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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo XVIII

He recibido del señor Hermann Titbury, de Chicago, la cantidad de trescientos dólares como pago de la multa a que ha sido condenado por sentencia del 14 de mayo actual por infracción de la ley sobre bebidas alcohólicas.

Calais (Maine), 19 de mayo de 1897.

El escribano
WALTER HOECK.

Dedúcese de aquí que Hermann Titbury, tras larga resistencia que duró hasta el 15 de mayo, vióse en la necesidad de pagar la multa que se le impuso. Hecho el pago, y establecida la identidad del señor y la señora Titbury, que viajaban con el nombre de señor y señora Field, el juez, después de tres días de prisión, había remitido el resto de la pena.

El día mencionado, a las ocho de la mañana, el notario Tornbrock efectuó la sexta jugada y avisó al interesado por el telégrafo de Calais.

Los habitantes de la pequeña ciudad, rnolestos porque uno de los jugadores de la partida Hypperbone se hubiera ocultado bajo falso nombre, no se mostraron muy obsequiosos, y hasta se rieron de la desgracia de Titbury.

Encantados al principio de que, en el Maine, Calais hubiera sido el lugar elegido por el difunto Hypperbone, no perdonaron al pabellón azul que no se hubiera dado a conocer desde su llegada. De aquí que, al ser reconocido el verdadero nombre de éste, no causara impresión. Cuando el carcelero le dio la libertad, Hermann Titbury tomó el camino de su posada. Nadie lo acompañó; nadie volvió el rostro al verlo pasar. Por lo demás, la pareja no buscaba, como Harris T. Kymbale, las aclamaciones de la multitud, y no tenía más que un deseo; abandonar Calais lo más pronto posible.

Eran las nueve de la mañana, faltaban aún tres horas para que llegara el momento de presentarse en las oficinas del Telégrafo. Ante el té y los asados de su almuerzo, el señor y la señora Titbury se ocuparon de arreglar sus cuentas.

-¿Cuánto hemos gastado desde que salimos de Chicago? -preguntó el esposo.

-Ochenta y ocho dólares y treinta y siete centavos -respondió la esposa.

-¡Tanto!

-Sí; y eso que no hemos derrochado nuestro dinero en el camino.

A no tener la sangre de los Titbury, cualquiera se hubiera asombrado de que los gastos fueran tan limitados. Verdad que a ellos había que añadir los trescientos dólares de la multa, lo que elevaba a buena cifra la sangría hecha en la bolsa de los Tithury.

-¡Con tal de que el telegrama que recibiremos de Chicago no nos obligue a partir al otro extremo del territorio! -suspiró el señor Titbury.

-Preciso sería hacerlo -respondió seriamente la señora.

-Pues yo preferiría renunciar.

-¿Todavía hablas de eso? -exclamó la imperiosa matrona-. ¡Sea ésta la última vez que hables de renunciar a la probabilidad de ganar sesenta millones de dólares!

Transcurrieron las tres horas, y a las doce menos veinte, la pareja, instalada en la sala de la oficina telegráfica, esperaba con la impaciencia que es de suponer. Apenas si había allí media docena de curiosos.

¡Qué diferencia con el entusiasmo de que los otro jugadores habían sido objeto en Fort Riley, Austin, Santa Fe, Milwaukee y Key West!

Llegó el empleado con el telegrama.

-El señor Hermann Titbury.

Titbury sintió que en aquel momento las piernas le flaqueaban. Su lengua se paralizó y no pudo responder.

-Presente -dijo la señora Titbury, sacudiendo fuertemente a su marido.

-¿Es usted el destinatario de este telegrama? -preguntó el empleado.

-Sí ... él es -respondió la señora Titbury.

-Sí... yo soy - pudo al fin responder su esposo - Vaya usted a preguntárselo al juez Ordak. Mi identidad me ha costado muy cara para que pueda ponerse en duda.

El telegrama fue entregado a la señora Titbury, que lo abrió, pues su marido no hubiera podido hacerlo.

He aquí lo que leyó con voz que fue en disminución hasta extinguirse antes de pronunciar las últimas sílabas:

Hermann Titbury. -Dos, por uno y uno, Great Salt Lake City, Utah. TORNBROCK

La pareja desfalleció, en medio de las mal disimuladas chanzas, y tuvieron que sentarse sobre uno de los bancos de la sala.

¡La primera vez, por uno y uno, enviados a la segunada casilla al fondo del Maine; la.segunda, también por uno y uno, enviados a la cuarta, a Utah...! ¡Cuatro puntos en dos jugadas! ¡Y para colmo, después de ir de Chicago al límite de la Unión, ir casi al otro extremo en el Oeste!

Recobrada de aquella debilidad, la señora Titbury cogió a su marido por el brazo y lo arrastró hacia la posada de Sandy Bar.

La mala suerte estaba declarada. Los otros jugadores habían adelantado mucho, mientras los Titbury avanzaban a paso de tortuga.

En fin, si los Titbury no se decidían a abandonar la partida, convenía que no se retrasaran en Calais, porque contando que, descansaran algunos días en Chicago, no había tiempo que perder, pues el 2 de junio debían estar en Utah.

Por la tarde, la ciudad quedó libre de la presencia de aquella gente poco simpática, y se esperaba que los azares del noble juego de los Estados Unidos no los harían volver, esperanza de la que ellos mismos participaban.

A las cuarenta y ocho horas, los Titbury desembarcaron en Chicago, algo maltrechos, después de aquellos viajes tan impropios de su edad y pacíficas costumbres. Permanecieron algunos días en su casa de Robey Street, pues el señor Titbury experimentó en el camino uno de esos catarros de anciano, que él trataba con menosprecio, tratamiento muy en consonancia con su avaricia reconocida.

Lo cierto fue que sus piernas se negaron a andar, y hubo que conducirlo desde la estación a su casa.

Los periódicos anunciaron su llegada. Los periodistas del Staats Zeitung, favorables a su causa, lo visitaron; pero viéndolo en tan lamentable estado, lo abandonaron a su mala suerte, y las agencias no encontraron postores para él ni a siete contra uno.

Sin embargo, se contaba con Kate Titbury. No trató ésta la enfermedad con la indiferencia que habitualmente mostraba por los catarros de su marido, sino que con violencia, y ayudada por su sirvienta, dio a Hermann tales fricciones que casi le arrancó la piel. Ni asno ni caballo alguno fueron tratados de tan terrible modo. Ni médico ni boticario intervinieron en tal tratamiento, y quizás ésta fue la causa de que el enfermo mejorara.

La curación de éste se efectuó en cuatro días. El día 23 se dispuso el viaje. Sacáronse de la caja algunos miles de dólares en papel, y en la mañana del 24 marido y mujer se pnsíeron en camino, con tiempo suficiente para llegar a la capital mormona.

En la tarde del 23 llegaron a Ogden, importante estación que un ramal pone en comunicación con Great Salt Lake City.

En este punto acaeció un encuentro, no entre dos trenes, sino entre dos de los jugadores, encuentro que clebía tener singulares consecuencias.

Por la tarde Max Real, de regreso de su visita al Parque Nacional, acababa de llegar a Ogden. Desde allí se dirigiría el día 29 a Cheyenne, para saber el resultado de la tercera jugada que le concernía. Paseándose estaba por el andén de la estación, cuando se encontró frente a frente con Titbury, en compañía del cual había seguido el fúnebre cortejo de William J. Hypperbone, y figurado en el Auditorium durante la lectura del testamento del excéntrico difunto.

Aquella vez la pareja se había guardado muy bien de viajar con nombre supuesto, por no querer exponerse de nuevo a los inconvenientes de que en Calais había sido víctima.

Júzguese, pues, la sorpresa que experimentó el pabellón azul cuando ante regular número de personas que se habían apeado del tren, oyó que lo interpelaban de la manera que sigue:

-¿Si no me engaño, tengo el honor de hablar con Hermann Titbury, de Chicago, mi compañero en la partida Hypperbone?

La pareja se estremeció. Visiblemente disgustado por ser señalado a la atención pública, el señor Titbury se volvió y no pareció haber visto nunca al importuno, aunque lo hubiera reconocido perfectamente.

-No sé, caballero -respondió-. ¿Se dirige a mí, por casualidad?

-Perdone -dijo el pintor-. No creo equivocarme. Hemos estado juntos en las famosas exequias en Chicago. Soy Max Real.

-¿Max Real? -respondió la señora Titbury como si oyera pronunciar aquel nombre por vez primera.

Max Real, que comenzaba a impacientarse, dijo entonces:

-¿Es o no es usted el señor Hermann Titbury de Chicago?

-Pero, caballero -le respondió Titbury con tono agrio-, ¿con qué derecho se permite interrogarme?

-¿Lo toma usted así? -dijo Max Real, cubriéndose-. ¿No quiere ser el señor Titbury, uno de los Siete, expedido primero a Maine y a Utah después? Bien, usted sabrá por qué. En cuanto a mí, soy Max Real, que vuelve de Kansas y de Wyoming. Y ahora, ¡buenos días!

En aquel momento, un hombre que había observado la escena con interés, se acercó. Tendría este individuo unos cuarenta años, y rostro franco que inspiraba confianza aun a las gentes más desconfiadas.

-He ahí -dijo inclinándose ante la señora Titbury- una persona impertinente que por su conducta incorrecta se ha hecho acreedor a una buena lección.

-Le doy las gracias, caballero -respondió el señor Titbury, lisonjeado de que hombre tan distinguido tomara su defensa.

-Pero ¿es realmente Max Real ... su compañero?

-Sí... me parece -respondió el señor Titbury-, por más que, a decir verdad, yo apenas lo conozco.

Pero ¿quién era aquel personaje? El señor Robert Inglis, de Great Salt Lake City, un corredor de comercio de los más entendidos, que conocía a fondo la provincia, por haberla recorrido durante gran núrnero de años. El cual, después de haber indicado su nombre y profesión, ofrecióse galantemente a dirigir a los esposos Titbury, y se encargó de buscarles un hotel conveniente.

¿Cómo rehusar los ofrecimientos del señor Robert Inglis, que declaró, además, haber apostado fuerte suma a favor del jugador número tres? Él tomó las pequeñas maletas de la señora Titbury y las depositó en uno de los vagones del tren que iba a partir para Ogden.

Al señor Titbury le resultaba extraordinariamente simpático el señor Robert Inglis, sobre todo por haber tratado a Max Real como merecía. Además, se felicitaba por haber encontrado un compañero de viaje tan amable que le serviría de guía en la capital. de Utah.

Todo iba, pues, de la mejor manera que se podía desear. Los viajeros se instalaron en un vagón. El señor Inglis fue tan interesante como inagotable en su conversación.

Eran las siete y media cuando el tren se detuvo en la estación de Great Salt Lake City.

Robert Inglis había dicho que era una magnífica ciudad, y ciertamente no dejaría partir a sus nuevos amigos sin que la hubieran visitado.

De todos modos, aquella noche no era cosa de visitar Great Salt Laky City. Lo que más urgía era elegir un hotel; y como el señor Titbury no quería pagar precio exhorbitante, su guía le propuso uno fuera de la ciudad: Hotel Económico.

Este nombre bastó para que la pareja se tranquilizara. Después, dejando en la estación el equipaje, para volver si el Hotel Económico les convenía, los esposos siguieron al señor Inglis, que se había empeñado en llevar por sí mismo el saco y la maleta de la "excelente señora". Descendieron hacia los barrios bajos de la ciudad, de la que los Titbury nada pudieron ver, pues ya era de noche; llegaron a la orilla derecha de un río que el señor Inglis dijo era Crescent River, y caminaron unas tres millas. Tal vez los Titbury encontraron algo largo el paseo; pero con la idea de que el hotel sería tanto más barato cuanto más lejos de la ciudad estuviera, no pensaron en quejarse.

A las ocho y media, y en medio de la oscuridad más completa, pues el cielo estaba brumoso, los viajeros llegaron ante una casa, cuya apariencia no les fue posible juzgar.

El hotelero, hombre de rostro feroz, los introdujo en un cuarto del piso bajo, blanqueado de yeso, y amueblado únicamente con un lecho, una mesa y dos sillas. Esto les bastaría; y dieron las gracias al señor Inglis, que se despidió de ellos, prometiendo volver al siguiente día por la mañana.

Muy fatigados, el señor y la señora Titbury, después de haber comido el resto de las provisiones que en el saco de viaje llevaban, se acostaron. Pronto quedaron dormidos y soñaron que los pronósticos del atento Robert Inglis se realizaban, y que la próxima jugada les hacía ganar veinte casillas.

A las ocho se despertaron, tras noche reposada y tranquila. Se levantaron sin apresuramiento, pues nada tenían que hacer sino esperar a su guía para visitar la ciudad con él..

A las nueve nadie había aparecido aún. El señor y la señora Titbury, vestidos y en disposición de salir, mira. ban por la ventana que se abría sobre una gran calle.

El hotel debía estar en paraje solitario, pues inclinándose sobre la ventana, el señor Titbury no distinguía ninguna casa, ni en aquella orilla ni en la opuesta. Sólo la sombría masa de los verdes bosques, de pinos que se agrupaban en la ladera de la alta montaña.

A las diez, nadie aún; el señor y la señora Titbury empezaron a impacientarse y además sentían hambre.

-Salgamos -dijo la mujer.

-Salgamos -dijo el marido.

Y empujando la puerta de la habitación, penetraron en una sala central, verdadera sala de taberna, cuya puerta de entrada daba a la calle.

Allí había dos hombres mal vestidos, de aspectos poco tranquilizador, con los ojos enrojecidos por el abuso de la ginebra, y que, al parecer, guardaban la puerta.

-¡No se pasa!

Tal fue el mandato que en tono rudo dirigió uno de ellos al señor Titbury.

-¿Cómo que no se pasa?

-No... sin pagar.

-¿Pagar?

Esta palabra era la que menos agradable al señor Titbury cuando era dirigida a él.

-¿Pagar? -repitió-. ¿Pagar por salir? ¡Esto es broma!

La señora Titbury, víctirna de repentina inquietud, no tomó así el asunto y preguntó:

-¿Cuánto?

-Tres mil dólares.

Ella reconoció la voz que había pronunciado estas palabras. Era la voz de Robert Inglis, que se presentó a la entrada del hotel.

El señor Titbury, menos perspicaz que su mujer, quiso echar a broma él asunto.

-¿Eh? -dijo-. Aquí está nuestro amigo.

-En persona -respondió el tal.

-Y siempre de buen humor.

-Siempre.

-Verdaderamente, es bien extraña esta reclamación de tres mil dólares.

-¡Qué quiere usted! Tal es el precio de una noche en Cheap Hotel.

-¿Habla usted seriamente? -preguntó la señora Titbury palideciendo.

-Muy seriamente, señora.

Aquel Robert Inglis era uno de los muchos bandidos de aquellas lejanas comarcas de la Unión. Max Real, con las preguntas que dirigió a los Titbury, le puso sobre buena pista. Entonces ofrecióse a la pareja, y sabedor después de que llevaban consigo tres mil dólares -confesión imprudente-, les había conducido a aquella solitaria taberna, donde estaban a merced suya.

Aunque demasiado tarde, el señor Titbury le comprendió.

-Caballero -le dijo-, espero que nos dejará salir al momento. Tengo que hacer en la ciudad.

-Nada tiene usted que hacer en ella antes del 2 de junio, día en que llegará el telegrama que le interesa -respondió sonriendo el señor Inglis-, y estamos a 29 de mayo.

-¿Pretende, pues, detenernos durante cinco días?

-Y aún más... -respondió el otro-, a no ser que me entregue usted tres mil dólares en buenos billetes del Banco de Chicago.

-¡Miserable!

-Guardo con usted extremada cortesía -dijo el señor Inglis-. Procure portarse lo mimo conmigo, señaor Pabellón Azul.

-Pero... ese dinero, ¡si es cuanto llevo!

-Al rico Hermann Titbury le será fácil que desde Chicago le envíen cuanto necesite. Su caja está bien provista. Y advierta que sobre sí lleva esos tres mil dólares que le pido, y que podría robárselos. Pero... no somos ladrones. Solamente que tal es el precio del Hotel Económico, y usted tendrá que conformarse con él.

-¡Nunca!

-Como usted quiera.

Y pronunciada esta frase, volvió a cerrarse la puerta, y los esposos quedaron presos en la sala baja.

¡Qué recriminaciones entonces sobre aquel viaje, sobre las tribulaciones del mismo, sin hablar de los peligros que. los amenazaban! ¡Tras la multa de Calais, el robo de Great Salt Lake City! ¡Qué mala suerte, haber tropezado con aquel bandido!

-¡Y todo por ese indecente Max Real! -exclamó el señor Titbury-. Nuestro nombre, que no queríamos hacer conocer más que a la llegada, él lo proclamó en plena estación. Y ese bandido lo oyó.- ¿Qué hacer?

-Sacrificar los tres mil dólares -dijo la señora Titbury.

-¡Nunca! ¡Nunca!

-¡Hermann! -se contentó con decir la imperiosa mujer.

Sin embargo, el señor Títbury resistió. Tal vez recibieran inesperado socorro. Un destacamento de tropa... o al menos, algunos que pasaran por aquellos lugares y a los que pediría socorro. ¡Vana esperanza! Un minuto después, ambos eran conducidos a una habitación cuya ventana no se abría más que sobre un patio interior. El feroz posadero puso entonces algunos alimentos
a su disposición. Realmente, para el precio pedido no era mucho exigir tener, a razón de más de mil dólares por día, no sólo habitación, sino alimento en el Hotel Económico.

Dos días transcurrieron. Nadie podría explicar a qué grado de rabia llegaron los prisioneros. No volvieron a ver al señor Inglis, que, sin duda, se mantenía lejos de ellos por discreción y para no aparentar que ejercía presión sobre sus huéspedes.

Llegó el primero de junio. Antes de las doce, el jugador número tres debía estar en las oficinas del Telégrafo de Great Salt Lake City. De no hacerlo así, perdería todos sus derechos a continuar una partida tan desastrosa hasta entonces para el pabellón azul.

El señor Titbury no quería ceder. No cedería. Más, forzada por las circunstancias, la señora Titbury intervino con raro vigor para imponer su voluntad. Suponiendo que el capricho de los dados hubiera enviado al señor Titbury a la hostería, al laberinto, a los pozos, a la prisión, ¿no hubiera tenido que pagar primas dobles y triples? ¿Acaso hubiera dudado en hacerlo? No. Pues no había más remedio que aceptar las circunstancias actuales y entregar lo que se les exigía, pues si bueno es tener dinero, vale más la vida, y ésta se encontraba comprometida entre aquellos bandidos.

El señor Titbury resistió hasta las siete, con la esperanza de un providencial socorro, que no llegó.

A las siete y media, el señor lnglis se hizo anunciar.

-Mañana es el gran día -dijo-. Sería conveniente, que usted estuviera esta noche en Great Salt Lake City.

-Y quién sino usted me lo impide -exclamó el señor Titbury, ahogado por la cólera.

-¿Yo? -respondió el señor Inglis, siempre sotiriente-. Con que usted se decidiera a arreglar nuestra cuenta, bastaba.

-Ahí está -dijo la señora Titbury, tendiendo al señor Inglis el manojo de billetes que su marido, con la muerte en el alma le había entregado.

El señor Titbury se sintió morir al ver que aquel canalla tomaba el fajo y contaba la suma, y no encontró palabra que responder cuando el señor Inglis dijo:

-Es inútil que le dé a usted recibo, ¿verdad? Pero no tema usted. Yo se lo abonaré en su cuenta. Y ahora, sólo me resta desear a ustedes buena suerte para ganar los millones del match Hypperbone.

La puerta estaba libre y, sin escuchar más, la pareja se lanzó fuera. Era casi de noche y el sitio sería difícil de reconocer.

¿Cómo indicar a la policía el lugar de aquella escena tragicómica?

Lo que más importaba era dirigirse a Great Salt Lak,City, cuyas luces se distinguían a tres millas de allí subiendo por el Crescent River. Una hora después el señor y la señora Titbury llegaron a la Nueva Sión y entraron en el primer hotel que hallaron. ¡Nunca les costaría tan caro como el Hotel Económico!

Al siguiente día, 2 de junio, el señor Titbury se personó en el despacho del sheriff, a fin de presentar su denuncia y solicitar que los agentes se pusieran a la busca de Robert Inglis. Tal vez estaría aún a tiempo de recobrar los tres mil dólares.

El sheriff (un magistrado muy inteligente) recibió con interés la denuncia del robado contra el ladrón. Desgraciadamente, el señor Titbury sólo pudo dar vagas noticias sobre la taberna. Había sido conducido a ella de noche. Había partido de noche. Cuando habló del Hotel Económico, el sheriff le respondió, que él no conocía hotel que llevara tal nombre, y que en el país no exisitía el Crescent River a que se refería. Sería, pues, difícil echar mano al bandido, que, por otra parte, debería haberse fugado con sus cómplices. En cuanto a lanzar una brigada de policías, sobre la pista, en aquel país de bosques y montes, a nada conduciría.

-¿Dice usted, señor Titbury -preguntó el sheriff-, que ese hombre se llama...?

-Inglis. El miserable Robert Inglis.

-Sí; ese es el nombre que le dio... Pero reflexionando sobre el caso, no dudo que se trata del famoso Bill Arrol. Lo reconozco en su manera de operar. No es su primer golpe.

-¡Y aún no lo ha detenido! -exclamó el señor Titbury furioso.

-Aún no. Estamos en el período de vigilancia. Pero más tarde o más temprano caerá en nuestras rnanos.

-¡Ya no será tiempo para mí!

-Pero sí para él. Y se le electrocutará, a menos que no sea ahorcado.

-Pero, ¿y mi dinero, señor, y mi dinero?

-¡Qué quiere usted! Sería preciso prender a ese diablo de Bill Arrol, y la cosa no es fácil. Todo lo que puedo prometerle es enviarle un cabo de su cuerda, si se cuelga, y si para entonces no está terminado el match, poseyendo tal talismán, tendrá usted la seguridad de ganar.

Y eso fue todo lo que el señor Titbury pudo obtener de aquel original sheriff.

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