a juzgar por sus primeras jugadas, parece que el éxito lo acompañará en el curso de sus viajes.

En resumen, he aquí, en la fecha del 27 de mayo, el estado de la partida:

Max Real, el 15 de mayo abandonó Fort Riley de Kansas para dirigirse a la casilla veintiocho, estado de Wyoming.

Tom Crabbe, el día 17 del mismo mes, abandonó Austin, de Texas, para ir a la casilla treinta y cinco, estado de Ohio.

Hermann Titbury, cumplida su condena, el día 19 partió de Calais de Maine, con dirección a la casilla cuatro, estado de Utah.

Harris T. Kymbale, el día 21 dejó Santa Fe de Nuevo México para ir a la casilla veintidós, estado de Carolina del Sur.

Lissy Wag, el día 23 del indicado mes abandonó Milwaukee con dirección a la casilla treinta y ocho, estado de Kentucky.

El comodoro Urrican, si no ha muerto, recibió hace cuarenta y ocho horas, el 25 de mayo, el telegrama que le expide a la casilla cincuenta y ocho, estado de California, desde donde deberá volver a Chicago para recomenzar la partida.

Y, en fin, X. K. Z. acaba de ser enviado a la casilla cuarenta y seis, distrito de Columbia.

El mundo no tiene más que aguardar los incidentes ulteriores y los resultados de las siguientes jugadas que se efectuarán cada dos días.

Una idea lanzada por el Tribune ha tenido enorme éxito, y ha sido adoptada no sólo en América, sino en el mundo entero.

Ésta es:

¿Por qué, puesto que el número de jugadores es siete, como se hace tratándose de los jockeys en las carreras, no atribuirles a cada uno un color? ¿No está indicado elegir los siete colores del arco iris?

Así es que Max Real será el morado; Tom Crabbe, el añil; Hermann Titbury, el azul; Harris T. Kymbale, el verde; Lissy Wag, el amarillo; Hodge Urrican, el anaranjado, y X. K. Z., el rojo.

De este modo, cada uno de estos colores son señalados cotidianamente en el sitio ocupado por los jugadores de la partida Hypperbone sobre el mapa del juego de los Estados Unidos de América.

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