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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo XXIX

Un trueno que se extendiera por todo el globo no causaría más efecto que aquel golpe de dados salido del cubilete del notario Tornbrock, al dar las ocho, el 24 de junio, en la sala del Auditorium. Los miles de espectadores que asistieron a esta jugada, con el pensamiento de que podría ser la última de la partida Hypperbone, en el noble juego de los Estados Unidos de América, la proclamaron por todos los barrios de Chicago y millares de telegramas extendieron la noticia por todo el país confederado.

Resultaba, pues, que el hombre enmascarado, el jugador de última hora, el intruso, en una palabra -o mejor dicho en tres letras- aquel X. K. Z. ganaba la partida y con ella los sesenta millones de dólares.

Mientras tantas desgracias caían sobre los demás jugadores, éste había caminado siempre con paso seguro, yendo de Illinois a Wisconsin, de Wisconsin al Distrito de Columbia, del Distrito de Columbia a Minnesota, y de ahí al fin, sin haber tenido que desembolsar una sola prima, y por un círculo limitado, con gran economía de fatigas y gastos en el curso de sus fáciles viajes.

Restaba saber quién era aquel X. K. Z. y, sin duda, no tardaría en darse a conocer, aunque no fuera más que para entrar en posesión de la enorme herencia.

Al terminar la semana, Max Real, repuesto apenas de su herida, había regresado a su ciudad natal en compañía de Lissy Wag y de Jovita Foley.

Y aquel mismo día Lissy Wag, acompañada de su inseparable amiga, fue a visitar a la señora Real. La joven agradó mucho a la buena señora y ésta a la joven.

En cuanto a Tom Crabbe y John Milner, inútil es, decir en que estado de furor y vergüenza se encontraban. ¡Tanto dinero perdido! No solamente el importe de los viajes, sino la triple prima que tuvieron que pagar en la prisión del Missuri. Y además, la reputación del campeón comprometida en el encuentro con el no menos despechado Cavanaugh, encuentro en que el verdadero vencedor había sido el sheriff... Cuando John Milner supo el resultado de la última jornada, no tuvo más remedio que volver a su casa de Chicago.

Esto hizo también Hermann Titbury. Hacía ya catorce días que el matrimonio ocupaba en el Excelsior Hotel el apartamento reservado al jugador de la partida. ¡Qué golpe cuando les fue presentada la factura! Ascendía a dos mil ochocientos dólares, y añadiendo a esta suma las primas de Luisiana, la multa de Maine, el robo de Utah, más los gastos necesarios para viajes tan largos; el total era de ocho mil dólares. Herido en el corazón, es decir, en la bolsa, el matrimonio Titbury regresó a casa.

¿Harris T. Kymbale? Pues bien: Harris T. Kymbale había salido sano y salvo del choque premeditado para inaugurar la vía entre Medary y Sioux Falls City. Antes del choque pudo saltar a la vía, no sin rebotar contra el suelo como si fuera de goma, quedando desvanecido al pie de un talud, al abrigo de la explosión de las dos locomotoras.

Tres horas después, cuando los trabajadores fueron a desocupar la vía, encontraron a un hombre sin sentido, al pie del talud. Lo llevaron a la casa más próxima, se avisó a un médico, y éste, manifestó que el herido no estaba grave.

Cuando salió del síncope, se le preguntó, enterándose los presentes de la forma tan imprudente en que había subido al tren. Después de algunos reproches dirigidos al periodista, éste tuvo que pagar el importe del viaje, y después se dispuso a salir para Chicago, donde se encontraba el día 25, dispuesto, con más ímpetu que nunca, a proseguir la partida... cuando se enteró que ésta había terminado la víspera, con victoria del desconocido X. K. Z. Pero permaneció tranquilo. Se dispuso a contar sus últimas y extraordinarias aventuras, y sólo un ligero suspiro dedicó al final de tan singular partida.

Y volviendo a las dos jovenes, inútil es decir en que estado de desesperación se encontraba Jovita Foley.

-¡Pero ten resignación, Jovita! -le repetía Lissy Wag-. Demasiado sabes que yo nunca conté...

-¡Pero yo sí que contaba con ello!

-Hacías mal.

-Además, tú no tienes por qué quejarte.

-Y no me quejo -respondió sonriendo Lissy Wag.

-Si la herencia de Hypperbone se te escapa, por lo menos no eres una pobre joven sin fortuna.

-¿Cómo es eso?

-Claro, Lissy. X. K. Z, ha llegado el primero... y tú segunda, lo que representa que has ganado el producto de las primas.

-De verdad, Jovita, que no había pensado en ello.

-Pero yo sí que pienso, descuidada Lissy. Te embolsarás una suma de consideración: unos diecisiete mil dólares, según creo.

Terminaremos este capítulo hablando algo de Hodge Urrican.

El 22 de junio se había efectuado la jugada que le correspondía, y que lo enviaba al estado de Nevada, donde se encontraba el pozo del noble juego de la oca. Con el apresuramiento que en todos sus negocios ponía, Hodge Urrican partió de Milwaukee el mismo día 22, en dirección a Nevada, después de remitir al notario los tres mil dólares que su últirna jugada le costaba.

Pero no llegó. En Salt Lake City, la mañana del 24, recibió la noticia de que X. K. Z. había ganado la partida.

El comodoro Urrican regresó, pues, a Chicago en un estado de ánimo fácil de adivinar.

En cuanto al desconocido X. K. Z., no había aparecido por ninguna parte.

Transcurrió una semana, y otra, y no hubo noticias de él.

Una de las personas mas impacientes era Jovita Foley

-¡Ah, cuando yo le eche la vista encima!

-Pero cálmate, querida -repetía Lissy Wag.

-No, no me calmaré, Lissy; y si lo veo le preguntaré con qué derecho se ha permitido ganar la partida, un señor del que ni el nombre se sabe.

A decir verdad, con su impaciencia, la joven expresaba fielmente el estado de la opinión pública. Conforme transcurría el tiempo excitábanse las imaginaciones. Gran número de personas acudían a casa del notario Tornbrock, que daba siempre la misma respuesta, afirmando que nada sabía de lo referente al portador del pabellón rojo.

La agitación pública llegó a tal punto, que las autoridades tuvieron que intervenir. Hubo que proteger a los socios del Excentric Club y al notario, a los que se les hacía responsables de lo que acontecía.

El 15 de julio, tres semanas después de la última jugada, que hizo ganar al hombre enmascarado, se produjo un incidente de lo más inesperado.

A las diez y diecisiete de la mañana se esparció la noticia de que sonaba a todo vuelo la campana del monumento funerario de William J. Hypperbone.

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