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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo XXX

No es fácil imaginarse la rapidez con que se extendió la noticia. En algunos puntos la población de los barrios vecings invadió el cementerio. Después afluyó una multitud de todas partes. Media hora más tarde, la circulación estaba interrumpida por completo desde Washington Park.

Y la campana sonaba siempre en el campanario del soberbio monumento funerario de William J. Hypperbone, en el cementerio Oakwood.

Pero, cosa extraña, cuando empezó a sonar la campana, los socios del Excentric Club y el notario Tornbrock ya estaban allí. Y media hora más tarde llegaban los seis jugadores de la partida, con sus respectivos y fieles acompañantes.

Cesó al fin el toque de la campana, y la puerta del monumento se abrió de par en par. Entre las lámparas, que resplandecían intensamente, apareció el magnífico catafalco, tal como estaba tres meses y medio antes.

El Excentric Club, con su presidente a la cabeza, penetró en el interior del hall. Tras los socios entró el notario Tornbrock, vestido de etiqueta. Los seis jugadores, acompañados de cuantos espectadores podía contener el hall, los siguieron.

Tanto dentro como fuera del edificio reinaba profundo silencio.

Eran las once y treinta y tres minutos, cuando en el catafalco, cuyo paño mortuorio cayó al suelo, como si de él hubiera tirado una invisible mano sonó cierto ruido, que venía del interior del hall..

Y entonces, ¡oh prodigio!, mientras Lissy Wag se agarraba al brazo de Max Real, levantóse la tapa del atáud, irguióse el cuerpo que éste encerraba, y apareció de pie un hombre vivo, bien vivo, ¡y este hombre era el difunto William J. Hypperbone!

-¡Es el señor Humphrey Weldon! -exclamó Jovita Foley.

Sí, Humphrey Weldon, pero de una edad menos venerable que cuando su visita a Lissy Wag. Aquel gentleman y William J. Hypperbone eran una misma persona.

He aquí, en algunas palabras, la relación que reprodujeron los periódicos de toda la nación, y que explicaba lo que parecía inexplicable, en esta prodigiosa aventura.

El día 1 de abril, en el hotel de Mohawk Street, y durante una partida del noble juego de la oca, William J. Hypperbone fue acometido de una congestión. Transportado a su hotel de La Salle Street, estaba muerto algunas horas después, o al menos así lo declararon los médicos. Pero, a despecho de los doctores, William J. Hypperbone era víctima de una catalepsia, que le daba todo el aspecto del que ha pasado a mejor vida.

Celebráronse sus exequias con la suntuosidad que se sabe. Después, el 3 de abril, las puertas del monumento se cerraron sobre el socio más distinguido del Excentric Club.

Pero por la noche, el guardián ocupado en apagar las luces, oyó ruido en el interior del ataúd. Algunos gemidos se escapaban de éste. Una voz apagada llamaba.

El guardián no perdió la cabeza. Corrió en busca de sus instrumentos y levantó la tapa del ataúd. La primera frase que William J. Hypperbone pronunció al despertar de su letargo fue ésta:

-Ni una palabra, y tu fortuna está hecha. Sólo tú sabrás que continúo vivo -prosiguió-. Tú y mi notario Tornbrock, a quien vas a decir que venga aquí al momento.

El guardián, sin otras explicaciones saió del hall y corrió en busca del notario. Calcúlese la agradable sorpresa que recibió Tornbrock, cuando media hora después se encontró en presencia de su cliente.

He aquí lo que William J. Hypperbone pensó desde su resurrección: puesto que había establecido por testamento la famosa partida que debía dar motivo a tantas agitaciones, él quería que esta partida se llevara a efecto.

-Pero entonces -replicó el notario-, usted quedará arruinado, porque alguno de los seis ganará. Puesto que usted no está muerto, y por ello le felicito muy sinceramente, ese testamento es nulo. ¿Por qué, pues, dejar que esa partida sea jugada?

-Porque yo tomaré parte en ella.

-¿Usted?

-Yo.

-¿Y cómo?

-Voy a añadir a mi testamento un codicilo y a introducir en la partida un séptimo jugador, que sería J. Hypperbone, bajo las iniciales X. K. Z.

-¿Y usted jugará?

-Jugaré como los demás.

-¿Y si pierde usted?

-Pues perderé, y toda mi fortuna irá al que gane.

Así que William J. Hypperbone salió del cementerio y se fue a casa del notario Tornbrock, arreglando como se ha dicho el testamento. Después se despidió del digno hombre confiando en la extraordinaria suerte que no le había abandonado en él curso de su existencia.

Lo demás se sabe.

Comenzada la partida, pudo formar opinión respecto de cada uno de los “Seis”. Ni Hodge Urrican, ni Hermann Titbury, ni aquel bruto de Tom Crabbe le interesaron. Tal vez Harris T. Kymbale le inspiró alguna simpatía, pero de favorecer a alguno en defecto de sí mismo, hubiera sido a Max Real o Lissy Wag y la fiel compañera de ésta, Jovita Foley. De aquí su visita a la enferma, bajo el nombre de Humphrey Weldon y el envío de los tres mil dólares a la prisión de Missuri.

En cuanto a él, siguió con pasos seguros y regular las diversas peripecias de la partida, ayudado de la poderosa suerte, con la que contaba, con razón, y que le hizo llegar el primero a la meta.

Esto era lo que había pasado y lo que fue comentado enseguida por la gente de Chicago, primero, y por la del resto del país, después. Ahora, ya no había nadie en la metrópoli que no supiera a que atenerse, respecto al desenlace del asunto que tanto había apasionado a todos.

¿Pero los jugadores se habían resignado? No todos.

-¡Esto no se hace, señor mío, no! -gritó el comodoro Urrican, cuando se encontró delante de William J. Hypperbone-. Cuando uno está muerto, está muerto, y no se deja a las gentes correr en busca de su herencia.

-¡Qué quiere usted, comodoro! -respondió el aludido, amablemente.

-En vez de encerrarlo en un ataúd se le hubiera puesto en el crematorio y esto no hubiera sucedido.

-¿Quién sabe, comodoro? ¡Tengo tanta suerte!

En fin, la víspera del día en que iba a celebrarse el matrimonio de Max Real y Lissy Wag, los novios recibieron la visita, no del venerable Humphrey Weldon algo encorvado por la edad, sino la del señor William J. Hypperbone, mas joven que nunca como observó muy bien Jovita Foley. El gentleman, después de dar sus excusas a Lissy Wag por no haberla dejado ganar la partida, le declaró que, quisiera o no ella , le gustara o no a su marido, acababa de depositar un nuevo testamento en casa del notario Tornbrock, en que hacía dos partes de su fortuna, una de las cuales era para ella.

El matrimonio se celebró al siguiente día se puede decir que en presencia de toda la ciudad. El gobernador del Estado y William J. Hypperbone acompañaron a los esposos en aquella magnífica ceremonia.

Después, cuando los recién casados y sus amigos estuvieron de vuelta en casa de la señora Real, William J. Hypperbone, dirigiéndose a Jovita Foley, dijo:

-Señorita Foley, yo tengo cincuenta años.

-Usted se alaba, señor Hypperbone -respondió ella, riendo como sabía reír.

-No; tengo cincuenta años, y usted tiene veinticinco.

-Veinticinco, en efecto.

-Bueno, pues si yo no olvidé los rudimentos de la aritmética, veinticinco es la mitad de cincuenta.

¿Dónde quería ir a parar aquel gentleman tan enigmático como matemático?

-Pues bien, señorita Foley; puesto que usted tiene la mitad de mi edad, si la aritmética no es una ciencia vana, ¿por qué no se convierte en la mitad de mí mismo?

¿Qué podía responder Jovita Foley a aquella proposición tan originalmente formulada? Aceptó.

Y, para terminar, ante los sucesos tal vez inverosímiles que este relato contiene, no olvide el lector la circunstancia atenuante de que todo esto ha pasado en América.

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