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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo VIII

Once por cinco y seis no es golpe que merezca desdén desde el momento que un ugador no obtiene nueve por seis y tres, o por cinco y cuatro, para ir a la casilla veintiséis o la cincuenta y dos.

Lo que podía tal vez causar disgusto, era que el estado indicado por el número once estuviera muy lejos de Illinois y así sucedió a Tom Crabbe, o por lo menos a John Milner.

La suerte los enviaba a Texas, el más vasto de los territorios de los Estados Unidos; tiene una superficie superior a la de Francia.

Dos itinerarios principales permitían a Tom Crabbe llegar a Texas. Podía, abandonando Chicago, ir a San Luis y tomar los vapores del Mississippi hastaNueva Orleans o seguir la vía férrea que conduce a la metrópoli de Luisiana, atravesando los estados de Illinois, Tennessee y Mississippi. Desde aquí se estudiaría el camino más corto para llegar a Austin -capital de Texas, lugar indicado en la nota de William J. Hypperbone-, fuera por los ferrocarriles, o a bordo de uno de los steamers que hacen el servicio entre Nueva Orleans y Galveston.

John Milner creyó que debía ir por tren para transportar a Tom Crabbe. De todos modos, no tenía tiempo que perder, como Max Real, puesto que era preciso que el día 16 estuviera al término del viaje.

-Y bien -le preguntó el periodista del Free Presse, después de haberse proclamado el resultado de la jugada el 3 de mayo en la sala del Auditorium-, ¿cuándo parte usted?

-Esta tarde.

-¿El equipaje está dispuesto?

-Mi maleta es Crabbe -respondió John Milner-. Está lleno, cerrado, atado, y no tengo más que conducirlo a la estación.

-¿Y él qué dice?

-Nada. Cuando termine su sexta comida iremos juntos a tomar el tren, y le pondría con los equipajes si no temiera el exceso de peso.

-Tengo el presentimiento -dijo el periodista- de que Tom Crabbe será favorecido por la suerte.

-También yo -declaró John Milner.

-Buen viaje.

-Gracias.

John Milner no tenía por qué imponer el incógnito al campeón del Nuevo Mundo. Además, un personaje tan considerable -desde el punto de vista material- como Tom Crabbe, no hubiera podido pasar inadvertido. Su partida no se efectuó, pues, en secreto. En el andén de la estación hubo aquella tarde mucha gente para verlo subir al vagón entre aclamaciones de despedida. John Milner montó tras él. Después arrancó el tren, y tal vez la locomotora experimentó un aumento de peso, debido al transporte del pesado boxeador.

Durante la noche el tren recorrió trescientos cincuenta millas, y al siguiente día llegó a Fulton, en el límite de Illinois, en la frontera de Kentucky.

No se preocupaba Tom Crabbe de observar el país que atravesaba. Sin duda, Max Real y Harris T. Kymbale no hubieran, en su caso, dejado de visitar Nashville, la capital actual, y el campo de batalla de Chattanooga, sobre el que Sherman abrió los caininos del Sur a las armas federales. John Milner no creyó deber apartarse de su itinerario para permitir a los dos enormes pies de Tom Crabbe pisar aquel suelo.

El tren siguió, pues, arrastrando al segundo jugador y a su indiferente compañero a través de las llanuras del estado de Mississippi. Pasó por Holly Springs, por Granada y por Jackson. Allí, y durante una hora, tiempo que se detuvo el tren en la estación, Tom Crabbe produjo gran efecto. Gran número de curiosos habían querido contemplar al célebre boxeador. No poseía éste la talla de Adam, al que se atribuía, antes de las rectificaciones del ilustre Cuvier, ochenta pies, ni la de Abraham, dieciocho pies, ni aún la de Moisés, doce; pero siempre era un gigantesco tipo de la especie humana.

Tom Crabbe fue saludado con las aclamaciones del público, cuando John Milner desafió, en su nombre, a los aficionados al boxeo.

El desafío no se llevó a efecto, y el campeón del Nuevo Mundo volvió a su departamento entre las manifestaciones de simpatía de la multitud.

Después de atravesar de norte a sur el estado de Mississippi, la vía férrea llega a la frontera de Luisiana, en la dirección de Rocky Comfort.

En Nueva Orleans, Tom Crabbe y John Milner abandonaron definitivamente el tren, después de un recorrido de cerca de novecientas millas desde Chicago. Allí llegaron en la tarde del 5 de mayo. Les quedaban, pues, trece días para llegar a Austin, la capital de Texas, tiempo suficiente, por más que había que contar con los retrasos posibles, ya por la vía terrestre utilizando el Southern Pacific, ya por la vía marítima.

John Milner no pensó en pasear a su Crabbe por la ciudad para hacerle admirar las curiosidades de ésta. Si el azar enviaba a algunos de los otros Siete, éste sabría dedicarse a tal tarea. Austin distaba aún más de cuatrocientas millas, y John Milner no se preocupaba más que de trasladarse allí por el medio más breve y seguro.

Lo más breve hubiera sido por el ferrocarrIl, pues pone a las dos ciudades en comunicación directa, a condición de encontrar enlace entre los trenes. En efecto, después de avanzar en dirección oeste a través de Luisiana por Laffayette, Rarelant, Terrebonne, Tigerville, Ramos, Brashear, a la punta del Lake Grand, llega, a ciento ochenta millas de allí, a la frontera de Texas. A partir de este punto, la línea va de la estación de Orange hasta Austin, recorriendo veinte millas. Sin embargo -y tal vez hizo mal-, John Milner dio la preferencia a otro itinerario, pensando que era preferible embarcarse en Nueva Orleans para el puerto de Galveston, que un ferrocarril une con Texas.

Precisamente al siguiente día, por la mañana, el steamer “Sherrnan” debía abandonar Nueva Orleans con destino a Galveston. Era una circunstancia que debía ser aprovechada. Trescientas millas por mar, en un barco que andaba diez por hora, podrían recorrerse en un día, y en dos, si no era el viento favorable. John Milner no creyó necesario consultar a Tom Crabbe sobre este punto, como no se consulta a la maleta preparada para el viaje. En un hotel del puerto hizo el eminente boxeador su sexta comida y después durmió hasta la mañana del día siguiente.

A las siete el capitán Curtis dio la orden de quitar las amarras del “Sherman”, después de acoger al iilustre campeón del Nuevo Mundo en la forma debida al segundo jugador de la partida Hypperbone.

-Honorable Tom Crabbe -le dijo-, para mí es un gran honor su presencia a bordo del barco.

El boxeador no pareció comprender lo que decía el capitán Curtis, y sus ojos se fijaron instintivamente en la puerta del comedor.

-Crea usted -añadió el capitán del “Sherman”- que haré lo imposible para que llegué usted a buen puerto en el más breve plazo. No economizaré combustible ni vapor. Seré el alma de mis cilindros, el alma de mi volante el alma de mis ruedas, que girarán a toda velocidad.

Abrió Tom Crabbe la boca como si fuera a responder, y la cerró enseguida para abrirla de nuevo. Esto indicaba que la hora del primer almuerzo había sonado en el reloj estomacal de Tom Crabbe.

-Toda la despensa está a su disposición -declaró el capitán Curtis-, y esté seguro de que llegaremos a tiempo a Texas, aunque sea preciso hacer cargar las válvulas y aunque el navío tenga que estallar.

-No estallemos -respondió John Milner, con el buen sentido que lo caracterizaba-. Esto estaría mal... la víspera de ganar sesenta millones de dólares.

El tiempo era bueno, y aparte de esto, nada hay que temer en los pasos de Nueva Orleans, por más que estén sujetos a caprichosos cambios que vigila el servicio marítimo.

El “Sherman” pasó ante varias fábricas y almacenes, agrupados en las dos orillas, ante el pueblo de Algiers, la Punta de Hacha y Jump. En abril, mayo y junio el Mississippi tiene crecidas regulares, y sus aguas no descienden al mínimum más que en noviembre. El “Sherman” no tuvo que disminuir su velocidad, y llegó sin obstáculos a Port Eads.

¿Cómo Tom Crabbe soportó aquella parte de la travesía? Muy bien. Después de comer a sus horas de costumbre, se acostó. Al día siguiente apareció fresco y dispuesto, y ocupó su sitio en la parte de popa.

Era la primera vez que Tom Crabbe se arriesgaba a una navegación por mar. Así, al principio, el cabeceo del barco pareció asombrarlo. Este asombro puso sobre su ancha cara, tan rubicunda de ordinario, palidez creciente, que Milner no tardó en advertir.

-¿Se pondrá malo? -se preguntó, aproximándose al banco sobre el que su compañero acababa de sentarse.

Y dándole un golpe en el hombro, le dijo:

-¿Qué tal?

Tom Crabbe abrió la boca, y esta vez no fue el hambre la que puso en juego sus maseteros, por más que hubiera sonado la hora de su primera comida. Y como no pudo cerrar a tiempo la boca, un chorro de agua salada se le introdujo hasta la garganta en el momento en que el “Sherman” se inclinaba bajo un fuerte golpe de ola.

Tom Crabbe, arrojado del banco, cayó sobre el puente.

-Vamos, Tom -dijo John Milner.

Tom Crabbe intentó levantarse, pero sus esfuerzos fueron inútiles, y cayó de nuevo.

El capitán Curtis, advertido por la sacudida, se dirigió a proa.

-Ya veo lo que es -afirmó-. Nada, en suma; el señor Tom Crabbe se repondrá. No es posible que tal hombre esté sujeto al mareo... Esto es bueno para mujercitas... Y esto sería terrible en un individuo tan fuertemente constituido.

Terrible en efecto, y nunca los pasajeros asistieron a espectáculo más lamentable. ¡Marearse un tipo de aquella corpulencia y de aquel vigor!

John Milner, muy disgustado, intervino:

-Es preciso quitarlo de aquí -dijo

El capitán Curtis llamó al contramaestre y a doce marineros para aquella adición en el trabajo. Estos, combinando sus esfuerzos, intentaron vanamente levantar al campeón del Nuevo Mundo. Fue preciso hacerlo rodar a lo largo de la cubierta como un barril, depositarlo sobre el puente por medio de una palanca y arrastrarlo luego sobre las escotillas, donde quedó en completa postración.

-Todo por efecto de esa abominable agua salada que Tom recibió en pleno rostro -dijo John Milner al capitán Curtis-. Si hubiera sido siquiera aguardiente...

-Si hubiera sido aguardiente -respondió sabiamente el capitán Curtis-, hace mucho tiempo que la mar hubiera sido bebida hasta la última gota y no habría navegación posible.

El viento que venía del oeste cambió, soplando recio. De modo que el balanceo aumentó más y, además, por marchar contra la corriente, disminuyó considerablemente la velocidad del barco. La travesía duraría el doble de lo previsto. John Milner pasó por todas las fases de la inquietud, mientras su compañero atravesaba todas las fases del mareo, movimiento de los intestinos, perturbaciones en el aparato circulatorio, vértigos como los que nos produce la más completa borrachera.

En fin, el 9 de mayo, después de un furioso golpe de viento, por fortuna de poca duración, las costas de Texas aparecieron hacia las tres de la tarde. Tom Crabbe -gran economía para el servicio de a bordo-, aunque había abierto la boca con frecuencia, no había comido nada desde su cena de Port Eads.

John Milner tenía la esperanza de que su compañero se repondría, que dominaria el abominable mal, que sería en fin, presentable, cuando el “Sherman”, al abrigo de la alta mar, en la bahía de Galveston, no sufriera las oscilaciones del oleaje. ¡No! Ni aun en las aguas tranquilas logró mejorarse el desventurado.

John Milner no pudo contener un juramento de furor. En el muelle había algunos centenares de curiosos. Prevenidos por telégrafo que Tom Crabbe se había embarcado en Nueva Orleans para Galveston, esperaban allí su llegada.

¿Y qué iba a presentarles John Milner, en vez del campeón del Nuevo Mundo, segundo jugador de la partida Hypperbone? Una masa informe, más parecida a un saco vacío que a humana criatura.

John Milner intentó reanimar a Tom Crabbe.

-¿No va eso mejor? -le dijo.

El saco permaneció igual y hubo que transportarlo en unas angarillas al hotel más próximo.

Algunas burlas estallaron a su paso, en vez de las aclamaciones a que estaba acostumbrado y que saludaron su partida de Chicago.

Pero, en fin, no era para desesperarse. Al siguiente día, tras una noche de reposo y una serie de comidas hábilmente combinadas, Tom Crabbe recobraría, sin duda, su energía vital y su vigor normal. Pues bien: John Milner se engañó. La noche no trajo modificación alguna en el estado de su compañero. El aniquilamiento de todas sus facultades al siguiente día fue tan profundo como el anterior. Y, sin embargo, no se exigía de él ningún esfuerzo intelectual, del que no hubiera sido capaz, sino un simple esfuerzo animal. Fue inútil. Su boca permanecía herméticamente cerrada desde que desembarcaron. No pedía alimento, y el estómago no dejaba oír sus gritos acostumbrados en las horas habituales.

Así pasaron los días 10 y 11, y el 16 era preciso estar en Austin.

John Milner tomó entonces el único partido que quedaba. Valía más llegar demasiado pronto que demasiado tarde. Si Tom Crabbe tenía que salir de aquella postración, lo mismo saldría en Austin que en Galveston, y por lo menos estaría en su puesto.

Lo condujeron, pues, a la estación sobre un camión y lo introdujeron en un vagón en estado de maleta. A las ocho y media, el tren se puso en marcha, mientras que un grupo de los que iban a apostar rehusaba arriesgar la más insignificante cantidad (ni veinticinco centavos) a favor de un jugador en tan mal estado.

Buena suerte era que el campeón del Nuevo Mundo y John Miiner no tuvieran que recorrer los setenta y cinco millones de hectáreas que comprende la superficie de Texas.

Seguramente hubiera sido agradable visitar las regiones regadas por el magnífico Río Grande y tantos otros ríos.

Pero, ¿qué podía interesar esto a Tom Crabbe, que no miraba a nada, ni a John Milner?

Al siguiente día, 13 de mayo, muy de mañana, Tom Crabbe bajó en la estación de Austin, término de su viaje.

En Austin había aficionados americanos que fueron por curiosidad, tal vez con el propósito de hacer apuestas y contemplar al segundo jugador, que un golpe de dados les enviaba desde las lejanas regiones de Illinois.

Éstos fueron más favorecidos que los de Galveston y Houston. Al poner el pie en el suelo de la capital de Texas, Tom Crabbe estaba libre al fin de la inquietante torpeza contra la que nada habían podido los cuidados, las súplicas y hasta las reprensiones de John Milner. Tal vez a la primera mirada el campeón del Nuevo Mundo pareció algo ajado y caído; pero, ¿cómo asombrarse de esto, si nada había entrado en su cuerpo durante días?

Pero también ¡qué almuerzo se propinó aquella mañana, almuerzo que duró hasta la tarde...! Pedazos de venado, carne de carnero y vaca, salchichas, legumbres, frutas, quesos, ginebra y whisky, té, café, etc. John Milner sintió algún espanto al pensar en la cuenta del hotel que le presentarían al finalizar la estancia en él.

Tom Crabbe había vuelto a ser la prodigiosa máquina humana, ante la que Corbett, Fitzsimmons y otros boxeadores no menos célebres habían mordido el polvo tantas veces.

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