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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo II

De que James T. Davidson, Gordon S. Allen, Harry B. Andrews, John I. Dickinson, Georges B. Higginbotham, Thomas R. Carlisle hayan sido citados entre los grupos de los personajes que iban tras el carro fúnebre, no hay que deducir que fueran los miembros más conocidos del Excentric Club.

Realmente, lo que había de más excéntrico en su manera de vivir era precisamente pertenecer a dicho club de Mohawk Street.

Tal vez estos hijos de Jonatán, enriquecidos en los múltiples y fructíferos negocios de terrenos, salazones, petróleos, caminos de hierro, minas, cría de ganado y corta de árboles, habían tenido la intención de superar a sus compatriotas de la Unión, por extravagancias ultraamericanas. Pero su vida pública y privada nada ofrecía que pudiera llamar la atención. Eran unas cincuenta, de gran fortuna; sin relaciones continuas con la sociedad de Chicago, muy asiduos a sus salones de lectura y de juego y diciendo a veces, a propósito de lo que habían hecho en el pasado y lo que hacían en el presente: "¡Decididamente no somos nada, pero nada excéntricos!"

Sin embargo, uno de los miembros de este círculo parecía demostrar más disposiciones para la originalidad que sus colegas. Aunque todavía no sé había distinguido por una serie de excentricidades notorias, contaba con que en el porvenir acabaría por justificar el nombre prematuramente llevado por el célebre club.

Pero, desgraciadamente, William J. Hypperbone acababa de morir. Verdad que lo que viviendo no había realizado, acababa de hacerlo en cierto modo después de su muerte, puesto que, por su expresa voluntad, sus funerales se celebraban aquel día en medio de la alegría general.

William J. Hypperbone, al terminar su existencia, no había pasado de los cincuenta años. A esta edad era un buen mozo, alto, ancho de espaldas, fuerte, de complexión recia y con cierta elegancia y nobleza. Tenía los cabellos castaños, cortados al rape; la barba en forma de abanico, suave y con algunos hilos de plata; los ojos, de un azul sombrío, de pupila ardiente, bajo espesas cejas; boca, en la que no faltaba un diente, de apretados labios, cuyas comisuras se levantaban ligeramente, señal de un temperamento inclinado a la burla y hasta al desdén.

Gozaba de una salud de hierro. Jamás un médico le había tomado el pulso. Hubiera pues, podido afirmarse que ninguna máquina - aunque tuviera la fuerza de cien doctores - sería capaz de sacarlo de este mundo y, sin embargo, se había muerto sin la ayuda de la facultad.

Para completar el retrato del personaje físico con el retrato del personaje moral, conviene añadir que William J. Hypperbone era de temperamento muy frío, muy positivista y que jamás perdía el dominio sobre su voluntad.

Se preguntará si era lógico esperar algún acto de excentricidad de naturaleza tan práctica y bien equilibrada. ¿Había en el pasado de este americano algún hecho que pudiera hacerlo creer?

Sí, uno solo.

A la edad de cuarenta años William J. Hypperbone había tenido el pensamiento de casarse legítimamente con la más auténtica centenaria del Nuevo Continente, el nacimiento de la cual databa de 1781, el mismo día en que, durante la Gran Guerra, la capitulación de lord Cornwallis obligó a Inglaterra a reconocer la independencia de los Estados Unidos. Pero como en el momento en que iba a pedir su mano la señorita Burgoyne murió de un acceso de tosferina, Hypperbone no tuvo tiempo de realizar sus propósitos. Sin embargo, fiel a la memoria de la venerable señorita, permaneció soltero, y esto bien puede pasar como una excentricidad.

William J. Hypperbone, a lo largo de su vida, centuplicó su fortuna, dejando a su muerte un capital enorme. Ciertamente, la señorita Antonia Burgoyne había hecho mal en no contraer tan beneficioso enlace. Y ahora que él había muerto, ¿quién heredaría los millones del honorable miembro del club de los excéntricos?

En primer lugar, se había preguntado si éste club no sería instituido heredero universal. Es preciso notar que William J. Hypperbone vivía en el círculo de Mohawk Street más que en su hotel de La Salle Street. Allí hacía sus comidas, allí descansaba, allí tenía sus placeres, el más vivo de los cuales era el juego, no el jacquet, ni las cartas, ni el bacará, ni el pocker, ni aun el piquet o el whist, sino el que él había introducido en su círculo y el que prefería a todos: el juego de la oca, el noble juego de los griegos. Imposible decir hasta qué punto se apasionaba por él; pasión que había acabado por conquistar a sus colegas. Se emocionaba al pasearse sobre "el puente", al perderse en "el laberinto", al chocar en "la cabeza de la muerte", etcétera.

Desde hacía ya diez años, William J. Hypperbone pasaba los días en su club, limitándose a dar algunos paseos por la orilla del lago Michigan. Sin haber tenido nunca el afán de los americanos de correr mundo, sus viajes se habían limitado a los Estados Unidos. Así, pues, ¿por qué sus colegas, con los que había mantenido estrechas relaciones, no habían de heredarlo? ¿No eran los únicos de sus semejantes a los que había estado unido por lazos de simpatía y amistad?

Tiempo es de declarar que el difunto no tenía familia, ni heredero directo o colateral, ni pariente alguno en el grado de sucesión. De manera que, si había muerto sin disponer de su fortuna, ésta iría, naturalmente, a la República Federal.

Por lo demás, para conocer la última voluntad del difunto no había más que ir a Sheldon Street, número 17, casa del notario Tornbrock, y preguntarle, en primer lugar, si existía un testamento, y después, cuáles eran sus cláusulas y condiciones.

-Señores -respondió Tornbrock a Georges B. Higginbotham, el presidente, y Thomas R. Carlisle, delegados por el círculo para visitar al grave notario-: esperaba su visita, que me honra. Pero -añadió el notario- antes de ocuparse del testamento conviene ocuparse de los funerales del difunto.

-Respecto a ese punto -respondió Georges B. Higginbotham-, ¿no deben celebrarse con la magnificencia digna de nuestro compañero?

-Sólo me resta atenerme a las instrucciones de mi cliente, contenidas en este pliego -dijo el notario, mostrando un sobre cuyo sello había roto.

-¿Y estos funerales serán... ? -preguntó Thomas B. Carlisle.

-Suntuosos y alegres a la vez, señores, con acompañamientos de músicos y cantantes, y también con el concurso del público, que no rehusará lanzar alegres hurras en honor del señor Hypperbone.

-No esperaba yo menos de un miembro de nuestro club -dijo el Presidente, con un movimiento de aprobación.

-No podía él hacer que lo enterraran corno un simple mortal -añadió Thomas B. Carlisle.

-También -añadió Tornbrock- William J. Hypperbone ha manifestado su voluntad de que la población de Chicago esté representada en sus exequias por una comisión de seis personas escogidas a la suerte en circunstancias especiales. Teniendo este proyecto, él había, desde hace algunos meses, reunido en una urna los nombres de todos sus conciudadanos de ambos sexos comprendidos entre veinte y sesenta años. Ayer, siguiendo sus instrucciones y en presencia del alcalde y sus adjuntos, he procedido al sorteo, y he dado después conocimiento de esto a los elegidos y los he invitado a ocupar el primer puesto a la cabeza del cortejo, suplicándoles no rechazaran el deber de rendirle los honores póstumos.

-Se guardarán muy bien de faltar -exclamó Thomas B. Carlisle-, pues es de suponer que ellos serán muy favorecidos por el testador y tal vez instituidos sus únicos herederos.

-Es posible -dijo el notario-, y no me asombararía.

-¿Y qué condiciones deben llenar esas personas elegidas a la suerte? -preguntó Georges B. Higginbotham.

-Una sola -respondió el notario-. La de haber nacido y estar domiciliados en Chicago.

-¿Cómo? ¿Ninguna otra?

-Ninguna otra.

-Comprendido -respondió Thomas R. Carlisle-. Y ahora, señor Tornbrock, ¿cuándo debe usted abrir el testamento?

-Quince días después del fallecimiento.

-¿Quince días solamente?

-Solamente, como lo indica esta nota que lo acompaña. Por consecuencia, el 15 de abril.

-¿Y por qué esta espera?

-Porque mi cliente ha querido, antes de poner al público al corriente de su última voluntad, que se tuviera la seguridad de que había pasado a mejor vida.

-¡Era un hombre práctico nuestro amigo! -afirmó Georges B. Higginbotham.

-En tales circunstancias no se es nunca demasiado -añadió Thomas B. Carlisle-, y a menos de hacerse incinerar...

-Aun así -se apresuró a declarar el notario- se corre el riesgo de ser quemado vivo.

-Sin duda -añadió el Presidente-; pero practicada la operación, se tiene la seguridad de estar muerto.

No hay que decir el prodigioso efecto que la noticia del fallecimiento de William J. Hypperbone causó en la ciudad.

He aquí lo que se supo desde el primer momento.

El 30 de marzo, por la tarde, el honorable miembro del Excentric Club estaba sentado con sus dos compañeros ante la mesa del juego de la oca. Acababa de hacer la primera jugada, un nueve, principio feliz que lo enviaba a la casilla cincuenta y seis. De repente su faz se congestiona, sus miembros se ponen rígidos. Quiere levantarse, lo hace tambaleándose, extiende las manos, y hubiera caído al suelo si John T. Dickinson y Harry B. Andrews no lo hubieran recibido en sus brazos y depositado en un diván.

Precipitadamente se mandó a buscar un médico. Vinieron dos. Declararon que William J. Hypperbone había sucumbido a una congestión cerebral, que todo había terminado.

Una hora después, el difunto había sido transportado a su hotel donde el notario Tornbrock, avisado enseguida, llegó sin perder instante.

El primer cuidado del notario fue abrir aquel de los pliegos que contenía las disposiciones del difunto que se relacionaban con sus exequias. En primer lugar, él era invitado a escoger a la suerte las seis personas que debían unirse al cortejo, de entre los cientos de miles de nombres contenidos en una enorme urna colocada en el centro del hall.

Cuando esta extraña cláusula fue conocida, una nube de periodistas asaltó al notario. El hotel de La Salle Street no se desocupó en todo el mediodía y lo que aquellos redactores de crónicas sensacionales querían arrancarse los unos a los otros no eran los detalles relativos a la muerte de Hypperbone, ni las causas que tan inesperadamente se la habían producido... ¡No! ... Eran los nombres de los seis privilegiados que iban a salir de la urna.

El notario Tornbrock, asediado, salió del aprieto ofreciendo sacar aquellos nombres a pública subasta y ofrecerlos al periódico que pagara más, con la reserva de que el dinero sería repartido entre dos de los veintiún hospitales de la ciudad, adjudicó la lista al Tribune, que ofreció hasta diez mil dólares, después de sostener encarnizada lucha contra el Chicago Inter Ocean.

Pero también, ¡qué triunfo, al día siguiente! y ¡qué beneficios realizó con su tirada suplementaria de dos millones quinientos mil ejemplares!

Los vendedores gritaban los nombres de los felices mortales que el escrutinio eligió entre la población de Chicago.

Eran seis los favorecidos.

Aparte de este número del 11 de abril, el Tribune publicó los seis nombres en una lista especial, que sus agentes distribuyeron profusamente hasta en las aldeas más lejanas de los Estados Unidos.

He aquí ahora el orden con que la suerte designó estos nombres, que iban a correr por el mundo durante muchos meses, ligados a extraordinarias aventuras:

Max Real
Tom Crabbe
Hermann Titbury
Harris T. Kymbale
Lissy Wag
Hodge Urrican.

Como se ve, de estos seis personajes, cinco pertenecían al sexo fuerte y uno al débil, si es que este calificativo es exacto tratándose de mujeres norteamericanas.

Sin embargo, la curiosidad pública no quedó enteramente satisfecha por lo pronto. El Tribune no pudo informar al momento a sus innumerables lectores sobre la condición, clase social y domicilio de los seis elegidos.

Y además, ¿vivían aún todos? Esta pregunta se imponía.

El hecho de poner en la urna los nombres databa ya de algún tiempo, de algunos meses; y admitiendo que ninguno de los favorecidos por la suerte hubiera fallecido, podría suceder que uno o varios de ellos hubieran marchado de América.

Por lo demás, si podían hacerlo, no había duda de que vendrían a ocupar su puesto en torno al carro fúnebre. ¿Era de presumir que respondieran con una negativa, que no accedieran a la invitación original, pero seria, de William J. Hypperbone -excéntrico, por lo menos después de su muerte-, y que renunciaran a las ventajas que indudablemente les reservaba el testamento depositado en casa del notario Tornbrock?

¡No! Allí estarían todos, pues ellos podían con justa razón considerarse los herederos de la enorme fortuna del difunto y la herencia escaparía ciertamente a la ambición del Estado.

Y esto se vio cuando, tres días después, los Seis, que ni se conocían siquiera, aparecieron en la escalera del hotel de La Salle Street ante el notario, que después de haberse asegurado de la identidad de cada uno, puso en sus manos las guirnaldas del carro.

¡De qué curiosidad fueron objeto y qué envidia despertaron! Por orden de William J. Hypperbone, toda señal de duelo debía ser prohibida en aquellos extraordinarios funerales, y los Seis habían acatado esta cláusula publicada por los periódicos, vistiendo trajes de fiesta, trajes que por su calidad y corte demostraban que aquellas personas pertenecían a clases muy diferentes de la sociedad.

Fueron colocados del siguiente modo:

En primer lugar, Max Real a la derecha y Lissy Wag a la izquierda.

En segundo lugar, Hermann Titbury a la derecha y Hodge Urrican a la izquierda.

En tercero, Harris T. Kymbale a la derecha y Tom Crabbe a la izquierda.

Mil hurras los saludaron cuando tales disposiciones fueron tomadas.

Dada la señal por el superintendente de policía, se pusieron en marcha, y así siguieron durante ocho horas las calles de la gran ciudad de Chicago.

Seguramente los seis invitados a las exequias de William J. Hypperbone no se conocían; pero no tardaron en entablar relaciones. ¡Quién sabe si estos candidatos a la futura herencia no se consideraban ya como rivales, si temían ya que aquella fuera entregada a un solo heredero, en vez de ser repartida entre los seis!

Se ha visto cómo se realizaron los funerales, con qué prodigioso concurso de público, de qué trozos de música y canto que nada tenían de fúnebre fueron acompañados, y qué alegres aclamaciones fueron lanzadas en honor del difunto.

Ahora sólo resta penetrar en el recinto de los muertos y depositar en el fondo de su tumba, para que duerma en ella el eterno sueño, al que fue William. J. Hypperbone, del Excentric Club.

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